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Las aventuras de Bella

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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Los mejores licores
En cuanto dejaron atrás la ciudad, el príncipe le ordenó a Bella que se acercara. La recogió del suelo y la sentó de nuevo ante él. Volvió a besarla y a regañarla:
—¿Tan duro os ha resultado? —susurró él— . ¿Por qué habéis sido tan orgullosa? ¿Os consideráis demasiado buena para mostraros a la gente?
—Lo siento, mi príncipe —musitó ella.
—No os dais cuenta de que si únicamente pensarais en contentarme y en complacer a la gente ante quien os muestro todo sería más sencillo para vos —le besó la oreja, estrechándola contra su pecho—. Deberíais haberos sentido orgullosa de vuestros pechos y de vuestras bien formadas caderas. Deberíais preguntaros: «¿estoy complaciendo a mi príncipe?, ¿me encuentra agradable la gente?»
—Sí, mi príncipe —respondió Bella dócilmente.
—Sois mía, Bella —dijo el príncipe con un tono más severo—. Y no debéis dejar de obedecer ninguna orden. Si os digo que agradéis al vasallo más humilde del campo, debéis esforzaros por obedecerme a la perfección. Entonces él será vuestro señor, porque yo así lo habré ordenado. Todos aquellos a los que yo os ofrezca se convertirán en vuestros señores.
—Sí, mi príncipe —repitió ella, sumamente afligida. Él le acarició los pechos, los pellizcó con firmeza y la besó hasta que notó que su cuerpo forcejeaba contra el suyo y que sus pezones se endurecían. Parecía que quería hablar.
—¿Qué pasa, Bella?
—Complaceros, mi príncipe, complaceros... —susurró, como si sus pensamientos se hubieran transformado en un delirio.
—Sí, complacerme, en eso consiste vuestra vida ahora. ¿Cuántos en el mundo poseen un objetivo tan claro, tan sencillo? Complacedme y yo siempre os diré exactamente el modo de hacerlo.
—Sí, mi príncipe —suspiro. Volvía a llorar.
—Os apreciaré mucho más por ello. La muchacha que encontré en el castillo no era nada para mí comparado con lo que ahora representáis, mi devota princesa.


Sin embargo, el príncipe no estaba del todo satisfecho del modo en que instruía a Bella.
Cuando llegaron a otro pueblo, al caer la noche, le informó de que se proponía despojarla de un poco más de dignidad para que todo le resultara más fácil.


Mientras los lugareños pegaban sus caras a las ventanas de vidrio emplomado de la fonda, el príncipe hizo que Bella le sirviera la cena.
La princesa, moviéndose a cuatro patas, se precipitó por las desiguales maderas del suelo de la posada para traer el plato de la cocina. Se le permitió volver caminando con el plato, pero tuvo que ir de nuevo a cuatro patas a buscar la jarra del príncipe. Los soldados devoraban la cena y la miraban en silencio a la luz del fuego.
Bella limpió la mesa del príncipe y cuando se cayó al suelo un pedazo de comida de su plato, él le ordenó que se lo comiera. La princesa obedeció con lágrimas en los ojos. Luego, mientras continuaba de rodillas, él la cogió y la abrazó premiándola con docenas de besos húmedos y cariñosos. Ella también le rodeó el cuello con los brazos.
Pero la caída de aquel pedazo de comida le había dado al príncipe una idea. De nuevo le ordenó que trajera a toda prisa un plato de la cocina y que lo dejara a sus pies en el suelo.
Allí, él depositó comida de su propio plato y le mandó a Bella que se echara la espesa cabellera detrás de los hombros y que comiera del plato con la boca.
—Sois mi gatito —se rió jovialmente—. Os prohibiría todas esas lágrimas si no fueran tan hermosas. ¿Queréis complacerme?
—Sí, mi príncipe —contestó. Él empujó con el pie varias veces el plato, alejándolo de ella, y le dijo que se volviera y le mostrara el trasero mientras él seguía comiendo. Al admirarlo, se percató de que las marcas rojas provocadas por la zurra ya casi se habían curado. Con la punta de la bota de cuero tocó suavemente el vello sedoso que veía entre sus piernas, frotó los húmedos labios que se hinchaban por debajo del vello y pensando en lo hermosa que era, suspiró.
Cuando acabó la comida, Bella empujó el plato con los labios hasta dejarlo junto a la silla del príncipe, como éste le había ordenado, y luego él mismo le limpió los labios y le dio un poco de vino de su propia copa.
Mientras bebía, el príncipe observó el largo y hermoso cuello de la princesa y le besó los párpados.
—Ahora, prestad mucha atención, quiero que aprendáis de esto —dijo él—. Todo el mundo aquí presente puede veros y contemplar vuestros encantos, seguro que sois consciente de ello. Pero quiero que seáis verdaderamente consciente. Detrás de vos, los lugareños, apiñados contra las ventanas, os admiran al igual que sucedió cuando os traje a través del pueblo. Esto debería haceros sentir orgullosa de vos misma. No vanidosa, sino orgullosa, por haberme complacido y por conseguir su admiración.
—Sí, mi príncipe —dijo cuando él hizo una pausa.
—Y ahora, pensad, estáis muy desnuda y muy indefensa, y sois completamente mía.
—Sí, mi príncipe —lloriqueó suavemente. —Ahora ésta es vuestra vida. No pensaréis en nada más, ni os lamentaréis. Quiero que esa dignidad se desprenda de vos como si se tratara de las múltiples capas de una cebolla. No quiero decir que tengáis que ser desvergonzada, eso nunca, sino que deberíais entregaros a mí. —Sí, mi príncipe —repitió Bella.

