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Las aventuras de Bella

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Antiguo 26-09-2011 , 12:59:24   #141
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Los mejores licores
VELADA PARA SOLDADOS EN LA POSADA
Bella estuvo durmiendo varias horas. Se ente ró vagamente de que el capitán tiraba de la
cuerda de la campana. Él se había levantado y estaba ves tido, pero aún no le había dado
orden alguna.
Cuando por fin la princesa abrió los ojos, la figura del capitán se recortó sobre ella
contra la luz mor tecina de un fuego recién encendido en el hogar. Aún no se había
atado el cinturón y, con un rápido movimiento, se lo quitó de la cintura y lo hizo
chasquear a su costado. Bella no podía descifrar su expresión. Parecía cruel y distante
pero aun así sus labios esbozaban una sonrisa. En cambio, las ca deras de la muchacha
le reconocieron de inmedia to. Una suave descarga de fluidos avivó la profunda pasión
que volvía asentir en su interior. Sin embargo, antes de que pudiera despabilar su
languidez, el capitán la había puesto a cuatro patas sobre el suelo. La empujaba hacia
abajo por el cuello obligándola a separar mucho las piernas.
El rostro de Bella ya estaba encendido cuando la azotó entre las piernas y la correa le
alcanzó el prominente pubis. De nuevo un fuerte trallazo en los labios púbicos obligó a
Bella a besar las made ras del suelo, meneando las caderas arriba y aba jo, en un gesto
de sumisión. Los azotes se repitie ron, más sutiles, castigando casi en una caricia los
labios hinchados. La princesa derramó más lá grimas, soltó un grito sofocado que la
dejó bo quiabierta, y no dejaba de levantar las caderas, cada vez más arriba.
El capitán dio un paso adelante y con su gran mano desnuda cubrió las nalgas escocidas
de Be lla, haciéndolas girar lentamente.
Le cortó la respiración. Bella sintió cómo le alzaba las caderas, balanceándolas y
bajándolas de nuevo. Un suave ruido rítmico surgía del pecho de la muchacha. Aún
recordaba cuando el prínci pe Alexi le contaba en el castillo que le habían obligado a
menear las caderas de este modo atroz e ignominioso.
Los dedos del capitán seguían apretando fuertemente la carne de Bella, estrujándole las
nalgas para juntarlas.
¡Moved esas caderas! ordenó en voz baja.
La mano impulsó el trasero de Bella tan arriba que su frente chocó contra el suelo, los
pechos palpitantes se aplastaron sobre la madera y soltó un ge mido vibrante que surgió
entre sofocos. En este instante no importaba lo que hubiera pensado y temido tiempo
atrás en el castillo. Agi tó el trasero en el aire y entonces el capitán retiró la mano. De
nuevo, la correa le azuzó el sexo y, en una orgía violenta de movimiento, la princesa me
neó las nalgas sin descanso como le habían orde nado.
Su cuerpo se relajó, casi alargándose. Si alguna
vez había conocido otra postura diferente a ésta, lo cierto era que no podía recordarlo
con claridad.
«Dueño y señor», suspiró ella, y la correa azotó el pequeño monte púbico, rozando con
el cuero el cada vez más grueso clítoris. Bella meneaba su tra sero con frenesí formando
un círculo. Cuanto más fuerte la azotaba, más jugos fluían en ella, hasta que los casi
irreconocibles gritos que surgían desde lo más profundo de su garganta le im pidieron
oír el sonido de la correa que se estrellaba contra sus lustrosos labios.
La zurra cesó por fin. Bella vio los zapatos del capitán y su mano que señalaba una
escoba de mango corto que estaba apoyada junto a la chime nea de la habitación.
A partir de hoy dijo con gran calma, no os volveré a decir que tenéis que barrer y
restregar esta habitación, cambiar la cama y encender el fuego. Lo haréis cada mañana
al levantaros. y también ahora mismo, esta noche, para que apren dáis. Cuando
terminéis, os lavarán a fondo en el patio de la posada para servir como es debido a la
guarnición.
De inmediato, Bella se puso manos a la obra. Arrodillada, empezó a trabajar con
movimientos rápidos y cuidadosos.
El capitán salió de la habitación y al cabo de unos momentos apareció el príncipe Roger
con el recogedor, el cepillo y el cubo. Le enseñó cómo hacer estas pequeñas tareas, a
cambiar la ropa de cama, preparar la leña para la chimenea y retirar las cenizas.
A Roger no le sorprendió que Bella se limitara a asentir con la cabeza sin hablarle. A
ella ni se le ocurrió hablar con él.
El capitán había dicho «cada mañana». ¡Así que tenía intención de quedársela! Aunque
fuera propiedad del Signo del León, su principal huésped, el capitán, la había escogido a
ella.
La princesa no conseguía hacer las tareas lo suficientemente bien, aunque alisó la cama
y sacó brillo a la mesa, procurando permanecer de rodi llas en todo momento,
levantándose únicamente cuando era necesario.
La puerta volvió a abrirse y la señora Lockley la cogió por el pelo. Bella sintió el tirón
de pelo y la pala de madera que la guiaba escaleras abajo, pero se sosegó ilusionada al
pensar en el capitán.

