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Para leer, reflexionar y sacar conclusiones: PENA MÁXIMA, UN JUICIO AL FUTBOL COLOMBIANO.

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Continuación Capítulo II


El proceso en una memoria

Para las diez de la mañana del 22 de junio de 1994, Francisco Maturana ya estaba descompuesto. Había pasado la noche casi sin dormir. Había vuelto a vivir, uno a uno, los escalones que lo tenían ahí, a pocas horas del todo y del nada. De otro “todo y nada”. Había repasado de nuevo la historia iniciada en 1987. Fue un día de mayo de ese año cuando León Londoño Tamayo, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, lo buscó para que se hiciera cargo de un equipo que jugaría el preolímpico de Bolivia. El reto era asistir a las Olimpiadas de Seúl 88. Él, que era el principal candidato, dijo que sí. Y con esa aceptación empezó esta historia. Sin duda, lo más importante que ha vivido el fútbol nacional. A pesar de todo. Y a pesar de muchos.

Antes, todo lo realizado había estado marcado por la improvisación. Por ello, en casi 40 años de profesionalismo -el primer torneo rentado se jugó en 1948-, Colombia sólo había asistido a una Copa del Mundo, la de Chile en 1962. Desde entonces, el empate de Arica a cuatro goles con la Unión Soviética había sido el único punto de referencia válido. Hasta aquel año de 1987. Hasta cuando apareció Francisco Maturana. Con él, el fútbol colombiano encontró su identidad. Y con ella, los resultados que tanto tiempo aguardó. Maturana aceptó dirigir la Selección Colombia de mayores el 2 de mayo de 1987. Fue ese el comienzo y el fin: el comienzo de un nuevo fútbol que el mundo reconoció y aplaudió; el fin de años y años de amarguras.

Maturana, quien como jugador apenas llegó a sobresalir en el Atlético Nacional, el Bucaramanga, el Deportes Tolima y algunas selecciones colombianas de niveles secundarios, encontró en la universidad la base humana que lo llevó a triunfar. Porque no fue el hombre de fútbol el que aceptó el desafío de dirigir a Colombia. Fue el hombre forjado en las aulas universitarias, donde estudió odontología. Fue el hombre profundo, analítico, humano, sensible y convencido de sí mismo el que decidió cambiarle la imagen al fútbol. Aquello que aprendió en las canchas le sirvió para diseñar una táctica y para escoger algunos colaboradores. Pero lo que recogió de la universidad fue decisivo para poner esa táctica en práctica; para convencer a sus jugadores, a los directivos, periodistas e hinchas de que “su camino” debía ser “el camino”. Y siempre es más difícil convencer que diseñar.

En 1986, cuando se hizo cargo de su primer equipo, el Cristal Caldas de Manizales, Maturana empezó a hacer que creyeran en su fútbol. En ese fútbol de potrero, de parque y playa que Colombia posee desde comienzos de siglo, cuando los ingleses dejaron en Barranquilla la primera pelota y decidieron las primeras reglas. En ese fútbol tan mezclado como la raza misma, donde se encuentran la fuerza del europeo, la técnica del argentino, la inventiva del brasileño y la velocidad del africano. En ese fútbol creyó Maturana. Y después, todo el país. En abril y mayo de 1987, Colombia fue la sensación del Preolímpico jugado en Bolivia. Nadie apostaba por aquellos ‘paisas’ ni por Maturana, pero la fidelidad a un estilo los llevó al tercer lugar. Luego, al técnico le ofrecieron el cuadro de mayores. Y él aceptó. Con Hernán Darío Gómez como su asistente y con Diego Barragán como preparador físico. Ellos fueron la base en aquellos comienzos. Durante el Mundial de Estados Unidos todavía estaban con Maturana. Y cada vez que se hable de este proceso es necesario nombrarlos, porque muchas de las decisiones importantes del fútbol colombiano se les deben.

Fue en la Copa América de Argentina, en julio de 1987, cuando Colombia se mostró ante el mundo con su nuevo estilo. Derrotó a Bolivia 2-0, a Paraguay 3-0 y perdió con Chile 1-2 en tiempo suplementario. En el partido por el tercer puesto, los colombianos derrotaron 2-1 en Buenos Aires a Argentina, con Diego Maradona incluido. “Ese fue el partido perfecto, táctica y técnicamente”, diría Maturana en 1989. Aquel torneo le entregó a Colombia el pasaporte para que fuera invitada a jugar, en mayo del 88, la Copa Sir Stanley Rous ante Escocia e Inglaterra. Nunca antes un seleccionado nacional de mayores había ido a Europa, y menos, a disputar un torneo de tanta tradición.

El estadio de Wembley, una especie de archivo que guarda lo mejor de la historia del fútbol, sería testigo de aquella revolución. Todos los ingleses: hooligans, empleados de banco, altos ejecutivos y nobles, deseaban presenciar esa renovación que llegaba de América del Sur. Y la presenciaron, claro. La aplaudieron, la sufrieron y disfrutaron casi como propia. Aquel día, 24 de mayo de 1988, a Wembley no le cabía una persona más. Colombia, la de Valderrama, Higuita, Álvarez, !guarán y Escobar que aparecía sólo de a pocos en la televisión, era la verdadera protagonista de la noche. Al final del 1-1 definitivo, algún inglés se atrevió a decir que por momentos le había recordado a la Hungría de los años cuarenta.

Y ese, el comentario del inglés, fue el mejor premio para Maturana. Porque la Copa se quedó en Londres pese a los dos empates (0-0 con Escocia, 1-1 con Inglaterra) y al exquisito fútbol colombiano. Pero lo del hincha quedó como una anécdota de gran valor. Hay que recordar que los húngaros vencieron a Inglaterra en Wembley 6-3 por allá a finales de la década del 40. Esa gira – Colombia también enfrentó a Finlandia y le ganó 3-1- fue decisiva para Maturana. En ella comprendió que su idea del fútbol lo podía llevar lejos, que no importaban los pergaminos del rival ni las tácticas ultramodernas. En ella afianzó viejas teorías, como aquella de que en el fútbol lo único que importa no es meter la pelota dentro de un arco. También valen el comportamiento, la educación, los modales.

Todo eso se transformó en dogma para Francisco Maturana. Aún hoy, antes de cualquier partido crucial, les recuerda a sus jugadores que no se gana nada con tirar el balón de punta hacia la tribuna. Que hay que respetar al público, a los rivales, a la prensa, a los árbitros. Encontró en la universidad las respuestas a sus ideales. Y sus ideales cada vez fueron más firmes gracias a la vida. O a sus resultados. Por lo menos, a los que antecedieron a USA-94. Todos esos resultados se le habían dado a Maturana por varias razones. Pero de todas ellas (apoyo de los directivos, del periodismo, de los aficionados; facilidades económicas, patrocinio, etc.), la más importante fue la de “el equipo”. En él, hasta que se inició el Mundial del 94, el técnico había encontrado a los intérpretes de su “partitura”, unos intérpretes de primer nivel que jamás habían dudado. Después de siete años, muchos de aquellos que iniciaron este proceso se mantenían allí, incluidos, obviamente, Gómez y Barragán. Y algunos, aunque separados por distintas circunstancias, como René Higuita, aguardaron hasta el final, pacientes, una nueva oportunidad.

Lo de Higuita es especial en este recuento, porque fue él, de alguna manera, el líder futbolístico de este concepto. Su manera de entender el puesto de arquero llevó a Colombia a definir su estilo dentro del campo. Con él como líbero, como último hombre, apto para salir jugando y sacar limpia la pelota, la defensa pudo situarse muchos metros adelante de lo normal. Y en línea, sin utilizar los dos stoppers y el líbero que implantó la Argentina de Carlos Salvador Bilardo en 1986. “Si no cometiera errores sería Dios”, dijo Maturana en 1990. Óscar Córdoba, quien con lujo lo reemplazó en las Eliminatorias hacia USA 94, era, en cierta forma, una prolongación de René Higuita. Y cualquier portero que juegue con la Selección, mientras impere en ella el concepto inculcado por Maturana, debe respetar aquellas premisas que Higuita le legó a la posteridad.

En la defensa, Andrés Escobar, Luis Carlos Perera y Luis Fernando Herrera se conocían de memoria el libreto. Estuvieron desde el comienzo y, salvo algunos imponderables -la lesión de Escobar en 1993, por ejemplo-, eran amos y señores de la última línea. Como lo eran, en la zona de volantes, Carlos Valderrama, Gabriel Jaime Gómez, Leonel Álvarez y Freddy Rincón. Valderrama, cuestionado a veces, siempre fue el gran patrón del equipo. Porque administraba los ritmos, porque decidía, se mostraba siempre para recibir la pelota, rotaba por todo el terreno y le imprimía a Colombia su identidad. Era, sin duda, un ’10’ sin reemplazo en este grupo. Álvarez y Gómez fueron la cuota de temperamento y marca para Maturana y Hernán Darío Gómez desde el 87. Tal vez no fueron jamás un espectáculo para la tribuna, no tenían que serlo, pero por inteligencia, experiencia y entrega, eran líderes.

El último de los estandartes se llamaba Freddy Rincón. Apareció para el Mundial de Italia y, sin conocer bien el fútbol de Maturana, se fue haciendo imprescindible. Para Estados Unidos 94 era pieza vital, para destruir y llegar al gol. La delantera tuvo durante el proceso a distintos protagonistas. Arnoldo Iguarán, Antonhy de Ávila, John Jairo Tréllez, Víctor Aristizábal, Carlos Enrique Estrada, Albeiro Usuriaga, Rubén Darío Hernández, Adolfo Valencia, Iván René Valenciano, Faustino Asprilla… Todos dejaron algo. Sin embargo, para el Campeonato del Mundo, los titulares adelante eran Asprilla y Valencia. En 1989, Maturana y Gómez (éste como asesor) le dieron a Colombia su primer título internacional. La Copa Libertadores, el torneo más importante a nivel de clubes del continente, que se le había escapado al América de Cali tres veces consecutivas (llegó a las finales en los años 85, 86 y 87), la consiguió Atlético Nacional el 31 de mayo en el estadio El Campín de Bogotá.

