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Las aventuras de Bella

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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

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Entonces Bella vio a la reina, que estaba sentada en el extremo más alto de una elevada tarima. Llevaba un velo en la cabeza, ceñida a su vez por una corona de oro, y las largas mangas de su túnica verde estaba ribeteadas de perlas y bordados de oro.
Un rápido chasquido de los dedos del príncipe instó a Bella a avanzar hacia delante. La reina se había puesto en pie y en aquel momento abrazaba a su hijo que se había colocado ante el estrado.
—Un tributo, madre, del otro lado de las montañas, el más hermoso que hayamos recibido en mucho tiempo, si no me falla la memoria. Mi primera esclava del amor, y estoy muy orgulloso de haberla reclamado.
—Tenéis motivos para ello —dijo la reina con una voz que sonaba a la vez joven y fría. Bella no se atrevió a alzar la vista en dirección a la soberana. Pero fue la voz del príncipe la que más la asustó: «mi primera esclava del amor.» Bella recordó la enigmática conmiseración que había mostrado ante sus padres, la mención de su vasallaje en la misma tierra, y sintió que el pulso se le aceleraba.
—Exquisita, absolutamente exquisita —dijo la reina—, pero debería echarle un vistazo toda la corte. ¡Lord Gregory! —llamó con un gesto gracioso.
Se oyó un gran murmullo procedente de los nobles y damas reunidos alrededor de ellos y seguidamente Bella vio que se aproximaba un hombre alto de pelo canoso, aunque no lo veía con claridad. Llevaba unas finas y ajustadas botas de cuero que se doblaban a la altura de la rodilla y mostraban un forro de piel del más delicado armiño.
—Enseñad a la muchacha...
—Pero, madre... —protestó el príncipe.
—Tonterías, si todos los plebeyos la han visto, nosotros también —dijo la reina.
—¿Habrá que amordazarla, majestad? —preguntó el extraño hombre alto con las botas forradas de piel.
—No, no hará falta. Aunque, por supuesto, la castigaréis si habla o empieza a gritar.
—Y el cabello, todo ese pelo la oculta... —dijo el hombre mientras levantaba a Bella y rápidamente la obligaba a enlazar las muñecas por encima de la cabeza. Al quedarse de pie, Bella sintió de nuevo la desesperación de ser exhibida y no pudo evitar llorar. Temió una reprimenda del príncipe. Entonces podía ver mucho mejor a la reina, aunque no quería mirarla. Bajo su velo diáfano distinguió el cabello negro de la soberana que caía en bucles sobre los hombros y unos ojos tan negros como los del príncipe.
—Dejad el pelo como está —intervino el príncipe casi celoso.
«¡Oh, va a defenderme!», pensó Bella. Pero luego oyó que él ordenaba:
—Subidla a la mesa para que todo el mundo la vea bien.
La mesa era rectangular y se hallaba en el centro de la estancia. A Bella le recordó un altar. La obligaron a subirse y a ponerse de rodillas, de frente a los tronos donde el príncipe ya había ocupado su puesto al lado de su madre.
El hombre de pelo canoso le colocó con movimientos rápidos un gran tarugo de madera lisa debajo del vientre. Podía descansar su peso sobre él y así lo hizo, mientras él le estiraba las piernas, separando las rodillas de modo que éstas no tocaran la mesa. Seguidamente le ligó los tobillos a los extremos de la mesa con unas tiras de cuero y luego hizo lo mismo con sus muñecas. Ella ocultaba la cara cuanto podía, sin dejar de lloriquear.
—Permaneced callada —le dijo el hombre con tono gélido— o me encargaré yo mismo de que no podáis estar de otra manera. No interpretéis erróneamente la indulgencia de la reina. Si no os amordaza es porque a la corte le divierte mirar vuestra boca tal y como es y veros luchar contra vuestra propia voluntad.
Entonces, para vergüenza de Bella, el noble le levantó el mentón y debajo de él colocó un largo y grueso descanso de madera para la barbilla. No podía bajarla, aunque sí la vista. De todos modos veía la habitación en la que se encontraba en toda su extensión.
Vio a los nobles y a las damas que se levantaban de las mesas de banquetes, el inmenso fuego, y luego vio también a ese hombre, con su delgado rostro angular y los ojos grises que no eran tan fríos como su voz; por un momento incluso le pareció que revelaban cierta ternura.
Cuando se imaginó a sí misma: estirada y elevada para que todos pudieran inspeccionar hasta su rostro si así lo querían, la recorrió un prolongado escalofrío. Intentó disimular los sollozos apretando los labios con fuerza, y ni siquiera le quedaba el consuelo de que el pelo la tapara, ya que caía uniformemente a ambos lados de la cara y no cubría parte alguna de su cuerpo.
—Joven, pequeña —susurró el hombre de pelo canoso— estáis muy asustada, pero es inútil —su voz parecía mostrar cierto afecto—¿Qué es el miedo después de todo? No es más que indecisión. Buscáis una forma de resistir, de escapar, pero no hay ninguna. No pongáis vuestros miembros en tensión. No sirve de nada.
Bella se mordió el labio y sintió las lágrimas que le caían por el rostro, pero sus palabras la calmaron un poco. Entonces le alisó el pelo hacia atrás desde la frente, con una mano ligera y fría, como si comprobara si tenía fiebre.
—Ahora, estaos quieta. Todo el mundo viene a veros.
Los ojos de Bella se nublaron aunque seguía viendo los tronos distantes donde el príncipe y su madre conversaban con toda naturalidad. Toda la corte se había levantado y avanzaba hacia el estrado. Los nobles y las damas se inclinaban ante la reina y el príncipe antes de darse la vuelta para aproximarse a Bella.
La princesa se retorció. Parecía que hasta el mismo aire le tocaba las nalgas desnudas y el vello púbico. Forcejeó para bajar la cara púdicamente pero el firme descanso de madera de la barbilla no cedía y lo único que pudo hacer fue volver a bajar la vista.
Los primeros nobles y damas estaban ya muy cerca. Oía el crujido de sus vestimentas y podía ver los destellos de sus brazaletes dorados, que captaban la luz del fuego y de las antorchas distantes; la débil imagen del príncipe y la reina parecía vacilante.
Bella gimió.
—Silencio, querida mía —dijo el hombre de ojos grises. De pronto su presencia le resultaba un gran alivio.
—Ahora levantad la vista a la izquierda —dijo en aquel momento, y a Bella le sorprendió ver que sus labios dibujaban una sonrisa—. ¿Veis?