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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

En cuestión de segundos se encontró de pie en el tosco barreño de madera del patio. La
llama de las antorchas vacilaba a la entrada del mesón, al igual que junto al cobertizo.
La señora Lockley restregaba la piel de Bella con rapidez y rudeza, lavó su escocida
vagina con un chorro de vino mezclado con agua y luego cubrió de espuma las nalgas
de la muchacha.
La mesonera no pronunció palabra mientras torcía a Bella a uno y otro lado, le doblaba
las piernas para que se acuclillara y enjabonaba su ve llo púbico. Después la secó con
bruscos movi mlentos.
Bella vio cómo lavaban a otros esclavos con igual rudeza, y oyó las chillonas y burlonas
voces de la vulgar mujer del delantal y de otras dos re cias muchachas del pueblo que
estaban plenamente entregadas a su tarea, aunque de vez en cuando se detenían para
propinar un azote en las nalgas de uno u otro esclavo sin motivo aparente. Pero lo único
que Bella podía pensar era que pertenecía al capitán, y que iba a ver a la guarnición.
Con toda seguridad, el capitán estaría allí, se decía. Las risotadas y el griterío que
llegaban desde la posada la incitaban y la atormentaban al mismo tiempo.
Cuando Bella estuvo completamente seca y con el pelo cepillado, la señora Lockley
apoyó un pie en el borde del barreño y echó a Bella sobre su rodilla. Le aplastó
fuertemente los muslos con va rios palazos y luego le propinó un empujón para que se
pusiera a cuatro patas.
Bella luchó denodadamente por recuperar el equilibrio y el aliento.
Indiscutiblemente, resultaba insólito que no le hablaran, ni siquiera para darle órdenes
severas e impacientes. Bella alzó la vista mientras la seño ra Lockley giraba en torno a
ella hasta situarse a su lado. Por un instante, atisbó la sonrisa de la me sonera antes de
que tuviera ocasión de recuperar su expresión habitual. Súbitamente, Bella sintió cómo
le levantaba la cabeza con delicadeza, estirando su melena en toda la longitud, y se
encontró el rostro de la señora Lockley justo encima de ella:
Así que vos ibais a ser mi pequeña alborota dora... Éstas son las nalgas que iba a tener
que cocer para el desayuno mucho más rato que las de los demás...
Tal vez aún debierais hacerlo susurró Bella sin querer ni pensarlo ... Si es eso lo que os
gusta para desayunar. Un violento temblor se apoderó de ella en cuanto acabó la frase.
¡Oh, qué había hecho!
El rostro de la señora Lockley se iluminó con una expresión más que curiosa, y de sus
labios se escapó una risa a duras penas reprimida.
Os veré por la mañana, querida mía, con to dos los demás. Cuando el capitán se haya
marcha do y el mesón esté tranquilo, sin nadie más que los otros esclavos, que estarán
esperando en fila sus azotes matinales. Entonces os enseñaré a abrir la boca sin permiso.
Lo dijo con una efusividad inusual. Las mejillas de la señora Lockley habían cogido
color; estaba tan guapa. y ahora, al trote le ordenó con suavidad.
La gran sala de la posada estaba ya abarrotada de soldados y otros hombres que bebían.
El fuego crepitaba en la chimenea y una pieza de cordero giraba en el espetón. Varios
esclavos, en pie y con las cabezas inclinadas, se precipitaban de puntillas para servir
vino y cerveza en docenas de jarros de peltre. Allí donde Bella miraba, entre el gentío
de bebedores vestidos de oscuro con pesadas botas de montar y espadas, veía el destello
de traseros desnudos y relucientes vellos púbicos de esclavos que servían humeantes
platos de co mida, se inclinaban para enjugar el líquido verti do, se arrastraban a cuatro
patas para fregar el sue lo o correteaban para recoger una moneda que alguien había
arrojado juguetonamente al suelo lleno de serrín.
Desde un rincón sombrío llegaba el rasgueo resonante y monótono de un laúd, el ritmo
de una pandereta y los soplidos de una trompeta que in terpretaban una lenta melodía.
Pero la cancionci lla apenas se oía debido a las risotadas de los comensales. Los
fragmentos interrumpidos de un coro arrancaban con entusiasmo pero se desvane cían
enseguida. De todas partes llegaban las voces que ordenaban más comida y bebida, y las
peticio nes de más esclavas y esclavos guapos que acompañaran y entretuvieran a los
soldados.

