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Lord Mago
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Predeterminado Respuesta: Para leer, reflexionar y sacar conclusiones: PENA MÁXIMA, UN JUICIO AL FUTBOL COLOMBIANO.

Continuación Capítulo III


La verdad vendida

Años atrás, cuando José Gonzalo Rodríguez Gacha aún vivía, el señor Ignacio Gómez (de El Espectador) dio a conocer una lista de periodistas que recibían dinero del narcotráfico. Entre otros, estaban allí los nombres de Jaime Ortiz Alvear, Oscar Restrepo, Esteban Jaramillo, Juan Carlos González e I. Mejía. El escándalo duró poco tiempo. Jamás se pudo saber si los implicados eran culpables o inocentes. En cualquier caso, la duda quedó flotando; todavía hoy llama la atención que no se hubieran presentado argumentos ni a favor ni en contra de los inculpados. No hubo más ataques ni acusaciones. Pero tampoco hubo defensores. Ninguna prueba… el caso quedó cerrado. Sólo para conversaciones y conjeturas de coctel.

Esa relación de dineros de dudosa procedencia y periodismo comenzó hace muchos años, cuando en el mundo de los toros y en el de la política se hicieron populares los famosos ‘sobres’. Consistían en que los protagonistas de la noticia les enviaban dinero a los cronistas que se encargaban de esos temas para que hablaran o escribieran bien de ellos. De acuerdo con el medio la suma era grande o modesta. Y de acuerdo también con el personaje. Aquellos periodistas que aceptaban el soborno se justificaban con el argumento de que recibían malos salarios. La práctica se volvió costumbre e ingresó al mundo del fútbol, de lleno, por allá por los años setenta.

Al comienzo no eran sumas millonarias las que se movían. Pero hacia 1975, dineros turbios y oscuros personajes empezaron a in filtrar el fútbol colombiano. Mientras más oscuros eran los individuos, mejor imagen necesitaban. Y más pagaban por ella. Rodríguez Gacha, a quien le encantaba el fútbol y jugar al lado de su equipo, Millonarios, con la franela número 10, invitaba casi sábado de por medio a algunos periodistas a su finca en Pacho, Cundinamarca. Hacían asados, hablaban de fútbol y jugaban reporteros, comentaristas, directivos y futbol istas. “Mire, aquello era un derroche. De comida, de trago y mujeres. Iban muchos de los que uno escuchaba por la radio y veía en la tele. Los domingos era bien extraño que criticaran a Millonarios. O mejor dicho, los domingos nunca criticaban a Millonarios, así el equipo jugara supermal”, comentaba un vecino de la población.

Por aquellos años -1987, 1988 y 1989- el cuadro azul de Bogotá era uno de los permanentes animadores del torneo nacional. La prensa capitalina tomó partido sin medias tintas, como lo había hecho la de Medellín con Nacional o la de Cali con el América. El éxito de esa prensa parcializada, de aquellos periodistas-hinchas, fue desbordante. Las transmisiones de Luis Fernando Múnera Eastman (‘el paisita de oro’), los comentarios de Jaime Ortiz Alvear y las discusiones de Edgar Perea con quien le llevase la contraria marcaron la época. Cada uno defendía su equipo a muerte. Lo ensalzaba tanto como hundía al rival. De ellos, y por ellos, surgieron odios que jamás menguaron. En Medellín nadie podía aceptar a Carlos Enrique ‘La Gambeta’ Estrada ni a Eduardo Pimentel, ambos, jugadores de Millonarios.

En Bogotá, la resistencia hacia Leonel Álvarez, de Nacional, era sistemática. La de aquellos años era una guerra de fútbol que trascendía el amor por un equipo aunque el hincha corriente creyera que todo se basaba en el ‘amor a la camiseta’. Bueno, al fin y al cabo así se lo hacían entender los periodistas. Un domingo de diciembre de 1988, a Carlos Estrada le rompieron la frente por ir a celebrar un gol de Millonarios frente a la tribuna de Nacional. Los ánimos exaltados por el fanatismo que atizaba desde la cabina Múnera Eastman habían cobrado su primera víctima. Aún hoy, en cualquier conversación que toque el tema de los locutores se recuerda la manera como el mismo ‘paisita de oro’ se refería a Pimentel durante las transmisiones: “La lleva el cuatro”. Y en seguida les ordenaba a los fanáticos: “iChiflen! iChiflen! “. Se negaba a nombrarlo por su nombre porque Pimentel había dicho que Francisco Maturana era ‘rosquero’.