Después de remontar un 0-2 ante el Olimpia de Paraguay, le colocaron el sello a una página histórica del fútbol colombiano. Nacional, como siempre ocurrió desde aquellos comienzos del 87, fue la base del equipo que disputó la Copa América del 89. A Brasil, Colombia arribó como favorita. Pero sólo ante los locales (empate a ceros el 7 de julio en Salvador) pudo mostrar algo de su fútbol. Al final, terminó eliminada tras un lánguido 1-1 con Perú en Recife. Luego, en septiembre y octubre, Colombia acabó con 27 años de dolor. Ante Paraguay y Ecuador primero, y luego frente a Israel, en una serie extra, obtuvo el tiquete para jugar el Mundial de Italia. La celebración duró más de dos días, y el país entero empezó a soñar con el campeonato. Ese año cerró con la final de la Copa Intercontinental de Clubes en Tokio. El 16 de diciembre, Nacional estuvo a segundos de forzar una definición desde el punto penal ante el Milán de Italia. Pero un gol de tiro libre anotado por Alberigo Evani al minuto 119 del partido (hubo tiempos suplementarios), acabó con la ilusión.

Aquel Milán de Arrigo Sacchi, Ruud Gullit, Frank Rickjaard, Franco Baresi y Marco Van Basten nunca había tenido tantos problemas en una final. Por momentos, el superequipo de los últimos años parecía perdido. El toque de Nacional, las salidas de Higuita, la seguridad de Andrés Escobar y el talento de Alexis García hicieron de aquélla algo así como “la noche en la que el fútbol se vistió de gala”. Y llegó 1990. Y el Mundial de Italia. Colombia quedó ubicada en el grupo tres con Emiratos Árabes, Yugoslavia y Alemania. Colombia en Bolonia, al norte de la península. Colombia ante los ojos del mundo. Debut y victoria, el 9 de junio, sobre Emiratos Árabes (2-0); dolor y crisis, el 14, ante la derrota (0-1 ante Yugoslavia); hazaña frente Alemania. Hazaña, sí. Y dolor y angustia también.

Fue un martes de junio, el 19, y en Milán, ante 50.000 alemanes, cuando Colombia irrespetó a Europa para plasmar su fútbol de potrero en el césped del Giuseppe Meazza. Y fue 1-1 para que Colombia llegara por vez primera en su historia a la segunda ronda de una Copa del Mundo. Fue delirio cuando Rincón empató en tiempo de descuento. Cinco días después, el 23, fue llanto cuando Camerún le dijo a todos que no iba de paseo por Italia. En Nápoles, Colombia salió confiada (una palabra decisiva y repetida para el fútbol colombiano) a jugarle a un equipo que no regala nada. Y terminó derrotada 2-1 después de 120 minutos. A Higuita lo culparon (perdió un balón fácil ante Roger Milla cuando el juego iba 0-1), pero él se defendió. Maturana también lo defendió. Con el adiós de Colombia a Italia se empezó a derrumbar un poco el proceso. Maturana se marchó a España a dirigir al Real Valladolid, se llevó a Higuita, a Leonel Álvarez y a Valderrama, y la Selección quedó a la deriva.

A la Copa América de Chile (1991), el equipo fue con otro entrenador, Luis Augusto García, y con otra ideas. Al final sólo hubo una palabra, “aceptable”, para describir aquella actuación. Al Atlético Nacional lo condujo desde entonces Hernán Darío Gómez. “Tranquilo Pacho, que yo jamás te voy a correr el buraco. Sólo si tú te vas yo subo”, le había dicho alguna vez Gómez a Maturana. En 1990 aquellas palabras se cumplieron, y el proceso, con otro nombre, con algunas variantes, pero con la misma esencia, siguió su camino. Gómez fue campeón de Colombia con Nacional en el 91. Y en el 92 llevó a la Selección Preolímpica a las Olimpiadas de Barcelona. Con la Selección de mayores apenas estuvo unas semanas, las amenazas Jo llevaron a dimitir.

En diciembre de 1992, cuando el torneo nacional era un polvorín, Maturana y Gómez aceptaron hacerse cargo de la Selección otra vez. Maturana ya había regresado y estaba con el América; Gómez era el técnico de Nacional. Hubo polémica, discusión, rumores, peleas, malentendidos e incertidumbre. No obstante, al final pudieron más la vieja amistad y el camino recorrido que todas las intrigas y amenazas. Allí se inició entonces este segundo capítulo del proceso. Y pasaron la Copa América de Ecuador, las Eliminatorias, las exageraciones…

En la mañana del 22 de junio de 1994, Francisco Maturana todavía se preguntaba por qué diablos estaba metido ahí. Por qué había vuelto a aceptar la Selección, luego de que en el 90 había prometido no volver. Recordó esa reunión en Cali con Carlos Antonio Vélez, Mario Alfonso Escobar, Hernán Peláez, Germán Blanco, Juan José Bellini y Ricardo Alarcón. Y recordó aquel “sí” que les dio. A ellos y al fútbol de Colombia. A ellos y a una aventura que terminaría en tragedia.

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Haber caído tanto y no haber aprendido nada – ese es tu fracaso.


Es bueno conocer la historia para que no se repita... Aquí, los primeros tres capítulos del libro "La Pena Máxima, un Juicio al Fútbol Colombiano".
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Continuación Capítulo II


Juéguela al 22

El fútbol es como la vida. Al fin y al cabo, hace parte de la vida. Y en la vida vale muchas veces más la actitud que el talento. Colombia siempre tuvo el talento, pero jamás encontró la actitud necesaria para enfrentar situaciones difíciles. O no pensó en ella, que es peor. La historia del fútbol no está hecha de grandes equipos plagados de genialidad. Está hecha de grandes equipos plagados de actitud (positiva, se entiende). Y decir actitud es decir fortaleza mental, generosidad, sinceridad, honestidad. Decir actitud es decir convicción. Por ahí, cualquiera podría decir que el pecado de Colombia en el Mundial fue de convicción. Entonces habría que hablar de una convicción inflada, sin bases ni fundamentos. Y de una convicción real, nacida de la acción. Si Brasil y Argentina y Alemania llegan a los Mundiales siempre convencidos de que deben llegar a la final, lo hacen porque pasadas acciones avalan esa convicción. La avalan y la hicieron posible: con resultados, con títulos, con momentos difíciles superados.

Esa es la historia de la que hablaba Diego Maradona en Buenos Aires el 4 de septiembre de 1993. Cuando Colombia llegó a Estados Unidos con la convicción de que sería Campeón del Mundo, había un error de términos, de palabras. Porque no puede haber convicción sin acción. Y la acción (es decir, los resultados, los títulos) de Colombia siempre fue muy pobre a través de su historia. Fueron los partidos de preparación los que se tomaron como “la acción”. Pero esos juegos fueron una mentira. Entonces, ¿qué convicción podía haber si no estaba respaldada por hechos, por acciones? En Colombia se equivocaron los términos. Por eso, cuando surgió la primera derrota, aquella famosa “convicción” se desinfló. Y el equipo se cayó. Antes del partido ante Estados Unidos estaba destruido, sencillamente por la ausencia de “convicción”, por la falta de actitud. Si hubiera existido esa cualidad habrían aflorado la fortaleza mental, la honestidad, la sinceridad, la entrega.

No apareció nada de eso, con dos o tres excepciones. Y no apareció porque no existía. Esa falta de actitud, o de convicción, como se quiera, también tocó a Francisco Maturana. Ser grande es serlo en los instantes difíciles. Y Maturana flaqueó en el más difícil, en el que menos podía hacerlo. “No nos podemos amilanar por unas amenazas. Siempre han existido y siempre existirán. Además, el día que quieran hacerte algo no te lo van a anunciar. Te lo hacen y punto”, le había dicho a Hernán Darío Gómez en 1992 para convencerlo de que se uniera a él en la Selección Colombia. Por aquellos tiempos, algunos casetes con frases poco amistosas llegaron a las emisoras y las casas de los dos técnicos para que no se hicieran cargo del equipo. El 22 de junio de 1994 el destino (en realidad, una manera superficial de referirse a la realidad del país) colocó al técnico frente a otras ameenazas. Y el técnico reaccionó de una forma totalmente opuesta a como lo había hecho en 1992. En pleno Mundial, y a horas del juego más importante de su vida, se derrumbó. No sólo accedió a lo que deseaban los terroristas, sino que transmitió su debilidad y su temor al equipo.

Es casi imposible encontrar la razón de su reacción. Pudo ser porque sintió demasiado cerca la amenaza, por el miedo cierto de que algunas vidas corrían peligro. Pudo ser porque con ella, con la amenaza, halló la manera de excluir a un jugador que no lo convencía. Pudo ser porque los nervios de la derrota frente a Rumania lo dejaron sin fuerza… Pudieron ser todas esas razones juntas, y otras, las que lo llevaron a actuar como actuó. Lo único comprobable de esta historia es que el 22 de junio Francisco Maturana encontró un mensaje en su hotel, que más que mensaje era una amenaza directa contra su vida y contra la de otras personas. Le decían que si no sacaba a Gabriel Jaime Gómez de la alineación que enfrentaría a Colombia con Estados Unidos, correrían peligro su vida, la de Hernán Darío Gómez y la del propio jugador. Maturana habló con el futbolista y con Hernán Darío Gómez y entre los tres decidieron que no pondrían en peligro la vida de nadie. Así, Barrabás quedó por fuera de la titular.