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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

El príncipe dirigió la mirada hacia el mesonero que se hallaba en la puerta de la cocina con su esposa y su hija. Los tres se cuadraron de inmediato. Después el príncipe se quedó mirando únicamente a la hija. Era una jovencita, muy guapa, aunque sin comparación con Bella. Su pelo era negro, tenía unas mejillas redondas y una cintura muy estrecha, e iba vestida como muchas campesinas, con una blusa escotada con volantes fruncidos y una amplia falda corta que revelaba sus vistosos y pequeños tobillos. Mostraba un rostro inocente, y contemplaba a Bella llena de intriga, sus grandes ojos marrones se desplazaban ansiosamente hasta el príncipe y luego volvían tímidamente a Bella, que estaba de rodillas a sus pies, a la luz del fuego. —Y bien, como os he dicho —el príncipe se dirigió atentamente a Bella—, aquí todos os admiran y disfrutan viéndoos, gozan de vuestro traserito relleno, de vuestras maravillosas piernas, de esos pechos que no puedo evitar besar. Pero ninguno de los aquí presentes, ni siquiera el más humilde, es peor que vos, mi princesa, cuando yo os ordeno que le sirváis.
Bella estaba asustada. Asintió con la cabeza rápidamente:
—Sí, mi príncipe —y luego se inclinó impulsivamente y besó su bota, aunque después pareció aterrorizada.
—No temáis, eso está muy bien, querida mía —el príncipe la tranquilizó acariciándole el cuello—. Eso está muy bien. Si hay un gesto que yo permito para que expreséis lo que sentís sin habéroslo pedido, éste es. Siempre me mostraréis respeto espontáneamente de esta manera.
Una vez más, Bella besó sus botas, aunque estaba temblando.
—Estos lugareños os desean, anhelan vuestros encantos —continuó el príncipe—. Y creo que se merecen probarlos, lo que les deleitará enormemente.
Bella besó otra vez la bota del príncipe y mantuvo sus labios pegados al cuero.
—Oh, no penséis que realmente les dejaría saciarse de vuestros encantos, oh, no —dijo el príncipe con aire pensativo—. Pero debo aprovechar esta oportunidad, tanto para recompensar sus leales atenciones como para enseñaros que el castigo os llegará siempre que yo lo desee, sin necesidad de que me desobedezcáis para merecerlo. Os castigaré cuando me apetezca. Habrá ocasiones en que éste será el único motivo.
Bella no podía contener sus gimoteos. El príncipe sonrió y le hizo una seña a la hija del mesonero. Pero éste le inspiraba tanto miedo que ella no se adelantó hasta que su padre la empujó.
—Querida —dijo el príncipe amablemente—, ¿en la cocina tendréis algún instrumento plano de madera para traspalar las cazuelas calientes dentro del horno, no es así?
En la estancia se produjo un leve murmullo al tiempo que los soldados se miraban unos a otros. Fuera la gente se apretujaba aún más contra las ventanas.
La muchacha asintió con la cabeza y regresó al cabo de un instante con una paleta de madera, muy plana y alisada por los muchos años de uso, y con un buen mango para asirla.
—Excelente— dijo el príncipe.
Bella lloraba desconsoladamente.
Rápidamente, el soberano dio instrucciones a la hija del mesonero para que se sentara en el borde del piso de la chimenea, que era de la altura de una silla, y le ordenó a Bella, que estaba a cuatro patas, que se acercara a ella.
—Querida mía —le dijo a la hija del mesonero—, esta buena gente se merece un poco de espectáculo; su vida es dura y aburrida. Mis hombres también se lo merecen, y mi princesa puede aprovechar muy bien este castigo.
Bella se arrodilló ante la muchacha que, al darse cuenta de lo que iba a hacer, se quedó fascinada.
—Poneos sobre su regazo, Bella —dijo el príncipe—, con las manos detrás del cuello, y apartad vuestro precioso pelo. ¡Inmediatamente! —ordenó, casi con severidad.
Incitada por su voz, Bella casi se precipitó a obedecer y todos los que estaban a su alrededor vieron su cara humedecida por las lágrimas.
—Mantened alta la barbilla, así; sí, encantador. Ahora, querida mía —dijo el príncipe mirando a la muchacha que sostenía a Bella sobre su regazo y la pala de madera en la mano—, quiero ver si podéis manejarla con tanta fuerza como un hombre. ¿Creéis que seréis capaz de hacerlo?
El príncipe no pudo contener una sonrisa ante el deleite y el deseo que mostró la muchacha por agradar. Ella asintió con un gesto y murmuró una respuesta respetuosa. Cuando el príncipe le dio la orden, bajó la pala con fuerza sobre las nalgas desnudas de Bella. La princesa no podía mantenerse quieta. Se esforzaba por permanecer inmóvil pero no lo conseguía y, finalmente, incluso se le escaparon varios lloriqueos y gemidos.
La muchacha de la taberna le zurró con más fuerza y el príncipe disfrutó de ello, saboreándolo muchísimo más que la paliza que él mismo le había propinado.
El motivo era que podía observar mucho mejor. Veía los pechos de Bella agitándose, las lágrimas que le corrían por la cara y su traserito que se estiraba como si Bella, sin moverse, pudiera escapar de algún modo o desviar los fuertes golpes que la muchacha le propinaba.
Finalmente, cuando las nalgas estuvieron muy rojas pero sin cardenales, el príncipe mandó a la muchacha que parara.
Sus soldados estaban encantados, al igual que todos los lugareños. Luego, el príncipe chasqueó los dedos y ordenó a Bella que se acercara.
—Ahora, todos vosotros, disfrutad de la cena, hablad, haced lo que os plazca.
Durante un instante nadie le obedeció, pero luego, los soldados se miraron unos a otros, y la gente reunida fuera, al ver que Bella se había recogido de rodillas a los pies del príncipe, con el pelo que le ocultaba la cara y las nalgas rojas y escocidas pegadas a sus tobillos, empezó a murmurar y a hablar desde las ventanas.
El príncipe le dio a Bella otro trago de vino. No estaba seguro de haberse quedado completamente satisfecho con ella. Le bullían demasiadas cosas en la cabeza.
Llamó a la hija del mesonero para que se acercara, le dijo que lo había hecho muy bien, le dio una moneda de oro y él se quedó con la pala.
Finalmente, llegó la hora de subir al dormitorio. Empujó a Bella para que se moviera ante él y le dio unos pocos azotes suaves pero enérgicos para que se apresurara escaleras arriba hasta la alcoba.

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Antiguo 06-08-2011 , 13:10:45   #13
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Hola a todos. He recibido 90 visitas, pero hasta ahora nedie agradece ni me da reputación. Si no les gusta también pueden decirlo, así no recargo el servidor. Pero por favor, pronúnciense!!!!