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Antiguo 26-09-2011 , 13:01:14   #143
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Bella no sabía dónde mirar. Por aquí un ro busto oficial de la guardia con su reluciente
cota de malla levantaba de un tirón a una princesa muy rubia y rosada y la colocaba de
pie sobre la mesa.
La esclava, con las manos detrás de la cabeza, danzaba y brincaba aceleradamente, tal y
como le in dicaban, con el rostro sonrojado, los pechos rebotando y el pelo plateado
volando en largos rizos de espirales perfectas alrededor de los hombros.
Sus ojos brillaban con una mezcla de temor y excitación patentes. Por allá, otra esclava
de delicadas facciones era arrojada contra un tosco regazo y azotada mientras intentaba
frenéticamente cubrirse la cara con las manos antes de que un espec tador divertido se
las apartara aun lado y se las es tirara con regocijo.
Entre los toneles de las paredes había más es clavos desnudos, que permanecían en pie,
con las piernas abiertas y las caderas adelantadas, por lo visto esperando que les
llamaran. En una esquina de la estancia, un hermoso príncipe con espesos rizos rojos
que le llegaban a los hombros estaba sentado con las piernas separadas sobre el regazo
de un soldado gigantesco. Los labios de ambos se fundían en un beso mientras el
soldado acariciaba el órgano erecto del príncipe. El príncipe pelirrojo chupaba la barba
negra toscamente afeitada del soldado, tomaba su mandíbula con la boca y luego abría
los labios para reanudar los besos. Se le jun taban las cejas a causa de la intensidad de
su pasión, aunque estaba sentado, indefenso e inmóvil como si lo tuvieran allí atado,
elevando el trasero al compás del movimiento de la rodilla del solda do, que pellizcaba
el muslo del príncipe para que diera saltos. El esclavo rodeaba con el brazo izquierdo el
cuello del soldado y hundía la mano derecha en la espesa cabellera del oficial, acari
ciándola lentamente.
Una princesa de negra melena forcejeaba en el suelo del rincón más alejado, tumbada
boca arriba con las manos sujetas a los tobillos y las piernas separadas. Su larga melena
barría el suelo mientras le vertían un jarro de cerveza sobre sus tiernas partes íntimas y
los soldados se inclinaban jugue tonamente para lamer el líquido que se escurría del
vello rizado del pubis. De repente la pusieron boca abajo sobre las manos, con los pies
levanta dos para que un soldado llenara de cerveza el sexo de la princesa hasta
desbordarlo.
En aquel instante la señora Lockley tiraba de Bella para que cogiera en sus manos una
jarra de cerveza y un plato de peltre con comida humeante. Luego le volvió la cara para
que viera la figura distante del capitán. Estaba sentado en una concu rrida mesa situada
al otro lado de la gran estancia, de espaldas a la pared, con la pierna apoyada sobre el
banco que tenía ante él y la mirada fija en Bella.
La princesa se esforzó por moverse deprisa de rodillas, con el torso erguido, sosteniendo
el plato bien alto hasta llegar allí y quedarse arrodillada junto al capitán. Se estiró por
encima del banco para depositar la comida sobre la mesa. El oficial, apoyado en un
codo, acarició el pelo de Bella y observó su rostro como si estuvieran a solas, aunque a
su alrededor los hombres reían, hablaban y cantaban. Su daga de oro destellaba a la luz
de las velas, al igual que su cabello dorado, sus cejas y el escaso vello que un mal
afeitado había olvidado sobre el labio superior. La inusual delicadeza de su mano, al
apartar hacia atrás el cabello de Bella y alisarlo detrás de los hombros, provocó escalo
fríos en los brazos y la garganta de la princesa, así como un espasmo ineludible entre las
piernas.
Casi sin querer, el cuerpo de Bella describió una imperceptible ondulación.
Al instante, la fuerte mano derecha del capitán la agarró por las muñecas, y
levantándose del ban co alzó a la muchacha del suelo, dejándola colgada por encima de
él.
La princesa, desprevenida, primero palideció, y luego sintió que la sangre le inundaba el
rostro.
Mientras el capitán la agitaba a uno y otro lado, los demás soldados se volvían para
mirarla.

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Antiguo 26-09-2011 , 13:03:34   #144
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

A la salud de mis soldados, que han servido ala reina como se merece dijo el capitán y
de inmediato se oyó un fuerte pataleo acompañado de una salva de aplausos. ¿Quién va
a ser el prime ro? inquirió el capitán.
Bella sentía que sus labios púbicos se juntaban a causa de su creciente grosor, y una
densa hume dad fluía a través de su arruga púbica. Pero un silencioso acceso de terror
invadió su alma y la dejó paralizada. ¿Qué va a sucederme? , se preguntó al tiempo que
unas oscuras figuras que se aproxima ban cada vez más la rodeaban. La robusta silueta
de un hombre fornido se elevó ante ella. Los pul gares del forzudo se hundieron
suavemente en los tiernos sobacos de Bella para cogerla de las manos del capitán,
agarrándola con fuerza. Los jadeos de Bella cesaron.
Otras manos guiaron las piernas de la princesa hasta colocarlas alrededor de la cintura
del soldado. Bella sintió que con la nuca tocaba la pared que tenía detrás y levantó las
manos para prote gerse, con la mirada fija en el rostro del soldado que rápidamente se
llevó la mano derecha a los pantalones para desabrochárselos.
El olor de cuadra, el aliento de cerveza, el aroma penetrante y delicioso de la piel
bronceada por el sol y del cuero sin curtir emanaban de aquel hombre, cuyos ojos
negros se estremecieron bre vemente y se cerraron por un momento cuando hundió la
verga en el cuerpo de Bella, ensanchando los dilatados labios de la muchacha, cuyas ca
deras golpeaban contra la pared con un ruido sor do ya un ritmo frenético.
Sí. Ahora. Sí. El miedo se disolvió dando paso a una emoción aún mayor y más difícil
de expre sar. Los pulgares del hombre se clavaban en los sobacos de la princesa
mientras continuaban las acometidas. Alrededor de ellos, en la penumbra, Bella veía
numerosos rostros cuyas miradas se centraban en ella, mientras el ruido de la posada se
elevaba y descendía en violentas oleadas.
El pene descargó su caliente y anegador fluido dentro de ella, mientras su propio
orgasmo se di fundía por todo su cuerpo, cegándola, y de su boca abierta surgían gritos
espasmódicos. Con el rostro encendido, desnuda, Bella experimentó su placer en medio
de esta ordinaria taberna. La levantaron otra vez, vacía. Sintió que la arrodillaban sobre
la mesa, ya continuación le separaban las piernas y le coloca ban sus propias manos bajo
los pechos.
Mientras una ávida boca succionaba su pezón, la princesa elevó el pecho arqueando la
espalda y apartó tímidamente los ojos de los que la rodea ban. La hambrienta boca se
nutrió seguidamen te de su pecho derecho, aspirando intensamente mientras la lengua
apuñalaba el diminuto y duro pezón.
Otra boca había tomado el pecho izquierdo.
Mientras ella se apretaba contra los labios que la chupaban y le daban un placer casi
desmesurado, unas manos le separaron las piernas aún más, ha ciendo descender el sexo
casi hasta dejarlo sobre la mesa.
Durante un instante volvió a invadirla aquel miedo irreprimible. Había manos sobre
todo su cuerpo, mientras la sostenían por los brazos y le sujetaban a la fuerza las manos
a la espalda. No podía liberarse de las bocas que succionaban con fuerza sus pechos.
Alguien la obligó a levantar la cabeza y vio una sombra oscura que la cubría mientras se
ponía a horcajadas sobre ella. La verga penetró en su boca, que se abría, y Bella se
quedó mirando el vientre velludo situado sobre ella. Suc cionó el falo con toda su
fuerza, con la misma in tensidad con que las bocas le chupaban los pe chos, y continuó
gimiendo mientras el miedo se evaporaba una vez más.
Su vagina temblaba, los fluidos descendían por sus muslos separados y sufría violentas
sacu didas de placer.
La verga que tenía en la boca la cautivaba, pero no le daba ninguna satisfacción.
Absorbió el pene más y más hasta que su garganta se contrajo y la eyaculación salió
disparada contra ella. Mientras, las bocas tiraban con delicadeza de sus pezones,
trataban de morderlos, y sus labios púbicos se cerraban en vano capturando el vacío.
De pronto, algo tocó su clítoris palpitante y lo raspó a través de la gruesa película de
humedad.
Algo se hundió entre sus ávidos labios púbicos.
Era el mango tosco y enjoyado de la daga... seguro que lo era... y la empaló.

