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Antiguo 15-10-2013 , 22:24:44   #12
Lord Mago
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Predeterminado Respuesta: Para leer, reflexionar y sacar conclusiones: PENA MÁXIMA, UN JUICIO AL FUTBOL COLOMBIANO.

Continuación Capítulo II


Juéguela al 22

El fútbol es como la vida. Al fin y al cabo, hace parte de la vida. Y en la vida vale muchas veces más la actitud que el talento. Colombia siempre tuvo el talento, pero jamás encontró la actitud necesaria para enfrentar situaciones difíciles. O no pensó en ella, que es peor. La historia del fútbol no está hecha de grandes equipos plagados de genialidad. Está hecha de grandes equipos plagados de actitud (positiva, se entiende). Y decir actitud es decir fortaleza mental, generosidad, sinceridad, honestidad. Decir actitud es decir convicción. Por ahí, cualquiera podría decir que el pecado de Colombia en el Mundial fue de convicción. Entonces habría que hablar de una convicción inflada, sin bases ni fundamentos. Y de una convicción real, nacida de la acción. Si Brasil y Argentina y Alemania llegan a los Mundiales siempre convencidos de que deben llegar a la final, lo hacen porque pasadas acciones avalan esa convicción. La avalan y la hicieron posible: con resultados, con títulos, con momentos difíciles superados.

Esa es la historia de la que hablaba Diego Maradona en Buenos Aires el 4 de septiembre de 1993. Cuando Colombia llegó a Estados Unidos con la convicción de que sería Campeón del Mundo, había un error de términos, de palabras. Porque no puede haber convicción sin acción. Y la acción (es decir, los resultados, los títulos) de Colombia siempre fue muy pobre a través de su historia. Fueron los partidos de preparación los que se tomaron como “la acción”. Pero esos juegos fueron una mentira. Entonces, ¿qué convicción podía haber si no estaba respaldada por hechos, por acciones? En Colombia se equivocaron los términos. Por eso, cuando surgió la primera derrota, aquella famosa “convicción” se desinfló. Y el equipo se cayó. Antes del partido ante Estados Unidos estaba destruido, sencillamente por la ausencia de “convicción”, por la falta de actitud. Si hubiera existido esa cualidad habrían aflorado la fortaleza mental, la honestidad, la sinceridad, la entrega.

No apareció nada de eso, con dos o tres excepciones. Y no apareció porque no existía. Esa falta de actitud, o de convicción, como se quiera, también tocó a Francisco Maturana. Ser grande es serlo en los instantes difíciles. Y Maturana flaqueó en el más difícil, en el que menos podía hacerlo. “No nos podemos amilanar por unas amenazas. Siempre han existido y siempre existirán. Además, el día que quieran hacerte algo no te lo van a anunciar. Te lo hacen y punto”, le había dicho a Hernán Darío Gómez en 1992 para convencerlo de que se uniera a él en la Selección Colombia. Por aquellos tiempos, algunos casetes con frases poco amistosas llegaron a las emisoras y las casas de los dos técnicos para que no se hicieran cargo del equipo. El 22 de junio de 1994 el destino (en realidad, una manera superficial de referirse a la realidad del país) colocó al técnico frente a otras ameenazas. Y el técnico reaccionó de una forma totalmente opuesta a como lo había hecho en 1992. En pleno Mundial, y a horas del juego más importante de su vida, se derrumbó. No sólo accedió a lo que deseaban los terroristas, sino que transmitió su debilidad y su temor al equipo.

Es casi imposible encontrar la razón de su reacción. Pudo ser porque sintió demasiado cerca la amenaza, por el miedo cierto de que algunas vidas corrían peligro. Pudo ser porque con ella, con la amenaza, halló la manera de excluir a un jugador que no lo convencía. Pudo ser porque los nervios de la derrota frente a Rumania lo dejaron sin fuerza… Pudieron ser todas esas razones juntas, y otras, las que lo llevaron a actuar como actuó. Lo único comprobable de esta historia es que el 22 de junio Francisco Maturana encontró un mensaje en su hotel, que más que mensaje era una amenaza directa contra su vida y contra la de otras personas. Le decían que si no sacaba a Gabriel Jaime Gómez de la alineación que enfrentaría a Colombia con Estados Unidos, correrían peligro su vida, la de Hernán Darío Gómez y la del propio jugador. Maturana habló con el futbolista y con Hernán Darío Gómez y entre los tres decidieron que no pondrían en peligro la vida de nadie. Así, Barrabás quedó por fuera de la titular.