BELLA



Bella permanecía al pie de la cama con las manos enlazadas en la nuca. Sus nalgas palpitaban con un dolor ardiente que en aquel instante casi resultaba placentero si lo comparaba con el que le produjo la zurra que había recibido poco antes.
Por un instante había dejado de llorar. Acababa de retirar con los dientes la colcha de la cama del príncipe mientras mantenía las manos a la espalda; luego, también con los dientes, llevó sus botas hasta un rincón de la habitación.
En ese momento se encontraba a la espera de nuevas órdenes y, pese a que mantenía la vista baja, intentaba observar al príncipe sin que él se diera cuenta.
Él había echado el cerrojo de la puerta, y estaba sentado a un lado de la cama.
Su pelo negro, suelto y ondulado hasta la altura de los hombros relucía a la luz de la vela de sebo. A ella su rostro le parecía muy hermoso, quizá porque su fisonomía tenía una forma delicada a pesar del tamaño de los rasgos; no lo sabía con seguridad.
Incluso sus manos la embelesaban. Los dedos eran tan largos, tan blancos, tan delicados.
Bella sintió un gran alivio al quedarse a solas con él. Los momentos transcurridos abajo, en la posada, habían supuesto una agonía terrible para ella y, aun cuando él todavía conservaba la pala de madera y ella sabía que podría recibir una zurra mucho más fuerte que la de aquella desagradable muchacha, estaba tan contenta de estar a solas con él que no sentía miedo. No obstante, le asustaba la idea de no haberle satisfecho.
Bella se preguntó en qué se habría equivocado. Obedeció todas sus órdenes; y él sabía lo difícil que esta era para ella. El príncipe tenía que ser absolutamente consciente de lo que significaba que la desnudaran y la mostraran así ante todo el mundo, públicamente, y Bella estaba segura de que él valoraba que esta sumisión de la que él hablaba surgiera de sus actos y de sus gestos mucho antes que de la propia mente del príncipe. Pero aun cuando ella se esforzaba en justificarse, no dejaba de preguntarse si hubiera podido hacerlo todavía mejor.
¿Acaso querría él que llorara más cuando la azotaba? No estaba segura. Sólo de pensar en aquella chica zurrándola delante de todo el mundo le entraban ganas de llorar de nuevo, pero no lo hizo porque sabía que el príncipe, al ver sus lágrimas, se preguntaría el motivo de sus lloros puesto que únicamente le había dicho que permaneciera inmóvil a los pies de la cama.
Sin embargo, el príncipe parecía sumido en sus propios pensamientos.
Ésta es mi vida, se decía Bella. Él me ha despertado y reclamado. Mis padres han recobrado su reino, que vuelve a ser suyo, y, lo que es más importante, su vida les pertenece otra vez, y yo a él. Pensar en estas cosas le supuso un gran descanso y un leve despertar en su interior que casi conseguía que sus nalgas doloridas y palpitantes se sintieran de pronto más reconfortadas. ¡El dolor le hacía sentir aquella parte del cuerpo con tanta vergüenza! Pero luego, mientras cerraba los ojos para impedir que brotaran estas lágrimas suaves y lentas, bajó la mirada en dirección a sus pechos hinchados, a los pequeños y duros pezones, y allí también fue consciente de sí misma, como si él le hubiera palmoteado los pechos, cosa que no había hecho desde hacía un buen rato. Todo ello le provocaba un apacible desconcierto.
La princesa se esforzaba por entender su vida. Recordó que por la tarde, en el acogedor bosque, al caminar delante del príncipe, que iba a caballo, sintió el roce de su propia melena sobre el trasero, y entonces se preguntó si a él le parecería hermosa. En aquel momento deseó que la subiera a su lado, que la besara y la acariciara. Por supuesto, no se atrevió a volver la vista. No se imaginaba lo que él habría hecho si hubiera sido tan necia, pero el sol había dibujado sus sombras por delante de ella y al ver su silueta Bella sintió tal placer que le dio vergüenza; sus piernas flaquearon y en su interior percibió la más extraña de las sensaciones, algo que nunca conoció en su vida anterior, aunque quizá sí en sueños.
En este instante, al pie de la cama, la despertó la orden que el príncipe le dio en voz baja pero con firmeza.
—Venid aquí, querida mía —dijo, e hizo un gesto para que se arrodillara ante él—. Esta camisa tiene que abrirse por delante. Aprenderéis a hacerlo con los labios y los dientes. Yo seré muy paciente con vos.
Bella pensaba que le tocaría sufrir la pala, así que al oír estas palabras se acercó con gran alivio, casi con demasiada prisa por obedecer, y tiró de la gruesa lazada que cerraba la camisa por la garganta. La carne del príncipe le pareció cálida y suave. Carne de hombre. «Tan diferente», pensó. Rápidamente soltó la segunda lazada y la tercera. Forcejeó con la cuarta, que estaba en la cintura, pero él no se movió y, luego, cuando acabó, inclinó la cabeza, mantuvo las manos, igual que antes, en la nuca y esperó. —Abridme los pantalones —le dijo él. Las mejillas se le encendieron; Bella lo intuía. Pero, una vez más, no vaciló. Tiró del tejido por encima del gancho hasta que se soltó. Entonces vio su sexo, allí abultado, dolorosamente torcido. De pronto quiso besarlo, pero no se atrevió y su propio impulso la escandalizó.
El príncipe había extraído su miembro. Estaba duro. Bella se lo imaginó entre sus propias piernas, turbulento y demasiado grande para su abertura virginal, llenándola de aquel tremendo placer que la noche anterior la inundó y la devastó. Sabía que se estaba sonrojando desesperadamente.
—Ahora, id al estante que hay en ese rincón y traed la palangana con agua.
Ella casi se precipitó por el suelo. En la fonda, él le había repetido en varias ocasiones que se moviera con rapidez y, aunque al principio le resultó odioso, ahora lo hacía instintivamente. Trajo la palangana con ambas manos y se la ofreció. En el agua había un paño.
—Escurrid bien el paño —dijo él— y lavadme, deprisa.
Bella obedeció al instante, sin dejar de observar maravillada aquel sexo, su longitud, su dureza y la punta con su pequeña abertura. El día anterior aquel miembro la había dejado escocida, aunque de todos modos el placer la había paralizado. Jamás hubiera imaginado que pudiera existir semejante placer secreto.
—Y ahora, ¿ sabéis lo que quiero de vos ? —preguntó el príncipe con voz tierna. Su mano le acarició cariñosamente la mejilla y le echó el pelo hacia atrás. Ella se moría de ganas de mirarle, deseaba tanto que le ordenara que lo mirara a los ojos. Era algo que la aterrorizaba pero tras el primer instante le resultaba tan maravilloso: su expresión, aquel rostro hermoso y casi delicado, y aquellos ojos negros que parecían no aceptar ningún compromiso.
—No, mi príncipe, pero sea lo que fuere... —empezó ella.