esquimala no está en línea   Responder Citando
Antiguo 26-09-2011 , 13:04:39   #145
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Bella tuvo un orgasmo desenfrenado. Entre jadeos contenidos, levantaba cada vez más
las caderas, y todas las imágenes, sonidos y aromas de la posada se disolvieron en su
frenesí. El mango de la daga la sostenía, la empuñadura le maltrataba el pubis sin
permitir que el orgasmo cesara, forzan do un grito tras otro.
Pese a que la tendieron de espaldas sobre la mesa, la atormentaba, la obligaba a
culebrear y retorcer las caderas. Apenas pudo ver el rostro del capitán por encima de
ella, mientras se contorsio naba como un gato y el mango de la daga la mecía arriba y
abajo, obligándola a golpear la mesa con las caderas.
Esta vez no iba a correrse tan pronto.
La estaban levantando. Sintió cómo la tendían sobre un barril de grandes dimensiones,
con la es palda arqueada sobre la húmeda madera y su cabello desparramado sobre el
suelo, podía oler la cerveza. En esa posición veía el mesón patas arriba, en una
exhibición de colores. Otro pene entró en su boca mientras unas manos firmes asegura
ban sus muslos contra la curva del tonel y una ver ga penetraba en su lubricada vagina.
Bella había dejado de pesar, no había equilibrio. No veía nada aparte del oscuro escroto
y la ropa desabrochada que tenía ante sus ojos. Entretanto, le palmotea ban los pechos y
se los chupaban, agarrados por fuertes dedos que la sobaban. Bella buscó a tientas las
nalgas del hombre que llenaba su boca y se afe rró a él, guiando sus movimientos. Pero
la otra verga la machacaba contra el barril, la taponaba, pulverizaba su clítoris
mecánicamente con un ritmo diferente. Sintió en todos sus miembros la consumación
abrasadora, como si no surgiera de su entrepierna, mientras sus pechos se multiplica
ban. Todo su cuerpo se convirtió en el orificio, el órgano.
La llevaban al patio y advirtió que sus brazos rodeaban unos hombros firmes y
poderosos.
Un joven soldado de pelo castaño la transportaba sin dejar de besarla y hacerle
carantoñas. Los hombres estaban sentados en grupos sobre el cés ped, riéndose a la luz
de las antorchas, en torno a los esclavos a los que bañaban en los barreños. Su talante
era tranquilo puesto que sus primeras y ai dientes pasiones habían sido satisfechas.
Los soldados formaron un corro alrededor de Bella cuando la bajaron para meterle los
pies en el agua caliente. Luego se arrodillaron, tomaron un odre lleno y echaron chorros
de vino sobre el cuerpo de la muchacha, provocándole cosquilleos mientras la
limpiaban. La lavaron con el cepillo y el trapo, entre juegos, y competían por besarla y
por llenar su boca, lenta y cuidadosamente, del agrio y frío vino. Bella intentó recordar
ese rostro, aquella risa, incluso la piel del que tenía el pene más grueso; todo fue en
vano.
La tendieron sobre la hierba, bajo las higueras, y volvieron a poseerla. Su joven
apresador, el soldado del cabello castaño, se nutrió de la boca de Bella como en una
ensoñación, y luego la penetró aun ritmo más lento y suave. Ella estiró los bra zos,
palpó la piel desnuda de las nalgas del soldado y la tela de los pantalones a medio bajar.
Mientras tocaba el cinturón desatado, el tejido arrugado y el trasero medio desnudo,
contrajo fuertemente su vagina contra la verga del mucha cho de tal manera que él tuvo
que soltar un grito sofocado por encima de ella, como si de un esclavo se tratara.
Transcurrieron varias horas.
Bella estaba sentada, medio dormida y echa un ovillo, sobre el regazo del capitán. La
cabeza reposaba contra el pecho de él y los brazos le rodeaban el cuello. Como un león
desperezándose, él se desentumeció bajo ella y su voz retumbó gra vemente en su ancho
pecho cuando se dirigió al soldado que tenía enfrente. Sin esfuerzo alguno, acunaba la
cabeza de la princesa en su mano izquierda, cuyo brazo le parecía a Bella inmenso y
poderoso.

