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Para leer, reflexionar y sacar conclusiones: PENA MÁXIMA, UN JUICIO AL FUTBOL COLOMBIANO.

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Los mejores licores
Terminada ya la clasificación al mundial que se disputará en Brasil el próximo año, y al margen de la euforia que genera ver a Colombia clasificada, segunda en la tabla con 30 puntos detrás de Argentina y como flamante "cabeza de serie" para el sorteo mundialista que se celebrará en la ciudad de Bahía el próximo 6 de diciembre, creo que vale la pena hacer un llamado a la cordura, a la objetividad y a dejar de lado el folclorismo y el triunfalismo que en el pasado, y que por desgracia aún hoy dia, tanto afectaron y afectan al futbol Colombiano.


Para ello, les traigo los 3 primeros capítulos de un libro publicado por Editorial Planeta en 1995, en el cual se muestra lo que ocurrió en las entrañas del fútbol colombiano, que degeneró en una muerte absurda, la de Andrés Escobar y que fué causada por un descalabro deportivo que en buena medida, se debió al folclorismo desmedido y al triunfalismo exagerado y absurdo con que se asumieron los retos y las situaciones que se presentaron en ese entonces.


Hoy, cuando Colombia vuelve a estar clasificada a una Copa del Mundo, con una de las mejores selecciones que se han visto en la historia de nuestro futbol, se los presento para simplemente, dejar un testimonio de lo que pasó y que no debería repetirse, y con esto no solo me refiero a la absurda muerte del gran Andrés Escobar Saldarriaga, si no también al descalabro de un equipo que pudo ser protagonista y dejar una gran imagen en un mundial de futbol.


Les podrá parecer un poco ladrilludo, pero vale la pena leerlo.


PD. Los capítulos tienen algunos errores de redacción de su fuente original, las cuales por cuestiones de tiempo no alcanzo a corregir, les pido excusas al respecto.

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Es bueno conocer la historia para que no se repita... Aquí, los primeros tres capítulos del libro "La Pena Máxima, un Juicio al Fútbol Colombiano".

Última edición por Lord Mago; 15-10-2013 a las 22:36:13
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Introducción

Hay otro fútbol colombiano que no es el que muestra la televisión ni del que habla la radio. Otro fútbol que apenas aparece en los rumores del hin*cha o en las sospechas de la calle. Y es el fútbol que está detrás del fútbol. El fútbol tras las cámaras, tras l os micrófonos, tras la pasión. El fútbol que, en últimas, decide quién gana y quién pierde, sin que importen mucho la pelota, el talento o el espectáculo.

Es de ese fútbol que queremos hablar en estas pá*ginas. Y de sus protagonistas, claro. Empezamos con la actuación de Colombia en el Campeonato Mundial de Estados Unidos. Allí se dio el resultado que se tenía que dar. Al fin y al cabo, ese resultado se fue constru*yendo poco a poco, desde mediados de los años 70, cuando los dineros del narcotráfico se infiltraron en el deporte.

Quien supiera algo de lo que aquí está escrito, no podía sorprenderse por el descalabro en USA 94. Y esa derrota llegó, fundamentalmente, por razones total*mente ajenas al juego. Lo que hicieron Valderrama, Asprilla, Rincón, Escobar, Álvarez y compañía en las canchas de Pasadena y Palo Alto fue el final de una cadena de errores. Nadie ha explicado hasta hoy esos errores, nadie los ha analizado. Por eso están aquí.

Fue la de USA 94 la ilusión más grande del fútbol colombiano en su historia. Y también, la mayor decep*ción. Sin embargo, y con excepción de dos o tres infor*mes superficiales, nadie tocó a fondo ese fracaso. Los primeros tres capítulos de este libro intentan explicar lo que ocurrió desde el 5 de septiembre de 1993, cuando Colombia venció a Argentina en Buenos Aires 5-0, hasta el partido ante Suiza en el estadio de Standford.

Los siguientes explican las razones por las que era lógico que el fracaso llegara. Es esa la otra verdad del fútbol colombiano, la que se oculta, la que se niega. Los periodistas, los dirigentes, los árbitros. Por último, la tragedia, representada en el asesinato de Andrés Escobar Saldarriaga. Un símbolo de lo que es el fútbol en Colombia. Un símbolo negro.

Alguno preguntará al final de estas páginas si no hay algo positivo en el fútbol colombiano. Y… sí, claro que lo hay. Dos o tres periodistas, el mismo número de árbitros, algún dirigente y los jugadores. Ellos sí son lo positivo del fútbol, casi que lo único positivo. Pero están huérfanos, y muchas veces terminan siendo las mario*netas del espectáculo. Quienes manejan los hilos lo hacen a su antojo. Los manipulan como quieren. Y esta es la historia.

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CAPÍTULO I.

Fueron tantos los gritos, y tantas las luces, que la frase quedó enterrada. Apenas unos cuantos la escucharon. Pero la archivaron, la guardaron sin siquiera prestarle atención. Y la abandonaron once meses. Cuando se acordaron de rescatarla ya no fue necesaria. La historia acababa de confirmar lo que aquellas cinco palabras de Hernán Darío Gómez habían presagiado. La historia. O el destino, o los vicios, o los malos manejos. O las fuerzas oscuras, o la brujería, o la envidia. O todo ello junto. La historia… Fue en una noche de invierno cuando todo empezó. Buenos Aires era un tango de Santos Discépolo y el estadio de River una ironía. En un vestuario, Colombia celebraba sin frenos un triunfo mentiroso. En el otro, Argentina empezaba a tocar fondo. De pronto, Hernán Darío Gómez soltó su opinión: “Ahora sí nos jodimos, Pacho”. La expresó con rabia. Con miedo también. Pero no encontró un interlocutor, alguien que pensara como él en aquel instante caliente. Entonces comprendió que debía ir a celebrar, debía esconder con su alegría la realidad, como todos los demás. Y la escondió. Escondió esa realidad que él acababa de presentir por conocer tanto a los colombianos. E intuyó que jamás iba a salir a la superficie. “Ahora nos van a obligar, nos van a exigir que ganemos el Campeonato del Mundo”, dijo luego. Como antes, pocos lo oyeron. Alguien alcanzó a decirle que era un “aguafiestas”. Él sonrió y dejó las cosas así. “Para qué llevarle la contraria a todo el país”, murmuró.

Ese día, 5 de septi embre de 1993, Colombia clasificó al Mundial de Estados Unidos al obtener el primer lugar del Grupo A suramericano. Pero aquel 5-0 con el que los colombianos vencieron a Argentina en el Monumental de Buenos Aires fue mucho más que una simple victoria. Fue el principio del fin, aunque por ese entonces muchos pensaran que había sido la gloria. Fue la locura de un pueblo que nunca había sentido una alegría similar. Fue el desbordamiento colectivo, el odio transformado en agresión -en Bogotá, esa noche hubo más de 100 muertos-, la ilusión del que nada ha tenido y de repente se encuentra en el cielo. Fue, en últimas, el reflejo de un país atormentado que, con una gota de licor, pierde la razón.

El licor fue el fútbol, otra vez. Y el fútbol fue la mentira, otra vez. Desde aquel día, Colombia empezó a construir una ilusión. Con el tiempo esa ilusión se volvió obligación. El 5-0 de Buenos Aires dejó de ser un resultado importante, el más importante de la historia si se quiere, para pasar a convenirse en un título.

“La historia no se cambia de un día para otro, en 90 minutos”, había dicho Diego Armando Maradona. Sin embargo, para muchos -Edgar Perea, William Vinasco, Guillermo Montoya, entre otros, e infinidad de sus oyentes-, la historia sí se cambió con el S-0. Un result do, en realidad nada más que eso, hizo que Colombia fuera cinco veces más que Argentina. Por ese resultado Colombia se subió al pedestal de los favoritos.

Por ese resultado los errores se taparon, las cualidades se agrandaron, las verdades se ocultaron. El mundo al revés, una y otra vez. El 4 de septiembre, 24 horas antes del juego ante los argentinos, por el Caesar Park de Buenos Aires desfilaban innumerables personajes. Unos iban a pedirles autógrafos a los jugadores colombianos, otros a saludar, simplemente a saludar. Y otros, a buscar. Esa noche, hacia las diez, Faustino Asprilla y Freddy Rincón invitaron a dos colombianas a sus habitaciones. Disimuladamente, firmaron la hoja de autógrafos y enseguida colocaron el número de sus habitaciones. La clave era que las mujeres dieran vueltas por el Lobby media hora y que después subieran. Nunca lo hicieron, pero la intención de los futbolistas estaba ahí.

Si alguna otra subió es difícil comprobarlo. Pero allí hubo una norma incumplida. Una mínima dosis de disciplina quebrada. No importó. Y no importó por la victoria del día siguiente, por esa alegría que engañó a tantos, por esa euforia que relajó lineamientos de conducta. Es bien sabido, cuando las reglas se rompen, la autoridad empieza a ceder. En Barranquilla, durante los juegos de preparación, el Hotel Dann, sede del equipo, era un ir y venir de gente. Periodistas, políticos, aficionados, parientes, directivos, curiosos, mujeres de diversa índole… Las puertas estaban abiertas para el que quisiera ingresar. Y los jugadores estaban a la orden del día. Pero nadie dijo nada.

Tampoco por lo de Bueno Aires. Sencillamente porque se ganó, y, cuando se gana, los errores ya no lo son. En el informe que Francisco Maturana le entregó a la Federación Colombiana de Fútbol después del Mundial, el técnico dijo que una de las razones del fracaso había sido la “concentración”. Habría que preguntarle si las “concentraciones” de Barranquilla y Buenos Aires fueron muy distintas. Habría que preguntarle también por qué en Barranquilla era lícito que los jugadores estuvieran rodeados de público, de calor y sentimiento, y en Estados Unidos esos mismos ingredientes fueron causa de descalabro. “Todas estas muestras de cariño y de afecto motivan al equipo, está demostrado”, había dicho en agosto de 1993.

“Pero y… de cualquier forma, hicieran lo que hicieran, rindieron, corrieron como locos”, dirá alguno. Y… sí. Rindieron y corrieron como locos. Igual que el norteamericano Bob Beamon en 1968, cuando durante los Olímpicos de México estableció el récord mundial más sorprendente de la historia: saltó 8.90 metros de largo. iY la noche anterior había tenido relaciones íntimas con una mujer! El capítulo de Buenos Aires se cerró en discotecas y bares del exclusivo barrio La Recoleta. Algo lógico. Las heridas sanaron, los yerros se olvidaron y la Selección se mostró más unida que nunca. Como si jamás hubieran ocurrido, pasaron de largo los desplantes de Faustino Asprilla, aquella escapada del Hotel Dann el 16 de agosto y las ínfulas que tanto molestaban a sus compañeros.


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Última edición por Lord Mago; 15-10-2013 a las 22:16:08
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Continuación Capítulo 1.