“Todo esto me llena de tristeza y también de dolor. No sé hasta dónde podremos llegar con acciones como esta”, le dijo a la cadena Univisión ese mismo miércoles. Tal era el clima que vivía Colombia el día del juego que decidiría su permanencia en el Campeonato del Mundo. En el hotel, antes de salir hacia el Rose Bowl, se hablaba de todo menos de fútbol. “Yo, la verdad, estoy que reviento. No tiene sentido esto. No tiene sentido que la muerte ande rondando por ahí a causa de un partido de fútbol”, dijo en medio del desorden Andrés Escobar. Cámaras, luces, micrófonos, cables, periodistas, curiosos, hombres oscuros… había de todo en el lobby del Marriot. Y Colombia, por segunda vez en el torneo, y en menos de tres días, era comentario obligado para el mundo. Con la noticia de Barrabás Gómez abrieron todos los informativos del mediodía en Estados Unidos. Especularon, dando a entender que las amenazas provenían de los carteles de la droga.

El viaje hacia el estadio transcurrió en silencio. Ya todos los integrantes de la delegación conocían la noticia. No hubo salsa en el bus ni bromas ni cábalas. En Los Ángeles la temperatura había ascendido a más de 35 grados centígrados a la sombra. Las autopistas y calles que llevaban al Rose Bowl eran una especie de lenta y callada procesión. Por fin, en la cancha, volvieron a surgir los gritos y las barras de la afición. Al público colombiano poco le importaban los pormenores de la situación, le importaba la victoria. Nada más que la victoria. Muchos habían pagado millones (dependiendo del plan, cinco, siete o diez millones de pesos) para llegar hasta Los Ángeles desde Colombia a acompañar al equipo. Otros se habían trasladado desde distintos puntos de Estados Unidos para ver a la Selección que les daría la alegría más grande de sus vidas. Todos ellos estaban en el Rose Bowl, o por los alrededores, desde muy temprano. Era una tarde muy similar a la que habían vivido el sábado 18 de junio.

La rutina del vestuario fue diferente ese día. Era una rutina vacía de sentido, una rutina que se acercaba con peligro a su real significado en el diccionario. El eco, entre tanto silencio, retumbaba más fuerte, y cualquier sonido se repetía mil veces. Maturana comenzó la charla técnica con la voz casi apagada. Repasó dos o tres conceptos nada más y se calló. No pudo continuar. Por vez primera en su vida de fútbol no había podido continuar con una charla técnica. Ya el nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Ni el nudo en la garganta ni los recuerdos. Tuvo que retirarse. Salir del vestuario a desahogar su dolor. Dicen que lloró, que en un instante se le quebró todo. Dicen que ese dolor se filtró hasta el vestuario. Y que los jugadores supieron por qué Francisco Maturana no había podido concluir con sus indicaciones.

Así salió la Selección Colombia de fútbol a jugar el partido que definiría su clasificación a la segunda ronda del Campeonato Mundial de Estados Unidos. Así enfrentó al cuadro local. El partido, un partido totalmente atípico desde antes de jugarse, fue intenso al comienzo. Mucho nervio, mucha tensión, demasiada presión, hicieron que los colombianos se fueran encima de los norteamericanos desde el primer minuto. Sin orden, sin profundidad, sin tranquilidad. Cada quien intentaba por su lado, como si los 22 encuentros de preparación y los seis de las Eliminatorias (para no mencionar los de la Copa América de Ecuador) no hubieran tenido lugar jamás. Como si los once integrantes del equipo se acabaran de conocer.