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Antiguo 26-09-2011 , 13:05:36   #146
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La princesa abría los ojos sólo de vez en cuan do para percibir la luminosidad humeante
y des lumbradora de toda la taberna.
La sala estaba más tranquila y también más or denada que antes. El capitán no cesaba de
hablar.
Las palabras «princesa fugitiva» llegaron con claridad a oídos de Bella.
«Princesa fugitiva», pensó ella amodorrada.
No podían preocuparla tales cosas. Volvió acerrar los ojos, acurrucándose contra el
capitán que la estrujó con su brazo izquierdo.
«Cuán espléndido es él pensó la princesa. Con su tosca belleza.» Le encantaban los
profundos pliegues de su rostro bronceado, el deseo reflejado en sus ojos. Le vino a la
cabeza un curioso pensamiento. No le importaba de qué trataba la conversación de él
más de lo que a él le importaba hablarle a ella. Bella sonrió para sus adentros. Era su
esclava desnuda y sobrecogida. y él, su rudo y bestial capitán.
Pero sus pensamientos se trasladaron invo luntariamente a Tristán. Se había declarado
tan re belde ante Tristán.
¿Qué habría sido de él? ¿Cómo le iría con Ni colás el Cronista? ¿Conseguiría enterarse
alguna vez? Quizás el príncipe Roger pudiera darle alguna noticia. Tal vez el denso y
pequeño mundo del pueblo tenía sus vías secretas de información. Te nía que enterarse
de si Tristán se encontraba bien.
Sencillamente deseaba poder verle. Y, soñando con Tristán, la princesa se quedó
dormida.

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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

UN MAGNÍFICO ESPECTÁCULO
Tristán:
Sin los horrorosos arneses del tiro me sentí aún más vulnerable. Mi desnudez me
resultaba ofensiva mientras marchaba velozmente hacia el final de la carretera,
esperando algún tirón de las riendas en cualquier momento, como si todavía las llevara
puestas. A esta hora eran numerosos los carruajes, decorados con farolillos, que pasaban
con estruendo junto a nosotros, con los esclavos trotando a toda prisa, con las cabezas
tan altas como antes llevaba la mía. ¿Prefería estar como ellos? ¿O me gustaba más esta
otra condición? ¡No lo sabía! Sólo era consciente de mi temor y deseo, y de un
conocimiento absoluto de que mi atractivo amo Nicolás, mi estricto señor, más que
muchos otros, caminaba a mi lado.
Más adelante, una brillante luz iluminaba abun dantemente la carretera. Estábamos
llegando al final del pueblo. Pero, sin detener la marcha, al doblar por el último de los
elevados edificios que tenía a mi izquierda vi un espacio abierto que aun que no era el
mercado estaba terriblemente abarrotado y alumbrado por abundantes antorchas y
farolillos. Olí el vino en el aire y oí las ruidosas y embriagadas risas. Había parejas que
bailaban agarradas y vendedores de vino con odres llenos sobre los hombros que se
abrían camino entre la multitud ofreciendo copas a todos los asistentes.
Mi amo se detuvo de repente y dio una mone da a uno de estos expendedores. Luego
sostuvo la copa ante mí para que lamiera el vino de ella. Me sonrojé hasta la raíz del
cabello, pero pude apreciar las virtudes del vino y lo bebí ávidamente con todo el
esmero que pude. Hacía rato que me ardía la garganta.
Cuando levanté la vista, aprecié con más clari dad que aquel lugar era una especie de
recinto para aplicar castigos. Con toda seguridad, era el sitio que el subastador había
denominado el lugar de castigo público.
A un lado había una hilera de esclavos colocados en picotas, y otros estaban maniatados
en el interior de unas tiendas lóbregamente iluminadas, cuya entrada estaba vigilada por
mozos que deja ban pasar, tras pagar una moneda, a los lugareños que iban y venían.
Otros esclavos maniatados co rreteaban en círculo alrededor de un mayo, casti gados
por cuatro guardias que esgrimían palas.
Aquí y allá, un par de esclavos corrían a cuatro patas sobre el polvo para recoger algún
objeto lanzado ante ellos, mientras jóvenes de ambos sexos les instaban a darse prisa,
pues obviamente habían apostado dinero a favor de su esclavo favorito.
Más a la derecha, sostenidas contra las murallas, giraban lentamente unas ruedas
gigantes con es clavos atados a ellas con las extremidades completamente estiradas,
dando vueltas y más vueltas con sus inflamados muslos y nalgas convertidos en dianas
contra las que el público lanzaba corazones de manzana, huesos de melocotón e incluso
huevos crudos. Otros esclavos se movían a duras penas acuclillados tras sus amos, con
el cuello su jeto a las rodillas por dos cortas cadenas de cuero, y los brazos estirados
hacia delante aguantando dos grandes palos de los que colgaba un cesto lleno de
manzanas dispuesto para la venta. Dos prin cesitas rosadas, de pechos voluminosos y
brillan tes de sudor, cabalgaban sobre caballos de madera con frenéticos gestos
bamboleantes, y sus vaginas empaladas sobre falos de madera. Mientras yo ob servaba
la escena atónito, ya que mi dueño me permitía caminar entonces con más lentitud y po
día recorrer a su vez con la mirada la feria, una princesa alcanzó su descomunal y
sobrecogedor clímax para deleite de la multitud, y recibió los aplausos que le dedicaban
como vencedora de la prueba. La otra se llevó unos cuantos palazos, y fue castigada y
reprendida por los que habían apostado por ella.
Pero la gran atracción se encontraba en la alta plataforma giratoria donde un esclavo era
azotado con una larga pala rectangular de cuero. Al verlo, el corazón se me cayó a los
pies y recordé que mi ama me había amenazado con llevarme a la plata forma giratoria.
Fue entonces cuando advertí que, poco a poco, me estaban conduciendo hacia allí. Nos
abría mos paso a través del mar de ruidosos espectado res que se extendía unos quince
metros alrededor de la alta plataforma. Observamos atentamente la fila de esclavos
arrodillados con las manos detrás del cuello, que recibían la lluvia de imprecaciones de
los presentes mientras esperaban en los escalones de madera su turno para subir al
estrado y re cibir su castigo.
Mientras yo miraba incrédulo, mi amo me dio un empujón para colocarme directamente
al final de la cola y ocupar mi puesto. Un mozo apostado al pie de la escalera recibía
monedas de los asistentes. Me obligaron a arrodillarme y fui incapaz de ocultar el miedo
que me consumía. Las lágrimas me escocían los ojos y todo mi cuerpo se agitaba
tembloroso. ¿Qué había hecho yo? Docenas de rostros redondos se habían vuelto hacia
mí y al cancé a oír sus pullas:
Vaya, ¿un esclavo del castillo que se cree demasiado bueno para la plataforma pública?
Mirad qué cipote.
¿No habrá sido un cipote malo?
¿Por qué van a azotarle, señor Nicolás?
Por ser apuesto contestó mi señor con un deje de humor negro.