“Todo esto me llena de tristeza y también de dolor. No sé hasta dónde podremos llegar con acciones como esta”, le dijo a la cadena Univisión ese mismo miércoles. Tal era el clima que vivía Colombia el día del juego que decidiría su permanencia en el Campeonato del Mundo. En el hotel, antes de salir hacia el Rose Bowl, se hablaba de todo menos de fútbol. “Yo, la verdad, estoy que reviento. No tiene sentido esto. No tiene sentido que la muerte ande rondando por ahí a causa de un partido de fútbol”, dijo en medio del desorden Andrés Escobar. Cámaras, luces, micrófonos, cables, periodistas, curiosos, hombres oscuros… había de todo en el lobby del Marriot. Y Colombia, por segunda vez en el torneo, y en menos de tres días, era comentario obligado para el mundo. Con la noticia de Barrabás Gómez abrieron todos los informativos del mediodía en Estados Unidos. Especularon, dando a entender que las amenazas provenían de los carteles de la droga.

El viaje hacia el estadio transcurrió en silencio. Ya todos los integrantes de la delegación conocían la noticia. No hubo salsa en el bus ni bromas ni cábalas. En Los Ángeles la temperatura había ascendido a más de 35 grados centígrados a la sombra. Las autopistas y calles que llevaban al Rose Bowl eran una especie de lenta y callada procesión. Por fin, en la cancha, volvieron a surgir los gritos y las barras de la afición. Al público colombiano poco le importaban los pormenores de la situación, le importaba la victoria. Nada más que la victoria. Muchos habían pagado millones (dependiendo del plan, cinco, siete o diez millones de pesos) para llegar hasta Los Ángeles desde Colombia a acompañar al equipo. Otros se habían trasladado desde distintos puntos de Estados Unidos para ver a la Selección que les daría la alegría más grande de sus vidas. Todos ellos estaban en el Rose Bowl, o por los alrededores, desde muy temprano. Era una tarde muy similar a la que habían vivido el sábado 18 de junio.

La rutina del vestuario fue diferente ese día. Era una rutina vacía de sentido, una rutina que se acercaba con peligro a su real significado en el diccionario. El eco, entre tanto silencio, retumbaba más fuerte, y cualquier sonido se repetía mil veces. Maturana comenzó la charla técnica con la voz casi apagada. Repasó dos o tres conceptos nada más y se calló. No pudo continuar. Por vez primera en su vida de fútbol no había podido continuar con una charla técnica. Ya el nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Ni el nudo en la garganta ni los recuerdos. Tuvo que retirarse. Salir del vestuario a desahogar su dolor. Dicen que lloró, que en un instante se le quebró todo. Dicen que ese dolor se filtró hasta el vestuario. Y que los jugadores supieron por qué Francisco Maturana no había podido concluir con sus indicaciones.

Así salió la Selección Colombia de fútbol a jugar el partido que definiría su clasificación a la segunda ronda del Campeonato Mundial de Estados Unidos. Así enfrentó al cuadro local. El partido, un partido totalmente atípico desde antes de jugarse, fue intenso al comienzo. Mucho nervio, mucha tensión, demasiada presión, hicieron que los colombianos se fueran encima de los norteamericanos desde el primer minuto. Sin orden, sin profundidad, sin tranquilidad. Cada quien intentaba por su lado, como si los 22 encuentros de preparación y los seis de las Eliminatorias (para no mencionar los de la Copa América de Ecuador) no hubieran tenido lugar jamás. Como si los once integrantes del equipo se acabaran de conocer.

Después de los primeros diez minutos el juego dejó de ser intenso. Se volvió extraño. Carlos Valderrama, el eje por donde debían pasar codos los balones ofensivos colombianos, empezó a equivocarse. Nunca se había equivocado tanto Val derrama. De 45 pelotas que recibió durante los 90 minutos apenas jugó bien 14. Menos del 30% de efectividad, para los amantes de la estadística. Lo de Rincón fue similar, aunque con menos contacto. Y lo de Asprilla… Sólo una opción de gol produjo el equipo colombiano en el primer tiempo. Fue en una acción de Anthony de Ávila, quien estrelló un remate en la base del poste derecho del arco norteamericano. Nada más, fuera de los permanentes errores en la entrega y de las ganas por conseguir un resultado por parte de Leonel Álvarez y Andrés Escobar. Nada más.

A los 36 minutos Colombia recibió el castigo por tanta apatía, por tanta equivocación. Estados Unidos, replegado atrás y aguardando el instante preciso para salir en contraataque, fabricó muchas más posibilidades de gol que Colombia. Cuando el juego se puso 1-0 ya habían aparecido tres veces los norteamericanos por el arco de Óscar Córdoba. El destino (otra vez una elegante manera de referirse a la realidad colombiana) quiso que fuera un autogol de Andrés Escobar el que marcara la primera diferencia. Después, otro contragolpe y una falla más de Óscar Córdoba pusieron el asunto 2-0. Lo que parecía imposible para tanta petulancia había llegado. Estados Unidos, un país al que nunca le interesó el fútbol y por el que nadie daba un céntimo, le ganaba 2-0 a uno de los equipos favoritos para obtener el título del mundo. Estados Unidos, un equipo de aficionados (así lo llamaron en Colombia algunos periodistas), sacaba del torneo a una ‘potencia’ llamada Colombia.

Ni el ingreso de Adolfo Valencia ni el de Harold Lozano pudieron revertir la situación. ‘El Tren’ anotó el descuento cuando los minutos se iban. Y ante tanta desidia era imposible que pudiera aparecer el empate. Ese triunfo fue la locura para Estados Unidos, la victoria que necesitaban para que el fútbol ingresara de una vez al mercado. Por eso celebraron tanto; por eso los diarios del jueves publicaron en sus primera planas el resultado y alguna foto en color; por eso en la noche del 22 los noticieros le dieron más de cinco minutos al hecho; por eso la bandera de rayas y estrellas salió a recorrer el césped del Rose Bowl apenas terminó el encuentro. Para Colombia fue el adiós. Esa noche, en la sala de prensa del Rose Bowl, un periodista argentino, Jorge Barraza, dijo que Colombia se había derrumbado porque no había tenido la jerarquía para enfrentarse a su condición de favorito. Y bien, es que la jerarquía es parte fundamental del fútbol. Quizá la más importante. Sin esa jerarquía, o acritud positiva, o convicción (como la llamábamos arriba), son imposibles los títulos. A través de su historia, Colombia jamás ganó “el partido que tenía que ganar”. Es diferente ganar 5-0 en Buenos Aires cuando se necesita un empate y cuando una derrota no significa morir del todo (Colombia, si perdía ante Argentina el último partido de las Eliminatorias, iba a enfrentar a Australia en el repechaje), y hacerlo cuando se requiere esa victoria para continuar con vida.

Esa es la diferencia entre los equipos grandes, los que ganan los campeonatos del mundo, y los buenos equipos. La diferencia entre los ganadores y los perdedores: ganar el partido que hay que ganar. Lo del fútbol de Maturana también se derrumbó, aunque todavía, por ahí, muchos lo defiendan hasta la saciedad. En el fútbol, las victorias dicen la última palabra. Y en USA 94 esa última palabra estuvo muy lejos de la esgrimida por Maturana y Gómez desde 1987. Los equipos ganadores, Brasil, Italia, Suecia y Bulgaria, jugaron a otra cosa. Sus armas no fueron el toque insulso en mitad de cancha ni el reiterado, y por reiterado conocido, cambio de frente. Esos equipos jugaron en bloque, con balón y sin balón. Con jugadores que lo hacían posible pues tenían la edad y el estado físico para correr los 90 minutos sin descanso. Maturana confió en los mismos hombres de siempre; y esos hombres, con el calor del verano norteamericano y la presión desgastante de un mundial, se fundieron.

No pudieron hacer el pressing del fútbol moderno. No pudieron “achicar” los espacios. Regalaron siempre las espaldas, en parte por lentitud, en parte por los años. Sin pelota, Colombia fue un desastre, esa es una verdad irrefutable. Y con ella también. En tres juegos hizo cuatro goles, recibió cinco y creó tan sólo ocho opciones de gol. Sobre los estadounidenses, Maturana había dicho: “Son la gran incógnita, por la sencilla razón de que uno no sabe lo que están haciendo. Al referirnos a los americanos, debemos recordar que son personas que pueden llegar a situaciones insospechadas de motivación. Su público los va a ayudar y, aunque uno no sabe si van a tener un verdadero compromiso con su hinchada, de todas maneras están ahí, como locales. Eso pesa. Han hecho una preparación impresionante, de mucho tiempo, con cualquier cantidad de partidos de fogueo, contra todo tipo de equipos, incluidos los de alta reputación y ante ninguno han pasado vergüenza. Sin embargo, no han tenido una continuidad en la alineación que a uno le permita decir que los americanos jugarán de esta u otra manera. Realmente, no se sabe cuál es el equipo verdadero porque entra uno y sale otro, no permanecen, y hoy tan sólo su técnico, Bora Milutinovic, sabe lo que tiene en la cabeza. Por esa condición de impredecibles, los americanos son sumamente peligrosos. Más que los otros”.

Luego de la derrota ante Estados Unidos empezaron a surgir toda clase de rumores. Había que encontrar alguna justificación, era urgente y necesaria alguna explicación ajena al fútbol y ajena a la alineación titular de Colombia. Porque, ¿cómo podía explicar un periodista que había pregonado a los cuatro vientos que Colombia ganaría el Mundial, que la eliminación había sido por razones futbolísticas? ¿Cómo aceptar que en realidad no era el superequipo que podía vencer a cualquiera y en cualquier circunstancia? Se dijo que la ausencia de Valencia desde el minuto inicial había perjudicado al equipo, pues con Valencia habrían llegado los goles de la victoria. (Bueno sería recordar aquí que Franz Beckenbauer dijo en octubre del 1994 que Valencia apenas había anotado los goles que cualquier centrocampista regular hubiera anotado en el Bayern Munich).