Después de los primeros diez minutos el juego dejó de ser intenso. Se volvió extraño. Carlos Valderrama, el eje por donde debían pasar codos los balones ofensivos colombianos, empezó a equivocarse. Nunca se había equivocado tanto Val derrama. De 45 pelotas que recibió durante los 90 minutos apenas jugó bien 14. Menos del 30% de efectividad, para los amantes de la estadística. Lo de Rincón fue similar, aunque con menos contacto. Y lo de Asprilla… Sólo una opción de gol produjo el equipo colombiano en el primer tiempo. Fue en una acción de Anthony de Ávila, quien estrelló un remate en la base del poste derecho del arco norteamericano. Nada más, fuera de los permanentes errores en la entrega y de las ganas por conseguir un resultado por parte de Leonel Álvarez y Andrés Escobar. Nada más.

A los 36 minutos Colombia recibió el castigo por tanta apatía, por tanta equivocación. Estados Unidos, replegado atrás y aguardando el instante preciso para salir en contraataque, fabricó muchas más posibilidades de gol que Colombia. Cuando el juego se puso 1-0 ya habían aparecido tres veces los norteamericanos por el arco de Óscar Córdoba. El destino (otra vez una elegante manera de referirse a la realidad colombiana) quiso que fuera un autogol de Andrés Escobar el que marcara la primera diferencia. Después, otro contragolpe y una falla más de Óscar Córdoba pusieron el asunto 2-0. Lo que parecía imposible para tanta petulancia había llegado. Estados Unidos, un país al que nunca le interesó el fútbol y por el que nadie daba un céntimo, le ganaba 2-0 a uno de los equipos favoritos para obtener el título del mundo. Estados Unidos, un equipo de aficionados (así lo llamaron en Colombia algunos periodistas), sacaba del torneo a una ‘potencia’ llamada Colombia.

Ni el ingreso de Adolfo Valencia ni el de Harold Lozano pudieron revertir la situación. ‘El Tren’ anotó el descuento cuando los minutos se iban. Y ante tanta desidia era imposible que pudiera aparecer el empate. Ese triunfo fue la locura para Estados Unidos, la victoria que necesitaban para que el fútbol ingresara de una vez al mercado. Por eso celebraron tanto; por eso los diarios del jueves publicaron en sus primera planas el resultado y alguna foto en color; por eso en la noche del 22 los noticieros le dieron más de cinco minutos al hecho; por eso la bandera de rayas y estrellas salió a recorrer el césped del Rose Bowl apenas terminó el encuentro. Para Colombia fue el adiós. Esa noche, en la sala de prensa del Rose Bowl, un periodista argentino, Jorge Barraza, dijo que Colombia se había derrumbado porque no había tenido la jerarquía para enfrentarse a su condición de favorito. Y bien, es que la jerarquía es parte fundamental del fútbol. Quizá la más importante. Sin esa jerarquía, o acritud positiva, o convicción (como la llamábamos arriba), son imposibles los títulos. A través de su historia, Colombia jamás ganó “el partido que tenía que ganar”. Es diferente ganar 5-0 en Buenos Aires cuando se necesita un empate y cuando una derrota no significa morir del todo (Colombia, si perdía ante Argentina el último partido de las Eliminatorias, iba a enfrentar a Australia en el repechaje), y hacerlo cuando se requiere esa victoria para continuar con vida.

Esa es la diferencia entre los equipos grandes, los que ganan los campeonatos del mundo, y los buenos equipos. La diferencia entre los ganadores y los perdedores: ganar el partido que hay que ganar. Lo del fútbol de Maturana también se derrumbó, aunque todavía, por ahí, muchos lo defiendan hasta la saciedad. En el fútbol, las victorias dicen la última palabra. Y en USA 94 esa última palabra estuvo muy lejos de la esgrimida por Maturana y Gómez desde 1987. Los equipos ganadores, Brasil, Italia, Suecia y Bulgaria, jugaron a otra cosa. Sus armas no fueron el toque insulso en mitad de cancha ni el reiterado, y por reiterado conocido, cambio de frente. Esos equipos jugaron en bloque, con balón y sin balón. Con jugadores que lo hacían posible pues tenían la edad y el estado físico para correr los 90 minutos sin descanso. Maturana confió en los mismos hombres de siempre; y esos hombres, con el calor del verano norteamericano y la presión desgastante de un mundial, se fundieron.