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Antiguo 06-08-2011 , 13:11:23   #14
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—Sí, querida mía... estáis siendo muy buena. Quiero que os la introduzcáis en la boca y que la frotéis suavemente con la lengua y los labios.
Ella se escandalizó. Nunca había imaginado algo así. De pronto, cruelmente, se dijo que ella había sido una princesa, y repasó mentalmente toda su existencia antes de quedarse dormida. Estuvo a punto de empezar a gemir, le estaba dando una orden su príncipe y no una persona desagradable a quien la hubieran entregado como esposa, así que cerró los ojos y se metió el miembro en la boca mientras notaba su enorme tamaño y su endurecimiento.
El pene le tocaba ligeramente la parte posterior de la garganta mientras ella empujaba la boca adelante y atrás, siguiendo las indicaciones del príncipe.
El sabor era casi delicioso; tuvo la impresión de que unas pequeñas gotitas de un líquido salado entraban en su boca. Luego, él dijo que era suficiente, y se detuvo.
La princesa abrió los ojos.
—Muy bien, Bella, muy bien —dijo el príncipe.
De pronto pudo advertir que él padecía por la necesidad, y esto la hizo sentirse orgullosa; en ella surgió, incluso en su desamparo, un sentimiento de poder.
Pero él ya se había incorporado y la ayudaba a levantarse. Mientras estiraba las piernas se dio cuenta de que aquel placer extenuante se había apoderado de ella. Por un instante sintió que no podía tenerse de pie, pero desobedecerlo era algo impensable. Rápidamente se puso firme, con las manos detrás del cuello, y evitó humillarse con cualquier movimiento de sus caderas. ¿Se habría dado cuenta él? Bella volvió a morderse el labio y sintió que estaba dolorido.
—Hoy os habéis comportado maravillosamente bien, habéis aprendido mucho —dijo el príncipe con ternura. Su voz resultaba sumamente dulce y tremendamente firme al mismo tiempo. Le hacía sentirse casi adormilada; aquel placer se fundía en su interior.
Luego se percató de que él se estiraba hacia atrás para coger la pala, y sin darse tiempo para contenerse Bella soltó un grito sofocado, y sintió que la mano de él la cogía por el brazo, le retiraba las manos de la nuca y le daba la vuelta. Bella quería gritar; «¿qué he hecho?», se preguntó.
Pero la voz del príncipe le susurraba al oído.
—Yo mismo he aprendido una lección muy importante: el dolor debilita vuestra resistencia, hace que todo os resulte más fácil. Ahora sois infinitamente más maleable que antes de que os propinaran aquella zurra en la posada.
Ella quiso negarlo con la cabeza pero no se atrevió. La atormentaba el recuerdo de todas aquellas personas que presenciaron cómo la azotaban: le habían dado la vuelta para que todos los que estaban en las ventanas vieran su trasero y su entrepierna, y para que los soldados observaran su cara. Fue terriblemente doloroso. Al menos ahora sólo estaría su príncipe. Si se lo pudiera decir: por él era capaz de hacer cualquier cosa, pero con todos los demás... era un castigo tan atroz...
Ella sabía que esto no estaba bien, que no era lo que él quería que pensara, lo que él intentaba enseñarle. Pero en ese momento era incapaz de pensar.
El príncipe se situó a su lado. Sostenía su barbilla con la mano izquierda. Le había ordenado que doblara los brazos en la espalda, algo que le resultaba difícil, pues era peor que enlazar las manos detrás del cuello. Esta posición le arqueaba el cuerpo, la obligaba a sacar el pecho y hacía que sintiera la penosa desnudez de sus senos y su cara. Bella gimió en silencio mientras él le echaba el pelo hacia atrás y colocaba la larga melena sobre el hombro derecho.
El pelo le cubría el brazo, pero él lo apartó de los pezones, que luego pellizcó con fuerza, con el índice y el pulgar, levantando ambos pechos y dejándolos caer por su propio peso.
Con toda seguridad, la cara de Bella estaba encendida, pero ella sabía que lo que vendría a continuación sería aún peor.
—Separad las piernas lentamente. Apoyaos firmemente en el suelo —dijo—, para aguantar los golpes de la pala.
Bella quiso ponerse a gritar, e incluso a través de sus labios apretados los sollozos le sonaron muy fuertes.
—Bella, Bella —ronroneó—. ¿Queréis complacerme?
—Sí, mi príncipe —lloró ella. El labio le temblaba espasmódicamente.
—Entonces, ¿por qué lloráis si ni siquiera habéis sufrido la pala? Vuestro trasero sólo está un poco dolorido. Hay que ver, la hija del mesonero tenía tan poca fuerza... Bella lloró casi con amargura, como si a su manera, sin palabras, quisiera decirle que tenía razón pero que era sumamente difícil.
En aquel instante él le sostenía la barbilla con firmeza, sujetándole todo el cuerpo, y entonces Bella sintió el primer y fuerte golpe de la pala.
Fue una explosión de dolor punzante en la caliente superficie de su carne. El segundo azote llegó mucho antes de lo que creía, y luego un tercero, un cuarto y, contra su voluntad, se puso a gritar con todas sus fuerzas.
El príncipe se detuvo y la besó con suavidad por toda la cara:
—Bella, Bella —suspiró—. Ahora os doy permiso para hablar... decidme qué queréis hacerme saber.
—Quiero complaceros, mi príncipe —ella luchaba en vano—, pero duele mucho, aunque he intentado complaceros con ahínco.
—Pero, querida mía, me complacéis soportando ese dolor. Ya os he explicado antes que el castigo no será siempre consecuencia de una falta. A veces simplemente sucederá para contentarme.
—Sí, mi príncipe —sollozó ella.
—Os diré un pequeño secreto sobre el dolor. Sois como una cuerda de arco tensada. El dolor os relaja, os ablanda, como a mí me gusta veros. Es digno de mil órdenes y reprimendas, y no debéis resistiros. ¿Comprendéis lo que os digo? Debéis entregaros al dolor. Con cada golpe estrepitoso de la pala tenéis que pensar en el siguiente y en el siguiente, y en que es vuestro príncipe quien os está pegando, provocándoos este dolor.
—Sí, mi príncipe —contestó ella con resignación.
De nuevo, él le levantó la barbilla y volvió a zurrarle en el trasero una y otra vez. Bella sentía cómo sus nalgas se calentaban más y más a causa del dolor. Los palazos le sonaban muy fuertes y casi demoledores, como si el propio sonido fuera tan espantoso como el dolor. No podía comprenderlo.
Cuando él volvió a detenerse, Bella estaba sin aliento y lloraba frenéticamente, como si aquel torrente de golpes la hubiera humillado más que el peor dolor jamás sufrido.