Se dijo, y tiene que ver con la misma razón anterior, que De Ávíla no había encajado dentro del esquema y que había jugado por sugerencias del cartel de Cali. Se dijo que el árbitro había influido en favor de los locales, precisamente por ser locales. Se dijo también que algunos jugadores habían vendido el partido. Que habían “invertido” en Las Vegas mucho dinero en contra de Colombia, pues para ese juego las apuestas se encontraban en proporción de 19-1 a favor. Es decir, cada dólar pagaba 19 si Estados Unidos ganaba. Este rumor, imposible de confirmar a menos de que los presuntos implicados hablaran, se adueñó de la opinión y terminó por convenirse en certeza. La revista Semana, en su edición del 12 de julio de 1994, afirmó: “Como la actuación de los jugadores dejó mucho que desear, en toda Colombia comenzaron los rumores sobre el posible influjo de los grandes grupos de apostadores, que habrían presionado a los futbolistas por medio de amenazas o de ofertas de dinero para que perdieran el compromiso”.

Ese es un viejo tema, el del fútbol y las apuestas. O el del fútbol y la compra de jugadores. En octubre del 94, un alto exdirectivo del deporte, no precisamente del fútbol, comentaba en una reunión que habían sido ciertas las apuest. Incluso acusó con nombre propio a tres jugadores que tenían el mismo color de piel. “Pero no tengo pruebas”, dijo. Dos meses antes, un funcionario de la embajada norteamericana en Bogotá había asegurado lo mismo. Cuestión de apuestas o de miedo. Cuestión de nervios o de presiones, lo cierto es que ante Estados Unidos Colombia jugó el peor partido en mucho tiempo. Porque una cosa es entregarse, luchar y perder, aunque sea por el marcador que sea, y otra, caer vencido sin siquiera hacer el esfuerzo por triunfar. Ese fue el dolor que quedó. Esa fue la duda que nació de aquella actuación.

Lo que llegó después de la eliminación fue lo más parecido al infierno. La comunicación se rompió entre los jugadores y ntre los técnicos y los jugadores. El respeto se esfumó. De repente se habían olvidado todos los conceptos, todo lo que que había hecho grande a esa Selección. De repente se habían refundido los papeles. Nadie mandaba, nadie obedecía. Las declaraciones se salían de tono, las conversaciones eran recriminaciones… Bronca, rabia, dolor, eso era lo que guiaba al equipo. El jueves 23, Freddy Rincón y Harold Lozano se trenzaron a puñetazos en pleno entrenamiento. Una falta de Lozano, común y corriente, provocó a Rincón . En vez de palabras hubo golpes. En vez de cordura, locura. Ni el entrenador ni el preparador físico ni los dirigentes intervinieron.

El sábado 25, Gómez y Maturana también se dejaron llevar por los impulsos, todo porque el segundo no quería que el primero hablara con la prensa y éste había aceptado una entrevista. El domingo 26, día del partido con los suizos, ni siquiera hubo charla técnica en el hotel. No pudo hacerse porque muchos de los jugadores no aparecieron. El último partido fue de trámite. Aún existía la posibilidad de clasificar, pero era muy remota. Los números todavía eran aliados de Colombia. Se necesitaban una victoria de Estados Unidos sobre Rumania y una de Colombia sobre Suiza. Y que los goles también alcanzaran para el promedio. Casi un milagro. En Stanford, un estadio raro, con tribunas de madera, árboles y mucho polvo, los colombianos ganaron 2-0 (goles de Hermann Gaviria y Harold Lozano). En el Rose Bowl de Pasadena los norteamericanos no colaboraron. Fue mejor así, aunque en aquel instante se pensara diferente, porque Colombia no merecía estar en la segunda fase. Después del juego con los suizos el grupo se dispersó. Hubo algunos amagos de conflicto y muchos problemas a mitad de camino. El lunes, Juan José Bellini volvió a hablar.

Dijo que cuatro futbolistas de la Selección no podrían volver a vestir el uniforme de Colombia: Carlos Valderrama, Adolfo Valencia, Faustino Asprilla e Iván René Valenciano. ¿La razón? Habían transgredido todas las normas posibles. Se habían fugado de la concentración y se habían embriagado. Ese mismo día, en la puerta del ascensor del Marriot de Fullerton, Valencia lo buscó para que le diera explicaciones. Discutieron a gritos. El jugador lo llamó deshonesto, mentiroso y mafioso. Si no se fueron a las manos fue porque intervino Francisco Tulande, periodista de RCN. En realidad, a Bellini jamás lo quisieron en el equipo. Cuando llegó a Bogotá, el presidente de la Federación se retractó de todo. Dijo que jamás había dicho tales cosas. Todo quedó igual.

El final ya estaba firmado. ¿Cuándo se firmó? ¿Dónde? ¿Por qué? Todas las respuestas pueden responder los interrogantes. Es que no hay una respuesta. Tampoco hay una fecha. No hay sólo un responsable. Porque no fue una la razón que hizo fracasar al fútbol colombiano en el Mundial de Estados Unidos. Ni fue uno el culpable. En esta historia se mezclaron fechas y nombres, hechos y razones. Se mezclaron los intereses personales con los económicos, los sociales con los deportivos. Y cada mezcla fue una razón de fracaso. Se mezcló el país con el país. El de acá con el de allá. Es que Colombia no podía tener un equipo ordenado, disciplinado, honesto, limpio, talentoso, fuerte. Y no podía tenerlo porque Colombia, el país, no es así.

El lunes 27 de junio un hombre se acercó al hotel Marriot. Dijo que se llamaba Julio Ramírez. Era un hombre más, dolido, herido, frustrado. Un hombre y un país al mismo tiempo. Quiso hablar con Asprilla, pero se lo negaron. Quiso hablar con Valderrama, pero ya no se encontraba. Entonces pidió un papel. “A ustedes la vida les cobrará esta muerte”, escribió.

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CAPÍTULO III

EL PECADO DE LOS MEDIOS



“¡Muuuuyyyyy bueeenas taaaarrrrdes! A partir de este momento, ‘La Voz’, el más grande… iEdgaaar Pereaaa Ariaas!” En seguida se escucha un jingle que dice: “Tu papáaa llevará a todos los rincones de mi querida patria, Colombia, las acciones de este dramático partido entre las selecciones de Argentina… “, suena otro jingle: “iUuuuh… uuuuh!”. Y un coro: “iArgentina se murióooo… se murióooo, Argentina se murióooo”… “y Colombiaaaaa”. Suena orto jingle que dice: “iAaayyy… quéee ooorgulloooso me siento de ser un buceen colombiano “. La voz del locutor continúa diciendo:

“Así es, damas y caballeros… Les voy a narrar los 90 minutos más dramáticos y emocionantes de la historia del fútbol suramericano. Un partido no apto para cardíacos. Si usted sufre del corazón, no oiga este partido, porque hoy los once varones, los once machos colombianos le van a demostrar a estos mequetrefes habladores de paja, bailadores de tango y milongas, que la cumbia es un mejor ritmo y que del toque-toque y dale-y-dale nosotros sí sabemos. Hoy le vamos a tapar la tremenda bocaza a ese hablador que se llama Maradona, y también le vamos a demostrar al mundo cómo es que se juega al fútbol. Ese fútbol de calidad que sólo sabe jugar el equipo de mi tierra. Damas y caballeros, prepárense, porque a partir de este momento les vamos a dar a estos churrasqueros iduro y en la cabeza!

“Nosotros no comemos cuento con esas figuras infladas de Goycochea, Ruggieri, Simeone, Batistuta. Nosotros, con Rincón, Asprilla, el Tren Valencia y el Pibe Valderrama, tenemos el fútbol suficiente para darles una lección a estos petulantes que creen que después de Dios no vienen los santos ni los ángeles sino ellos. Pero hoy les vamos a demostrar, iaquí, en su propio patio!, que Colombia tiene la mejor selección de fútbol del mundo. Así es, damas y caballeros. Bienvenidos al espectáculo de su majestad… iel gol!”

No hace falta señalar que esa fue la introducción que realizó el señor Edgar Perea para su transmisión del partido entre Colombia y Argentina el 5 de septiembre de 1993. No hace falta tampoco anotar que para cualquier exaltado esas palabras eran una invitación a la violencia. Para el público colombiano, la forma más directa de engañarse. Veinte días antes, frases similares de Perea y otros locutores habían incitado a algunos hinchas embriagados a agredir a la Selección Argentina en el aeropuerto de Barranquilla. Aquel día, Colombia había ganado 2-1, y el clima en el estadio Metropolitano y en el país había sido de fiesta.

Aún así, la animadversión hacia los argentinos, provocada por años y años de frases envenenadas, llevó a la agresión. ¿Y qué tal que los argentinos hubieran ganado ese juego por un tanto de dudosa legitimidad? ¿Qué hubiera ocurrido con los jugadores y el árbitro de ese partido? Pero no, la cuestión finalizó con victoria colombiana, igual que en Buenos Aires el 5 de septiembre. El día del 5-0, en la transmisión del encuentro entre argentinos y colombianos, el relator (así se les dice en el Sur a los locutores), Víctor Hugo Morales decía:

“Hemos llegado al momento culminante de esta Eliminatoria. El escenario es perfecto y el ánimo de la tribuna está encendido desde temprano. Pase lo que pase en el campo, ojalá no tengamos que lamentar algún incidente. Esa debe ser nuestra prioridad. Colombia llega con todo. Con un fútbol que ha recibido los mejores elogios del continente y con futbolistas en el mejor momento de sus vidas. Argentina aspira, y con ella todos nosotros, a un triunfo convincente que nos devuelva la fe. Con la fuerza y la inventiva que han construido nuestra historia futbolística. Desde los tiempos de Stábile, de Boyé, de Moreno, Sastre, Arico, D ‘Stéfano, Sívori, Labruna, Carrizo y Onega, hasta los de Bochini, Kempes, Pasarella, Ardiles y Maradona. Basile y sus muchachos tienen un compromiso con la historia, más allá de todas las desavenencias que se hayan presentado en el camino”.