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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Durante un instante, la joven princesa contempló lo que con toda certeza era algo imposible, pero antes de que pudiera volver a cerciorarse o aclararse las lágrimas de los ojos, una gran dama se interpuso entre ella y aquella visión distante y, con un sobresalto, notó que las manos de la dama se posaban sobre su cuerpo.
Sintió cómo los fríos dedos atenazaban sus pesados pechos y los retorcían casi dolorosamente. Empezó a temblar e intentó desesperadamente no gritar. Más personas se habían reunido a su alrededor y, un par de manos, muy lentas y pausadas, le separaban las piernas desde detrás. En aquel instante alguien le tocaba el rostro y otra mano le pellizcaba la pantorrilla casi con crueldad.
Tuvo la impresión de que su cuerpo se concentraba enteramente en los lugares más indecorosos y secretos. Los pezones le palpitaban y aquellas manos parecían frías, como si ella estuviera ardiendo. Entonces notó que unos dedos examinaban sus nalgas e inspeccionaban incluso la más pequeña y escondida de las aberturas.
No tuvo otra opción que gemir, aunque mantuvo los labios fuertemente cerrados mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Por un instante pensó únicamente en lo que había vislumbrado un momento antes de que la procesión de nobles y damas interceptara su visión: en lo alto, a lo largo del muro del gran salón, sobre una ancha repisa de piedra, entrevió durante un instante, una fila de mujeres desnudas.
No parecía posible, pero la había visto. Eran todas jóvenes como ella, permanecían de pie con las manos enlazadas en la nuca, y también mantenían la vista baja como el príncipe le había enseñado. Distinguió el resplandor del fuego sobre el rizo de vello púbico entre cada par de piernas, y los pezones hinchados y rosados de sus senos.
No podía creerlo. No quería que fuera cierto pero, si de todos modos era verdad... bueno todo era tan confuso. ¿Estaba aún más aterrorizada o contenta de no ser la única que soportaba esta indecible humillación?
Ni siquiera pudo seguir pensando en ello, pese a la impresión que le había causado aquella imagen, ya que varias manos se movían sobre todo su cuerpo. Al sentir que le tocaban el sexo y le acariciaban el vello, soltó un grito agudo y a continuación, horrorizada, con la cara ardiendo y los ojos fuertemente apretados, notó cómo un par de largos dedos se escurrían dentro de la abertura vaginal y la abrían.
Estaba todavía irritada por las embestidas del príncipe y, aunque los dedos se movían delicadamente, sintió de nuevo aquel escozor.
Lo cierto era que en ese instante le abrían aquella parte tan mortificante, sin más, mientras oía cómo sus voces serenas hablaban de ella:
—Inocente, muy inocente —decía una, y otra comentaba que tenía unos muslos muy delgados y que su piel era demasiado elástica.
Eso pareció provocar nuevas risas, alegres y tintineantes, como si todo esto fuera la mayor de las diversiones. De pronto, Bella cayó en la cuenta de que estaba forcejeando con toda su alma para cerrar las piernas, aunque era completamente imposible.
Los dedos habían desaparecido de su vagina pero ahora alguien le daba unas palmaditas en el sexo y cerraba con un pellizco los pequeños labios ocultos. Bella volvió a retorcerse y de nuevo oyó las risas, que en esa ocasión provenían del hombre que estaba a su lado.
—Pequeña princesa—le dijo cariñosamente al oído y se inclinó rozándole el brazo desnudo con la capa de terciopelo—, no podéis ocultar a nadie vuestros encantos.
Bella gimió como si intentara pedir clemencia, pero él le tapó la boca con el dedo.
—Ahora tengo que sellaros los labios, si no el príncipe se enfurecerá. Debéis resignaros y aceptar. Es la lección más dura; comparado con esto el dolor ciertamente no es nada.
Bella percibió que él levantaba el brazo para que ella supiera que la mano que ahora le tocaba el pecho era la suya. Había aprisionado su pezón y lo apretaba rítmicamente.
Al mismo tiempo, alguien le acariciaba los muslos y el sexo y, para su vergüenza, Bella experimentó, incluso en esta degradación, aquel placer deshonroso.
—Eso es, eso es —la animó—. No os resistáis; haceos dueña de vuestros encantos, eso es: dejad que vuestra mente ocupe vuestro cuerpo.
»Estáis desnuda e indefensa. Todos se deleitarán con vos y, ¿qué otra cosa podéis hacer? Por cierto, os diré que con vuestros retortijones sólo conseguís mostraros más exquisita. Sería sumamente cautivador si no fuera un gesto tan rebelde. Ahora, volved a mirar, ¿habéis entendido lo que os he explicado?
Bella asintió con un gesto y levantó los ojos temerosa. Veía lo mismo que antes: la hilera de mujeres jóvenes con la vista baja y los cuerpos desnudos exhibidos tan vulnerablemente como el suyo.
Pero ¿qué sentía exactamente? ¿Por qué la sometían a sentimientos tan confusos? Había pensado que ella era la única persona expuesta y humillada de tal modo, como un gran trofeo para el príncipe, al que, por cierto, ya había dejado de ver. ¿Acaso no estaba aquí, al descubierto, en el mismo centro del salón?
Pero entonces, ¿quiénes eran estas prisioneras? ¿Sería ella tan sólo una de ellas? ¿Era éste el significado de la conversación que mantuvo el príncipe con sus padres ? No, ellos no podían haber servido de este modo. Sintió una rara mezcolanza de celos incontenibles y alivio.
Se trataba de un ritual; era un trato. Otros lo habían padecido antes. Estaba preestablecido. Entonces, todavía se sintió más indefensa, pero a pesar de ello, notó cierto alivio.
El noble de los ojos grises volvía a hablarle:
—Ahora vamos a por vuestra segunda lección. Ya habéis visto a las princesas aquí mostradas como tributos. Ahora mirad a vuestra derecha y veréis a los príncipes.
Bella dirigió como pudo la mirada al otro lado del salón, a través de las figuras en movimiento que la rodeaban, y allí, sobre otra alta repisa, bajo la luz y las sombras espectrales del fuego, se hallaba una fila de hombres jóvenes, todos ellos situados en la misma posición.
Sus cabezas estaban inclinadas, con las manos detrás del cuello, y todos eran muy guapos, tan hermosos, cada cual a su modo, como las jóvenes del otro lado, pero la gran diferencia residía en su sexo, ya que todos ellos mostraban sus órganos erectos y duros. Bella no pudo apartar los ojos de esta visión; le parecieron incluso más vulnerables y serviles que las muchachas.
Volvió a gemir y sintió el dedo de lord Gregory sobre sus labios. También percibió, casi en el aire, que los nobles y las damas se alejaban ya de ella.
Sólo quedaban un par de manos, que palpaban la carne más tierna que rodeaba su ano. Esto le provocó tanto miedo, porque casi nadie más la había tocado allí, que, una vez más, volvió a forcejear involuntariamente; lo único que consiguió fue que el noble de ojos grises volviera a pasarle lentamente la mano por el rostro.
En la estancia había un gran alboroto. Bella tan sólo percibía el aroma de la comida que estaban preparando y de los platos que servían, pero supuso que la mayoría de nobles y damas se sentaban a las mesas. La conversación era animada, alzaban las copas, y en algún lugar un grupo de músicos había empezado a tocar unos pausados y rítmicos sones. Se oían trompas, panderetas y el rasgar de múltiples cuerdas. Luego, Bella vio que las largas filas de muchachas y muchachos desnudos, que estaban situadas a ambos lados de la sala, empezaban a moverse.