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Antiguo 29-09-2011 , 17:23:53   #148
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

La respuesta de mi dueño había provocado sonoras risotadas, y la luz de las antorchas
hacía relucir las mejillas y ojos húmedos de la risa. Lle no de horror, dirigí la mirada
hacia la escalera y la alta plataforma, pero apenas vi nada aparte de los escalones
inferiores mientras me arrodillaba ante la cada vez más numerosa multitud que se amon
tonaba a nuestro alrededor. El esclavo situado
ante mí se adelantó con gran esfuerzo cuando apresuraron a otro príncipe cautivo
escaleras arriba. De algún lugar llegó el fuerte redoble de un tambor y repetidos gritos
de la multitud. Yo me di la vuelta para mirar suplicante a mi amo y me arrojé al suelo
para besar sus botas, mientras la muchedumbre me señalaba y se reía.
Pobre príncipe desesperado se mofaba un hombre. ¿Echas de menos tu agradable baño
perfumado del castillo?
¿Te azotaba la reina sobre sus rodillas?
Mirad esa polla; a esa polla le hace falta un buen amo y una buena señora.
Noté una mano firme que me cogía por el pelo y me levantaba la cabeza. Vi entre
lágrimas un apuesto rostro por encima de mí, afable pero no carente de severidad. Los
ojos azules se entrecerraron muy lentamente, los oscuras pupilas pa recieron expandirse
mientras alzaba la mano derecha y el dedo índice se agitaba hacia delante y atrás y con
los labios formaba silenciosamente la pala bra «no». Me quedé sin aliento. Los ojos se
le que daron inmóviles, fríos como la piedra, y la mano izquierda me soltó. Volví a
ocupar espontánea mente mi puesto en la fila y enlacé mis manos tras la nuca, de nuevo
temblando y tragando saliva mientras la multitud profería unos exagerados «ooooh» y
«aaaah» para expresar burlonamente su conmiseracióon.
Esto sí que es un buen chico me gritó un hombre al oído. No querréis defraudar ahora a
la multitud, ¿verdad que no? sentí que su bota me tocaba el trasero. Apuesto diez
peniques a que nos ofrece el mejor espectáculo de esta noche.
¿Y quién va a determinar eso? dijo otro.
¡Diez peniques a que mueve ese culo mejor que nadie!
Me pareció que transcurría toda una eternidad hasta que vi subir al siguiente esclavo,
luego al siguiente y otro más. Yo fui el último. Avancé esfor zadamente a cuatro patas
sobre el polvo, empapado del sudor que chorreaba por todo mi cuer po. Las rodillas me
ardían y la cabeza me daba vueltas. Incluso en este momento creía que, de algún modo,
iban a rescatarme. Mi amo sería mi sericordioso, cambiaría de idea, se daría cuenta de
que no había hecho nada para merecer esto. Sencillamente, tenía que suceder, porque yo
no era ca paz de soportarlo.
La multitud se apretujaba y empujaba hacia delante. Se oyeron fuertes vítores cuando la
prin cesa a la que estaban azotando sobre la plataforma empezó a quejarse con agudos
chillidos ya pata lear con todas sus fuerzas sobre la plataforma.
Sentí una ineludible necesidad de levantarme y echar a correr pero no me moví. El
rugido de la plaza pareció aumentar bruscamente con el siguiente redoble de tambores.
Los palazos habían concluido. Era mi turno. Dos mozos me llevaron en volandas
escaleras arriba mientras toda mi alma se rebelaba. Entonces oí la firme orden de mi
amo:
Sin grilletes.
Sin grilletes. Así que había existido esa posibilidad. Estuve apunto de iniciar un violento
forcejeo. «Oh, por favor, por piedad, poned me los grilletes.» Pero horrorizado, me
encontré a mí mismo estirándome por propia voluntad para apoyar la mandíbula sobre
el alto pilar de madera, separé las rodillas y enlacé las manos a la espalda mientras las
rudas manos de los mozos se limita ban a guiarme.
Entonces me quedé solo. Ninguna mano me tocaba. Mis rodillas descansaban
únicamente so bre unas muescas poco profundas talladas en la madera. Entre mí y los
miles de pares de ojos no se interponía nada aparte del delgado poste sobre el que
descansaba la mandíbula, mientras mi pecho y vientre se comprimían en espasmos
inconte nibles.