En las tribunas del Monumental, unas letras luminosas que se apagaban y encendían transmitían el mensaje de esa tarde: “El fútbol es una pasión. No una confrontación bélica”. Las palabras de Morales y el letrero del estadio mostraron desde el comienzo cuál era el lema de los argentinos para el crucial compromiso. Ese día, los principales diarios bonaerenses resaltaron la actuación del cuadro colombiano durante los partidos anteriores y elogiaron a algunos de sus principales jugadores.

A Carlos Alberto Valderrama, por citar uno nada más, Clarín le dedicó una página y lo comparó con Adolfo Pedernera, una de las glorias históricas del fútbol rioplatense. Después del 5-0, la tribuna, con Diego Maradona incluido, aplaudió a Colombia. En realidad fue un homenaje. Una forma de decir: “Gracias, este es el fútbol que nosotros los argentinos queremos ver en nuestra Selección”. Aquella ovación, una demostración de nobleza, fue interpretada de otra manera por Edgar Perea, quien afirmó: “El parlanchín Maradona, venido a menos futbolísticamente, sólo pudo agachar la cabeza después del fabuloso marcador de cinco goles por cero con que el equipo clasificó”. El mismo concepto, pero con otras palabras, fue repetido por gran parte del periodismo colombiano.

El lunes 6, en el aeropuerto de Ezeiza, dos reporteros de Telecaribe prendieron la madrugada bonaerense con sus actitudes y sus frases : “Pobres argentinos. Creyeron que por jugar aquí y por habernos enseñado algo de fútbol nos ganarían. Así los queríamos ver, como ustedes están en este momento. Tristes, aburridos, humillados. Así los queríamos ver hace mucho tiempo. ¿Y ahora qué? ¿No quieren otro partídito?” A los dos periodistas no les importaban ni la hora -cerca de las cuatro en la mañana- ni las víctimas de sus provocaciones. En un momento sacaron micrófonos y entrevistaron a la gente, en el mismo tono y conla misma intención.

De pronto, una mujer que atendía cuestiones de pasajes y pasaportes se desesperó y les dijo: “Ustedes se parecen a esos envidiosos que de repente se encuentran con un tesoro. Y lo restriegan y lo restriegan en vez de disfrutarlo. Yo les pregunto: ¿acaso con el 5-0 de ayer nos borraron la historia, los dos títulos mundiales y todo lo demás que prefiero no mencionar? ¿Por qué no lo disfrutan y lo celebran como deberían? Parece que jamás hubieran ganado un juego. En la vida hay que aprender a perder, como nos tocó a nosotros ayer, pero también a ganar. Es igual de difícil, pero también igual de gratificante”.

Los colombianos la escucharon hasta el final. Casi sin entender. Después, simplemente, comentaron que aquella mujer era una amargada, una resentida. Y se rieron. La prensa, los medios de comunicación, los periodistas, han sido casi tan protagonistas como los futbolistas, los técnicos y los dirigentes. Ellos -seamos justos, el 90% de ellos- han dicho y escrito lo que han querido, sin medir las consecuencias, pasando por encima de la objetividad. Quizá jamás han deseado el fracaso, pero han colaborado para que éste se produzca. Más, incluso, y en algunos casos sin saberlo, que los equipos que alguna vez derrotaron a un cuadro colombiano.

“Un país grande, futbolística e históricamente, tiene una prensa grande”, le dijo Francisco Maturana en agosto del 93 (durante las Eliminatorias) a la revista Cromos. Habló aquella vez de la importancia y el poder de los medios de comunicación, de lo delicados que resultaban los comentarios de algunos periodista, del ejemplo que jamás había copiado Colombia de otros países, como Argentina y España. Pero es que aquí la historia también cuenta. Esos países tienen 100 o más años de fútbol, y por lo tanto, tienen 100 o más años de periodismo deportivo.

Lo que vive la prensa colombiana hoy, sus defectos, sus virtudes, lo vivieron Argentina, Brasil, Uruguay y Europa hace muchos años. De esos viejos errores aprendieron. Y el público también, que cada día les exigió más y más, pues sabía más y más. Lo que hoy existe, existe porque antes hubo generaciones que se equivocaron. En Colombia, la generación de hoy es prácticamente la primera. Aprendió ella sola, de sí misma. No tuvo espejos para mirarse en ellos ni maestros para aprenderles (con las excepciones de Carlos Arturo Rueda, Melanio Porto Ariza, Marcos Pérez y unos pocos más).

Si en Brasil apareció un Pelé en el 58, fue porque tenía un Didí a quien emular, y éste, a un Leónidas a quien intentar copiar. Romario, por tanto, es consecuencia de un Zico, de un Sócrates, de un Pelé y de todos los anteriores. En Argentina un periodista que trabaje en prensa tiene que escribir bien. Es casi una obligación. La cultura que crearon Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Domingo Faustino Sarmiento, por citar sólo a algunos, acostumbró al pueblo a leer bien. Por eso no es tan sencillo engañarlo. En términos generales, el pueblo argentino sabe de letras. Y como sabe, exige. Con el fútbol es igual. En Colombia, en cambio, los ejemplos de fútbol y de periodismo son casi nulos. Como casi no existen, la emulación recae en el que más alto está. En el que más fama tiene. O más dinero. O más audiencia (nada de eso significa que sea el mejor). Y a ese le creen lo que dice o lo que escribe.

Para él debería ser un compromiso superarse. Durante esta última etapa del proceso Maturana-Gómez la prensa nacional olvidó todos esos conceptos. Se dejó llevar. Por la alegría del hincha normal en algunos casos; por las pasiones regionalistas en otros. O por el dinero, ingrediente decisivo en este presente colombiano. Decía Carlos Antonio Vélez en octubre de 1994: “Es que el periodista no puede ser igual ni tener los mismos conocimientos que el hombre que habla en la calle, porque él, el periodista, tiene una obligación. Es él quien debe formar, informar, guiar al hombre de la calle. No al contrario. Y para formar y demás es necesario que esté permanentemente estudiando, actualizándose. Pero no, si aquí uno lee, el de allá le va a decir que es aburrido o creído. Y eso… para no hablar del dinero, de los favores y de todos esos elementos que han corrompido a muchos.

Y no es necesario llegar al tema de los dineros oscuros para hablar del mercantilismo en el periodismo. Es sencillo: si a un locutor o a un comentarista le pagan su salario y además le entregan cupos publicitarios en parte de pago, le va a hacer fuerza a la Selección o al club de su región. Porque si al equipo le va bien, a él también le va a ir bien. Va a vender más cupos, va a tener más publicidad. Y el que vende, casi siempre es mentiroso. Porque tiene que vender. E l periodismo colombiano vendió a su Selección en el 93 y en el 94. Le convenía además venderla para obtener más ganancias. Se podría decir que la infló, sin importarle el perjuicio que sobreviniera después por esa actitud.

En una venta, cuando de lo que se trata es de convencer a los demás de las bondades de un producto, no se mencionan jamás los defectos de éste. Por eso los periodistas no le hicieron mayores críticas a la Selección Colombia. No convenían. Se hubieran ‘espantado’ los anunciantes y sus millones de pesos. El negocio no hubiera funcionado. Es la historia casi exacta que se repite año tras año. Ocurrió con el América de Cali a mediados de los ochenta, con Nacional después, con Millonarios, con las selecciones juveniles… Ha sido una constante apoyar ciegamente a todo lo colombiano -bueno, regular o malo- para ganar en publicidad, viáticos y audiencia. Pero esas no han sido las únicas causas de la mentira en la prensa nacional.

Ha habido otras razones no tan metalizadas. Han existido mentiras por vínculos sentimentales, por amistades, por favores. Decía Maturana antes del Mundial: “Parte de esa comunidad -la de la Selección- se ha logrado a través de una persona, un lugar, unas circunstancias que han sido el alma del equipo: Fabio Poveda Márquez y su casa. No hablamos del periodista corno tal, sino de la persona que nos prestó todo su espacio personal para encontrarnos. Esa es una de las razones por las cuales siempre disfrutamos cuando nos concentramos en Barranquilla. Podemos escaparnos a la casa de Fabio y pasar con él unos ratos muy especiales… Allá en su casa sí está la historia íntima de este equipo”.

Después de leer las palabras del técnico de Colombia: ¿Puede Fabio Poveda Márquez ser imparcial y objetivo en sus columnas de El Heraldo o en sus comentarios radiales siendo íntimo amigo de la Selección? Y por el otro lado, ¿podría alguna vez Maturana negarle una entrevista a Poveda, como lo hace con infinidad de periodistas colombianos? Esos vínculos afectivos también produjeron daño. Fabio Poveda Márquez fue uno de los tantos periodistas colombianos que encumbraron a la Selección Nacional como futura campeona del mundo. Él mismo, después de la eliminación en la primera ronda, aceptó que también había sido, en gran parte, responsable de la debacle.