El factor Asprilla

Fue él, Faustino Asprilla, el hombre que marcó desde el principio, y a su manera, la pauta del equipo. El hombre que transgredió las reglas para abrir una grieta en la intimidad del grupo y en la autoridad de Maturana y Gómez. Por aquel entonces era el único colombiano que actuaba en el fútbol italiano y sus éxitos llenaban páginas y páginas. Un lunes, lunes 20 de septiembre de 1993, EL Tiempo llegó a decir que era el mejor jugador del mundo. Una muestra más de la superficialidad de la prensa colombiana. Uno que otro comentarista radial también afirmó lo mismo. Y Maturana, después de hablar con Arrigo Sacchi y César Luis Menotti, declaró que con Asprilla podría resolver todos los problemas que se le presentaran.



“Pacho, el fútbol colombiano ha adquirido un altísimo nivel técnico y táctico. Es reconocido ya en el mundo entero. ¿Por qué te preocupan las Eliminatorias si, además, para cualquier inconveniente que se te presente, lo tienes al negro Asprilla para que te lo solucione?”, le dijo Sachi antes de la Copa América que se jugó en Ecuador del 20 de junio al 4 de julio de 1993. Uno tras otro y día tras día, llovían los elogios para Asprilla. Pero no fue tan grave que existieran esos elogios, lo grave fue que él se los creyó. Se convenció de que era insustituible en la Selección Colombia. Comenzó a exigir y el cuerpo técnico a ceder. Fue convocado para la Copa América de Ecuador, pero él prefirió irse de vacaciones. Sus compañeros no dijeron nada, todavía no era el momento. Sobre el final, cuando ya nadie sabía si llegaba o no, apareció en Ecuador.

“Sus vacaciones” las había pasado en San Andrés. Allá llegó con una amiga después de exigir en el aeropuerto Eldorado que lo tenían que subir al primer vuelo que partiera hacia la isla. No había cupos y la gente hacía fila para conseguir uno, aunque fuera en lista de espera. Pero Asprilla no esperó. Tampoco respetó el orden. A los trancazos se metió hasta el mostrador. Y amenazó. Y manoteó. Y gritó. Al final consiguió los dos asientos. Mientras sus compañeros se concentraban, él paseaba.

Llegó a Ecuador para enfrentar a Argentina en semifinales. Habló con quien quiso, se movió por donde se le antojó. Y jugó. iCómo no iba a hacer lo que quisiera si para los colombianos era el mejor del mundo! iCómo no iba a exigir si Bavaria, su patrocinador, lo había trasladado en un jet privado! El niño consentido de la Selección enfrentó el jueves 1 ° de julio a los argentinos. Cara a cara con Batistuta, con Redondo, con Simeone… Con tipos que, como él, venían de las ligas europeas. Pero a aquéllos ni siquiera se les ocurrió pensar en vacaciones. Tomaron vuelos directos a Ecuador para estar con su equipo. “La Selección Argentina por encima de los intereses personales”, dijeron. Ya en la cancha del Monumental de Guayaquil, Asprilla fue un desastre. “Hay que darle ritmo”, dijo Maturana. Y se empecinó. Prefirió a un jugador que cambiaba la camiseta de Colombia por unas playas. Y dejó en la banca un sabor a injusticia, a amargura.

Nadie puede sentirse feliz de quedar por fuera de un partido si se mata en los entrenamientos, si cambia comodidades por sacrificios, si se somete a un régimen de disciplina. Pero esa es la ley del fútbol: sólo juegan once. Lo que no puede aceptar jamás un futbolista, por servil que sea, es perder el puesto con un individuo que ni siquiera asiste a las prácticas. Adolfo Valencia, Víctor Aristizábal, Anthony de Ávila e Iván René Valenciano no hablaron. Pero el resentimiento comenzó a crecer.

Días antes de la Copa América, por los primeros días de mayo y en un partido de preparación ante los Estados Unidos, Valencia había insinuado su resentimiento en Miami. “Hoy juego, claro. Pero seguro, cuando llegue Asprilla lo colocan porque sí, aunque yo me haya matado por el puesto”. También había presentido lo que ocurriría. Por la tarde de aquel 5 de mayo El Tren selló su traspaso al fútbol europeo. El Bayern de Munich lo esperaba. Y la polémica.

Porque la relación entre Adolfo Valencia y Francisco Maturana estuvo marcada desde el principio por la polémica. El técnico no lo quería, pero algunos sectores de la prensa presionaban. En aquella Copa América de Ecuador la situación se hizo insostenible. Hernán Peláez y Edgar Perea, periodistas de Caracol, le gritaban al mundo que El Tren tenía que estar. Maturana apenas lo colocaba por momentos. Se inclinaba, dentro de su lógica, por Asprilla y Tréllez.

Con ellos dos salió para el primer juego de las Eliminatorias al Mundial, el 1 ° de agosto de 1993. Asprilla no alcanzaba su mejor nivel, Tréllez luchaba contra la oposición de medio país. El 0-0 final de aquel debut ante los paraguayos en el Metropolitano de Barranquilla fue casi una bofetada para los colombianos. Faustino Asprilla pasó de héroe a villano. Y los diarios lo señalaron como el gran responsable del punto perdido, no sólo por el penal que desperdició, sino por su excesivo individualismo.

Sin embargo, Maturana y Gómez le apostaron de nuevo. El 8 de agosto, ante Perú, en Lima, estuvo otra vez entre los once que iniciaron. Y otra vez fue fracaso lo suyo. La presión aumentó, pese a la victoria 1-0. Ya para el tercer compromiso de la Eliminatoria se hacía casi imposible la presencia de Asprilla. El rival era Argentina, líder del grupo, invicto en 33 partidos y campeón de la reciente Copa América. Cualquier resultado que no fuera victoria sería el acta de defunción para Colombia.

Entonces, tal vez por convicción, tal vez por presión, Maturana cambió. Dejó en la suplencia a Asprilla. Y a Tréllez, Gómez y Álvarez. La Colombia de esa tarde del 15 de agosto fue otra en Barranquilla. Sobre los dos minutos del juego, Iván René Valenciano tocó su primera pelota en la Eliminatoria y dejó estático a Sergio Goicochea. Fue gol. Asprilla empezó a sufrir. Su gesto y su silencio así lo decían. Al final de los 90 minutos se le vio serio. Colombia celebraba el 2-1 sobre Argentina y el primer lugar del grupo. (El segundo tanto colombiano fue de Valencia; el de Argentina, de Medina Bello). Entre pitos, banderas, gritos y aguardiente se fue la tarde. Y con la noche llegó la fiesta al Hotel Dann. Hubo orquestas, hubo baile, hubo risas. De Faustino Asprilla no se supo nada. Pero en la madrugada del lunes 16 el rumor se coló por entre los huéspedes del Dann.

“Asprilla se voló”, dijo un periodista barranquillero.

Y se encendió el escándalo. Hacia el mediodía de aquel lunes, ya toda la prensa del país estaba enterada del asunto. Faustino Asprilla se había escapado de la concentración, molesto por haber estado de suplente en el partido con los argentinos. Una rabieta más del niño terrible, un desplante más del jugador indisciplinado.

Ese día, las primeras palabras las pronunció Juan José Bellini, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol: “Un jugador que actúa así no debe volver a vestir la camiseta de Colombia”. Pero sólo unas horas más tarde se retractó, como volvería a ocurrir en julio de 1994 con otras declaraciones igualmente fuertes. El final de este episodio fue lamentable, aunque se lo tiñó de positivo.

En una rueda de prensa, citada por el cuerpo técnico de la Selección, Asprilla fue perdonado. Se dijo allí que los mismos jugadores habían pedido su reintegro. Y nadie buscó nada más. El futbolista volvió y prometió que no habría más desórdenes por su culpa. Francisco Maturana lo disculpó de nuevo diciendo: “Es un niño, sólo un niño bueno, no sería capaz de hacerle daño a nadie”. Por su parte, Javier Gaitán, periodista de CM&, alcanzó a advertir: “Como precedente es nefasto”.

***

El 5-0 sobre Argentina tapó los desmanes de Asprilla. Para muchos, esa fue “su gran noche”. Hoy sería todo un gesto de cordura, como dice Joan Manuel Serrat, desenterrar la verdad futbolística de Faustino Hernán Asprilla. Cuenta su historia que por allá por 1991 comenzó a asomar como un tipo genial en la cancha. Jugaba para el Nacional, y con el Nacional ganó el título colombiano de ese año. Impredecible, veloz, hábil, intuitivo y creativo, con esa camiseta mostró lo mejor de su repertorio.

En febrero de 1992 fue convocado por Hernán Darío Gómez. Tenía el puesto asegurado en la Selección Colombia Sub-23 que disputaría un cupo para los Juegos Olímpicos de Barcelona. Allá, en Paraguay, también brilló Asprilla. Y ese equipo, que de su mano se cansó de arrumar elogios, terminó en el segundo puesto (perdió 1-0 ante los locales el encuentro decisivo). Asprilla Colombia presagiaban grandes cosas para la Olimpiada.

Pero la histeria de siempre se repitió. Es distinto llegar a un campeonato como uno más a llegar como opcionado al título. Y es distinto en todos los sentidos. Al fútbol de Colombia, y decir Colombia es decir directivos, periodistas, entrenadores, jugadores y aficionados, esas diferencias parecen no interesarle. En los Olímpicos, como pasaría con el Mundial de Estados Unidos, se pagó muy caro ese descuido.

Y se pagaron caras, como en Estados Unidos, las ilusiones transformadas en obligaciones. Al equipo de Hernán Darío Gómez se le exigió una medalla desde el día en que terminó el Preolímpico de Paraguay. Pero jamás llegó esa distinción. Al contrario, lo de Barcelona fue un fracaso rotundo, en lo deportivo y en lo organizativo. (Colombia perdió ante España 4-0 y con Egipto 2-1 y empató con Qatar 4-4). Y dentro de ese fracaso Asprilla desempeñó un papel decisivo. Porque fue negligente en la cancha. Porque fue individualista. Porque intentó hacer él solo lo que su equipo no podía. Y le negó a ese equipo la posibilidad de asociarse. En aquella Olimpiada Faustino Asprilla jugó, literalmente, para Faustino Asprilla. Se pasó de revoluciones para demostrarle al mundo que él era la gran figura. Y se equivocó, claro. Pero un año después mu y pocos recordaron aquella equivocación. No la recordaron por ese “estigma tropicalista de ignorar los matices, por esa manía colombiana de estar siempre en los extremos”, según frase de Carlos Antonio Vélez.

En 1993 Asprilla, que jugaba en el Parma, era una de las sensaciones de la liga italiana. Un gol suyo acabó con el invicto histórico de 58 partidos que ostentaba el Milán; otros dos frente al Atlético de Madrid le otorgaron a su equipo el tiquete para jugar la final de la Recopa, y tres más le dieron una victoria mágica a su cuadro frente al Torino. Esos tantos fueron suficientes para que en Colombia lo llamaran “el mejor del mundo”. (El Tiempo, septiembre 20 de 1993, pp. 1 A y 1 D).

Como un ídolo, casi como un dios, llegó Asprilla a jugar las Eliminatorias de USA 94. Ya está dicho: su única buena presentación fue en Buen os Aires el 5 de septiembre. Con ese partido, en el que los argentinos, desesperados por tener que obtener un resultado l e regalaron espacios para su velocidad, toda Colombia se dejó engañar. Con un partido se borraron sus fallas, y por un partido se le rindió pleitesía… una vez más.