En Bogotá, en mayo de 1989, después del encuentro de vuelta por los cuartos de final de la Copa Libertadores, los futbolistas ele Nacional y el juez Hernán Silva tuvieron que aguardar más de una hora para poder salir del estadio El Campín. Según la prensa capitalina, el árbitro había favorecido al conjunto paisa. Los hinchas, enardecidos por la eliminación (1- 1 terminó aquel juego y con ese marcador Millonarios quedó marginado de la Copa) decidieron cobrar cuentas por sí mismos. Sinembargo, el periodismo salió a defender lo que no tiene defensa afirmando: “Pero es que en Italia también hay mafia y en Argentina hay muertos, y en Inglaterra existen los hooligans”.

En 1990, cuando los comentarios sobre el Mundial de Italia se habían esfumado ya, el árbitro uruguayo Juan Daniel Cardellino fue amenazado de muerte en Medellín. Debía dirigir, como en efecto lo hizo, un partido por la Copa Libertadores entre el Atlético Nacional y el Vasco da Gama de Brasil. No quiso denunciar lo que había ocurrido por temor a posibles represalias. Tan pronto como salió de Colombia, pasó el informe a la Confederación Suramericana de Fútbol y ésta, después de prolongadas deliberaciones, decidió sancionar a la capital antioqueña para cualquier tipo de partidos internacionales por un año y tres meses. Desde entonces, la prensa colombiana decidió declararle la guerra a Nicolás Leoz, presidente de la Confederación, y a la entidad que dirigía. “Confabulación Suramericana de fútbol”, así fue como la empezaron a llamar en todos los medios nacionales.

La verdad era que fuerzas extrañas y oscuras estaban destruyendo el fútbol colombiano. Después de aquellos sucesos todo fue éxito. Y por lo tanto, inflación. Jamás lo había comprobado, pero Colombia tenía el mejor fútbol del continente y del mundo. Antes había sido René Higuita, quien dejó de ser ‘el mejor portero del mundo’ por un error, aquel que le costó a la Selección nacional el primer gol ante Camerún en el Mundial de Italia 90. Después fueron Faustino Asprilla, Iván René Valenciano, Freddy Rincón… Cualquiera que hiciera un gol o que fuera transferido a Europa ingresaba a la elite mundial del fútbol. Y si no lo colocaban de titular, como en los casos de Valenciano y Carlos Valderrama en el Montepellier, era debido a una extraña y estúpida confabulación. El odio hacia los colombianos, la mala imagen… esa era, según la prensa deportiva, la razón para que en el banco de algún equipo estuviera un colombiano. El mundo contra Colombia.

Los triunfos de 1993 terminaron de obnubilar al periodismo y, con él, al pueblo colombiano. “Asprilla: más cerca de la inmortalidad”, tituló El Tiempo una nota sobre el jugador en septiembre del 93. El artículo decía: “Cuando un jugador empieza a agotar los calificativos es que está rumbo a la inmortalidad. Y eso es Faustino Asprilla: el mejor futbolista del mundo en la actualidad. En una sensacional actuación, condujo al Parma a una victoria por 3-0 sobre T orino, anotando los tres goles y configurando un cuadro de gloria en el lapso de tres semanas. Liquidó el mito de Argentina en el Monumental de Buenos Aires, le bastaron 30 segundos para ser la figura en el triunfo sobre Génova e hizo trizas el cerrojo sueco en la Recopa Europea con dos golazos en tres minutos y demolió el invicto del Torino en la liga italiana. ¿El mejor? No hay duda en el presente”.

Poco después, Asprilla fue el mayor fracaso del Mundial de 1994. En seis meses, y ‘repentinamente’, dejó de ser el mejor del mundo. La gente de la calle, se sabe, le cree ciegamente a los periódicos y a los noticieros. Incluso decide apuestas sobre tal o cual suceso, “porque lo dice el diario, porque lo escuché en la radio, o porque lo vi en la televisión”. Si en un medio impreso está escrita la palabra alguacil con z, esa es a máxima prueba de que se escribe con z. Si dice que Asprilla es el mejor del planeta o que Colombia va a ganar el Mundial… pues así debe ser. En Colombia se les cree todo a los periodistas y se les imita en todo.