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Continuación Capítulo III


Maturana y la prensa

Estas fueron algunas de las reflexiones de Francisco Maturana sobre el periodismo deportivo antes del Mundial de 1994:

“Otras cosas que son parte de la Selección, probablemente una de las más incidentes y difíciles, son sus relaciones con la prensa. A pesar de que somos todos individuos muy diferentes, mantenemos una gran unión alrededor de la causa. Esa causa es cada vez más fuerte y crece en la medida en que la ataquen. No se imaginan nuestros detractores el bien que le hacen al grupo cuando hablan mal de alguno o de todos. Eso sí que nos une. Hasta tal punto, que cuando hay períodos de calma, hasta buscamos prender la polémica v el debate para que nos atornillen aún más. Nos fascina salir a defendernos de los críticos a punta de resultados, que es lo que hasta ahora ha sucedido con lujo de detalles.

“Hoy, ya se ha polarizado más el debate con algunos enemigos de la Selección, especialmente en la radio. Están todos identificados y sabemos quiénes son, por lo cual nos defendemos también más concretamente. El grupo está cada vez más por encima de esas confrontaciones y me siento superior a esas peleas. En cambio, algunos periodistas viven en su guerra permanente y les encanta, pero los dejamos en un rincón, sin pararles bolas. Finalmente, este grupo ya se ha aguantado seis años de palo y no veo por qué tengamos que hacer las paces, pues subsisten amplias diferencias y ofensas por reparar. Pero lo que sí no hace ningún miembro de la Selección es revolcarse en el mismo fango con sus enemigos.

“No somos inflexibles. Por ejemplo, con César Augusto Londoño y Adolfo Pérez había serias discrepancias y rechazo. Pero tuvimos un encuentro con ellos, amistoso, correcto y caballeroso, a través del cual pudimos conocerlos mejor y analizar muchos de sus valores, hasta que concluimos que teníamos una imagen distorsionada de ellos. Después de esas charlas, nos dimos un nuevo espacio para las relaciones. Primero los traté yo personalmente. Después, los vinculé al grupo y los aceptaron a tal punto que durante la Copa América era normal que se sentaran en nuestra mesa, que nos hicieran entrevistas más espontáneas, que les hiciéramos bromas o jugáramos cartas. Porque cuando se entra al grupo, es porque eres una persona buena y querida y te aceptan plenamente. No para obtener prebendas o elogios de la prensa ni para que nos quieran, sino porque los valores humanos priman y deben respetarse.

“Pero así como con estos dos muchachos hubo una reflexión, en cambio con Edgar Perea subsiste igual antagonismo. Las cosas con él no son fáciles. Ya durante los días previos al Mundial de Italia hubo problemas graves y hasta un veto de todo el equipo, sin una sola excepción, contra Perea. Tuvo que intervenir la Asociación Colombiana de Redactores Deportivos, Acord, para obtener, digamos, una tregua, porque si esa noche nos dimos la mano fue más para propiciar un clima de trabajo que para conciliar diferencias que son muy profundas. Hoy, probablemente, quien más defiende a Edgar Perea dentro de la Selección soy yo, porque un día de estos la situación va a estallar ya que el clima es tenso, aunque en el fondo confiamos en que todo se pueda conciliar, tal como ha sucedido con otras personas.

“Con otro periodista que tenemos un divorcio total es con Iván Mejía. Yo entiendo que uno no puede reunir la unanimidad ni ello es conveniente, pues la crítica enriquece y fortalece. Con el correr de no sé cuántas selecciones, nos encontramos siempre con la situación de los periodistas que no comparten tal o cual determinación o discuten la escogencia de uno u otro jugador. Eso es normal. Lo que no es normal es que siempre sean los mismos periodistas con el mismo cuento, lo que deja de ser casualidad. Hoy Mejía está engañando a la gente porque es mal intencionado, diciéndole que este equipo tiene que quedar campeón para vengarse si nos clasificamos terceros, cuartos u otra cosa, para poder argumentar en contra nuestra. El señor Mejía nos está montando ese complot”.

El tiempo y los sucesos de junio y julio le darían la razón al técnico. En cualquier momento podía estallar la crisis con Edgar Perea. Y estalló el martes 22 de junio. En pleno campeonato, Maturana y Gómez decidieron vetar a Hernán Peláez y a Edgar Perea. Una insinuación del primero sobre influencias externas en la Selección, por las cuales Antonhy de Ávila jugaba ante Estados Unidos en lugar de Adolfo Valencia, fue el detonante. Unos días después, Maruja Pachón de Villamizar, por aquel entonces ministra de Educación, dijo que los medios de comunicación habían tenido una gran responsabilidad en codo lo sucedido. Y se desató la polémica. Otra polémica que concluyó en la nada, como siempre.

Es que en Colombia los debates son tan superfluos que jamás tienen una conclusión. Nunca se desarrollan las teorías. Se quedan allí, a mitad de camino. Importa más la imagen de tal personaje, de tal gremio o del país en general, que la realidad. A la ministra le dijeron que era más irresponsable que cualquier otra cosa hacer tales declaraciones y ella guardó silencio. Ni profundizó ni dio razones; simplemente, dejó pasar el vendaval por encima. Pero no fue la señora Pachón la primera en hacer declaraciones de este estilo. Al periodismo deportivo se le acusa de parcialidad, superficialidad y deshonestidad desde hace mucho tiempo.

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Continuación Capítulo III


La verdad vendida

Años atrás, cuando José Gonzalo Rodríguez Gacha aún vivía, el señor Ignacio Gómez (de El Espectador) dio a conocer una lista de periodistas que recibían dinero del narcotráfico. Entre otros, estaban allí los nombres de Jaime Ortiz Alvear, Oscar Restrepo, Esteban Jaramillo, Juan Carlos González e I. Mejía. El escándalo duró poco tiempo. Jamás se pudo saber si los implicados eran culpables o inocentes. En cualquier caso, la duda quedó flotando; todavía hoy llama la atención que no se hubieran presentado argumentos ni a favor ni en contra de los inculpados. No hubo más ataques ni acusaciones. Pero tampoco hubo defensores. Ninguna prueba… el caso quedó cerrado. Sólo para conversaciones y conjeturas de coctel.

Esa relación de dineros de dudosa procedencia y periodismo comenzó hace muchos años, cuando en el mundo de los toros y en el de la política se hicieron populares los famosos ‘sobres’. Consistían en que los protagonistas de la noticia les enviaban dinero a los cronistas que se encargaban de esos temas para que hablaran o escribieran bien de ellos. De acuerdo con el medio la suma era grande o modesta. Y de acuerdo también con el personaje. Aquellos periodistas que aceptaban el soborno se justificaban con el argumento de que recibían malos salarios. La práctica se volvió costumbre e ingresó al mundo del fútbol, de lleno, por allá por los años setenta.

Al comienzo no eran sumas millonarias las que se movían. Pero hacia 1975, dineros turbios y oscuros personajes empezaron a in filtrar el fútbol colombiano. Mientras más oscuros eran los individuos, mejor imagen necesitaban. Y más pagaban por ella. Rodríguez Gacha, a quien le encantaba el fútbol y jugar al lado de su equipo, Millonarios, con la franela número 10, invitaba casi sábado de por medio a algunos periodistas a su finca en Pacho, Cundinamarca. Hacían asados, hablaban de fútbol y jugaban reporteros, comentaristas, directivos y futbol istas. “Mire, aquello era un derroche. De comida, de trago y mujeres. Iban muchos de los que uno escuchaba por la radio y veía en la tele. Los domingos era bien extraño que criticaran a Millonarios. O mejor dicho, los domingos nunca criticaban a Millonarios, así el equipo jugara supermal”, comentaba un vecino de la población.

Por aquellos años -1987, 1988 y 1989- el cuadro azul de Bogotá era uno de los permanentes animadores del torneo nacional. La prensa capitalina tomó partido sin medias tintas, como lo había hecho la de Medellín con Nacional o la de Cali con el América. El éxito de esa prensa parcializada, de aquellos periodistas-hinchas, fue desbordante. Las transmisiones de Luis Fernando Múnera Eastman (‘el paisita de oro’), los comentarios de Jaime Ortiz Alvear y las discusiones de Edgar Perea con quien le llevase la contraria marcaron la época. Cada uno defendía su equipo a muerte. Lo ensalzaba tanto como hundía al rival. De ellos, y por ellos, surgieron odios que jamás menguaron. En Medellín nadie podía aceptar a Carlos Enrique ‘La Gambeta’ Estrada ni a Eduardo Pimentel, ambos, jugadores de Millonarios.

En Bogotá, la resistencia hacia Leonel Álvarez, de Nacional, era sistemática. La de aquellos años era una guerra de fútbol que trascendía el amor por un equipo aunque el hincha corriente creyera que todo se basaba en el ‘amor a la camiseta’. Bueno, al fin y al cabo así se lo hacían entender los periodistas. Un domingo de diciembre de 1988, a Carlos Estrada le rompieron la frente por ir a celebrar un gol de Millonarios frente a la tribuna de Nacional. Los ánimos exaltados por el fanatismo que atizaba desde la cabina Múnera Eastman habían cobrado su primera víctima. Aún hoy, en cualquier conversación que toque el tema de los locutores se recuerda la manera como el mismo ‘paisita de oro’ se refería a Pimentel durante las transmisiones: “La lleva el cuatro”. Y en seguida les ordenaba a los fanáticos: “iChiflen! iChiflen! “. Se negaba a nombrarlo por su nombre porque Pimentel había dicho que Francisco Maturana era ‘rosquero’.