Ese error no lo perdonaría el fútbol. O el destino, como se quiera. El fenómeno Asprilla fue decisivo para los acontecimientos de junio y ju lio de 1994. Es que el fútbol no es sólo poseer una gran técnica o una velocidad insuperable. En el fútbol no se gana por nombre o por los goles que ya están archivados. El fútbol es otra cosa… mucho más compleja, mucho más profunda. Y no se deja engañar por luces artificiales.

O por momentos de inspiración. Porque sí, la inspiración se produce en el fútbol, eso dicen. Pero no puede ser una constante en la vida de un jugador, aunque a alguno le parezca un contrasentido. Es que cuando esa inspiración se transforma en regularidad ya no lo es más. Pasa a llamarse de otra manera, y, también, de otra manera se produce. Lo de Asprilla es inspiración, lo de Carlos Valderrama es calidad. ¿Y la diferencia dónde está? ¿En qué consiste?

De repente, a un futbolista le queda una pelota servida al borde del área rival. Uno hará lo que el instinto le ordene: si la jugada sale bien, dirá después que es inspiración. Otro terminará la maniobra de acuerdo con su experiencia e inteligencia. Seguro, el primero, por esa “inspiración”, finalizará bien una jugada de diez posibles. Con el segundo, el final de la película será totalmente al revés, de diez posibilidades se equivocará en una, o máximo, en dos. Lo de este último ya no se puede llamar inspiración. Será calidad, talento, inteligencia, experiencia… Pero no inspiración. (¿Por qué llamar inspiración al final de una obra pensada por su autor mucho tiempo? (Acaso alguien podría decir que el Guernica de Picasso es inspiración, cuando el artista trabajó su estilo, sus ideas, sus formas y colores durante años y años?

Vivir permanentemente inspirado, eso es calidad. Actuar por ráfagas, eso es inspiración. Con la Selección Colombia, Asprilla sólo mostró ráfagas de su talento natural. Y ahí estuvo uno de los errores más graves de toda esta historia. El país, todo, se convenció de que esas ráfagas eran calidad. Y que por lo tanto había que hacerle caso al jugador hasta en el mínimo capricho. Para mantenerlo contento, motivado, dispuesto; para que no se fuera… para que le hiciera a Colombia el favor de jugar el Mundial de Estados Unidos.

Es que a Asprilla quisieron hacerlo ídolo simplemente porque en Colombia no hay ídolos. Nunca los hubo. Aquí los ídolos son de barro. Inventados por la prensa. Ni se les quiere ni son ejemplo de nada, porque además no tienen ningún ejemplo para dar. Son hombres surgidos de la miseria, llevados al cielo en un par de días y devueltos al barro en otros dos. Asprilla jamás tuvo la culpa de que lo inventaran como ídolo. Su error fue creerse ídolo. Y aprovecharse de su condición. Su culpa fue transgredir una y otra vez las normas.


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Continuación Capítulo 1


La verdad del 5-0

Pero, ¿cuál fue la verdad de aquel trascendental juego ante los argentinos? ¿Cuál fue la realidad de esos 90 minutos? ¿Por qué los colombianos se dejaron engañar por un resultado? Las respuestas no son tan sencillas. Y mucho menos inmediatas. Hay que devolver la cinta muchos años para llegar a una conclusión. Hay que situarse, por ejemplo, en el Mundial de Chile 62, cuando Colombia jugó su primera Copa del Mundo. Cuando todavía los jugadores salían a la cancha a ganar por gloria, no por dólares. Cuando aún representar a un país era una distinción.

Por aquel entonces Colombia no significaba nada en el mundo del fútbol. Era, poco más o menos, lo que ha sido Venezuela en los últimos años. El profesionalismo era una mezcla de amor por la camiseta y exiguas ayudas económicas. La Selección era una quijotada. Los jugadores se hospedaban en hoteles de tercera, se alimentaban mal y a veces hasta tenían que lavar sus propios uniformes. Nadie les regalaba nada, nadie les prestaba la mínima atención. En esas condiciones eliminaron a Perú -en juegos de ida y vuelta, 1-0 en Bogotá y 1-1 en Lima-y clasificaron al Mundial.

A Chile llegaron sin escándalos, con un puñado de hinchas, las valijas, y una frase de Adolfo Pedernera, el técnico, metida en lo más profundo de su ser: “Nada podemos perder y, en el peor de los casos, ganaremos experiencia”. Esa humildad, ese bajo perfil, los transmitieron Cobo Zuluaga, Maravilla Gamboa, Cuca Aceros y Caimán Sánchez a la generación que llegaba. De un solo golpe no podían, ni ellos ni los que venían detrás, quebrar ese dominio argentino que marcó al fútbol profesional colombiano desde sus comienzos, en 1948.

Aquellos eran, todavía, años clasistas en el fútbol. A los argentinos se les pagaba el triple o más, y siempre en la fecha que correspondía. Los colombianos tenían que conformarse con los restos. La situación creó resentimientos, es obvio. Pero no cambió. La humildad se convirtió en un complejo de inferioridad racial, social, cultural y futbolístico. El jugador colombiano sentía pánico al enfrentar a los argentinos, a los brasileños o a los uruguayos. Se creía menos. Salía al campo convencido de que lo mejor que le podía pasar era no salir goleado, humillado.

El primer resultado importante de una Selección Colombia ante Argentina se dio en 1971. Fue durante un torneo preolímpico celebrado en Bogotá, cuando el conjunto que dirigía el yugoslavo Toza Vaselinovic igualó a unos con los argentinos y obtuvo la clasificación para la Olimpiada de Munich. El gol del empate lo anotó Adolfo Andrade, a quien llamaban El Rifle, sobre los últimos minutos del partido. Y fue celebrado a rabiar por un estadio que no estaba acostumbrado a ganar, por un público conforme que ya aceptaba de buena gana perder por 1-0. Era la primera vez que Colombia no perdía con Argentina.

Hacia 1977 llegó a Cali Carlos Salvador Bilardo. Fiel siempre a lo que aprendió de su maestro Oswaldo Juan Zubeldía, empezó a trabajar con la mentalidad de sus dirigidos. Comprendió que quien piensa que va a perder, pierde irremediablemente. “Mirá, yo tenía que colocarles en las paredes de los vestuarios las tapas de la revista El Gráfico para que vieran que los argentinos eran como ellos, para que se acostumbraran”, dijo en febrero de 1994 Bilardo. Pero cuando expresó que Colombia estaba agrandada y declaró que el 5-0 del Monumental no significaba q u e Colombia fuera cinco veces más que Argentina, se armó la polémica en el país. Los diarios, las revistas y los noticieros lo calificaron de mentiroso. “¿Cómo viene a decir eso este señor después de todo lo que Colombia le dio?”. “Es increíble que una persona pueda llegar a ser tan ingrata”, decían. Como si la gratitud tuviera algo que ver con la verdad, como si las palabras del argentino hubieran tenido la intención de ofender. A Bilardo no le perdonaron sus verdades.

Lo trataron de resentido. Y con ese manto se cubrió la realidad una vez más. Nadie se preguntó por qué iba a ser resentido un técnico que lo había conseguido todo con la Selección de Argentina: campeón del mundo en 1986 y subcampeón en 1990. Nadie permitió que sus comentarios fueran una hipótesis que llevara a una conclusión. No, su nombre fue tachado, igual que su imagen, igual que sus opiniones. Hasta Hernán Darío Gómez y Francisco Maturana se subieron a ese bote. “Está loco, no sabe lo que dice”, fueron sus declaraciones.

Lo que más le dolió a la prensa nacional, y por ende, al público, fue que expresara abiertamente que Colombia no era favorita para ganar el Mundial. Una muestra más de la ceguera a la que llegó el país con su Selección. También le ocurrió a Pelé, cuando criticó los lujos de Freddy Rincón ante el Milán de Italia (seamos claros, la segunda línea, y desgastada, además, del Milán de ltalia). Fue esa otra de las razones del fracaso posterior: La intolerancia. La intolerancia impidió que se pudieran solucionar algunos defectos, que se dijera la verdad. Colombia no escuchó consejos, sencillamente porque se creyó perfecta en su fútbol. Y, obviamente, se derrumbó cuando apareció el primer obstáculo. Allí, ante el primer obstáculo, mostró su verdadera esencia. Su verdad. Lo anterior, todo lo anterior, había sido adorno, mentira.

***

El 5 de septiembre de 1993, la Selección Colombia de fútbol arribó en pleno al estadio de River Plate, sobre las cuatro de la tarde. La recibieron con gritos hostiles y gestos amenazantes. Argentina se jugaba su paso al Mundial en ese partido y ya a esas horas pocos creían en el cuadro de Alfio Basile. Cuarenta minutos después de su llegada, los colombianos salieron a reconocer el terreno, una forma de decir, a probar al público. Estaban tranquilos. Córdoba saludó a la tribuna, como si nada. Rincón hizo bromas con Barrabás, Asprilla salió a hablar a través de un teléfono celular.

Ese gesto, y en aquel instante, fue maravilloso para Colombia. Asprilla estaba de ídolo. “Ese negro tiene mucha personalidad”, decía la gente. A los diez minutos él y sus compañeros se devolvieron al vestuario, donde iniciaron esa mística rutina de vendajes, ungüentos, masajes y ruegos que antecede un partido. En la charla técnica, Maturana les recordó a sus jugadores que salieran tranquilos, que ya habían cumplido. Al final les dijo: “Respeten a los argentinos, ellos tienen un país grande y un fútbol grande. Se merecen respeto”.

Afuera, la tribuna no cesaba de cantar, siempre dirigida por las barras ubicadas detrás de los arcos. De cuando en cuando, se metía con algún colombiano que mostraba su bandera y le dedicaba un estribillo insultante. Aquello parecía más el circo romano que un estadio de fútbol. Las calles de Buenos Aires y de rodo el resto del país estaban vacías. Había llegado el momento esperado. Por dos horas, a Argentina dejó de interesarle todo lo que no tuviera que ver con el fútbol. Y a Colombia, por supuesto, también.

Al principio el partido fue un monólogo. Argentina atacaba por todos lados. Por abajo, por arriba, por los costados, por el centro. En sólo diez minutos Gabriel Batistuta había perdido dos opciones claras de anotar. Podía haber goleada, ese era el sentimiento general en Núñez. Cuando el reloj marcó el minuto 40 de la primera parte, Colombia llegó por vez primera al arco de Sergio Goycochea. Fue por una jugada solitaria de Rincón, que amagó dos veces dentro del área y soltó un disparo fuerte al primer palo. Tres minutos después se comenzó a escribir la historia.

Valderrama recibió un balón en su campo y se fue en diagonal, de izquierda a derecha. Esquivó a dos rivales y metió uno de esos pases que sólo él puede meter, por la mitad de la defensa argentina. De atrás surgió Rincón, como un fantasma, enfrentó al portero, lo eludió hacia su derecha y marcó el 1-0. Estupor en Buenos Aires, gritería en Colombia. A partir de entonces el juego fue una locura. Pero no porque los colombianos hubieran impuesto su ritmo, sino porque los argentinos se fueron con todo a buscar el empate.