No pudieron hacer el pressing del fútbol moderno. No pudieron “achicar” los espacios. Regalaron siempre las espaldas, en parte por lentitud, en parte por los años. Sin pelota, Colombia fue un desastre, esa es una verdad irrefutable. Y con ella también. En tres juegos hizo cuatro goles, recibió cinco y creó tan sólo ocho opciones de gol. Sobre los estadounidenses, Maturana había dicho: “Son la gran incógnita, por la sencilla razón de que uno no sabe lo que están haciendo. Al referirnos a los americanos, debemos recordar que son personas que pueden llegar a situaciones insospechadas de motivación. Su público los va a ayudar y, aunque uno no sabe si van a tener un verdadero compromiso con su hinchada, de todas maneras están ahí, como locales. Eso pesa. Han hecho una preparación impresionante, de mucho tiempo, con cualquier cantidad de partidos de fogueo, contra todo tipo de equipos, incluidos los de alta reputación y ante ninguno han pasado vergüenza. Sin embargo, no han tenido una continuidad en la alineación que a uno le permita decir que los americanos jugarán de esta u otra manera. Realmente, no se sabe cuál es el equipo verdadero porque entra uno y sale otro, no permanecen, y hoy tan sólo su técnico, Bora Milutinovic, sabe lo que tiene en la cabeza. Por esa condición de impredecibles, los americanos son sumamente peligrosos. Más que los otros”.

Luego de la derrota ante Estados Unidos empezaron a surgir toda clase de rumores. Había que encontrar alguna justificación, era urgente y necesaria alguna explicación ajena al fútbol y ajena a la alineación titular de Colombia. Porque, ¿cómo podía explicar un periodista que había pregonado a los cuatro vientos que Colombia ganaría el Mundial, que la eliminación había sido por razones futbolísticas? ¿Cómo aceptar que en realidad no era el superequipo que podía vencer a cualquiera y en cualquier circunstancia? Se dijo que la ausencia de Valencia desde el minuto inicial había perjudicado al equipo, pues con Valencia habrían llegado los goles de la victoria. (Bueno sería recordar aquí que Franz Beckenbauer dijo en octubre del 1994 que Valencia apenas había anotado los goles que cualquier centrocampista regular hubiera anotado en el Bayern Munich).

Se dijo, y tiene que ver con la misma razón anterior, que De Ávíla no había encajado dentro del esquema y que había jugado por sugerencias del cartel de Cali. Se dijo que el árbitro había influido en favor de los locales, precisamente por ser locales. Se dijo también que algunos jugadores habían vendido el partido. Que habían “invertido” en Las Vegas mucho dinero en contra de Colombia, pues para ese juego las apuestas se encontraban en proporción de 19-1 a favor. Es decir, cada dólar pagaba 19 si Estados Unidos ganaba. Este rumor, imposible de confirmar a menos de que los presuntos implicados hablaran, se adueñó de la opinión y terminó por convenirse en certeza. La revista Semana, en su edición del 12 de julio de 1994, afirmó: “Como la actuación de los jugadores dejó mucho que desear, en toda Colombia comenzaron los rumores sobre el posible influjo de los grandes grupos de apostadores, que habrían presionado a los futbolistas por medio de amenazas o de ofertas de dinero para que perdieran el compromiso”.

Ese es un viejo tema, el del fútbol y las apuestas. O el del fútbol y la compra de jugadores. En octubre del 94, un alto exdirectivo del deporte, no precisamente del fútbol, comentaba en una reunión que habían sido ciertas las apuest. Incluso acusó con nombre propio a tres jugadores que tenían el mismo color de piel. “Pero no tengo pruebas”, dijo. Dos meses antes, un funcionario de la embajada norteamericana en Bogotá había asegurado lo mismo. Cuestión de apuestas o de miedo. Cuestión de nervios o de presiones, lo cierto es que ante Estados Unidos Colombia jugó el peor partido en mucho tiempo. Porque una cosa es entregarse, luchar y perder, aunque sea por el marcador que sea, y otra, caer vencido sin siquiera hacer el esfuerzo por triunfar. Ese fue el dolor que quedó. Esa fue la duda que nació de aquella actuación.