En Bogotá, en mayo de 1989, después del encuentro de vuelta por los cuartos de final de la Copa Libertadores, los futbolistas ele Nacional y el juez Hernán Silva tuvieron que aguardar más de una hora para poder salir del estadio El Campín. Según la prensa capitalina, el árbitro había favorecido al conjunto paisa. Los hinchas, enardecidos por la eliminación (1- 1 terminó aquel juego y con ese marcador Millonarios quedó marginado de la Copa) decidieron cobrar cuentas por sí mismos. Sinembargo, el periodismo salió a defender lo que no tiene defensa afirmando: “Pero es que en Italia también hay mafia y en Argentina hay muertos, y en Inglaterra existen los hooligans”.

En 1990, cuando los comentarios sobre el Mundial de Italia se habían esfumado ya, el árbitro uruguayo Juan Daniel Cardellino fue amenazado de muerte en Medellín. Debía dirigir, como en efecto lo hizo, un partido por la Copa Libertadores entre el Atlético Nacional y el Vasco da Gama de Brasil. No quiso denunciar lo que había ocurrido por temor a posibles represalias. Tan pronto como salió de Colombia, pasó el informe a la Confederación Suramericana de Fútbol y ésta, después de prolongadas deliberaciones, decidió sancionar a la capital antioqueña para cualquier tipo de partidos internacionales por un año y tres meses. Desde entonces, la prensa colombiana decidió declararle la guerra a Nicolás Leoz, presidente de la Confederación, y a la entidad que dirigía. “Confabulación Suramericana de fútbol”, así fue como la empezaron a llamar en todos los medios nacionales.

La verdad era que fuerzas extrañas y oscuras estaban destruyendo el fútbol colombiano. Después de aquellos sucesos todo fue éxito. Y por lo tanto, inflación. Jamás lo había comprobado, pero Colombia tenía el mejor fútbol del continente y del mundo. Antes había sido René Higuita, quien dejó de ser ‘el mejor portero del mundo’ por un error, aquel que le costó a la Selección nacional el primer gol ante Camerún en el Mundial de Italia 90. Después fueron Faustino Asprilla, Iván René Valenciano, Freddy Rincón… Cualquiera que hiciera un gol o que fuera transferido a Europa ingresaba a la elite mundial del fútbol. Y si no lo colocaban de titular, como en los casos de Valenciano y Carlos Valderrama en el Montepellier, era debido a una extraña y estúpida confabulación. El odio hacia los colombianos, la mala imagen… esa era, según la prensa deportiva, la razón para que en el banco de algún equipo estuviera un colombiano. El mundo contra Colombia.

Los triunfos de 1993 terminaron de obnubilar al periodismo y, con él, al pueblo colombiano. “Asprilla: más cerca de la inmortalidad”, tituló El Tiempo una nota sobre el jugador en septiembre del 93. El artículo decía: “Cuando un jugador empieza a agotar los calificativos es que está rumbo a la inmortalidad. Y eso es Faustino Asprilla: el mejor futbolista del mundo en la actualidad. En una sensacional actuación, condujo al Parma a una victoria por 3-0 sobre T orino, anotando los tres goles y configurando un cuadro de gloria en el lapso de tres semanas. Liquidó el mito de Argentina en el Monumental de Buenos Aires, le bastaron 30 segundos para ser la figura en el triunfo sobre Génova e hizo trizas el cerrojo sueco en la Recopa Europea con dos golazos en tres minutos y demolió el invicto del Torino en la liga italiana. ¿El mejor? No hay duda en el presente”.

Poco después, Asprilla fue el mayor fracaso del Mundial de 1994. En seis meses, y ‘repentinamente’, dejó de ser el mejor del mundo. La gente de la calle, se sabe, le cree ciegamente a los periódicos y a los noticieros. Incluso decide apuestas sobre tal o cual suceso, “porque lo dice el diario, porque lo escuché en la radio, o porque lo vi en la televisión”. Si en un medio impreso está escrita la palabra alguacil con z, esa es a máxima prueba de que se escribe con z. Si dice que Asprilla es el mejor del planeta o que Colombia va a ganar el Mundial… pues así debe ser. En Colombia se les cree todo a los periodistas y se les imita en todo.

En su libro Edgar Perea polémico, el locutor chocoano relata un acontecimiento de la siguiente manera: “En los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Panamá tuve que transmitir el partido Colombia-Panamá desde el lado de la línea del campo de juego pues no había cabinas de transmisión en ese estadio. Cuando el partido iba ardoroso de parte y parte, el árbitro pitó un pénal a favor de los panameños, que derrotaba inmediatamente al equipo colombiano. Nosotros lo calificamos como injusto porque no había existido el penalti; era una ayuda que el árbitro quería darle al equipo de Panamá. No sé en qué momento tiré el micrófono a un lado y metí dentro del campo a discutir con el árbitro, a la par con los jugadores colombianos. Fui un rebelde más en la cancha y hasta llegué a empujar al árbitro en la discusión. Entonces entró la Policía, me sacó del campo de juego y no me dejaron seguir transmitiendo el partido”.

Una muestra del carácter del locutor que supuestamente más escuchan los colombianos. En otra parte Perea afirma que en Colombia

“…tenemos también al periodista “soba-chaqueta”, que nunca aporta nada. Nunca ve nada malo, o si lo ve, no se atreve a decirlo, tal vez por falta de conocimientos. Se mantiene a la espera de los resultados para poder “opinar” y siempre está de acuerdo con el técnico, porque su muy poca independencia económica y profesional sólo le permite meterse debajo del árbol que está dando más sombra: el técnico de moda. Cuando las derrotas y malas actuaciones se presentan, siempre encuentra una excusa para no comprometerse, y cuando las victorias y buenos resultados llegan, es el primero en montarse en el bus que fue incapaz de empujar cuando estaba varado. Estos avivatos son la gran mayoría en nuestro país…”.

Los años recientes han sido pródigos en ejemplos de periodismo viciado y corrompido. Para ese periodismo vende más el patrioterismo que la verdad. “Hacen más por uno los enemigos que los amigos”, decía alguna Norma Jimeno, columnista de la revista Cromos. En el fútbol la crítica se transformó en pecado y con respecto a la Selección Colombia, aquel que le descubriera un defecto se convenía en antipatriota. “Tan lejos llegó aquella situación que era absurdo y hasta repugnante escuchar a unos periodistas de Caracol defender a la Selección para mantener el puesto. Obviamente, les daba miedo criticar pues el patrocinador del equipo (Bavaria) era el mismo patrón. ¿Qué clase de objetividad puede haber así?”, comentaba y se preguntaba Gabriel Bricei1o después del Mundial.

Hace muchos años, exactamente 44, Brasil sufrió la derrota más triste de su historia. Fue el 16 de julio de 1950 en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, construido para albergar a 200.000 espectadores. Para los brasileños era un hecho que ganarían el torneo de ese año. Llegaron a estar tan convencidos, que los jugadores, antes de salir a la cancha, se colocaron una camiseta debajo de la oficial que decía ‘Brasil, Campeón Mundial 1950’. Los diarios ya habían impreso ediciones con títulos similares. Todas esas exageraciones no son parte de esta historia, pero ayudan a comprenderla. Aquella final ante los uruguayos de Obdulio Varela terminó 2-1 a favor de los celestes. La más grande sorpresa de la historia del fútbol hasta hoy. Hubo suicidios en Brasil ese día. Y una larga melancolía que sólo se mitigó ocho años más tarde.

El 17 de julio, en medio del dolor, el diario O’Globo aplaudió a los uruguayos y consideró justa su victoria, pese a la mejor técnica de los brasileños. Decía, entre tantas cosas: “Será forzoso reconocer que los cracks de la celeste merecieron el triunfo, sobre todo por el espíritu de lucha que demostraron, por el corazón que los llevó de vencidos a triunfadores, superando la mayor técnica y virtuosismo individual de los brasileños”. Este comentario, o el paréntesis, si se quiere, sirve para mostrar cómo un país con tradición sabe afrontar una derrota; cómo el periodismo está para reseñar la verdad, por difícil o dolorosa que sea.

En Colombia, los hechos y los ejemplos sobran para cuestionar a la prensa y sus propietarios. Porque muchas veces son ellos los que dirigen al periodista, los que le imponen lo que debe decir y lo que debe callar. Y, en últimas, los que mantienen en su lugar a aquellos agitadores de masas que sólo buscan popularidad o rating sin medir consecuencias. Los nombres ya están dichos… Sólo falta esperar la próxima tragedia.

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Continuación Capítulo III


La desilusión de un hincha

Era el boxeador triste de los años olvidados. El iluso que todos los días (a las 5 en punto de la mañana) salía a devorar kilómetros y kilómetros de calor y polvo. Su nombre… lo mismo daban su nombre o su apellido; su historia… su historia estaba por escribirse. Sus sueño eran lo único que importaba. Ganaría unos pesos, tal vez algunos dólares, y después sí, comprarse el tiquete para ir a la Copa América con Colombia. Después sí, a sufrir con Colombia. A gritar cada gol como si fuera el último grito de la existencia. Era el boxeador triste de los años olvidados, el soñador que se reventaba las manos con la bolsa de arena para obtener pegada.

No había podido ser futbolista porque no era muy dúctil con las piernas, pero ahorraría todos los esfuerzos por estar cerca a sus ídolos. Willington, Arboleda, Umaña, Zape, Díaz, Campaz. “Si consiguiera por lo menos para ir a los juegos en Bogotá”, le decía a su madre, que hasta algunas baratijas vendió para ayudarlo. Seis meses en esas, hasta que en un entrenamiento le metió su mano izquierda a Prudencio Cardona y lo mandó al suelo. Silencio entre los siete negros que miraban la sesión. Silencio en el manager que vio la oportunidad de ganar algunos pesos. El primer contrato para Julio Ramírez, los primeros ahorros, los primeros partidos.