En medio de ese desorden, surgió el Asprilla todos querían ver. Tuvo libertad y espacio, y los supo aprovechar. En un contraataque anotó el 2-0. Argentina se fue por el descuento, sin tomar precauciones. En siete minutos tuvo cuatro, cinco, seis oportunidades claras de gol; Córdoba las salvó todas. Llegó el momento del 3-0. De nuevo Asprilla, suelto, libre, con todo el campo a su disposición. Metió un pique de 50, 60 metros, arrastró a toda la defensa argentina y llegó a la última línea. Goycochea tapó su remate, pero el rebote le llegó a Leonel Álvarez, quien buscó el fondo e hizo el centro hacia atrás. Rincón volvió a aparecer y le pegó mordido a la pelota. !Gol! Lo demás fue desesperación para Argentina. El 4-0 lo consiguió Faustino Asprilla después de robarle una pelota a Borrelli en tres cuartos de cancha, y el 5-0, Valencia, luego de un pase de Asprilla. En siete ocasiones llegó Colombia al arco de Sergio Goycochea. Anotó cinco goles. En realidad, un accidente del fútbol que se repite cada muchos años.

Hacia las ocho de la noche de aquel domingo el estadio de Núñez mostraba una imagen insólita. Ahí estaban todos juntos. Las “barras bravas” de Boca, San Lorenzo, Racing, Temperley, Al!Boys. “Patoteros” que meten miedo. Muchachos y viejos con los ojos inyectados de odio hacia una sociedad de la cual se han marginado. Allí estaban ellos, todos juntos. Y aplaudían a los colombianos. Como Diego Maradona, de pie en la tribuna. Como los otros hinchas, menos violentos, pero igual de apasionados.

Se quedaron allí por mucho tiempo. Diez, quince, veinte minutos. Una eternidad… Para llorar. Para cantar de nuevo “vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos a ganar”. Para recordar. Después se marcharon, en silencio. Unos a la Boca, otros a Villa Fiorito, otros al centro… Llevaban un aliento amargo, un aliento a bronca. Para ellos el fútbol siempre fue vida. Y la vida siempre la pagaron a plazos con fútbol. Ese 5 de septiembre tocaron fondo. Cada uno, a su estilo, lo entendió.

La muerte olvidada

Los colombianos se subieron al primer vuelo de Avíanca el lunes siguiente. Convivieron durante las siete horas que duró el trayecto desde Buenos Aires hasta Bogotá con periodistas, hinchas, directivos y curiosos. Como iban de ganadores, no había problema en que la intimidad se quebrara. Brindaron con ellos, y con ellos se desahogaron de tanta rabia contenida hacia Argentina. “Por fin… y ojalá nos encontremos en el Mundial para volverles a ganar. iPedantes!” Freddy Rincón era uno de los más eufóricos. Había vengado años y años de humillaciones. Por lo menos así lo sentía esa mañana.

El vuelo arribó a Eldorado hacia las cuatro en la tarde. Desde el mediodía la avenida que llega al aeropuerto se encontraba repleta de aficionados. Estaban felices, como la noche anterior, pero también sentían rabia. Todavía sentían rabia, esa rabia nacida en el periodismo, patentada en el periodismo y que explotó en las calles el 5 de septiembre. Banderas azul celeste y blanco quemadas aún yacían en el suelo junto con restos de aguardiente, ron, harina y pólvora. La Policía empezaba a reportar los innumerables casos de violencia y los muertos de la celebración. Para muchas familias, un partido de fútbol y una victoria se habían transformado en una pesadilla.

Ese detalle apenas si quedó registrado en los diarios. No hubo una sola voz que analizara, que fuera capaz de decir: “Este es el producto del odio inculcado a través de los medios de comunicación hacia los argentinos”. “O esto es lo que produce una sociedad hecha de rencillas, resentimientos y complejos de inferioridad”. Para encubrir la estupidez y la barbarie, la prensa optó por recordar que en Bélgica, hooligans ingleses habían asesinado a 41 fanáticos, el 30 de mayo de 1985, en el estadio de Heysel, Bruselas, cuando Juventus y Liverpool jugaban el partido decisivo de la Copa Europea de Clubes.

No recordó, claro está, que por ese motivo la primer ministra británica, Margareth Thatcher, dispuso la entrega de 250.000 libras esterlinas a los damnificados, y que tomó todas las medidas para castigar, como en efecto castigó, a los responsables. Tampoco recordó que la UEFA (Unión Europea de Fútbol Asociado) sancionó a todos los clubes ingleses con cinco años de suspensión para cualquier competencia internacional. Ni recordó que a raíz de esa tragedia los hooligans empezaron a ser perseguidos en todas partes del mundo.

Fueron más de 100 los muertos de ese domingo septembrino. Por lo menos, esa es la cifra que dan los diarios. El 5-0 también hizo olvidar a las víctimas. No hubo minutos de silencio ni entierros colectivos ni ayudas para los familiares. El presidente Gaviria no dijo una palabra al respecto. Recibió a la Selección Colombia en El Campín para condecorar a sus integrantes con l Cruz de Boyacá. Esa noche, los futbolistas y Maturana, en pleno, le pidieron al Presidente que dejara en libertad a René Higuita, quien estaba recluido en la Cárcel Modelo de Bogotá desde el 9 de junio. Cumplía una condena por haber intercedido en la liberación de la hija del narcotraficante Luis Carlos Molina Yepes. “Había que entender la situación, estábamos en un momento de gloria y parte de esa gloria le pertenecía a René”, dijo Maturana después. Estaban en la gloria y por eso creían que podían hacer lo que se les antojara.

Desde entonces, Colombia no dejó de respirar fútbol. Y la nueva moral de signo pesos se apropió de ese deporte. Ya no fueron sólo los dineros de oscura procedencia los que lo invadieron. Las empresas privadas también se anotaron en la lista con gruesas sumas -antes de las Eliminatorias, ya Bavaria había decidido patrocinar a todas las Selecciones Colombia-, así como los medios de comunicación y las agencias de publicidad. El fútbol y sus jugadores contaminaron todos los espacios de la vida nacional. Tanto, que terminaron por contaminarse a sí mismos.

El fútbol dejó de ser un simple juego. Creó muchos intereses, y esos intereses lo devoraron. Sus jugadores no estaban acostumbrados a tanta fama, a tanto dinero, a tanta lisonja. Los periodistas no supieron manejar esos instantes de gloria. Al revés, los despilfarraron. Y los directivos asesinaron la fuente de sus riquezas por no saber qué hacer con tanta riqueza y cómo conseguir más. Todos descuidaron el fútbol, al pretender vivir del fútbol.

Es como para no creerlo. En Argentina, en Uruguay, en Brasil, en Italia, en Alemania, el fútbol nació hace más de 120 años. Desde entonces hay campeonatos, periodistas que registran cada juego y aficionados que hablan de fútbol en largas tardes de café. Esos países han ganado títulos del mundo, medallas olímpicas, campeonatos internacionales… Produjeron futbolistas históricos, mágicos, que llevaron el fútbol a otros países. Ciento veinte años para aprender, para crecer, para entender que el fútbol no es únicamente lo que se ve en la cancha. Y todavía se equivocan. Todavía quedan por fuera de los Mundiales. Colombia, en cambio, con escasos 46 años de vida futbolística, ya aspiraba a una Copa del Mundo.

***

El año de 1993 cerró para el fútbol colombiano con el título de Atlético Junior y con la distinción otorgada por el diario El País, de Montevideo, a Carlos Alberto Valderrama como el mejor jugador del año. El triunfo de Colombia sobre Argentina en Buenos Aires y la muerte de Pablo Escobar, ocurrida el 2 de diciembre en Medellín, fueron seleccionados como los dos acontecimientos más importantes de los doce meses que estaban por concluir. No tenían nada que ver el uno con el otro. No obstante, sus protagonistas sí tuvieron nexos durante muchos años. Pero esa es otra historia.

El 16 de diciembre, en Las Vegas, Estados Unidos, se supo por fin en qué grupo quedaría Colombia y cuáles serían sus rivales durante el Mundial. Ese grupo, el C, y los rivales, Rumania, Estados Unidos y Suiza, terminaron de inflar el globo. Como no eran Alemania ni Italia ni Holanda ni Brasil, no habría problemas, pensaron muchos. Incluso Francisco Maturana, por lo general tan reservado, dejó escapar su alegría ante los micrófonos ese mismo día. “Es uno de los menos complicados, quizás, el grupo más accesible, pero eso no quiere decir que sea fácil. Todos los equipos en un Mundial son difíciles”, afirmó.

De nuevo se perdió la memoria. Se minimizó a Rumania, que en el Mundial de Italia había sido una de las gratas revelaciones. Se despreció a Estados Unidos, sin siquiera advertir que los norteamericanos no dejan el más pequeño detalle al azar. Y se ignoró a Suiza, que había obtenido su clasificación por encima de Portugal e Italia. El 17 de diciembre de 1993 había por todo el país un sentimiento de tranquilidad. Era una confirmación: Colombia estaba clasificada de antemano, sin necesidad de medirse a nadie, para la segunda fase del Campeonato. Las vacaciones de fin de año fueron para muchos la ocasión para firmar la papeleta de clasificación.

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CAPÍTULO II

UN DESASTRE INEVITABLE




La primera convocatoria de 1994 la hicieron Maturana y Gómez en enero y los primeros entrenamientos se realizaron en el Club de Bavaria, al norte de Bogotá. Francisco Maturana, Hernán Darío Gómez y Juan José Bellini marcaron los lineamientos iniciales de lo que sería la preparación del equipo para llegar en 10 puntos al Mundial de Estados Unidos.

Derroteros generales, porque de lo que se acordó en aquella reunión quedó muy poco. Diversos intereses y personajes incidieron para que el proceso se transformara. El manual del fútbol, la lógica del fútbol, quedaron relegados. Dicen los entendidos, los estudiosos, que toda preparación para una competencia importante debe iniciarse con rivales débiles, pues el ritmo se debe adquirir lentamente. Que en la segunda parte debe subir el nivel de esos contrincantes, pues ya el equipo, supuestamente, está en su máximo nivel. Y que, al final, debe retomarse a los rivales livianos para evitar lesiones de consideración y que una eventual derrota perjudique la moral de los futbolistas.

Esa es la teoría, por la cual, además, se han regido todos los últimos campeones del mundo. Es claro, también, que el plan de preparación tiene que series de utilidad al técnico y a los jugadores. A nadie más. Sin embargo, ninguna de es tas premisas se cumplió en el caso de Colombia porque muchos metieron la mano y porque la prensa y la afición no entendieron lo que son los juegos de fogueo. Se pretendió sumar cuando no había nada que sumar. A la Selección la presionaron antes del Mundial. Se suponía que no podía perder, siquiera, los juegos de entrenamiento. En general, esos encuentros se tomaron como si fueran de alta competencia.

El primero de esos partidos fue en Barinas, ante Venezuela. Colombia ganó 2-l (goles de Valenciano y Tréllez). Un resultado lógico. Sin embargo, las críticas se iniciaron desde ese momento. Que Valderrama está muy lento, que la defensa aún no trabaja armónicamente, que Harold Lozano tiene que estar desde el comienzo, que Víctor Aristizábal es un invento de los técnicos, que Barrabás Gómez no puede estar en la Selección Colombia … Desde el primer partido la prensa mostró esa tendencia que la acompañaría durante todo el año: crítica o elogio, nunca un matiz.