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Antiguo 08-08-2011 , 10:04:09   #23
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«Pero ¿qué son? —quería preguntar—. «¿Con qué propósito los tienen ahí?» En ese instante vio aparecer al primero de ellos entre la multitud: los jóvenes transportaban jarras de plata con las que llenaban las copas de las mesas, haciendo siempre una reverencia al pasar ante la reina y el príncipe. Bella les observó abstraída, olvidándose por un momento de sí misma.
Los muchachos tenían el pelo ligeramente rizado, cortado a la altura de los hombros y peinado con esmero para que enmarcara sus rostros delgados. Nunca levantaban la mirada, aunque algunos de ellos parecían moverse con una gran incomodidad a causa de la dureza de sus penes. No estaba segura de cómo deducía esta incomodidad: era la manera, un modo de soportar la tensión y el deseo, sin expresarlo.
Cuando vio a la primera de las muchachas de cabello largo que se inclinaba sobre la mesa con la jarra, se preguntó si también ella sentía aquel mismo placer de leve agonía. Bella lo experimentaba sólo con mirar a aquellos esclavos, pero sintió un alivio sosegado al darse cuenta de que, por un momento, no era ella el objeto de sus miradas. O al menos eso pensó.
La verdad era que se podía percibir cierta animación en la estancia. Unos se levantaban y caminaban, quizás incluso bailaban al ritmo de la música. No podía estar muy segura. Otros se hallaban cerca de la reina, con las jarras en la mano, y, al parecer, recreaban al príncipe con historias.
El príncipe.
Por un instante pudo vislumbrarlo claramente, y vio cómo le sonreía. Qué regio era su aspecto: aquel pelo negro satinado y abundante, sus deslumbrantes botas blancas que se extendían sobre la alfombra azul, a sus pies. Asentía con gestos y sonreía a los que se dirigían a él, aunque de vez en cuando sus ojos se posaban en Bella.
Había tantas cosas que ver. De repente, Bella notó que alguien estaba muy cerca y que de nuevo la tocaban. A continuación se dio cuenta de que se formaba una fila de bailarines a uno de sus lados. Se percibía un aire frívolo en el ambiente. Corría abundante vino y se sucedían grandes risotadas.
Luego, súbitamente, a lo lejos y a su izquierda, vio que a un joven desnudo se le caía la jarra de vino y que el líquido rojo se derramaba por el suelo mientras otros se apresuraban a limpiarlo.
El noble que estaba al lado de Bella dio inmediatamente una palmada y aparecieron tres pajes exquisitamente vestidos, no mayores que los propios muchachos desnudos, que se apresuraron a acercarse, cogieron al muchacho y lo colgaron rápidamente boca abajo por los tobillos.
Esto provocó una sonora salva de aplausos entre los nobles y las damas más próximos al muchacho, y casi al instante apareció una pala, una hermosa pieza esmaltada en oro y tracería blanca con la que el transgresor fue azotado vigorosamente mientras todos lo miraban fascinados.
Bella sintió que su corazón se aceleraba. Si iban a humillarla de aquel modo, a castigarla de forma tan brusca e ignominiosa por sus torpezas, no sabía cómo podría soportarlo. Ser exhibida en público era una cosa; aún conservaba cierta elegancia, pero no soportaba la idea de que la colgaran por los tobillos como a aquel muchacho. Únicamente veía su espalda y la pala que descendía velozmente, una y otra vez, golpeando sus nalgas enrojecidas. Él mantenía las manos detrás del cuello obedientemente, y cuando lo bajaron se puso a cuatro patas. Un joven paje lo encaminó rápidamente con la pala hacia la reina, propinándole una serie de azotes ruidosos. Allí, el joven culpado, con las nalgas rojísimas, inclinó la cabeza y besó la pantufla de la soberana.
La reina era una mujer madura que ya había florecido, pero era obvio que el príncipe había heredado de ella su belleza. Instantes antes mantenía una viva conversación con el príncipe, y en ese momento se volvió, casi con indiferencia, sin dejar de dirigir rápidas miradas a su hijo, y tras indicarle al joven esclavo que se levantara un poco, le echó hacia atrás el cabello con gesto cariñoso.
Pero luego, con el mismo aire ausente y sin apartarse nunca del príncipe, le indicó al paje, mientras fruncía el ceño, que volvieran a castigar al muchacho.
La corte aplaudía y todos gesticulaban mofándose del joven. Luego, mostraron su enorme deleite cuando el paje apoyó el pie en el segundo peldaño del estrado situado ante el trono y alzó al esclavo desobediente sobre su rodilla. Una vez más, ante toda la corte, el esclavo recibió una sonora zurra.
Una larga fila de danzarines le ocultó la visión por un momento, pero una y otra vez la princesa pudo entrever al desafortunado muchacho y apreció cómo, mientras la pala arremetía de nuevo contra su trasero, al muchacho se le hacía cada vez más difícil soportarlo, y forcejeó levemente a su pesar. También era evidente que el paje que lo azotaba disfrutaba enormemente. Su joven rostro estaba colorado y se mordía un poco el labio. Lanzaba la pala con una fuerza innecesaria, o eso parecía, lo que provocó el odio de Bella.
La princesa oía las risas del noble que estaba a su lado y las charlas de un pequeño grupo de gente desperdigada, hombres y mujeres que bebían y hablaban ociosamente. Entretanto, los bailarines se movían en una larga cadena, ejecutando movimientos fluidos y graciosos.
—Así que os habéis dado cuenta de que no sois la única criaturita indefensa en este mundo —dijo lord Gregory—, ¿y os apacigua comprobar los tributos que reciben vuestros soberanos ? Vos sois el primer vasallo del príncipe y creo que tendríais que mostrar tenacidad y dar un buen ejemplo. El joven esclavo que veis, el príncipe Alexi, es ciertamente uno de los favoritos de la reina, por eso es tratado con tanta ligereza.
Bella advirtió que habían cesado los azotes. Una vez más, el esclavo estaba apoyado a cuatro patas y besaba los pies de su majestad mientras el paje permanecía a la espera.
Para entonces, el esclavo mostraba un trasero sumamente rojo. «Príncipe Alexi», se dijo Bella. Era un nombre encantador y, al parecer, él también tenía sangre real y era de alto linaje. Claro, por supuesto, todos ellos lo eran. La idea la cautivó. ¿Qué hubiera pasado si sólo ella lo hubiera sido?
Se quedó mirando aquellas nalgas. Era obvio que tenían moratones y pequeños fragmentos que parecían mucho más rojos que el resto. Mientras el príncipe esclavo besaba los pies de la reina, Bella también distinguió su escroto entre las piernas, oscuro, velludo y misterioso.
Se asombró al comprobar lo terriblemente vulnerable que parecía el joven, en aspectos que ella nunca había considerado. Pero lo habían liberado, o perdonado, puesto que se puso en pie y se apartó el pelo caoba rizado de los ojos y de las mejillas. Bella observó su rostro surcado de lágrimas, también enrojecido, se fijó en que a pesar de todo transmitía una dignidad impresionante. Sin protestar, cogió el jarro que le tendieron y se movió con garbo entre los invitados para llenar las copas de los nobles y damas que se habían levantado.
Él estaba ahora a tan sólo unos pasos de distancia de Bella, y se acercaba cada vez más. Alcanzó a oír las burlas de los hombres y mujeres a su alrededor.
—Otra zurra más, es que sois tan sumamente torpe —dijo una dama muy alta de pelo rubio, que lucía un largo manto verde y diamantes en los dedos, pellizcándole la mejilla enrojecida mientras él sonreía y mantenía la vista baja.
Mostraba el pene duro y erecto como antes, que sobresalía grueso e inmóvil desde un nido de vello oscuro y rizado entre sus piernas. Bella no podía dejar de mirarlo.
Cuando él se acercó aún más, Bella contuvo el aliento.
—Venid aquí, príncipe Alexi —dijo lord Gregory e hizo chasquear los dedos. Luego, sacó un pañuelo blanco e hizo que el muchacho se lo mojara en vino.
En aquel instante el joven estaba tan cerca que Bella podría haberlo tocado. El noble cogió el pañuelo mojado en vino y lo sostuvo contra los labios de Bella. Aquello le pareció a la princesa agradable, fresco y estimulante. Pero no podía evitar mirar al obediente principito que permanecía de pie esperando, y vio que él también la miraba a ella.
Su rostro seguía ligeramente enrojecido y en sus mejillas había restos de lágrimas, pero le dedicó a Bella una sonrisa.