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Entonces el príncipe la rodeó con sus brazos. Al notar la áspera ropa y la fuerza de sus hombros contra su firme pecho desnudo, Bella sintió un placer tan tranquilizador que mitigó los sollozos y su boca lánguida se fue abriendo cada vez más, apoyada en él.
Los ásperos pantalones del príncipe rozaban su sexo. Bella se apretaba cada vez más contra aquel cuerpo hasta que él la obligó a retroceder con un suave movimiento, como si la reprendiera en silencio.
—Besadme —dijo, y la sacudida de placer que recorrió su cuerpo cuando él cerró la boca sobre la suya fue tal que Bella casi se sintió incapaz de tenerse en pie, lo que la obligó a dejar caer su peso contra él.
El príncipe la volvió hacia la cama.
—Es suficiente por esta noche —dijo con ternura—. Mañana se nos presenta un duro viaje.
Él le dijo que se echara.
De repente, Bella se dio cuenta de que el príncipe no iba a poseerla. Le oyó desplazarse hasta la puerta y, de pronto, ese placer que Bella sentía entre las piernas se convirtió en una agonía. Todo cuanto podía hacer era llorar en silencio contra la almohada, e intentar impedir que las sábanas tocaran su sexo porque temía no poder evitar algún movimiento ondulante. Además, estaba segura de que él la observaba. Era evidente que el príncipe pretendía que ella sintiera placer, pero ¿sin su permiso?
Bella permaneció echada, rígida, llorando. Un momento después oyó voces a su espalda.
—Lavadla y ponedle un ungüento calmante en las nalgas —decía el príncipe— y si queréis podéis hablar con la princesa, y ella con vos. Tratadla con el mayor de los respetos —ordenó él. Luego Bella oyó cómo sus pasos se desvanecían.
Se quedó tumbada boca abajo, demasiado asustada para mirar hacia atrás. La puerta volvió a cerrarse. Oyó pasos, y el sonido de un paño en la palangana de agua.
—Soy yo, querida princesa —dijo una voz femenina. Era una mujer joven, de su misma edad, así que no podía ser otra que la hija del mesonero.
Bella hundió la cara en la almohada. «Esto es insoportable», pensó y de pronto odió al príncipe con toda su alma, aunque se sentía demasiado humillada para pensar en ello. Percibió el peso de la muchacha cuando se apoyó en la cama, a su lado y, a continuación, el roce de la tela del delantal contra su trasero avivó la irritación y el escozor de su carne.
La princesa tenía la impresión de que sus nalgas eran enormes, aunque sabía que no era cierto, o de que, debido a su rojez, desprendían algún tipo de luz espantosa. La muchacha tenía que sentir aquel calor. Precisamente esa muchacha, ella entre todas, era la que tanto se había esforzado en complacer al príncipe, azotándola con mucha más fuerza de lo que su alteza creía.
El paño húmedo le frotaba suavemente los hombros, los brazos, el cuello. Le friccionaba la espalda, luego los muslos, las piernas y los pies, mientras la muchacha evitaba con sumo cuidado tocar el sexo y la zona irritada de la princesa.
Luego, después de escurrir el paño, le tocó levemente las nalgas.
—Oh, ya sé que duele, queridísima princesa —le dijo en tono amistoso—. Lo siento, pero ¿qué podía hacer yo después de recibir las órdenes del príncipe? —El trapo era áspero al contacto con la irritación y Bella advirtió que, en esta ocasión, tenía un montón de ronchas. Gimió y, aunque detestaba a la muchacha con una repugnancia violenta que no había sentido por nadie más en su breve vida, tuvo que reconocer que el paño le produjo una agradable sensación.
Aquello conseguía calmarla; era como un delicado masaje aplicado a una picazón. Bella se serenó poco a poco mientras la muchacha continuaba lavándola con cuidadosos masajes circulares.
—Queridísima princesa —dijo la muchacha—, sé cómo sufrís, pero él es tan guapo, y siempre se sale con la suya, no se puede hacer nada al respecto. Por favor, habladme, decidme que no me despreciáis.
—No os desprecio —respondió Bella con una vocecita apocada—. ¿Cómo podría culparos o despreciaros?
—Tuve que hacerlo. Vaya espectáculo. Princesa, debo deciros algo. Quizás os enfadéis conmigo, pero tal vez os sirva de consuelo.
Bella cerró los ojos y posó la mejilla contra la almohada. No quería oírla pero aquella voz, el respeto y la delicadeza que transmitía, le gustaban. La muchacha no quería hacerle daño. La princesa sentía ese temor reverencial en la muchacha, esa humildad que Bella había reconocido en sus sirvientes durante toda su vida. En este momento no era diferente, ni siquiera con esta joven que la había sostenido sobre sus rodillas en una taberna y la había azotado en presencia de rudos hombres y pueblerinos. Bella la recordó como la había visto en la puerta de la cocina: su cabello oscuro y rizado formando bucles que le caían sobre la carita redonda, y esos grandes y recelosos ojos. ¡Qué feroz le habría parecido el príncipe! ¡Qué temor debió de sentir esperando que en cualquier momento el príncipe ordenara que la desnudaran y la humillaran a ella también! Bella, al pensar en esto, sonrió. Sintió ternura por la muchacha, y por sus dulces manos que en aquel momento le lavaban la carne caliente y dolorida con sumo cuidado.
—De acuerdo —dijo Bella—, ¿qué es lo que queréis decirme?
—Sólo que sois tan preciosa, querida princesa, que poseéis tanta belleza. Incluso cuando estabais allí, caray, ¿cuántas mujeres que aparentemente son hermosas podrían haber preservado su belleza en un trance semejante? Vos estuvisteis tan hermosa, princesa. —Una y otra vez repetía esta palabra, hermosa, aunque era evidente que buscaba otras palabras mejores que ella desconocía—. Estabais... tan graciosa, princesa —dijo—. Lo soportasteis tan bien, con tanta obediencia hacia su alteza, el príncipe.
Bella no dijo nada. Otra vez volvía a pensar en lo que debió de imaginar la muchacha. Pero hizo que Bella se sintiera tan consciente de sí misma que detuvo sus pensamientos. Esta muchacha la había visto tan de cerca... vio la rojez de la piel mientras era castigada y notó sus retortijones incontrolados.
Bella hubiera vuelto a llorar de nuevo, aunque no quería hacerlo.
Por primera vez, a través de una fina capa de ungüento, sintió sobre su piel los dedos desnudos de la muchacha que masajeaban los moratones. —¡Oooh! —gimió la princesa.
—Lo siento —dijo la muchacha—. Trato de hacerlo con cuidado.
—No, continuad. Haced que penetre bien —suspiró Bella—, de hecho, es agradable. Quizá sea el momento en el que retiráis los dedos... —cómo intentar explicarlo, sus nalgas colmadas de este dolor, picándole, las pequeñas sacudidas de intenso dolor, como de guijarros, en los moratones, y esos dedos pellizcándolas y soltándolas a continuación.