Entre tanto, la presión aumentaba. Ya era casi una obligación obtener la Copa del Mundo. Los comentarios que llegaban desde el exterior alimentaban la vanidad. César Luis Menotti dijo que Colombia era una de sus favoritas en el Mundial. Algo similar comentaron Arrigo Sacchi y Johan Cruyff. Titulares a seis columnas con esas declaraciones. Pero ni Cruyff ni Sacchi conocen Colombia; Menotti vino tres días en 1979. Por eso no pueden conocer la realidad colombiana, la manera de pensar de sus habitantes, la cultura, la historia. En aquel entonces hablaron de lo técnico y de lo táctico. Y tenían razón: por esos dos aspectos Colombia podía llegar a la final de USA-94.

Una semana después del partido en Barinas, Colombia viajó hacia Arabia Saudita a enfrentar al equipo de aquel país, clasificado al Mundial y dirigido por el holandés Leo Beenhaker, ex técnico del Real Madrid. Una buena oportunidad para conocer un mundo diferente y un fútbol por el que nadie apostaba. Colombia jugó bien los dos partidos ante Arabia, el 6 y 9 de febrero: empató el primero 1-1 y ganó el segundo 1-0. No obstante, ya empezaba a presentarse un problema: Oscar Córdoba era la gran estrella del equipo. Cuando el arquero de un onceno se convierte en figura es porque el rival llegó con mucha frecuencia y peligrosidad a su arco.

La lectura, a la colombiana, fue a la inversa: “Tenemos uno de los mejores porteros del mundo”. Córdoba fue factor determinante para los buenos resultados de la primera gira. Ante Fiorentina de Italia, que lideraba la segunda división, sostuvo un duelo individual con el argentino Gabriel Batistuta. Como había ocurrido el 5 de septiembre en Buenos Aires, esa noche el colombiano le atajó balones casi imposibles al argentino. Casi que el partido se centró en ellos dos. El enfrentamiento Córdoba-Batistuta disimuló la lentitud de la defensa colombiana y la poca sincronización que existía entre los volantes de recuperación y esa última línea.

Nadie recapacitó, pero Batistuta, solo, sin compañía, generó seis posibilidades de gol y seis veces salvó el portero la situación. ¿Dónde estaban los defensas que debían controlar al argentino? ¿Dónde el mecanismo para contrarrestar el desequilibrio de un hombre capaz? ¿Dónde la famosa máxima de “tenemos la pelota todo el tiempo para que el contrincante no la toque y no produzca situaciones de peligro?” El encuentro terminó igualado 0-0. Para unos fue buena la producción de Colombia. Otros dijeron que debía haber ganado. El equipo, o sea, jugadores, técnicos y dirigentes, se mostraron optimistas. En cierta forma, pensaban como el país. “Si así, con unos pocos titulares, nos va tan bien, ¿cómo será cuando estén todos?”.

La frase la pronunció Diego Barragán, preparador físico, pero igual hubiera podido ser de cualquier otro. Era la tónica general del grupo. No lo decían abiertamente, pero en la intimidad se empezaban a sentir campeones. Lo mismo creía gran parte de la prensa. Unos y otros alimentaron esa convicción. Luego fue el país el que se convenció.

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Última edición por Lord Mago; 15-10-2013 a las 22:25:45
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Continuación Capítulo II



El vacío de Valderrama

El cuarto juego de aquella gira resultó histórico. En el estadio Orange Bowl de Miami, Colombia enfrentó el 18 de febrero a la Selección de Suecia, calificada para el Mundial y una de las novedades europeas. Los suecos no llegaron con sus titulares, pero de cualquier forma se entregaron . A ellos también les convenía ganar en experiencia. Al comienzo el trámite fue parejo. Colombia trataba de tener el balón apoyada en la clase de Carlos Valderrama. Suecia intentaba romper ese esquema con profundos contragolpes. Sobre el final del primer tiempo, el país entero se estremeció. El Pibe fue a trabar un balón en tres cuartos de cancha y recibió un planchazo. Estuvo tirado en el suelo por cinco minutos. Pero reaccionó con violencia en la siguiente jugada y fue expulsado.

Después se supo: había sufrido una ruptura parcial en el ligamento cruzado anterior de su rodilla derecha. A esas alturas, febrero de 1994, era casi como quedar por fuera de la Copa. “Es difícil que yo reaccione, pese a que siempre están tratando de provocarme. Ante los suecos me calenté porque sentí, apenas recibí el golpe, que era de quirófano. En un segundo me pasó de todo por la cabeza, hasta la posibilidad de quedarme viendo el Mundial por la tele. Son momentos de ira, momentos en los que no te puedes controlar”. Valderrama no habló demasiado de su lesión. Tampoco de su reacción, pero vivió el drama segundo a segundo. Sólo su fuerza de voluntad, su amor por el fútbol, consiguieron colocarlo entre los once que enfrentaron a Rumania el 18 de junio.

En esos días expresó por vez primera su deseo de ganar el Campeonato del Mundo. En una entrevista publicada por la revista Cromos el 21 de marzo, dijo que eso era lo único que le faltaba en la vida. Cuando le preguntaron si el favoritismo y la confianza no eran exagerados, respondió: “Tal vez por parte de la afición y del periodismo. Nosotros no nos sentimos campeones ni nada por el estilo, hemos trabajado mucho en ello. No hay problemas. Estamos claros en que mejorando lo de Italia estamos cumplidos”. Un día antes del debut ante los rumanos, en Los Ángeles, se olvidó de sus declaraciones anteriores y sostuvo que Colombia llegaba al Mundial para llevarse el título.

Carlos Alberto Valderrama fue otro capítulo aparte en esta historia. Fue operado en el hospital San Ignacio de Bogotá el domingo 20 de febrero. Cuentan quienes pudieron visitarlo en su habitación que estaba acabado, desconsolado. Que lloró, que dijo que no alcanzaría a estar para el Mundial… Algún noticiero alcanzó a informar que inclusive se había cortado el pelo. Y esta no es una anécdota más, aunque lo parezca. Para Valderrama, como para muchos futbolistas, el cabello es una especie de talismán. Unos lo llevan largo, otros corto, pero para todos, o por lo menos para el noventa por ciento de ellos, el pelo es un amuleto. Decir que Valderrama se lo había cortado era como afirmar que estaba derrotado. No fue así. Después de la primera crisis, Carlos Valderrama se levantó. Se puso el overol y empezó a trabajar como cualquier muchacho de 20 años.

En Barranquilla, y al lado del profesor Hernández, kinesiólogo del Atlético Junior, el número 10 de la Selección comprendió que todo dependía de él. No se amilanó ante el dolor, no se quejó, no descansó. Si alguien quería jugar el Mundial, ese era Carlos Valderrama. A mediados de marzo le quitaron el yeso. A finales del mismo mes ya corría y realizaba ejercicios para fortalecer el músculo. A principios de abril dijo que quería jugar. El folclor colombiano surgió otra vez. Todos opinaron, todos polemizaron. Que sí, que no, que aún le faltaba. El cuerpo médico de la Selección, Hernán Luna e Ignacio Zapata, se opuso; el de Junior lo apoyó.

El 30 de abril Valderrama volvió al fútbol en Paraguay. Con la camiseta número 10 del Junior, ante Cerro Porteño, por la Copa Libertadores, con la cinta de capitán, el pelo largo de siempre y un poco de temor. Poco a poco retornó a su ritmo, a sus pases de gol, a sus genialidades. Y lentamente recobró su lugar en la Selección. En mayo se incorporaron las estrellas de Europa y Brasil: Faustino Asprilla, Adolfo Valencia y Freddy Rincón. El equipo estaba armado, por lo menos en lo futbolístico. Valderrama, el líder natural, ya se había recuperado del rodo. La sociedad que tantas alegrías le había regalado a Colombia volvía a juntarse en las canchas. El talento, intacto. Las ganas, también. Sólo que…

Valderrama fue el estandarte de Colombia desde 1987, el mismo año en el que León Londoño Tamayo, entonces presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, le entregó la Selección de mayores a Francisco Maturana. Por su estilo, su calidad y su tranquilidad, fue desde un comienzo el líder natural del grupo. Ese año de 1987 El País de Uruguay lo escogió, por primera vez, como el mejor futbolista de Suramérica. Sus presentaciones en la Copa América de Argentina lo habían consagrado. Aquel Valderrama de 1987 obligó a las comparaciones. Ruud Gullit, Enzo Franchescoli. Incluso Diego Maradona. El siguió, igual que antes, igual que en sus años de fracaso con Millonarios. Jamás un desplante, nunca un gesto violento. Respuestas para todos, autógrafos para cualquiera.

En el 88 fichó para el Montpellier de Francia. Se marchó con la ilusión de abrir espacios para el fútbol colombiano, con su esposa Clara Ibeth y sus dos hijos, Linda y Alan. Otra vez el examen cada ocho días. Otra vez las conjeturas. No le fue bien. El técnico, Pierre Mosca, odiado en Colombia por el pecado de sentar al Pibe, no lo tuvo en cuenta. Jugaba por momentos, sólo por momentos. Así se le pasaron los días. Aprendió algo de francés, Au revoir Monsieur, a marcar un poco, a tirarse al piso, a soltar el balón más rápido. Pero jamás pudo ser El Pibe. Con la Selección Colombia que jugó en el 89 la Copa América de Brasil y las Eliminatorias para el Mundial de Italia perdió el examen. Los fantasmas de Millonarios volvían. De nuevo las dudas. Dudas y más dudas. Hasta que llegó el Mundial, allí donde se conoce quién es quién. Allí donde el fútbol elige y decide.

Ante Emiratos Árabes y Yugoslavia, ante Alemania y Camerún, Carlos Alberto Valderrama fue más que antes, más que siempre. Pidió el balón, sin importar que tuviera dos o tres adversarios encima, lo entregó claro, se mostró como salida, fue gol y marca. Fue claridad y magia. Había trabajado duro ese año para llegar bien al Campeonato del Mundo. El invierno francés lo había pasado allá, metido dentro de un buzo de entrenamiento. Corriendo, haciendo pesas, sudando … Uno, dos, tres, y de nuevo a empezar. Luego se fue al Real Valladolid. Después, al Deportivo Independiente Medellín. Y por último, al Atlético Junior. Muchos clubes, muchos estadios, muchas críticas y aplausos. Sí, en 1994 él tenía que ser el líder del equipo. El hombre que impusiera el orden, los ritmos… Hasta la manera de comportarse dentro y fuera del terreno de juego. No lo fue. Algo se rompió en su interior. Hizo ‘crack’, y terminó con millones de sueños.