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Antiguo 13-08-2011 , 18:01:03   #24
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vea pues .... interesante la lectura!!!!
espero que me regales el resto del relato y no me dejes a medias!!!!
quiero saber qeu va a pasar .... ya quede intrigado con la lectura!!!
un relato muy bueno!!!!
EL SISTEMA NO ME DEJO DARTE MAS REPU!!!
TE LA DEBO!!!
ESPERANDO LAS OTRAS PARTES DEL RELATO!!!!

CANTI* no está en línea   Responder Citando
Antiguo 17-08-2011 , 09:41:35   #25
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Que pena no haberme conectado el fin de semana. Aquí les dejo dos capítulos!!!!!!
LA ALCOBA DEL PRÍNCIPE



Cuando despertaron a Bella ésta se sintió aterrorizada.
Estaba oscureciendo. El festín se había acabado. Los nobles y damas que todavía permanecían allí eran muy bulliciosos y se movían desenfrenadamente en el frenesí de la tarde. Pero a ella la estaban desatando y no sabía lo que le pasaría a continuación.
En el transcurso del banquete, otros esclavos habían sido azotados ruidosamente, y la impresión final era que no hacía falta cometer ninguna falta, sino que bastaba sencillamente con la decisión de un noble o una dama para recibir una buena tanda de palazos, petición que era otorgada por la reina. Entonces el desafortunado era empujado sobre la rodilla del paje, con la cabeza inclinada y los pies colgando sobre el suelo, y la pala caía sobre él.
En dos ocasiones los castigos recayeron sobre muchachas. Una de ellas había estallado en sollozos mudos. Pero en sus maneras había algo que a Bella le indujo a sospechar. Después de que la zurráran, se escabulló con demasiada prisa hasta los pies de la reina. Bella abrigó la esperanza de que la siguieran azotando hasta que los sollozos fueran reales, así como todas sus escapadas, y se sorprendió deleitándose vagamente cuando la reina ordenó una nueva tanda de azotes.


En aquel instante, cuando la despertaban, pensó en todo esto como en un sueño; sintió un intenso temor y experimentó también una cierta sensación de drama.
¿La enviarían a algún lugar con todos esos esclavos? ¿O se la llevaría el príncipe con él?
Todavía estaba aturdida por la confusión cuando se dio cuenta de que el príncipe se había levantado y ordenado al lord de ojos grises que llevara a Bella junto a él.
La princesa estaba desatada y su cuerpo entumecido. El noble asía una de esas palas de oro, la probaba en su palma y, sin darle tiempo a estirar los músculos doloridos, le ordenó a Bella que se arrodillara y se echara hacia delante.
Cuando ella vaciló, le repitió la orden tajantemente, aunque no la golpeó.
Ella se apresuró a alcanzar al príncipe, que acababa de llegar a la escalera, y lo siguió escaleras arriba y a lo largo de un pasillo.
—Bella —él se apartó a un lado—, ¡abrid las puertas!
Incorporándose sobre sus rodillas, la princesa las abrió sin demora y las empujó para que pasara el príncipe, a quien siguió al interior de la alcoba.
En la chimenea ardía ya un vivo fuego. Las cortinas de las ventanas estaban corridas; habían deshecho la cama y Bella temblaba de excitación. —Mi príncipe, ¿debo empezar con su aprendizaje de inmediato? —preguntó lord Gregory.
—No, milord, los primeros días me encargaré personalmente de ello, posiblemente durante más tiempo —dijo el príncipe—, aunque, por supuesto, cada vez que surja la ocasión, podéis instruirla, enseñarle modales, las reglas generales que corresponden a todos los esclavos, y así sucesivamente. No baja la mirada como es debido, aunque sin duda ya lo habréis comprobado; es tan inquisitiva... —y al decir esto sonrió, aunque Bella bajó la vista de inmediato, a pesar de lo mucho que quería ver.
La princesa se arrodilló obedientemente, contenta de que el cabello la ocultara parcialmente, y luego se detuvo a pensar en aquello: no estaba aprendiendo mucho, si era eso lo que quería.
Se preguntó si el príncipe Alexi habría sentido vergüenza por su desnudez. Poseía unos grandes ojos marrones y una boca muy hermosa, pero era demasiado delgado para parecer angelical. Se preguntó dónde estaría él en aquel momento. ¿Lo estarían castigando otra vez por su torpeza?
—Muy bien, alteza —dijo el lord—, pero creo que comprendéis que la firmeza en los inicios es un favor para el esclavo, especialmente cuando se trata de una princesa tan orgullosa y consentida. Bella se sonrojó al oír esto. El príncipe soltó una risa serena y amortiguada.
—Mi Bella se parece mucho a una moneda sin acuñar —repuso el príncipe—, quiero abarcar la totalidad de su carácter. Será todo un placer instruirla. Me pregunto si vos mismo prestáis tanta atención a sus faltas como yo.
—¿Alteza? —lord Gregory pareció ponerse levemente rígido.
—Hoy, en el gran salón, no habéis sido tan estricto con ella para evitar que se regalara la vista con el joven príncipe Alexi. Más bien creo que disfrutó de su castigo tanto como sus amos y amas.
Bella se ruborizó intensamente. Ni siquiera había imaginado que el príncipe la hubiera sorprendido en esto.
—Alteza, sólo estaba aprendiendo lo que se espera de ella, o al menos eso pensé... —el noble respondió con gran humildad—. Fui yo quien dirigió su atención a los otros esclavos para que pudiera beneficiarse de su obediente ejemplo.
—Ah, bien —respondió el príncipe en tono cansado pero conforme—, quizá se trate únicamente de que estoy demasiado enamorado de ella. Al fin y al cabo, no me la enviaron como tributo, la gané yo mismo, la reclamé para mí, y parece ser que estoy demasiado celoso. Quizá busco algún motivo para castigarla. Podéis marcharos. Volved mañana a por ella, si así lo deseáis, y ya veremos qué pasa.
Lord Gregory, obviamente preocupado por la posibilidad de haberse equivocado, salió de la estancia a toda prisa.
Bella se quedó a solas con el príncipe, que estaba sentado junto al fuego en silencio, mirándola. Ella estaba muy turbada; era consciente de su sonrojo, como siempre, y de que sus pechos palpitaban. De pronto, se adelantó apresuradamente y posó sus labios sobre la bota del príncipe, que se movió como si recibiera el beso de modo aparentemente favorable: cada vez que ella la besaba repetidamente, la bota se levantaba un poco.