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Antiguo 06-08-2011 , 13:13:44   #16
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—Todo el mundo os adora, princesa —susurró la muchacha—. Todos han contemplado vuestra hermosura, sin nada que la disimule u oculte las imperfecciones. No tenéis defectos. Y se desmayan por vos, princesa.
—¿Es eso cierto o lo decís para consolarme? —preguntó Bella.
—Oh, claro que sí—dijo la muchacha—. Debíais haber oído a las mujeres ricas que estaban esta noche en el patio de la fonda. Fingían no sentir envidia, pero todas ellas sabían que desnudas no eran rivales para vos, princesa. Y, por supuesto, el príncipe estaba tan apuesto, tan guapo y tan... —Ah, sí—suspiró Bella. La muchacha ya había untado por completo las nalgas pero continuó añadiendo más ungüento para que penetrara en la carne. Esparció un poco más por los muslos. Detuvo sus dedos justo antes de llegar al vello del pubis y, una vez más, Bella sintió, con intenso malestar y vergüenza, que el placer volvía a ella. ¡Y con esta muchacha!
«Oh, si el príncipe se enterara», se le ocurrió de pronto. No le pareció que aquello fuera a agradarle y repentinamente pensó que podría castigarla en cualquier ocasión que sintiera este placer si no era él quien se lo daba. Bella intentó alejar de su mente estos pensamientos. Le hubiera gustado saber dónde se encontraba él en aquel momento.
—Mañana —dijo la muchacha—, cuando vayáis al castillo del príncipe, a lo largo de todo el recorrido, la calzada estará bordeada de gente que querrá veros. Corre la voz por todo el reino... Bella se sobresaltó al oír estas palabras. —¿Estáis segura de ello? —preguntó temerosa. Así, de repente, no podía asimilarlo. Recordó aquel momento apacible por la tarde en el bosque. Se hallaba sola delante del príncipe y casi consiguió olvidarse de los soldados que venían tras ellos. Pero de pronto, ¡la gente a lo largo del camino, esperando para verla! Recordó las calles concurridas del pueblo, aquellos momentos ineludibles cuando sus muslos desnudos o incluso sus pechos habían notado el roce de un brazo o del tejido de una falda; sintió que se le cortaba la respiración.
«Pero es lo que él quiere de mí —recapacitó—. No sólo que él me vea sino que todos me vean.» «A la gente le produce tanto placer contemplaros», le había dicho esa noche cuando entraban en la pequeña ciudad. La había empujado delante de él y ella lloró violentamente; lo único que veía a su alrededor eran los zapatos y las botas de los que no se atrevía a levantar la vista.
—Sois tan hermosa, princesa, que lo contarán a sus nietos —dijo la cantinera—. Están impacientes por regalarse la vista, y vos no les defraudaréis, no importa lo que les hayan contado antes. Imaginaos, no defraudar nunca a nadie... —la voz de la muchacha se apagó como si pensara: «Oh, me gustaría poder seguiros para verlo.»
—Pero, no lo entendéis —susurró Bella, repentinamente incapaz de contenerse—, no os dais cuenta...
—Sí, sí que me doy cuenta —dijo la muchacha—. Por supuesto... he visto a las princesas cuando pasan por aquí con sus magníficas capas cubiertas de joyas y me imagino lo que se debe sentir al verse expuesta al mundo como si fuerais una flor, mientras todos los ojos os fisgonean como dedos entrometidos, pero vos sois... tan espléndida, en definitiva, princesa, y tan única. Vos sois su princesa. Él os ha reclamado y todos saben que estáis en su poder y que le debéis obediencia. Eso no es ninguna vergüenza para vos, princesa. ¿Cómo podría serlo, con un príncipe tan admirable que os da órdenes? Oh, ¿creéis que no hay mujeres que renunciarían a todo para ocupar vuestro lugar, sólo por poseer vuestra belleza?
Bella se quedó admirada al oír esto. Pensó en ello. Mujeres que renunciarían a todo, que ocuparían su puesto. No se le había ocurrido. Volvió a recordar aquel momento en el bosque.
Pero luego también rememoró los azotes en la fonda mientras todos los demás la observaban. Recordó que había sollozado desesperadamente y que llegó a odiar su propio trasero colgado en el aire, y sus piernas separadas, así como esa pala que bajaba una y otra vez. En realidad, el dolor era lo de menos.
Pensó en la multitud que se agolpaba en el camino. Intentó imaginárselos. Todo eso iba a sucederle al día siguiente.
Ella sentiría esa inmensa humillación, ese dolor; y toda la gente estaría allí para verlo, para intensificar su deshonra.
La puerta se había abierto.
El príncipe entró en la alcoba. La joven cantinera se levantó de un brinco y le hizo una reverencia.
—Alteza —dijo la muchacha casi sin aliento.
—Habéis hecho un buen trabajo —fueron las palabras del príncipe.
—Ha sido un gran honor, alteza —contestó la muchacha.
El príncipe se acercó a la cama y, cogiendo a Bella por la muñeca derecha, la levantó y la puso de pie a un lado. Ella bajó la mirada obedientemente y, sin saber qué hacer con las manos, se las llevó rápidamente a la nuca.
Casi podía sentir la satisfacción del príncipe.
—Excelente, querida mía —dijo—. ¿No es preciosa, vuestra princesa? —le preguntó a la cantinera.
—Oh, sí, alteza.
—¿Le habéis hablado y consolado mientras la lavabais ?
—Oh, sí, alteza, le expliqué cuánto la admiraba todo el mundo y cuánto querían...
—Sí, verla —dijo el príncipe.
Se hizo una pausa. Bella se preguntaba si ambos estarían mirándola y, súbitamente, se sintió de nuevo desnuda, a la vista de los dos. Tenía la impresión de que soportaría a uno o al otro, pero los dos juntos, contemplando sus pechos y su sexo, era demasiado para ella.