Siempre fue un tipo extraño Valderrama. Callado, para muchos, tímido; alegre entre los suyos solamente. Un tipo extraño. Diferente a todos los demás. Sin esas ansias locas de ser “el protagonista”. Sin la necesidad de encontrar su nombre en rodos los diarios. Seguro, fuerte, sincero. Un jugador que jamás se arrugó, aunque tuviera a todo el público encima y al campeón del mundo enfrente. “Yo me divierto jugando al fútbol, como lo hacía en Pescadito cuando comencé”, solía decir. Y no era falso. El Pibe siempre tuvo la capacidad de pensar dos segundos antes que el contrincante, e inventarse una maniobra sútil. Patrimonio de los genios. Pero algo pasó la víspera del debut en Estados Unidos.

A Valderrama se le rompió rodo. Dejó de ser el líder, perdió su batuta, extravió los papeles. Y lo más grave, el respeto de sus compañeros. El 18 de junio, en el Rose Bowl de Pasadena, El Pibe no fue el tipo sereno de antes. El jugador talentoso que se inventaba una y dejaba pagando a los demás. Ese día gritó, insultó, regañó, manoteó … fue otro Valderrama ¿o el que en esencia es? El lunes 20, Francisco Maturana dijo: “El equipo está descompuesto porque Carlos (Valderrama) no ha ejercido su liderazgo dentro del campo. Lo perdió, y un equipo de fútbol sin líder es como un barco a la deriva. Ya no le creen”.

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Continuación Capítulo II



Preparación para la derrota

La primera gira de la Selección concluyó en Estados Unidos con un empate y una victoria: 2-2 ante Corea y 2-0 frente a Bolivia. El juego con los bolivianos fue de simple trámite. Nada para rescatar. El de Corea fue distinto. Porque los coreanos (también con varios suplentes) desnudaron a Colombia; pusieron al descubierto la lentitud de algunos jugadores. Y del esquema en general. La estructura de Colombia estaba determinada por futbolistas que superaban los 30 años. Y con edades así era muy difícil armar una táctica basada en la movilidad, como lo requiere el fútbol moderno.

Ante Corea, los colombianos estuvieron perdidos la mayor parte del tiempo. Salvaron un punto (como si los puntos importaran en esa fase), en parte, gracias al orgullo de ciertos hombres (Andrés Escobar, Leonel Álvarez, Barrabás Gómez), en parte, gracias a esa dosis de suerte que acompañó al equipo en los partidos de fogueo. O de ‘mala suerte’, mejor. Porque Colombia toda, feliz por mantener un invicto ficticio, no supo ver los errores. Y no los supo ver ni encontrar por los resultados positivos. Frente a adversarios de segunda y tercera línea era lógico que se ganaran los partidos. Como era lógico también que no hubiera fallas. Mentira tras mentira. La segunda parte de la preparación para el Mundial fue una de las más grandes graves mentiras del fútbol colombiano a través de su historia.

Y ahí también se equivocó Francisco Maturana al ceder de nuevo, como antes, con Asprilla. Cedió a los intereses del patrocinador -Bavaria-, que necesitaba más juegos para que su publicidad luciera más. Y cedió a los de la Federación, que buscó más partidos para recaudar más dinero. No fue capaz de decir: “Estos dos encuentros, o estos tres, no los necesito. No están de acuerdo con el plan que nos trazamos desde comienzos de año”. Le faltó la personalidad que le exigió días después a Carlos Valderrama. Le faltó el temple para imponer al fútbol sobre el dinero. Tanta autoridad perdió, y tanta fue la comercialización del equipo, que desde aquella segunda gira los futbolistas marcaban un gol y debían ir a una esquina a celebrarlo con el dedo índice levantado. (Cobraban 300 dólares por tanto marcado). Una exigencia más de los patrocinadores, que necesitaban hacer comerciales con el equipo para vender un producto.

En realidad, un caso único. No hay un solo antecedente al respecto en más de 100 años de historia futbolística. “El gol es todo en el fútbol. Es sentir que vivís, que hacés parte del mundo. Y en medio de todo, que sos exclusivo en ese mundo. Son muy pocos los que tienen la oportunidad de hacer goles. Por eso todo lo que rodea al gol es sagrado. La pelota en la red, el grito del estadio, el arquero vencido… Yo no sé cómo describir un gol. De pronto, es como encontrar en un segundo el sentido de tu existencia. Sentir que ese es tu destino. Que para marcar ese gol naciste. Y después, la celebración… Ahí, en ella, te encontrás con la felicidad. Cara a cara. Y sacás todo lo que tenés dentro. No se le pueden poner leyes o reglas a la celebración. Es como matar un poco al fútbol”. Unos años atrás, en 1978, el argentino Mario Kempes definía el gol y la celebración de esta manera.

Estaba en contra de una medida de la FIFA que impedía a los futbolistas celebrar con libertad. A Colombia el dinero la llevó incluso a prostituir la celebración. Como prostituyó su camiseta en mayo de 1993, durante un partido de preparación para la Copa América de Ecuador. En El Campín, ante 60.000 aficionados que querían disfrutar de su equipo, Colombia salió a la cancha con un letrero en la franela que decía: ‘Bavaria’ (hacía unos días esa empresa había firmado un contrato con la Federación Colombiana de Fútbol). Lo increíble y anecdótico de la historia fue que nadie, ni en la Federación ni en el equipo nacional, sabía que la Fifa tiene rotundamente prohibido utilizar un aviso comercial en el uniforme de una Selección, así sea para jugar amistosos. A los pocos días de aquel encuentro ante Chile, la FIF A multó a los colombianos por haber violado la norma.

Pero no todo lo del patrocinio fue negativo. Es cierto que tuvo injerencia en los partidos de preparación; que pagó para que los jugadores celebraran con el dedo levantado; que utilizó la camiseta para vender. Pero también es cierto que elevó el nivel social y económico de los futbolistas; que gracias a ese patrocinio, Colombia dejó de alojarse en hoteles de segunda categoría; que facilitó absolutamente todos los implementos que el equipo necesitaba; que pagó desplazamientos sumamente caros; que promovió al grupo en todas las formas posibles. En fin, gracias a aquel contrato, el fútbol colombiano se instaló en un escalón en el que jamás había estado antes. Y los errores no hubieran sido errores si alguien hubiera tenido la suficiente personalidad dentro del equipo (léase cuerpo técnico y directivos) para decir no. Pero la historia ya se escribió. Y esas son las historias que hay que analizar para, algún día, cambiar “la historia”.

No es en 90 minutos ni con una victoria. Es con muchos errores y con mucha crítica, sobre todo con mucha crítica y análisis, que se construye. Aquella última fase de preparación terminó de la peor manera, aunque los diarios y noticieros continuaran en su labor de desorientación. Los jugadores sintieron que el país estaba rendido a sus pies. Y empezaron a mandar. ¿En qué punto estaba por mayo del 94 la autoridad de Francisco Maturana? Para la primera semana de aquel mes, la Fedcración había firmado un partido ante la Cremonese de Italia en Neiva. En realidad, daba igual que se jugara o no. Ese encuentro no iba a cambiar el rumbo de la situación.

La cambió la actitud de los futbolistas que, liderados por Valderrama, decidieron no ir a aquel compromiso. Una pequeña rebelión interna a las puertas del Campeonato del Mundo. Y otro pésimo precedente. A esas alturas, hay que volver a preguntarse: ¿En qué punto estaba la autoridad de Maturana? ¿Quién era el que mandaba en el equipo? ¿Él? ¿ Hernán Darío Gómez? ¿Valderrama? ¿Asprilla? ¿Los dirigentes de la Federación? ¿Los patrocinadores? ¿Otras personas? El partido, se sabe, jamás se jugó. Round para los futbolistas. Se jugaron muchos otros: la suma total de encuentros de preparación llegó a 22. Ningún equipo de los que llegaron al Mundial tuvo tantos. Uno bueno, ante el Bayern de Munich en Bogotá. Otros regulares y, el resto, pésimos.

Sin embargo, la prensa se encargó de engañar al país. Vendió, por ejemplo, al A.C. Milán que enfrentó a Colombia como el verdadero A.C. Milán, cuando apenas era un cuadro de suplentes que, fuera de eso, había jugado la noche anterior al partido con los colombianos. En otras palabras, el Milán que igualó 1-1 con Colombia en Miami llegó ese día procedente de México, descansó tres horas y se marchó al estadio a cumplir con el empresario. Y aún así le causó problemas a Colombia. Sería bueno recordar que cuando el marcador estaba 1-1 el árbitro no sentenció un legítimo tanto del cuadro italiano. Fue ese el partido que desató la polémica con Pelé, todo porque O’ Rei osó decir que los colombianos estaban muy ‘sobradores’. En las revistas, en los periódicos y en los noticieros censuraron las palabras del brasileño.

Hasta llegaron a enrostrarle que él, en sus tiempos de jugador, era sobrador. Una cuestión que no se puede discutir. Algunos dirán que sí, otros dirán que los lujos, que realizó se los inventó por necesidad -por ejemplo, aquel ocho en el Mundial de México al uruguayo Ladislaw Mazurckiewicz o aquel disparo desde media cancha contra el portero Ivo Víktor, de Checoslovaquia. ¿Qué necesidad podía tener Pelé de decirles a los colombianos que no fueran sobradores? ¿Acaso era miedo? ¿O un consejo de buena fe? Habría que interrogar a todos los que lo atacaron por cometer el ‘sacrilegio’ de criticar a Colombia. De alguna manera, los hechos de junio del 94 le darían la razón a Pelé. Y a todos los que, como él, se atrevieron a expresar que Colombia no era perfecta.

El último compromiso de preparación enfrentó a Colombia con el Palmeiras de Brasil. Fue en Pereira, el 12 de junio de 1994. Con el estadio repleto y el presidente César Gaviria como espectador. Desde el comienzo el juego fue difícil. Palmeiras no fue al Mora Mora de paseo. No era ni la cuarta división de Nigeria ni el Frankfurt Eintracht ni un combinado centroamericano armado a última hora. Los colombianos, con la línea titular que debutaría seis días después en el Mundial, no encontraban la fórmula. Los brasileños apretaban en todos los sectores y creaban peligro adelante. Pero ni siquiera los árbitros quisieron aliarse con la verdad. La Federación designó a Jorge Zuluaga para que dirigiera aquella despedida colombiana. Y Zuluaga metió la mano. Se inventó una falta dentro del área visitante y expulsó a tres brasileños. Así, de un solo golpe, se acabó el examen más serio para la Selección Colombia. El encuentro finalizó 4-1 a favor del local. Otra ocasión para que los medios de comunicación echaran a volar el globo de la ilusión. Otra oportunidad para que los apostadores confirmaran sus intuiciones, para que los hinchas soñaran con un imposible, para que los desprevenidos creyeran en lo que se les vendía, para que los ‘vivos’ hicieran plata. Y otra oportunidad, también, para que los jugadores aumentaran su poder.

Nadie sabe la razón, nadie la entiende tampoco. Pero esa noche quedaron libres. Tres días de permiso a menos de una semana de un Mundial. Tres días de permiso que los juiciosos aprovecharon. Y los disipados también. Dicen que Faustino Asprilla hizo de las suyas en Tuluá. Y ‘de las suyas’ es casi todo lo que la imaginación desee. El marres 14 de junio la Selección Colombia se subió a un vuelo directo de Avianca que la llevó, sin escalas, a Los Ángeles. Con ella abordaron periodistas, directivos, hinchas, familiares y curiosos. Los mismos personajes de Barranquilla y de Buenos Aires iban a Los Ángeles. El optimismo era de 1O puntos sobre 1O. Nadie dudaba del éxito.