En su libro Edgar Perea polémico, el locutor chocoano relata un acontecimiento de la siguiente manera: “En los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Panamá tuve que transmitir el partido Colombia-Panamá desde el lado de la línea del campo de juego pues no había cabinas de transmisión en ese estadio. Cuando el partido iba ardoroso de parte y parte, el árbitro pitó un pénal a favor de los panameños, que derrotaba inmediatamente al equipo colombiano. Nosotros lo calificamos como injusto porque no había existido el penalti; era una ayuda que el árbitro quería darle al equipo de Panamá. No sé en qué momento tiré el micrófono a un lado y metí dentro del campo a discutir con el árbitro, a la par con los jugadores colombianos. Fui un rebelde más en la cancha y hasta llegué a empujar al árbitro en la discusión. Entonces entró la Policía, me sacó del campo de juego y no me dejaron seguir transmitiendo el partido”.

Una muestra del carácter del locutor que supuestamente más escuchan los colombianos. En otra parte Perea afirma que en Colombia

“…tenemos también al periodista “soba-chaqueta”, que nunca aporta nada. Nunca ve nada malo, o si lo ve, no se atreve a decirlo, tal vez por falta de conocimientos. Se mantiene a la espera de los resultados para poder “opinar” y siempre está de acuerdo con el técnico, porque su muy poca independencia económica y profesional sólo le permite meterse debajo del árbol que está dando más sombra: el técnico de moda. Cuando las derrotas y malas actuaciones se presentan, siempre encuentra una excusa para no comprometerse, y cuando las victorias y buenos resultados llegan, es el primero en montarse en el bus que fue incapaz de empujar cuando estaba varado. Estos avivatos son la gran mayoría en nuestro país…”.

Los años recientes han sido pródigos en ejemplos de periodismo viciado y corrompido. Para ese periodismo vende más el patrioterismo que la verdad. “Hacen más por uno los enemigos que los amigos”, decía alguna Norma Jimeno, columnista de la revista Cromos. En el fútbol la crítica se transformó en pecado y con respecto a la Selección Colombia, aquel que le descubriera un defecto se convenía en antipatriota. “Tan lejos llegó aquella situación que era absurdo y hasta repugnante escuchar a unos periodistas de Caracol defender a la Selección para mantener el puesto. Obviamente, les daba miedo criticar pues el patrocinador del equipo (Bavaria) era el mismo patrón. ¿Qué clase de objetividad puede haber así?”, comentaba y se preguntaba Gabriel Bricei1o después del Mundial.

Hace muchos años, exactamente 44, Brasil sufrió la derrota más triste de su historia. Fue el 16 de julio de 1950 en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, construido para albergar a 200.000 espectadores. Para los brasileños era un hecho que ganarían el torneo de ese año. Llegaron a estar tan convencidos, que los jugadores, antes de salir a la cancha, se colocaron una camiseta debajo de la oficial que decía ‘Brasil, Campeón Mundial 1950’. Los diarios ya habían impreso ediciones con títulos similares. Todas esas exageraciones no son parte de esta historia, pero ayudan a comprenderla. Aquella final ante los uruguayos de Obdulio Varela terminó 2-1 a favor de los celestes. La más grande sorpresa de la historia del fútbol hasta hoy. Hubo suicidios en Brasil ese día. Y una larga melancolía que sólo se mitigó ocho años más tarde.

El 17 de julio, en medio del dolor, el diario O’Globo aplaudió a los uruguayos y consideró justa su victoria, pese a la mejor técnica de los brasileños. Decía, entre tantas cosas: “Será forzoso reconocer que los cracks de la celeste merecieron el triunfo, sobre todo por el espíritu de lucha que demostraron, por el corazón que los llevó de vencidos a triunfadores, superando la mayor técnica y virtuosismo individual de los brasileños”. Este comentario, o el paréntesis, si se quiere, sirve para mostrar cómo un país con tradición sabe afrontar una derrota; cómo el periodismo está para reseñar la verdad, por difícil o dolorosa que sea.

En Colombia, los hechos y los ejemplos sobran para cuestionar a la prensa y sus propietarios. Porque muchas veces son ellos los que dirigen al periodista, los que le imponen lo que debe decir y lo que debe callar. Y, en últimas, los que mantienen en su lugar a aquellos agitadores de masas que sólo buscan popularidad o rating sin medir consecuencias. Los nombres ya están dichos… Sólo falta esperar la próxima tragedia.

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God let me die with my sword in my hand...

Haber caído tanto y no haber aprendido nada – ese es tu fracaso.


Es bueno conocer la historia para que no se repita... Aquí, los primeros tres capítulos del libro "La Pena Máxima, un Juicio al Fútbol Colombiano".
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