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Antiguo 06-08-2011 , 13:14:28   #17
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El príncipe la abrazó como si comprendiera que lo necesitaba y palpó cuidadosamente la carne irritada, lo que provocó en Bella otra sacudida de placer deshonroso que le recorrió todo el cuerpo. Ella sabía que su cara se habría puesto roja; siempre se sonrojaba con facilidad. ¿Había otras maneras de que él pudiera darse cuenta de lo que sus manos le provocaban? Si no conseguía anular este creciente placer, no tendría otro remedio que gritar.
—De rodillas, querida mía —dijo el príncipe acompañando la orden con un leve chasquido de los dedos.
Bella obedeció asustada y ante sí vio las maderas rugosas del suelo. Distinguió las botas negras del príncipe y luego los toscos zapatos de la sirvienta.
—Ahora, acercaos a vuestra sirvienta y besadle los zapatos. Mostradle lo agradecida que estáis por su lealtad.
Bella no se detuvo a pensarlo, pero notó que se le saltaban las lágrimas mientras obedecía y besaba el cuero gastado de los zapatos de la muchacha con toda la gratitud que era capaz de expresar. Por encima, escuchó cómo la cantinera murmuraba las gracias al príncipe.
—Alteza —dijo la muchacha—, soy yo quien quiere besar a la princesa, os lo ruego.
El príncipe debió asentir con un gesto puesto que la joven se dejó caer de rodillas, acarició el pelo de Bella y besó su rostro con gran respeto.
—Y ahora, ¿veis los postes al pie de la cama? —preguntó el príncipe. Bella sabía que la cama tenía altos pilares que sostenían un techo artesonado sobre ella—. Atad a vuestra princesa a estos pilares, con las manos y las piernas suficientemente separadas, de modo que mientras esté echado pueda mirarla —explicó el príncipe—. Hacedlo con estas cintas de raso para que su piel no se lastime, pero atadla con firmeza porque deberá dormir en esta posición y el peso no debe hacer que se suelte.
Bella se quedó pasmada.
Sintió que deliraba mientras la muchacha la alzaba para que se quedara erguida al pie de la cama. Cuando la cantinera le dijo que separara las piernas, Bella obedeció dócilmente. Sintió el raso que le apretaba el tobillo derecho y que luego ligaba firmemente el tobillo izquierdo. Después, la muchacha, de pie ante ella sobre la cama, ligó las manos de la princesa en lo alto a cada uno de los lados del lecho.
Allí estaba, con las piernas y los brazos extendidos, la mirada clavada en la cama. Llena de terror, Bella se dio cuenta de que el príncipe veía cómo sufría; tenía que ver la vergüenza de la humedad entre las piernas, esos fluidos que ella no podía frenar ni disimular. Volvió el rostro para hundirlo en su brazo y gimoteó en silencio.
Pero lo peor de todo era que él no tenía intención de poseerla. La había atado ahí, fuera de su alcance, para que mientras él dormía ella pudiera verlo abajo.
El príncipe despidió a la cantinera, quien antes de salir depositó en secreto un beso en la cadera de Bella. Ésta, que lloraba en silencio, supo que se había quedado a solas con el príncipe, y no se atrevía a levantar la vista para mirarlo.
—Mi hermosa obediente —suspiró él.
Cuando el príncipe se acercó, Bella sintió horrorizada que el duro mango de la terrible pala de madera le tocaba levemente su lugar húmedo y secreto, tan cruelmente expuesto por sus piernas abiertas.
La princesa se esforzó por simular que esto no sucedía, pero sentía con toda certeza aquel fluido delator, y tuvo la certeza de que el príncipe estaba al corriente del placer que la atormentaba.
—Os he enseñado muchas cosas y estoy sumamente satisfecho de vos —dijo— pero ahora conocéis un nuevo sufrimiento, un sacrificio más que ofrecer a vuestro amo y señor. Yo podría calmar el ardiente anhelo que sentís entre vuestras piernas pero permitiré que lo padezcáis para que conozcáis su significado, para que sepáis que sólo vuestro príncipe puede daros el alivio que ansiáis.
Bella fue incapaz de reprimir un gemido, pese a que intentó amortiguarlo contra su brazo. Temía mover sus caderas en cualquier momento, en una súplica impotente, humillante.
El príncipe apagó las velas de un soplido. La habitación se quedó a oscuras. Bella percibió bajo sus pies que el colchón cedía con el peso del príncipe. Apoyó la cabeza en su propio brazo y cuando se dejó colgar de las cintas de raso se sintió firmemente sujeta a ellas. Pero ese tormento, esa tortura... y no había nada que ella pudiera hacer para aliviarlo.
Imploró para que cesara la hinchazón que crecía entre sus piernas, tal y como estaban cesando gradualmente y se aliviaban las palpitaciones en su trasero. Luego, cuando empezaba a quedarse dormida, pensó con calma, casi en un estado de ensoñación, en las multitudes que la esperaban a lo largo de los caminos que la llevarían hasta el castillo del príncipe.

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Antiguo 06-08-2011 , 14:25:54   #18
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Buen relato!!!!
Luego sigo con la lectura!!!!

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Antiguo 06-08-2011 , 16:11:39   #19
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muy buen relato!!
esperando las otras partes del libro!!!!
yo lo leere!!!
alli te dejo lo tuyo!!!
esperando actualizadaª!!