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Antiguo 17-08-2011 , 09:42:28   #26
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Bella gemía. Oh, ansiaba tanto que él le diera permiso para hablar. Pero cuando recordó su fascinación por el príncipe castigado, se sonrojó aún más.
Sin embargo, el príncipe se levantó. La cogió por la muñeca, la levantó y, llevándole las manos a la espalda para poder sujetarla firmemente, le zurró en ambos pechos con fuerza hasta que ella gritó al sentir la oscilación de la carne pesada y el escozor de sus manos en los pezones.
—¿Estoy enfadado con vos? ¿O no lo estoy? —le preguntó apaciblemente.
Ella gimió, suplicante. Entonces él la colocó sobre su rodilla, del mismo modo en que había visto que colocaban al joven príncipe cautivo sobre la rodilla del paje, y con su mano desnuda le propinó una estrepitosa avalancha de golpes que le hicieron llorar a voz en grito durante un buen rato.
—¿A quién pertenecéis? —preguntó en voz baja, pero enfadada.
—A vos, mi príncipe, ¡completamente! —gritó. Aquello era atroz. A continuación, de pronto, la princesa, incapaz de controlarse a sí misma, dijo—: Por favor, por favor, mi príncipe, no os enfurezcáis, no...
Pero al instante la mano izquierda del príncipe le cubrió la boca con fuerza y sintió otra terrible descarga de azotes violentos hasta que la carne le quemó y no pudo controlar su llanto.
Sentía los dedos del príncipe contra sus labios, sin embargo, esto apenas la satisfizo. Seguidamente, el príncipe la puso de pie y, asiéndola de las muñecas, la llevó hasta un rincón de la habitación, entre el fuego que ardía en la chimenea y la ventana cuyas cortinas estaban corridas. Allí había un alto taburete de madera tallada en el que él se sentó mientras la sostenía de pie a su lado. Ella lloraba quedamente, pero ya no se atrevía a suplicarle, no le importaba lo que sucediera. Él estaba furioso, su enfado era violento, y aunque ella podía aguantar cualquier dolor para complacerlo, aquello le resultaba insoportable. Debía satisfacerlo, hacer que volviera a ser cariñoso, y entonces ningún dolor sería inaguantable para ella.
El príncipe le dio la vuelta. Bella se quedó frente a él, que permanecía sentado observándola. La princesa no se atrevía a mirarlo a la cara. Entonces él se echó hacia atrás la capa, apoyó la mano en la hebilla dorada de su cinturón y dijo: —Soltad esto.
Al instante, ella se afanó en obedecerlo. Empezó a trabajar con los dientes, aunque no le había dicho cómo hacerlo. Tenía la esperanza de contentarlo y rogaba para que así fuera. Estiró el cuero, con la respiración acelerada, y luego echó hacia atrás la correa para que el cinturón se soltara.
—Ahora, sacadlo —ordenó el príncipe— y dádmelo.
Ella obedeció al instante, aun cuando ya sabía lo que sucedería a continuación. Era un cinturón de cuero ancho y grueso. Quizá no fuera peor que la pala.
Seguidamente él le dijo que levantara las manos y la vista, y vio por encima de ella un gancho de metal que colgaba de una cadena sujeta al techo justo sobre su cabeza.
—Como veis aquí no nos faltan recursos para los pequeños esclavos desobedientes —dijo con su apacible voz de siempre—. Ahora agarrad el gancho, aunque tendréis que poneros de puntillas, y no se os ocurra soltarlo, ¿me habéis entendido?
—Sí, mi príncipe —lloriqueó ella. La princesa se aferró al gancho, que dio la impresión de estirarla, y él retrocedió hasta el taburete, donde se sentó y pareció acomodarse. Tenía espacio suficiente para blandir la correa que había convertido en un lazo, y durante un momento permaneció en silencio.
Bella se maldijo por haber admirado al joven príncipe Alexi. Estaba avergonzada incluso de haber pensado en él, y cuando resonó el primer golpe del cinturón en sus muslos, soltó un gritito asustado pero se sintió complacida.
Se lo merecía. Nunca más cometería tamaño error, no importaba lo hermosos o tentadores que fueran los esclavos; su descaro al mirarlos había sido una falta imperdonable, y debía pagar por ello.
El ancho y pesado cinturón de cuero la golpeó con un sonido ruidoso y terrorífico. La carne de sus muslos, quizá más tierna que la del trasero, pese a lo irritado que estaba, pareció encenderse bajo los azotes. Bella tenía la boca abierta, no podía mantenerse quieta y, de pronto, el príncipe le ordenó que levantara las rodillas e iniciara una marcha sin moverse del sitio.
—¡Rápido, rápido, sí, sí, mantened el ritmo! —dijo enfadado. Bella, pasmada, se esforzó por obedecer y marchaba deprisa, mientras sus pechos se movían con el esfuerzo y el corazón le latía con violencia.
—Más arriba, más rápido —ordenó el príncipe.
Ella marchó como él le mandaba: los pies resonaban en el suelo de piedra, las rodillas subían muy alto, los pechos suponían un terrible y doloroso peso debido al balanceo y, una vez más, el cinturón la golpeó estrepitosamente y le quemó la piel.
El príncipe parecía colérico.
Los golpes llegaban cada vez más rápidos, tanto como el movimiento de sus piernas. Bella no tardó en retorcerse y forcejear para evitarlos. Lloraba a gritos, incapaz de contenerse, pero lo peor de todo, lo más duro de soportar, era el enfado del príncipe. Si al menos todo esto sirviera para contentarlo, si pudiera complacerlo con ella... Bella lloraba y hundía la cabeza en el brazo, las yemas de sus pies le ardían y los muslos parecían estar hinchados y llenos de ronchas dolorosas mientras él, una vez más, descargaba su ira en su trasero.
Los azotes llegaban muy deprisa. Bella había perdido la cuenta, sólo sabía que eran muchísimos más de los que le había propinado anteriormente, y al parecer cada vez estaba más alterado: su mano izquierda le empujaba la barbilla hacia arriba y le cerraba la boca para que no pudiera gritar, y no dejaba de ordenarle que marchara más deprisa y que levantara las piernas más arriba.
—¡Me pertenecéis! —dijo sin detener ni por un momento el sonoro ritmo del cinturón que la azotaba—. Aprenderéis a satisfacerme en todos los aspectos; nunca me contentaréis si dirigís vuestra mirada a los esclavos varones de mi madre. ¿Queda claro? ¿Lo habéis entendido?
—Sí, mi príncipe —se esforzó por decirle.
Él parecía desesperado por castigarla. De pronto, la detuvo levantándola por la cintura, la arrojó sobre el taburete que acababa de abandonar y la dejó balanceándose del gancho al que se sujetaba como si de ello dependiera su vida. A continuación la lanzó de un empujón encima del taburete, cuyo asiento le apretó el sexo desnudo, mientras las piernas sobresalían indefensas por detrás.
Entonces él le propinó la peor tunda de golpes, fuertes manotadas que hicieron que sus pantorrillas temblaran y le escocieran como antes le habían escocido sus muslos. Pero no importaba cuánto se entretuviera con las piernas, siempre volvía a golpear sus nalgas, castigándolas con toda su fuerza hasta que Bella se sofocaba en sus propios sollozos y tenía la impresión de que aquello se eternizaba.