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Antiguo 29-09-2011 , 17:24:37   #149
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Habían hecho girar la plataforma a gran velo cidad y entonces pude ver la gran figura
del maes tro de azotamientos, con el pelo enmarañado, re mangado por encima de los
codos y con la gigante pala en su desmesurada mano derecha mientras con la izquierda
recogía una gran masa pringo sa de crema color miel que sacó de un cubo de ma dera.
¡Ah, dejad me que lo adivine! gritó. ¡Se trata de un jovencito recién llegado del castillo
que nunca ha sido apaleado aquí! Suave y sonrosado como un lechoncillo, a decir por su
pelo ru bio y esbeltas piernas. y bien, ¿vais a ofrecer a estas buenas gentes un buen
espectáculo, jovencito?
De nuevo hizo dar media vuelta a la plataforma y, con una palmotada, pegó la crema a
mis nalgas. Aplicó el emplasto a conciencia mientras la muchedumbre le recordaba a
gritos que iba a necesi tar una buena cantidad. Los tambores resonaron con su
espeluznante y profundo redoble. Ante mí podía ver a cientos de ansiosos lugareños
vociferantes que se extendían por toda la plaza. También vi a los desgraciados que
daban vueltas al mayo, a los esclavos colocados en la picota, que forcejeaban cada vez
que les pellizcaban e importunaban, a los que estaban colgados boca abajo de un
carrusel de hierro que giraba lentamente, del mismo modo en que me estaban moviendo
a mí entonces, en aquel círculo implacable. Mis nalgas se calentaron, después
parecieron hervir a fuego lento y luego sentí que se cocían bajo el espeso masaje de la
crema. Casi percibía el modo en que relucían. Así que continué arrodilla do libremente,
¡sin grilletes! De pronto mis ojos se quedaron tan deslumbrados por las antorchas que
me vi obligado a parpadear.
Ya me habéis oído, jovencito resonó otra vez la retumbante voz del maestro de
azotamientos. Volvía a tenerlo frente a mí, y él se secaba la mano en su pringoso
delantal. Entonces se estiró para cogerme la barbilla y me pellizcó las mejillas mientras
agitaba mi cabeza hacia delante y atrás.
Ahora, ofreceréis un buen espectáculo a esta gente dijo a voz en grito. ¿Me oís,
jovencito? ¿Y sabéis por qué vais a ofrecer un buen espectáculo? ¡Porque voy a zurrar
este bonito trasero hasta que lo hagáis! la multitud chilló con risas burlo nas. ¡Moveréis
esas preciosas nalgas, joven esclavo, como no lo habíais hecho nunca! ¡Ésta es la
plataforma pública!
Con un brusco golpe de pedal dio otra vuelta a la plataforma giratoria mientras la larga
pala rec tangular me azotaba ambas nalgas con un contun dente estallido, obligándome a
luchar frenética mente por recuperar el equilibrio.
La multitud profirió un jovial rugido cuando volvieron a hacer girar la plataforma y me
alcanzó un segundo golpe; y después otro giro y otro, y luego otro más. Apreté los
dientes para amorti guar los gritos mientras el ardiente dolor se pro pagaba desde mis
nalgas a través de mi verga. Oía las mofas: «Dale duro», «Zúrrale en serio», «Dale en
ese trasero» y «Sacúdele la polla». Me percaté de que yo obedecía estas órdenes, no
deliberadamente, sino movido por la desesperación. Cada vez que uno de los
ensordecedores azotes me za randeaba brutalmente, yo culebreaba e intentaba no
salirme de mi sitio en la plataforma giratoria. Intentaba cerrar los ojos pero se abrían
completamente con cada golpe, igual que mi boca, de la que brotaban gritos
incontrolables. La pala me enviaba de un lado a otro, casi me derribaba para luego
volver a enderezarme, pero aun así, con cada palazo notaba cómo se sacudía mi ávida
ver ga hacia delante, palpitando de deseo, mientras el dolor centelleaba en mi cabeza
como una explo sión de fuego.
La miríada de matices y formas de la plaza se enmarañaba borrosamente. Mi cuerpo,
atrapado en una serie vertiginosa de fuertes azotes, parecía volar, como si se
desprendiese de sí mismo. Había dejado de intentar recuperar el equilibrio pero aun así
la pala no me permitía escurrirme o caer; nunca había existido ese peligro. Estaba
atrapado en la velocidad de las vueltas, cedía al calor y la fuerza de la pala para
amortiguar su efecto, que jándome a voz en grito, mientras la multitud aplaudía, chillaba
y vitoreaba.