CANTI* no está en línea   Responder Citando
Antiguo 08-08-2011 , 10:01:27   #20
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Gracias Canti!!!!... aquí va el capítulo de hoy...
EL CASTILLO Y EL GRAN SALÓN



Al dejar la fonda, Bella estaba sofocada y sonrojada. Pero el motivo no eran las multitudes que bordeaban las calles del pueblo, ni las que iban a encontrarse más adelante cuando siguieran la calzada durante el trayecto a través de los campos de trigo.
El príncipe envió mensajeros por delante de la comitiva y explicó a Bella, mientras le adornaban el pelo con flores blancas, que si se daban un poco de prisa llegarían al castillo por la tarde.
—En cuanto crucemos al otro lado de las montañas nos hallaremos en mi reino —anunció orgulloso.
Bella no sabía con certeza qué reacción debía mostrar ante esto.
Pero el príncipe, como si intuyera su extraña confusión, la besó en la boca antes de subir al caballo y le dijo en voz baja, para que sólo lo oyeran los que estaban alrededor:
—Cuando entréis en mi reino, seréis mía de un modo más completo que nunca. Seréis enteramente mía, sin tregua, y os resultará más fácil olvidar todo lo sucedido con anterioridad y entregar vuestra vida tan sólo a mí.
Y entonces partieron del pueblo. El príncipe llevaba su caballo al paso, justo detrás de Bella, que se dispuso a andar a buen ritmo sobre los adoquines recalentados.
El sol brillaba con más fuerza que antes y el gentío era numerosísimo: todos los granjeros se habían acercado a la calzada, la gente apuntaba hacia ella, observaba atentamente y se ponía de puntillas para ver mejor, mientras Bella sentía la gravilla suelta bajo sus pies y de vez en cuando pisaba algunos manojos de hierba sedosa o de flores silvestres.
La princesa caminaba con la cabeza erguida, como el príncipe le había ordenado, pero entrecerraba los ojos. El aire fresco sosegaba sus miembros desnudos y ella pensaba sin cesar en el castillo del príncipe.
De tanto en tanto, alguna murmuración procedente de la multitud la hacía sentirse repentina y dolorosamente consciente de su desnudez; incluso, una o dos veces, alguna mano se adelantó precipitadamente del grupo para tocarle la cadera antes que el príncipe, que iba tras ella, restallara inmediatamente el látigo.
Finalmente penetraron en el oscuro paso entre los árboles que les conduciría a través de las montañas. Allí los grupos de campesinos aparecían más diseminados, atisbaban desde los robles de tupido follaje, entre una bruma que flotaba a ras del suelo. Bella se sintió amodorrada y lánguida pese a que seguía caminando. Notaba sus pechos pesados y blandos, y su desnudez le parecía extrañamente natural.
Pero su corazón se aceleró cuando la luz del sol apareció a raudales y descubrió ante ellos un valle que se extendía completamente verde.
Los soldados que marchaban a su espalda, lanzaron una gran aclamación lo que le permitió adivinar que, en efecto, el príncipe había llegado a casa. Más adelante, al otro lado de la verde pendiente, en lo alto de un precipicio que colgaba sobre el valle, vio alzarse el castillo del príncipe. Era una mescolanza de torreones oscuros, y mucho mayor que el hogar de Bella. Daba la impresión de que encerraba todo un mundo, y sus puertas abiertas se desplegaban como una boca ante el puente levadizo.
En ese instante, empezaron a surgir por doquier los súbditos del príncipe, como meras manchas en la distancia que aumentaban poco a poco de tamaño; todos iban en dirección a la carretera que descendía serpenteante para luego volver a subir ante ellos.
Unos jinetes atravesaron el puente levadizo y se dirigieron al trote hacia la comitiva, haciendo sonar sus trompetas mientras sus numerosos estandartes ondeaban a sus espaldas.
El aire era más cálido, como si este lugar estuviera protegido de la brisa del mar. Tampoco era tan oscuro como los angostos pueblos y bosques por los que habían pasado. Bella advirtió que los atuendos de los campesinos eran más claros y brillantes.
Pero a medida que se acercaban al castillo Bella vio, a lo lejos, no sólo a los campesinos que habían mostrado su admiración a lo largo de todo el camino, sino también una gran multitud de nobles y damas ataviados con suntuosos ropajes.
Bella estaba segura de que articuló un grito ahogado, y es muy probable que bajara la cabeza de inmediato, porque el príncipe se adelantó para situarse a su lado, la acercó al caballo y le susurró al oído:
—Ahora, Bella, ya sabéis lo que espero de vos. Ya habían llegado al empinado camino de acceso al puente y Bella comprobó que se trataba precisamente de lo que ella más temía: allí había hombres y mujeres de su misma condición, todos ellos vestidos de terciopelo blanco con ribetes dorados, o de colores alegres y festivos. No se atrevió a mirar, notó de nuevo el rubor en sus mejillas y por primera vez se sintió tentada a abandonarse a la merced del príncipe y a suplicarle que la ocultara. Una cosa era ser mostrada ante los campesinos que la elogiaban y la convertirían en una leyenda, pero oír las risas, las murmuraciones y los comentarios arrogantes era muy distinto, y le resultaba insoportable.
Sin embargo, el príncipe desmontó, le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo con dulzura que así era como debía entrar en el castillo.
Bella se quedó petrificada. La cara le ardía, pero se dejó caer rápidamente para obedecer, y a su izquierda vislumbró las botas del príncipe mientras ella se esforzaba por mantener su ritmo al cruzar el puente levadizo.
Mientras la conducían a través del sombrío corredor, la princesa no se atrevió a alzar la vista, aunque reparó en las espléndidas capas y botas relucientes que la rodeaban. A ambos lados, nobles y damas se inclinaban ante el príncipe. Se oían susurros de bienvenida y le lanzaban besos mientras ella avanzaba desnuda a cuatro patas como si no fuera más que un pobre animal.
Cuando llegaron a la entrada del gran salón, una estancia mucho más vasta y sombría que cualquier sala de su propio palacio, en el hogar ardía un inmenso fuego crepitante, pese a que los cálidos rayos del sol se derramaban a través de las altas y estrechas ventanas. La princesa tenía la impresión de que los nobles y las damas pasaban apresuradamente a su lado y discurrían silenciosamente junto a las paredes en dirección a las largas mesas de madera. Sobre las mesas habían dispuesto ya platos y copas. El aire estaba impregnado del aroma de la cena.

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