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Antiguo 17-08-2011 , 09:43:05   #27
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De repente, se detuvo.
—Soltad el gancho —ordenó él, y luego la cogió, la puso sobre su hombro y la llevó al otro lado de la habitación, donde la arrojó en la cama.
Bella cayó de espaldas sobre la almohada e inmediatamente las nalgas y muslos, irritados e hinchados, notaron una picazón y cierta aspereza. En cuanto giró la cabeza a un lado, Bella vio las joyas que relucían sobre la colcha, y entonces supo cómo la torturarían en cuanto él se pusiera sobre ella.
Pero aún así, lo deseaba con tanta intensidad que cuando vio que se alzaba sobre ella, no sintió el dolor palpitante en su cuerpo sino un torrente de jugos que se deslizaba entre sus piernas y soltó un nuevo gemido mientras se abría a él.
No podía evitar levantar las caderas, mientras rogaba para no desagradarle.
El príncipe se arrodilló sobre ella y sacó su miembro erecto de los pantalones; a continuación, la levantó para ponerla de rodillas y empalarla sobre su miembro.
Ella gritó y la cabeza le cayó hacia atrás. Sentía una gran cosa dura que se movía dentro de su orificio irritado y tembloroso. Pero noto que el órgano se bañaba en sus jugos y, mientras el príncipe la penetraba más adentro y la empujaba sobre él, le pareció un espetón que restregaba contra algún núcleo misterioso en su interior enviando el éxtasis por todo su cuerpo y obligándola a soltar quejidos y gemidos en contra de su voluntad. Las embestidas del príncipe eran cada vez más rápidas; luego, él también gimió, y la sostuvo muy cerca, con el pecho contra sus doloridos senos, los labios sobre la nuca de Bella, su cuerpo relajándose lentamente.
—Bella, Bella —susurró él—. Ciertamente me habéis conquistado, como yo a vos. Nunca volváis a provocar mis celos. ¡No sé qué haría si eso pasara!
—Mi príncipe —gimió ella y lo besó en la boca; cuando vio la angustia en su rostro, lo cubrió de besos—. Soy vuestra esclava, mi príncipe.
Pero él sólo gemía, apretaba la cara contra su cuello, y parecía ausente.
—Os amo —imploró ella. Luego él la tendió sobre la cama y, acercándose a su lado, cogió el vino del estante situado junto a la cama. Durante un buen rato, mientras él contemplaba fijamente el fuego, pareció que estaba ausente.

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Antiguo 17-08-2011 , 09:44:40   #28
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EL PRÍNCIPE ALEXI



Bella soñó un sueño de hastío. Vagaba por el castillo en el que había vivido toda su vida, sin nada que hacer, y de tanto en tanto se detenía en un ancho asiento situado al pie de una ventana para observar las diminutas figuras de los campesinos en los campos que recogían la hierba recién cortada en almiares. En el cielo no había nubes y le ó su aspecto, su uniformidad y vastedad.
La princesa tenía la impresión de que no podía hacer nada que no hubiera hecho ya mil veces antes y luego, de pronto, llegó a sus oídos un sonido que no supo identificar.
Lo siguió, y a través de la puerta vio a una anciana, encorvada y fea, que estaba manejando un extraño artilugio, una gran rueda giratoria con un hilo que se enrollaba en un huso.
—¿Qué es? —preguntó Bella con gran interés.
—Venid a verlo vos misma —dijo la vieja, cuya voz era sumamente llamativa, ya que sonaba joven y fuerte, completamente ajena a su aspecto.
Al parecer, Bella acababa de tocar esta máquina prodigiosa con su rueda zumbante cuando sufrió un profundo desvanecimiento y oyó que todo el mundo se lamentaba a su alrededor.
—¡... dormid, dormid durante cien años!
Bella quiso gritar, «¡Insoportable, insoportable, esto es peor que la muerte!», porque aquello parecía una intensificación del tedio contra el que siempre había luchado desde que tenía uso de razón, el vagar de una habitación a otra...
Pero se despertó. No estaba en casa, sino echada en la cama del príncipe, y sintió debajo de ella la punzada de la colcha enjoyada.
Las sombras saltarinas del fuego iluminaban la estancia. Vio el relumbrar de los postes tallados de la cama, y los coloridos cortinajes que caían en torno a ella. Bella se sintió animada y exaltada por el deseo, y se levantó de tan ansiosa que estaba por despojarse del peso y la textura de su sueño. Entonces se dio cuenta que el príncipe no estaba a su lado, sino allí, junto al fuego, con el codo apoyado en la piedra de la que pendía un blasón con espadas cruzadas. Aún llevaba la capa de brillante terciopelo rojo y las altas y puntiagudas botas de cuero vueltas hacia abajo. Estaba absorto, el rostro endurecido por la contemplación.
La pulsación que latía entre las piernas de Bella se aceleró. Se agitó y soltó un débil suspiro que despertó al príncipe de sus pensamientos. Él se aproximó a ella. No podía ver su expresión en la oscuridad.
—Bien, sólo hay una respuesta —le dijo a Bella—. Deberéis acostumbraros a todas las vistas del castillo, y yo me habituaré a veros acostumbrada a ellas.
El príncipe tiró de la cuerda de la campana que estaba junto a la cama, luego levantó a Bella y la sentó en el extremo del lecho, de forma que las piernas le quedaron recogidas debajo del cuerpo.
Entró un paje, tan inocente como el muchacho que había castigado al príncipe Alexi con tanta diligencia. Era un paje extremadamente alto, como todos, y tenía unos brazos poderosos. Bella estaba convencida de que los habían escogido por estas cualidades. No cabía duda de que, si se lo ordenaban, podría sujetarla boca abajo por los tobillos, pero mostraba un rostro sereno, sin el menor indicio de mezquindad.
—¿Dónde está el príncipe Alexi? —preguntó el soberano. Parecía enfadado y decidido, y andaba a paso regular de un lado a otro mientras hablaba.
—Oh, esta noche tiene problemas muy serios, alteza. La reina está muy inquieta por su torpeza, puesto que debería ser un ejemplo para otros, así que ha ordenado que lo aten en el jardín, en una postura sumamente incómoda.
—Sí, bien, haré que esté aún más incómodo. Pedidle permiso a su majestad y traedlo a mi presencia. Y que venga el escudero Félix con él.
Bella se asombró al oír todo esto. Intentó mantener el rostro tan calmado como el del paje, pero sentía algo más que alarma. Iba a ver al príncipe Alexi otra vez y no se imaginaba cómo podría ocultar sus sentimientos ante su señor. Si al menos pudiera distraer su atención...
Pero cuando Bella soltó un leve susurro, el príncipe le ordenó de inmediato que permaneciera en silencio, que se quedara sentada donde estaba y que bajara la vista.
El cabello caía a su alrededor, le hacía cosquillas en los brazos y los muslos, y fue consciente, casi con placer, de que no podía hacer nada para escapar de ello.
El escudero Félix apareció casi de inmediato. Tal como ella sospechaba, se trataba del paje que anteriormente había azotado al príncipe Alexi con tanto vigor. Llevaba consigo la pala de oro, que colgó a un lado del cinturón cuando hizo una reverencia ante el príncipe.
«Todos los que sirven aquí son escogidos por sus atributos», pensó Bella mientras le observaba, ya que él también era rubio y su cabello ofrecía un marco excelente para su joven rostro, aunque en cierta forma era más ordinario que el de los príncipes cautivos.
—¿Y el príncipe Alexi? —preguntó el príncipe. Mostraba un color subido, sus ojos brillaban casi con malicia, y Bella se asustó aún más.
—Lo estamos preparando, alteza —respondió el escudero Félix.
—¿Y por qué os demoráis tanto? ¿Cuánto tiempo ha servido Alexi en esta casa para mostrar tanta falta de respeto ?
En aquel instante trajeron al príncipe Alexi.
Bella intentó disimular su turbación. Alexi estaba desnudo, como antes, por supuesto; Bella no esperaba menos, y a la luz del fuego advirtió su rostro sonrojado, y su cabello caoba que caía suelto sobre los ojos, que mantenía bajos como si no se atreviera a alzarlos ante el príncipe heredero. Ambos tenían más o menos la misma edad, ciertamente, y parecida altura, pero ahí estaba el príncipe Alexi, más moreno, indefenso y humilde, ante el heredero, que se movía a zancadas de uno a otro lado, con la expresión fría y despiadada, ligeramente perturbada. El príncipe Alexi mantenía las manos detrás del cuello, y su órgano rígido.
—¡Así que no estabais listo para mí! —exclamó su alteza. Se acercó un poco más al príncipe Alexi, inspeccionándolo. Miró el órgano tieso y, luego, con la mano, le dio un brusco manotazo, que hizo retroceder a su vasallo en contra de su voluntad.
»Quizá necesitéis un poco de instrucción para estar... siempre... preparado —susurró. Las palabras salieron lentamente, con una cortesía deliberada.