Lo que llegó después de la eliminación fue lo más parecido al infierno. La comunicación se rompió entre los jugadores y ntre los técnicos y los jugadores. El respeto se esfumó. De repente se habían olvidado todos los conceptos, todo lo que que había hecho grande a esa Selección. De repente se habían refundido los papeles. Nadie mandaba, nadie obedecía. Las declaraciones se salían de tono, las conversaciones eran recriminaciones… Bronca, rabia, dolor, eso era lo que guiaba al equipo. El jueves 23, Freddy Rincón y Harold Lozano se trenzaron a puñetazos en pleno entrenamiento. Una falta de Lozano, común y corriente, provocó a Rincón . En vez de palabras hubo golpes. En vez de cordura, locura. Ni el entrenador ni el preparador físico ni los dirigentes intervinieron.

El sábado 25, Gómez y Maturana también se dejaron llevar por los impulsos, todo porque el segundo no quería que el primero hablara con la prensa y éste había aceptado una entrevista. El domingo 26, día del partido con los suizos, ni siquiera hubo charla técnica en el hotel. No pudo hacerse porque muchos de los jugadores no aparecieron. El último partido fue de trámite. Aún existía la posibilidad de clasificar, pero era muy remota. Los números todavía eran aliados de Colombia. Se necesitaban una victoria de Estados Unidos sobre Rumania y una de Colombia sobre Suiza. Y que los goles también alcanzaran para el promedio. Casi un milagro. En Stanford, un estadio raro, con tribunas de madera, árboles y mucho polvo, los colombianos ganaron 2-0 (goles de Hermann Gaviria y Harold Lozano). En el Rose Bowl de Pasadena los norteamericanos no colaboraron. Fue mejor así, aunque en aquel instante se pensara diferente, porque Colombia no merecía estar en la segunda fase. Después del juego con los suizos el grupo se dispersó. Hubo algunos amagos de conflicto y muchos problemas a mitad de camino. El lunes, Juan José Bellini volvió a hablar.

Dijo que cuatro futbolistas de la Selección no podrían volver a vestir el uniforme de Colombia: Carlos Valderrama, Adolfo Valencia, Faustino Asprilla e Iván René Valenciano. ¿La razón? Habían transgredido todas las normas posibles. Se habían fugado de la concentración y se habían embriagado. Ese mismo día, en la puerta del ascensor del Marriot de Fullerton, Valencia lo buscó para que le diera explicaciones. Discutieron a gritos. El jugador lo llamó deshonesto, mentiroso y mafioso. Si no se fueron a las manos fue porque intervino Francisco Tulande, periodista de RCN. En realidad, a Bellini jamás lo quisieron en el equipo. Cuando llegó a Bogotá, el presidente de la Federación se retractó de todo. Dijo que jamás había dicho tales cosas. Todo quedó igual.

El final ya estaba firmado. ¿Cuándo se firmó? ¿Dónde? ¿Por qué? Todas las respuestas pueden responder los interrogantes. Es que no hay una respuesta. Tampoco hay una fecha. No hay sólo un responsable. Porque no fue una la razón que hizo fracasar al fútbol colombiano en el Mundial de Estados Unidos. Ni fue uno el culpable. En esta historia se mezclaron fechas y nombres, hechos y razones. Se mezclaron los intereses personales con los económicos, los sociales con los deportivos. Y cada mezcla fue una razón de fracaso. Se mezcló el país con el país. El de acá con el de allá. Es que Colombia no podía tener un equipo ordenado, disciplinado, honesto, limpio, talentoso, fuerte. Y no podía tenerlo porque Colombia, el país, no es así.

El lunes 27 de junio un hombre se acercó al hotel Marriot. Dijo que se llamaba Julio Ramírez. Era un hombre más, dolido, herido, frustrado. Un hombre y un país al mismo tiempo. Quiso hablar con Asprilla, pero se lo negaron. Quiso hablar con Valderrama, pero ya no se encontraba. Entonces pidió un papel. “A ustedes la vida les cobrará esta muerte”, escribió.

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God let me die with my sword in my hand...

Haber caído tanto y no haber aprendido nada – ese es tu fracaso.


Es bueno conocer la historia para que no se repita... Aquí, los primeros tres capítulos del libro "La Pena Máxima, un Juicio al Fútbol Colombiano".
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