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Antiguo 29-09-2011 , 17:25:39   #150
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Todas las imágenes del día se fundieron en mi cerebro: el extraño relato de Jerard, la
ama al hacer penetrar el falo entre mis nalgas separadas; y aun así no podía pensar con
claridad en nada, sólo sentía los palazos y oía a la muchedumbre carcajeante cuyos
rugidos llegaban a mis oídos fluyendo co mo una marea hasta la plataforma giratoria.
¡Que no paren esas caderas! gritó el maestro de azotamientos. y yo, sin pensarlo ni de
searlo, obedecí, vencido por la fuerza de la orden y por el deseo del gentío.
Castañeteando descon troladamente, oía los roncos y estridentes vítores, mientras la
pala golpeaba primero el lado izquier do y luego el derecho de mis nalgas, para caer a
continuación ruidosamente sobre mis muslos y volver de nuevo al trasero.
Me encontraba perdido, como nunca antes lo había estado. Los gritos y las
aclamaciones me purgaban tanto como las luces y el dolor. Ya no era más que mis
ronchas ardientes, mi carne hin chada y la dura vara de mi pene que se sacudía en vano
mientras la multitud aullaba, la pala me al canzaba ruidosamente una y otra vez y mis
pro pios gritos casi ahogaban el sonido de sus golpes.
En el castillo no había sufrido nada que expiara mi alma de este modo. Nada me había
cauterizado y vaciado de tal manera.
Me había sumergido en las profundidades del pueblo, y allí estaba, abandonado. De
repente era un lujo, un lujo horrible, que tantas personas fueran testigos de este delirio
de degradación. Si tenía que perder el orgullo, la voluntad, el alma, pues que se
deleitaran en ello. y también sentí que era natural que los cientos de personas que se
arremo linaban en la plaza ni siquiera se percataran de todo ello.
Sí, en esto me había convertido, en esta masa desnuda e hinchada de genitales y
músculos esco cidos, en el corcel que tiraba del carruaje, el objeto sudoroso y lloroso,
sometido al ridículo público.
Podrían complacerse en ello o ignorarlo, como prefirieran.
El maestro de azotamientos retrocedió unos pasos e hizo girar la plataforma una vez
más. Mis nalgas hervían. Mi boca abierta se estremecía, sofocada por los gritos
descontrolados que se atragantaban más ruidosamente que nunca.
¡Poned esas manos entre las piernas y ta paos los testículos! rugió mi torturador. Sin pen
sar, en un último gesto de envilecimiento, me en corvé obedientemente, con la barbilla
todavía bien apoyada, y protegí mis testículos mientras el gentío pataleaba y se reía cada
vez con más fuerza.
De repente vi que un aluvión de objetos volaban por los aires. Me estaban tirando
manzanas a me dio comer, mendrugos de pan, huevos frescos que se aplastaban
quedamente al explotar las cáscaras contra mis nalgas, espalda y hombros. Sentí pro
fundas punzadas en mis mejillas y en las plantas de mis pies desnudos, mientras con los
ojos abier tos de par en par asistía en medio del griterío ami propio espectáculo. Hasta
mi pene fue alcanzado, lo que provocó penetrantes chillidos de satisfacción y más
risotadas.
Seguidamente una lluvia de monedas comen zó a alcanzar las maderas del estrado. El
maestro de azotamientos gritó:
Más, sabéis que ha merecido la pena. ¡Más! ¡Pagad la zurra del esclavo y su dueño se
dará más prisa en volver a traerlo! Vi a un joven que me rodeaba formando un ansioso
círculo para reco ger el dinero. Lo colocó en un pequeño saco y lo ató con un cordel.
Luego, levantándome la cabeza por el pelo, me introdujeron el saco y lo apretaron
contra mis dientes. Yo jadeaba y gruñía de asom bro. Sonaron aplausos por doquier y
exclamacio nes de «¡Buen chico!», así como preguntas guaso nas sobre si me había
gustado la paliza y si me gustaría recibir otra la noche siguiente.
Me alzaron bruscamente de la plataforma y me hicieron bajar a toda prisa por los
escalones de madera.
Sin más ceremonias, me alejaron de la plataforma giratoria con sus brillantes antorchas.
Con un empujón, caí de cuatro patas. A continuación, me condujeron a través de la
multitud hasta que vi las botas de mi amo y, al alzar la vista, descubrí su lánguida figura
apoyada contra el mostrador de madera de un pequeño puesto de vino. Me obser vaba
sin el menor atisbo de sonrisa, y no dijo nada. Tomó el pequeño saco de mi boca, lo
sopesó en su mano derecha, se lo guardó y continuó ob servándome desde la altura.
Yo incliné la cabeza hasta apoyarla en el polvo del suelo y sentí que mis manos salían
de debajo de mí. No podía moverme, aunque por suerte no recibí ninguna orden para
hacerlo. El estruendo de la plaza se fundió en un único sonido que casi parecía silencio.
Enseguida noté las delicadas manos de mi amo, las manos de un caballero, que me
levanta ban. Vi ante mí un pequeño puesto para el aseo personal. Allí un hombre
esperaba con un cepillo y un cubo de fregar. Fui conducido con absoluta firmeza y
entregado a él. El hombre dejó la copa de vino que estaba bebiendo y cogió con gratitud
una moneda de mi amo. Luego se estiró y, sin me diar palabra, me obligó a ponerme en
cuclillas so bre el cubo humeante.

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