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Antiguo 17-08-2011 , 09:46:13   #29
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El heredero levantó la barbilla del príncipe Alexi y le miró a los ojos. Bella los observaba a ambos sin el menor atisbo de timidez.
—Aceptad mis disculpas, alteza —dijo el vasallo. Su voz sonó con un timbre bajo, calmado, sin mostrar rebelión ni vergüenza.
Los labios del heredero esbozaron lentamente una sonrisa. Los ojos del vasallo eran más grandes y poseían la misma serenidad que su voz. A Bella le pareció que incluso podrían disipar la furia de su señor, pero esto era imposible.
El príncipe pasó la mano por el órgano de su esclavo y le dio una palmetada juguetona, y luego otra.
El sumiso vasallo bajó de nuevo la vista pero conservó la gracia y la dignidad de las que Bella había sido testigo anteriormente.
«Así es como debo comportarme —pensó ella—. Debo tener estas maneras, esta fuerza, para aguantarlo todo con la misma dignidad.»
La princesa estaba maravillada. El príncipe cautivo se veía obligado a mostrar su deseo, su fascinación, a todas horas, mientras que ella podía ocultar su anhelo entre sus piernas; no pudo evitar dar un respingo al ver que su señor pellizcaba los pequeños pezones endurecidos del príncipe Alexi, y luego levantaba otra vez el mentón del joven cautivo para inspeccionar su rostro.
Detrás de ellos, el escudero Félix observaba la situación con indisimulado placer. Se había cruzado de brazos, permanecía de pie, con las piernas separadas, y los ojos se le movían, ávidos de deseo por el cuerpo del príncipe Alexi.
—¿Cuánto tiempo lleváis al servicio de mi madre? —requirió el príncipe.
—Dos años, alteza —dijo el humilde príncipe con tono pausado. Bella estaba verdaderamente asombrada. ¡Dos años! A ella le pareció que toda su vida anterior no había sido tan larga; pero aún se mostró más cautivada por el timbre de su voz que por las palabras que pronunció. Aquella voz hizo que él pareciera todavía más palpable y visible.
Su cuerpo era un poco más grueso que el de su señor, el príncipe heredero, y el vello marrón oscuro de su entrepierna era hermoso. Bella veía el escroto, apenas entre sombras.
—¿Fuisteis enviado aquí por vuestro padre para prestar vasallaje?
—Como exigió vuestra madre, alteza.
—¿Y para servir cuántos años?
—Tantos como le plazca a vuestra alteza, y a mi señora, la reina.
—¿Cuántos años tenéis? ¿Diecinueve? ¿Y sois un modelo entre los demás tributos?
El príncipe Alexi se sonrojó.
Con un fuerte golpe en la espalda. El príncipe le obligó a darse la vuelta propinándole un empujón para situarlo frente a Bella, y a continuación lo encaminó hacia la cama.
Bella se irguió, notó el rubor y el calor en su rostro.
—¿Acaso sois el favorito de mi madre? —requirió el príncipe.
—Esta noche no, alteza —repuso el vasallo sin el menor atisbo de sonrisa.
El príncipe heredero recibió estas palabras con una risa apacible y dijo:
—No, hoy no os habéis comportado muy bien, ¿cierto?
—Únicamente puedo suplicar perdón, alteza —respondió.
—Haréis más que eso —le dijo el soberano al oído mientras lo empujaba más cerca de Bella—. Sufriréis por ello. Y daréis a mi Bella una lección de buena voluntad y de perfecta sumisión.
En ese momento el príncipe había vuelto la mirada hacia Bella. La escrutaba despiadadamente. Ella bajó la vista, aterrorizada ante la posibilidad de contrariarlo.
—Mirad al príncipe Alexi —le ordenó, y cuando Bella alzó los ojos, vio al hermoso cautivo a tan sólo unos centímetros de distancia. Su pelo desgreñado le velaba parcialmente la cara, y la piel le pareció deliciosamente suave. Bella temblaba.
Tal como temía que sucedería, el príncipe levantó otra vez el mentón del esclavo, y cuando éste la miró con sus grandes ojos marrones, le sonrió por un instante, de forma muy lenta y serena, sin que el príncipe heredero se diera cuenta. Bella se sació de él con la vista, pues no tenía otra elección, y abrigaba la esperanza de que el príncipe advirtiera únicamente su apuro.
—Besad a mi nueva esclava y dadle la bienvenida a esta casa. Besadle los labios y los pechos —ordenó el soberano, y le retiró las manos de la nuca para que las posara silenciosa y obedientemente a los costados.
Bella jadeó. El príncipe Alexi volvió a sonreírle fugazmente mientras su sombra caía sobre ella, que sintió cómo sus labios se aproximaban a su boca y el impacto del beso que le recorría todo el cuerpo. La princesa notó cómo aquel padecimiento localizado entre sus piernas formaba un fuerte nudo y, cuando los labios del príncipe cautivo tocaron su pecho izquierdo, y el derecho también, se mordió el labio inferior con tanta fuerza que podría haber sangrado. El cabello del príncipe Alexi le rozó la mejilla y los pechos mientras él acataba la orden. Luego retrocedió, mostrando aquella ecuanimidad seductora.
Bella no pudo evitar llevarse las manos a la cara. Pero el príncipe se las retiró de inmediato.
—Miradlo bien, Bella. Estudiad este ejemplo del esclavo obediente. Acostumbraos de tal modo que no lo veáis a él, sino más bien al ejemplo que representa para vos —dijo su amo y señor. Y bruscamente volteó al príncipe Alexi para que Bella pudiera observar las marcas rojas en sus nalgas.
Era evidente que había recibido un castigo mucho peor que el de Bella: estaba magullado y sus muslos y pantorrillas cubiertos de ronchas blancas y rosadas. El príncipe observaba todo esto casi con indiferencia.
—No volváis a apartar la mirada —ordenó el príncipe—, ¿me habéis entendido, Bella?
—Sí, mi príncipe —respondió Bella al instante, demasiado ansiosa por demostrar su obediencia. En su dolorosa angustia, le invadió un extraño sentimiento de resignación. Debía mirar el joven cuerpo de exquisita musculatura; tenía que observar sus nalgas tensas y hermosamente moldeadas, pero era incapaz de ocultar su fascinación, de fingir tan sólo sumisión.