“Era como si el Mundial fuera cuestión de jugarlo y nada más. Como si fuéramos a ganar sólo con salir a la cancha. Antes del juego en Buenos Aires, ante Argentina, había temor, ese temor que siempre siente un jugador de fútbol antes de salir al campo. No sé… yo me sentí extraño los días que precedieron a la Copa del Mundo. Como si flotara. No entendía por qué no sentía nervios, no entendía por qué mis compañeros estaban tan serenos. Era una rara sensación”. El jueves 7 de julio, Oscar Córdoba le confesó a un amigo, en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, lo que había sentido antes del torneo. Ese día llegó a Colombia, mucho tiempo después que sus compañeros de equipo. En Los Ángeles, el optimismo se transformó en convicción. En certeza. La autoridad de Francisco Maturana terminó por extinguirse. Igual que el cariño que alguna vez había sentido por algunos de sus dirigidos. Un desorden total en el momento más importante. Un desequilibrio anímico que nadie previó. Una lucha de vanidades que nadie controló. Estaban por comenzar el fracaso, el absurdo, el papelón. Todo eso que se labró durante un año o más. Todo ese producto de la ignorancia. Todo ese producto de la insensatez… el reflejo de lo que es el país.

***

A ese hombre le habían roto su ilusión más grande. Por eso estaba allá, en el último rincón del vestuario. Rodeado de gente pero solo. Más solo que nunca. Las voces las escuchaba sin oírlas. Las sombras las percibía sin distinguirlas. Su mente repetía una y mil veces las escenas que acababan de terminar. Los gritos de la tribuna, las órdenes de sus compañeros, las voces de aliento que llegaban desde el banco. En cámara lenta repitió los goles que nunca fueron y los que fueron, los gestos de indolencia que lo rodearon, los pases equivocados. Con los ojos enterrados en el piso, con las manos temblorosas de rabia, dejó que la película concluyera. Hubiera querido permanecer allí toda la vida. Pero un grito lo obligó a continuar: “Leo, nos vamos. Dúchate que esto ya se acabó”.

Se duchó, sí. Y el agua de la regadera y el agua de su cuerpo se le confundieron. Igual que los sentimientos que lo desbordaban. Por momentos se abstraía de la realidad y llegaba a convencerse de que todo era una pesadilla. Por momentos entendía que era estúpido jugar a los duendes, y regresaba al partido. Partido de locos, partido de mierda, partido fatal. Algunas frases se le aparecieron, vagas, repentinas. Y algunos rostros. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, bajo el agua. Ni cuánto se demoró en salir del estadio. Cuando volvió a sentir que era él, estaba frente a una cámara del noticiero CM&. Intentaba hallar respuestas para lo que había ocurrido. Y se tragaba muchas verdades.

Tenía la voz quebrada. Nunca antes en su vida se le había quebrado la voz ante una cámara. Nunca antes había querido decir tantas cosas. Pero se las calló. Fuera de cámaras apenas dijo: “A algunos habría que romperles la cara. Es lo que se merecen”. Después de sus palabras cortadas guardó silencio. Juró silencio. Y se marchó. Esa noche, la del 22 de junio de 1994, fue la última noche de fútbol para él, si se entiende al fútbol como debería ser: pasión y alegría, lucha y honor, entrega y sentimiento… Nunca antes había sentido tanto dolor y tanta impotencia dentro de una cancha. Nunca antes había sentido tanta decepción en la vida. Cuentan que esa noche no durmió. Ni habló. Ni peleó. Simplemente, recordó.

Esta es la historia de un fracaso. La historia amarga de un equipo de fútbol que se creyó Campeón del Mundo sin haber ganado nunca antes nada, sin haber hecho siquiera algunos méritos para estar entre los opcionados. Esta es la historia de un país que les creyó a sus periodistas todo lo que dijeron, todo lo que ocultaron, todo lo que exageraron, todo lo que mintieron. La historia de una sociedad descompuesta que jamás admitió un error, que vio en el fútbol la salvación, la alegría y la paz. La historia de unos cuantos, de muchos, que quisieron hacerse ricos con el talento de otros. Esta es la historia de una ilusión que terminó en muerte. La historia del olvido, de la ingratitud, del rencor, de la envidia. O la historia de Colombia a través de una pelota de fútbol.

El final de ella comenzó a escribirse el 14 de junio de 1994, cuando la Selección arribó a Los Ángeles. Desde entonces comenzó a arrastrar opinión. En un país indiferente por ese deporte, llamaba la atención que tanto inmigrante armara escándalo por un equipo. Banderas, música, pitos, fiesta… De vez en cuando, por las desoladas calles de la ciudad, pasaba una caravana colombiana haciendo sentir su alegría. Las pelucas amarillas y ensortijadas que identificaban a Carlos Valderrama también identificaban a Colombia. Nunca antes tan favorita, nunca antes tan protagonista, nunca antes tan limpia de la negra imagen con que se le conoce. Colombia y sus 35 millones de habitantes eran un puñado de hombres que, por su fútbol y con su fútbol, borrarían antiguos pecados.

El equipo se alojó desde aquel martes en el Hotel Marriot de Fullerton, una de las innumerables ciudades de la ciudad. De ahí al estadio Rose Bowl, para entender las distancias, un automóvil gasta una hora y media, por autopistas impecables y sin trancones. En bus habría que calcular tres, o más. En el mismo hotel de la selección se hospedaron los directivos, algunos periodista, muchos aficionados y también muchos norteamericanos.

Los primeros dos días en USA-94 fueron de armonía, de bromas, de buen clima y de optimismo. Los jugadores hablaban con la prensa y con los hinchas, cuando y cuanto querían. Ya Francisco Maturana empezaba a hacer ciertas distinciones. Hablaba para sus periodistas amigos -Fabio Poveda, César Augusto Londoño, Esperanza Palacio, Carlos Antonio Vélez-y para la prensa extranjera. Casi la misma exclusividad en el trato que mostraba con algunos de los futbolistas. En agosto del 93, en plenas Eliminatorias, Iván René Valenciano había dicho que Maturana no se preocupaba por ellos, que Hernán Darío Gómez era el que siempre estaba detrás del equipo, averiguando, aconsejando, motivando. En Estados Unidos aquella tendencia se confirmó. Maturana fue una especie de relacionista público; Gómez, el verdadero técnico.


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Continuación Capítulo II



La confianza llevó a que no hubiera secretos. A los entrenamientos de Colombia iba el que quisiera. En uno de ellos se empezó a poner en evidencia que las sonrisas y los halagos eran de dientes hacia afuera. Que no era cierta aquella frase cliché de que la Selección era una familia. Tampoco esa que Francisco Maturana había repetido hasta la saciedad y que hablaba de la madurez del grupo. Todo eso se reveló en las primeras actitudes de Freddy Rincón. En una ocasión, antes del debut, simuló una lesión y, cuando vio la preocupación de Maturana, soltó una carcajada. En otra, también antes del juego frente a los rumanos, descargó todas las maldiciones imaginables contra el técnico porque éste le había sancionado un fuera de lugar.

Faustino Asprilla y Adolfo Valencia, cada uno a su modo y por su lado, siguieron el ejemplo de Rincón. Aprovechaban cualquier oportunidad para inventar una burla, un desplante, una grosería. El técnico reaccionó, por lo menos durante aquellas primeras jornadas. Por esos días, y ante un grupo de sus íntimos, dijo que si fuera por él, ya hace rato habría excluido de la nómina a Rincón, Asprilla y Valencia. Aún no habían llegado los instantes amargos de la derrota, pero ya Maturana tenía claro que estos tres individuos sólo le traerían problemas. Aquí se entienden un poco sus declaraciones a César Augusto Londoño, periodista de Caracol, cuando culpó a Valderrama de haber perdido su liderazgo dentro del grupo.

Pero se entiende también su falta de temple. Como él no era lo suficientemente fuerte para controlar a Rincón, a Asprilla y a Valencia, esperaba que otro lo hiciera. Y el más indicado por su rol de líder y capitán era Carlos Valderrama. Lo acusó porque El Pibe no hizo lo que él tenía que hacer. Pero, claro, no fue en el Mundial donde Maturana perdió su autoridad. La había perdido mucho antes: cuando le permitió a Asprilla violar las reglas cuantas veces le vino en gana, cuando lo perdonó, cuando accedió a que los jugadores no fueran al compromiso ante la Cremonese en Neiva, cuando permitió que los dirigentes y los patrocinadores manejaran los partidos de preparación…

La autoridad no se perdió en un día ni por un hecho aislado. Una nota publicada por El Tiempo el domingo 7 de agosto de 1994 decía que los brotes de indisciplina habían rebasado cualquier cálculo: Valencia ni siquiera bajaba a desayunar, almorzar o comer con sus compañeros, pues prefería hartarse de hamburguesas en su habitación; Freddy Rincón estuvo enloquecido durante el campeonato porque en Colombia, antes de partir, un brujo le había dicho que le iba a ir muy mal en el Mundial, que Colombia perdería y que él se fracturaría una pierna; Asprilla no había respetado horarios ni códigos y se había embriagado varias veces; Valenciano se había pasado de copas; a Valderrama se le habían subido los humos… El artículo dijo muchas verdades, pero todas esas verdades no fueron las que llevaron al fracaso. O por lo menos, no sólo esas. Hubo otras. Mentales, futbolísticas, sociales. Ellos, los jugadores, siempre dijeron que no estaban agrandados, que el favoritismo venía de afuera, que no se sentía por dentro. Era obvio que dijeran cosas de ese estilo pues no podían gritar a los cuatro vientos que sí se consideraban los mejores, que sí estaban agrandados, que sí estaban convencidos de obtener la Copa del Mundo. El viernes 17 de junio, por ejemplo, Adolfo Valencia se escapó de la concentración para ir de compras. Quería unos zapatos elegantes. Nada malo si no fuera porque debía cumplir un reglamento. Nada malo si no fuera porque hacía parte de una delegación que representaba a un país.

Se fue con un periodista, uno de tantos que “colaboraron” con los futbolistas para que hicieran lo que se les antojara. Y habló con él de fútbol, claro. “Yo no le veo problemas a este Mundial, de verdad. Fíjate lo que mostró el partido inicial entre Alemania y Bolivia. Nada de nada. ¿Y el grupo que nos tocó? Nada del otro mundo. Sólo es cuestión de divertirnos corno lo sabemos hacer y de empezar a celebrar. ¿Con qué nos puede sorprender Rumania?”. Esa relación que sostuvieron los jugadores con algunos periodistas fue nefasta. Charlaban todos los días y a todas horas. De un posible traspaso, de las indicaciones de Maturana, de lo que más convenía hacer en el partido, de las familias, de los amigos, de las mujeres. De todo y de nada. Era imposible llegar a un cierto grado de concentración, la concentración que se requiere en un Campeonato del Mundo, con tanta opinión suelta.