Peleó tres veces como profesional. Una derrota, una victoria y una derrota, lo suficiente para cumplirle a su ilusión. Se mandó a hacer el ‘afro’ en la peluquería de la tía Josefina para quedar igual a Diego Umaña (su ídolo), guardó en su equipaje lo que encontró. Y sus guayos (‘por si acaso’). Claro, por si acaso. A los 19 años aún podía ser futbolista. ¿y si me dejan en una práctica? ¿Ah? ¿y si al Caimán le gusta mi swing? ¿Ah? ¿Tú qué dices mami?

Un motivo para vivir

Anduvo por Bogotá, Asunción, Montevideo, Lima y Caracas. Tan nervioso que apenas si hablaba. Tan feliz que cada dos días le mandaba una carta a la vieja Rosario, su madre, para contarle cada partido, para describirle cada gol (como si la vieja no lo hubiera vusto todo por la televisión). Cuando volvió, a Barranquilla entera la quería reunir para referirle su historia. Por el sueño cumplido, sí, pero más por la emoción de haber visto a aquel equipo ganarles a uruguayos, paraguayos y ecuatorianos.

“Subcampeones mami, subcampeones. ¿Quién lo hubiera soñado?”. Qué risa le habían dado aquellos que no le creían cuando hablaba de ‘sus’ genios. Cómo había celebrado cada gol, preciso por todos esos que no le creían. Qué atajadas las de Zape. Qué jugadas las de Willington. Qué talento el de Arboleda. Y ni hablar de Umaña. ¿Me parezco? ¿Cierto que cada vez me parezco más?”. Julio Ramírez jamás olvidó aquel año de 1975. No fue futbolista. Y el boxeo acabó con él como en la historia de ‘El Flecha’, de David Sánchez Juliao.

En 1977 se embarcó para los Estados Unidos por un primo que le habló bellezas de ese país. En Queens se hizo hombre como mecánico. Allí encontró a su esposa. Allí nacieron sus dos hijos. Y en Queens también entendió que lo valioso en realidad no tiene precio. Diecisiete años tuvieron que pasar. .. Diecisiete años de repetir aquello de Henry Miller que decía “Soy la soledad que toca el xilófono para pagar el alquiler”. Mucho tiempo, demasiada nostalgia para sentir de nuevo algo de aquel 1975.

Cuando supo que el Mundial del 94 se haría en Estados Unidos creyó que el tiempo se había devuelto. El boxeador triste de los años olvidados se transformó entonces en el borrachín alegre de los sueños recobrados. El Mundial, un motivo para vivir. Y Colombia, un motivo para hacer verdad lo imposible. “Y si pude antes, ¿por qué no ahora?”. Esa era la pregunta que lo rondaba. No sería con el boxeo pero…

En tres meses, un préstamo aquí, un préstamo allá, montó una tienda de ropa deportiva. Encontró la forma de llevar camisetas desde Colombia (Júnior, Millonarios, América, Santa Fé), regateó para conseguir guayos baratos y así empezó. El 18 de junio de 1994 fue uno de los primeros en llegar al Rose Bowl para ver a su Colombia ante Rumania.

La ilusión en sus miradas

Por aquello de los agüeros, cargó con la misma bandera que había paseado 17 años antes por Suramérica. Tenía dos agujeros, estaba descolorida ya, pero qué importaba. También llevó un afiche de aquel equipo del 75. Algunos se reían al verlo, otros le preguntaban. Él decía que ese había sido el mejor cuadro de Colombia en la historia. Y se ofuscaba cuando le respondían que al lado de Valderrama, Asprilla, Rincón y Valencia, esos, los que él adoraba, eran colegiales. “Por lo menos, hasta hoy, son los únicos que han ganado algo, así fuera un subcampeonaco”, murmuraba él, ofendido.

Dentro del estadio no dejó de alentar a su equipo. Estaba feliz otra vez. Le contaba a su hijo (el menor, porque al mayor sólo le gusta el fútbol americano) de aquel equipo del 75. Al fin y al cabo, había decidido vivir de recuerdos y no de los famosos Tinos, Trenes y Pibes. “Todo lo que me maté por creerle a gente ignorante”.

“¿Estos eran los genios que iban a ganar el Mundial?”, preguntaba y se preguntaba después del juego, mitad resentido, mitad engañado. “Qué tal que los del 75 hubieran tenido todo este apoyo… “. El miércoles 22 de junio repitió la misma rutina, pero ya no gritó, ya no alentó más a Colombia. Trató de imaginar que Valderrama era Umaña, que Asprilla era Willington, que Córdoba era Zape… No pudo. Con el segundo gol de Estados Unidos se levantó. “Te espero afuera”, le dijo a su hijo. Y salió para sentarse en un andén con su afiche desplegado. Así estuvo hasta el final del partido, con los ojos clavados en el 75; con la ilusión hecha pedazos.

No le importaban la plata, los meses invertidos, los trabajos. No le importaba siquiera la derrota. Sin ver, vio a esos hinchas que salían llorosos; con la peluca de Valderrama en la cabeza, con la camiseta amarilla… Y sintió que en cada uno de ellos estaba él 17 años más joven. “Ven Carlitos”. Le habló suave a su hijo. “Mira a estos ti pos”, y señaló ‘su’ equipo. “No tenían patrocinios ni ganaban millones, apenas para vivir. Los presidentes jamás fueron a verlos. Y cada gol que hacían era la misma felicidad. No sé cómo explicarlo… Es como cuando tú vas contra la corriente y ganas ; la alegría es tres veces mayor. Por el triunfo, por la gente que no creyó en ti y por ti mismo, ¿ves? Míralos, se les notaba la ilusión en la mirada, las ganas…”.

No dijo más. No tenía nada más que decir. A él, como a todos los que salían del Rose BowL le habían matado la ilusión. Y eso era lo que más le dolía. El boxeador triste de los años olvidados. Un hincha más, herido, acabado. Una víctima de la ilusión generada por la Colombia de USA 94. En realidad, el espejo de un país. El reflejo de una afición. Su historia fue la historia de todos. Con otros nombres tal vez. Con algunas variaciones quizá. Pero en el fondo, la misma historia.

Al volver a Queens no tuvo necesidad de contar lo que le había ocurrido. Los noticieros lo habían hecho por él. Habían desmenuzado a Colombia. Habían hablado de las influencias negras del fútbol colombiano. De las amenazas, de las supuestas apuestas, del narcotráfico. De todo lo que a él le avergonzaba. “Y. pensar que en aquellos tiempos míos nada de esto existía”.

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Antiguo 15-10-2013 , 23:07:13   #17
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nunca he sido triunfalista con esta seleccion
mas bien espero mucho ese partido con holanda y belgica
y se que si pekerman alinea bn sus piezas podra acceder a cuartos
de hay en adelante es ganancia

pd.
mago eso tan largo ome

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Gracias Lord por el aporte. Para leer con detenimiento.

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Antiguo 16-10-2013 , 12:24:47   #19
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Excelente aporte, donde queda reflejada el triunfalismo, amarillismo y mediocridad de la prensa e hinchas colombianos. Bien lo dice el artículo que juntó al fútbol debe madurar la prensa y la hinchada y se debe ser objetivos. Al menos hoy se le agradece a Pekerman pero se le critica su obstinación con jugadores que no son los que más pueden aportar.

Colombia en los 90 es como Chile hoy, se creen los mejores sin haber ganado nada, sin tener la maduro ni la disciplina para afrontar verdaderos retos, y con el descaro de no asumir culpas sino inventarse conspiraciones y hecharle la culpa a otros.

También se ve la falta de pantalones de Maturana, su actitud arrodillada ante externos, y su falta de compromiso con su carrera al no actualizarse ni estudiar el cada vez más cambiante fútbol. Gracias al hermetismo de Pekerman, a su respeto por el rival, a su liderazgo ante los jugadores, y a sus pergaminos y triunfos es que Colombia esta en el mundial, esperando hacer un buen papel, y no por fuera de la máxima cita del fútbol, como hubiera ocurrido con el mediocre bolillo. Mientras el ridículo fútbol colombiano no se encamine ni madure, mientras sólo se tengan técnicos tercos, desactualizados y arrodillados con la prensa, sólo podemos depender de técnicos extranjeros, ya que sólo ellos tienen las características profesionales y personales para liderar a una selección Colombia al mundial. A los que hablen de rueda y Pinto les digo, ellos fracasaron con Colombia, y tienen éxito afuera por aislarse de prensas destructivas y manipuladoras; tienen Tio agüera por que se les exigen resultados y continuidad.

Excelente se libró, retrata como un fútbol que a principios de los 90 fue competitivo a nivel selección y de clubes, se volvió en una paupérrima liga de potrero, una liga de quinta que sólo puede producir lastima y asco. Triste por la selección, que durante 16 años nunca pudo encontrar el rumbo, aunque siendo justos, durante muchos de esos años no hubo jugadores excepcionales como los del 90 o lo de hoy.

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Antiguo 16-10-2013 , 12:57:35   #20
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La verdad me lo leí casi todo, sobretodo lo de USA-94... gracias por el aporte.

Aunque seamos un país con mucho folclor y todo eso, pero la verdad sinceramente estoy seguro que un equipo como el que tenemos hoy en día no va caer en esos errores, no hay como ni por donde, ademas solo hay creo 4 fechas FIFA de acá al mundial y no mas, otra cosa es que hoy en día todo es distinto y no están ni Bolillo ni Maturana ni ese ambiente de esos años, es bueno conocer la historia para no repetirla, pero esa selección no tiene nada que ver con la de hoy en día.

Algo que si se ve muy bien hoy en día es que por fin dejaron con Pekerman eso de tener a ese calvo Velez y a Mejía como adentro de la selección, por eso es que el calvo Velez no se la pasa sino echando sátiras contra Pekerman, claro como no el no le da nunca entrevistas, jajajaja

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