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Antiguo 17-08-2011 , 09:47:41   #30
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El príncipe había dejado de observarla. Asía las dos muñecas del esclavo en su mano izquierda y había tomado del escudero Félix, no la pala de oro, sino un largo bastón plano enfundado en cuero y de aspecto pesado con el que rápidamente propinó a Alexi varios golpes sonoros en las pantorrillas.
Arrastró al cautivo hasta el centro de la estancia. Puso el pie en el travesaño del taburete y empujó al vasallo sobre la rodilla al igual que había hecho antes con Bella. El príncipe Alexi estaba de espaldas a la princesa, de manera que ésta no sólo veía su trasero sino también su escroto entre las piernas. El bastón plano de cuero golpeaba de lleno las marcas rojas que surcaban la piel de Alexi en todas direcciones. El príncipe cautivo no oponía resistencia. Apenas profirió un sonido. Tenía los pies plantados en el suelo y en su actitud no mostraba ninguna tentativa de escapar al alcance del bastón, como seguramente hubiera hecho Bella.
Pero la princesa, mientras observaba, asombrada e intrigada por su control y aguante, percibió las señales de tensión en él. Se movía de forma sumamente leve, las nalgas se elevaban y descendían, las piernas temblaban; luego oyó un minúsculo gemido, un sonido susurrado que reprimía con los labios cerrados. El príncipe se enzarzó a golpes con él. La piel adquiría un rojo cada vez más oscuro con cada enérgico azote del bastón y, luego, cuando parecía que su deseo había alcanzado el punto máximo, ordenó al cautivo que se colocara ante él apoyado sobre sus manos y rodillas, a cuatro patas.
Entonces Bella vio el rostro surcado de lágrimas, aunque el príncipe Alexi no había perdido la compostura. Éste se arrodilló ante su soberano y esperó.
Su alteza levantó la bota puntiaguda y la empujó por debajo de su vasallo, alcanzándole el extremo del pene.
Luego cogió al joven cautivo por el pelo y le levantó la cabeza.
—Desabrochadlos —dijo tranquilamente, señalando sus pantalones.
Inmediatamente, el príncipe Alexi se movió para acercar sus labios a la bragueta de su señor. Con una habilidad que asombró a Bella, soltó los broches que escondían el sexo abultado del príncipe y lo dejó al descubierto. El órgano se había alargado y endurecido y el esclavo lo besó con ternura. Pero seguía padeciendo enormemente y cuando su alteza insertó su real miembro en su boca, el príncipe Alexi no estaba preparado para ello. Cayó ligeramente hacia atrás sobre sus rodillas y tuvo que estirarse para alcanzar al príncipe heredero, con sumo cuidado, y evitar caer. Inmediatamente después lamió el órgano de su señor, con grandes movimientos hacia atrás y hacia delante que maravillaron a Bella; lo hizo con los ojos cerrados, mientras sus manos permanecían a ambos lados, atentas a la orden del príncipe quien no tardó mucho en mandarle parar.
Era evidente que no quería llevar su pasión hasta el apogeo tan rápidamente. No sería tan sencillo.
—Id hasta el cofre del rincón —ordenó su alteza— y traedme la argolla que hay dentro.
El príncipe Alexi se dispuso a obedecer moviéndose a cuatro patas, pero era obvio que su señor no estaba satisfecho, así que chasqueó los dedos y al instante el escudero Félix condujo al cautivo con su pala. Lo guió hasta el arcón y continuó atormentándolo a golpes mientras Alexi lo abría, extraía, con los dientes una gran argolla de cuero y se la llevaba a su amo.
Sólo entonces el príncipe envió al escudero Félix de vuelta al rincón. El cautivo se mostraba tembloroso y sin aliento.
—Colocadla —dijo el príncipe.
Alexi sostenía la argolla por una pequeña pieza dorada y, sujetándola de este modo con los dientes, la deslizó por el pene del príncipe, aunque sin soltar la pieza.
—Servidme, seguidme adonde yo vaya —ordenó el príncipe, que en aquel instante empezó a andar lentamente por la habitación, con las manos en las caderas, mientras miraba a su esclavo que hacía un terrible esfuerzo para seguirlo de rodillas, con los dientes en la anilla de cuero.
Parecía que el vasallo besara a su señor o que estuviera trabado a él. Retrocedía en cuclillas, con las manos estiradas. Evitaba tocar al príncipe para que su acción no fuera considerada una irreverencia.
Su dueño y señor andaba a grandes zancadas sin tener en cuenta las dificultades de su esclavo. Se aproximó a la cama, luego se dio la vuelta y caminó de regreso hasta la chimenea, con su vasallo esforzándose ante él.
De pronto, giró bruscamente a la izquierda para quedarse de frente a Bella y el príncipe Alexi tuvo que agarrarse a él para mantener el equilibrio. Sólo se sujetó durante un instante, pero al hacerlo apretó la frente contra el muslo de su señor y éste le rozó el cabello distraídamente. Pareció casi un gesto cariñoso.
—¿Así que os desagrada esta postura ignominiosa, no es cierto? —le susurró. Pero antes de que el príncipe Alexi pudiera contestar, su alteza le asestó un fuerte golpe en la cara que lo envió hacia atrás y lo apartó de él. Luego lo empujó para que se quedara a cuatro patas.
—Recorre la habitación de un lado a otro —dijo, al tiempo que chasqueaba los dedos dándole una orden al escudero Félix.
Como siempre, el criado se mostró encantado de obedecer. Empujó al príncipe Alexi por el suelo hasta la pared más alejada y le hizo volver hasta la puerta. ¡Bella le detestaba!
—¡Más rápido! —dijo el príncipe en tono tajante.
El esclavo se movía lo más rápido que podía. Bella no soportaba oír el tono furioso de su amo y se llevó la manos a los labios para taparse la boca. Pero el príncipe quería más rapidez. La pala arremetía una y otra vez sobre las nalgas de Alexi y la orden llegó repetidamente hasta que el cautivo se retorcía para obedecer las órdenes. Bella percibía su terrible padecimiento, y vio cómo perdía toda su gracia y dignidad. Entonces entendió el sarcasmo del príncipe. La serenidad y la gracia del príncipe cautivo habían sido, obviamente, su consuelo.
Pero ¿realmente las había perdido? ¿O simplemente las entregaba también al príncipe con toda tranquilidad? Ella era incapaz de distinguirlo. Se estremecía con los golpes de la pala y cada vez que el príncipe Alexi se daba la vuelta para cruzar la estancia, Bella observaba perfectamente sus nalgas atormentadas.

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