En el Mundial de México 86, lo primero que hizo Carlos Salvador Bilardo con la Selección de Argentina fue aclarar las reglas del juego. Restringió los horarios de entrevistas y sometió a su equipo (a la postre Campeón del Mundo) a un aislamiento casi sagrado, a una verdadera concentración. En Estados Unidos, Brasil se refugió en las afueras de Palo Alto en un sitio denominado Los Gatos. Allí sólo podía ingresar el que tuviera autorización del técnico Carlos Alberto Parreira. Y Brasil fue el campeón en USA 94. Lo mismo ocurrió con Alemania, Argentina, Italia, España, Holanda. Esos países con historia. Esos países que han aprendido de sus errores y han repetido sus aciertos.

En el Mundial de Italia las cosas habían sido distintas. Por aquel entonces ya era un triunfo estar en el Campeonato. Eran otros tiempos y la vanidad aún no se había colado en el equipo nacional. Meses antes del torneo, Francisco Maturana se fue a Bolonia a conseguir una sede. Averiguó, probó, consultó y se decidió por la Villa Palaveccini, un lugar que reunía todo lo que un equipo de fútbol pudiera necesitar. Canchas de fútbol, soledad, buenas habitaciones, buena comida, paisaje, tranquilidad. Allí estuvo la Selección interna durante toda la primera rueda. Cuando le tocó enfrentar a Alemania, en Milán, también mantuvo esa base de concentración. El equipo sólo durmió una noche por fuera de la Villa.

¿Será que en Estados Unidos, por los alrededores de Los Ángeles, no hay un lugar tranquilo, con todas las comodidades que un equipo necesita? Parece que Colombia no lo encontró. ¿O será que no lo buscó por la certeza de que no se necesitaba, por la certeza de que con el equipo que tenía iba a llegar lejos de cualquier manera? Es paradójico. Maturana dijo que el error más grave fue haber escogido el Hotel Marriot de Fullerton porque permitía la afluencia de periodistas y público en general. Pero nadie le recordó que en Italia había hecho lo contrario y le había ido bien. Nadie le recordó tampoco lo de Barranquilla y Buenos Aires.


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Continuación Capítulo II



Rumania

En su libro Maturana, talla mundial, el técnico de la Selección habló sobre el primer rival de nuestro país en el Campeonato del Mundo. Opinó sobre lo que podía ser Rumania, no de lo que podía hacer Colombia frente a ese equipo. Se refirió a dos asuntos muy importantes:

“Rumania es un equipo con muy buenos jugadores de fútbol. Allí encontramos a Hagi, quien estuvo en el Real Madrid y en algún tiempo fue considerado corno el Maradona del Este. Juega Popescu, cuya experiencia en muchos países es notable. Encontramos a Saban y a Dumitrescu, cuyas referencias como rendimiento individual son muy buenas, porque han sido importantes siempre en sus clubes especialmente en el Estrella de Bucarest, que es el cuadro base de esta Selección. La suma de sus individualidades les permite pensar que en cualquier momento pueden hacer una fiesta. Por otra parte, la tradición muestra que los rumanos no tienen suficiente continuidad y que presentan muchos altibajos de rendimiento. Sus jugadores no tienen la entereza suficiente para ser permanentemente superiores y brillantes.

Si nos los topamos en su día de inspiración, la pelea va a ser muy complicada. Si están en un punto bajo, son accesibles. Para nuestro esquema Rumania se acomoda bien. Manejan el toquecito, lo que ayuda al ordenamiento de Colombia y eso anticipa que puede resultar un bonito partido. Que tiene el agravante de ser el juego de arranque y uno nunca sabe qué cosa le pueda pasar, cómo se van a manejar todas esas angustias y las emociones. Pero es difícil, tanto para ellos como para nosotros. Si fuera un partido en circunstancias normales, sin estas presiones, puedo anticipar que debería ser un reñido juego, pero nadie puede predecir lo que resulte en ese ambiente del estreno en el Mundial. Hay un ingrediente muy determinante, nuevo, que va a marcar bastante, como es el asunto de los tres puntos al ganador. Ello puede voltear el cariz de los partidos del comienzo, cuando todo el mundo suele ser tímido. Pero ahora, con tres puntos por delante, que significan una ventaja muy importante que todo el mundo quisiera tener a la mano desde el primer día, se van a plantear esquemas mucho más aguerridos y difíciles”.

Sobre el tema de los tres puntos Maturana había hablado ya en diciembre 17 de 1993, cuando terminó el sorteo de los grupos en Las Vegas. Dijo en aquella ocasión, palabras más, palabras menos, que esa nueva reglamentación no provocaría muchos cambios y que, por el contrario, podía ser perjudicial para el espectáculo. Primero, porque habría equipos que saldrían al terreno decididos a no perder. Segundo, porque aquel cuadro que convirtiera un gol, muy probablemente lo defendería con uñas y dientes para adjudicarse los tres puntos. Con el tiempo cambiaría de opinión.

La noche anterior al debut los jugadores fueron objeto de un pequeño homenaje en el que se les condecoró. Asistieron la plana mayor de la Federación, el equipo y don Julio Mario Santodomingo. Todos sentados en la misma mesa. Todos alrededor del mismo tema. Esa noche fue de calma y de ansiedad, tanto en Los Ángeles como en Colombia. Hernán Darío Gómez recordó su cábala, vieja cábala, de tomarse unos tragos la noche anterior a los encuentros importantes y Francisco Maturana se encerró en su habitación. La alineación se conocía de tiempo atrás -Córdoba, Herrera, Perea, Escobar, Pérez, Gómez, Álvarez, Rincón, Valderrama, Valencia y Asprilla-, lo mismo que las indicaciones del técnico. En la última charla que precedió al juego, Maturana volvió a decirles a los jugadores que no podían regalar las espaldas. Que mantuvieran intactos los 30 metros de distancia entre el primero y el último hombre, pero que jugaran cerca de Córdoba. Era ésta una de sus mayores preocupaciones: que el equipo no diera espacios atrás.

Pero no fue así. Los colombianos salieron a apretar a los rumanos contra su arco, convencidos de que eran superiores. Y dieron ventajas atrás. Ese error, con un calor asfixiante, superior a los 35 grados centígrados, y con un equipo rápido enfrente, fue el suicidio. Los rumanos aprovecharon dos contraataques, una genialidad de Hagi y se fueron adelante 2-0. Sobre el final de la primera fase Adolfo Valencia le devolvió a la tribuna colombiana un poco de aliento con un gol de cabeza. Nadie lo había presupuestado: después de los primeros 45 minutos, Colombia perdía con Rumania 2-1. Los 15 minutos de descanso fueron una pesadilla. Gritos, objeciones, insultos, recriminaciones… En ese lapso se gastaron muchas de las energías que más tarde hicieron falta. Y se gastaron sin que dejaran nada en claro, que fue lo peor.

Cuenta la historia que 18 años atrás, en la final del Mundial de 1978, los argentinos habían llegado al descanso después de los 90 minutos reglamentarios, que habían finalizado 1-1 frente a Holanda, en la misma tónica. Se gritaban, se peleaban. Entonces los llamó César Luis Menotti y les dijo: “No griten, no peleen más, miren a los holandeses, están acabados. Pasémosles por encima y guardemos las energías para ganarles de una vez”. Ganaron 3-1 y, la verdad sea dicha, arrollaron a los holandeses en los 30 minutos del suplemento. La Selección Colombia jamás conoció esa anécdota. En la segunda parte del juego contra Rumania la desesperación llevó al caos. Valderrama gritaba y regañaba, pero nadie le hacía caso. Asprilla se repetía en la misma manía de intentar la jugada salvadora él solo. Leonel Álvarez corría y luchaba por todas partes, pero parecía que no tuviera compañeros. Rincón dudaba cada vez que le llegaba la pelota: las advertencias de su brujo lo habían predispuesto por completo. Y Óscar Córdoba, a esas alturas, ya era un manojo de nervios.

Los minutos se diluyeron entre la angustia y el desorden. Rumania supo aprovechar las circunstancias y, a pocos minutos del final, en otra genialidad de Hagi y merced a otro contrataque, marcó el 3-1 definitivo. (Ese tercer tanto, lo mismo que el primero, fueron obra de Radiociou). A las seis de la tarde de aquel sábado 18 de junio de 1994, la Selección Colombia de fútbol a mostrar su verdadera catadura. Entonces el equipo ya no fue más el grupo unido, la familia unida de la que tanto se habló. Un resultado, un solo resultado adverso, derrumbó al equipo. Lo desmoronó. Un marcador en contra resucitó las mentiras que se habían tapado, los errores que se habían cubierto. Y volvieron a aparecer los mismos viejos temas desiempre. Fútbol y narcotráfico, fútbol y periodismo, fútbol y dirigentes deportivos, fútbol y preferencias… y el resultado de todas esas esas mezclas. Todo el veneno guardado por meses y años salió a flote en el instante más candente. Y contaminó hasta a los más inocentes. El grupo, que de grupo no tenía nada más que apariencia y el nombre, se rompió. Por un lado Valderrama, Valenciano, Mendoza, De Ávila; por otro, Valencia y Rincón; por otro los de Nacional… Ante tal fraccionamiento el equipo se quedó sin líder. Surgió un líder por cada grupúsculo que se formaba. Yo no me hablo con éste; éste no le dirige la palabra a aquél; aquél no se entiende con el otro; el otro no quiere saber de ninguno. Después del fracaso Gabriel Briceño, del Diario Deportivo, comentó: “La cosa fue tan grave que salieron a la luz cuestiones que nadie se imaginaba, como la resistencia de casi todo el equipo hacia Barrabás Gómez. Hasta Maturana estaba en desacuerdo con su inclusión. Lo incluía porque Hernán Darío Gómez, en la Copa América de Ecuador, había amenazado con irse si lo excluían. Después, los resultados se dieron y Maturana tuvo que aguantarse a Barrabás. Pero en la Selección no lo querían, y uno de los que más se opuso siempre fue Valderrama. En muchas ocasiones se enfrentaron ellos dos”.

Los días que le siguieron al partido con Rumania fueron un auténtico bazar en el Marriot de Fullerton, un atentado contra la disciplina. Briceño anota de nuevo: “Una de esas tardes fuimos al hotel a pedirle a Rincón que nos diera su artículo para el periódico. Él tenía contrato con Diario Deportivo, nos daba las notas y nosotros se las pasábamos, las enviábamos a Bogotá. Nos tocó esperar hasta la noche porque él estaba de mal genio. Nos dijo que después de la comida nos atendía y nosotros esperamos. Por ahí nos encontrábamos cuando vimos a Aristizábal con dos amigas que hablaban español con acento costeño. Charlaron con él 20 ó 30 minutos y se fueron a un rincón. Él subió por las escaleras y bajó con Asprilla. Se presentaron, hablaron más tiempo y ellos se fueron al comedor. Las dos niñas seguían ahí. Hacia las nueve y media de la noche ellas se marcharon. A los pocos minutos salieron ellos. A las 10 y 45 de la noche, cuando nos fuimos, no habían aparecido. Y a las diez de la noche ya todos tenían que estar en sus habitaciones. Era la regla. Diego Barragán registraba los cuartos a esa hora para verificar que todos estuvieran”.

Esta es sólo una de las tantas historias que se cuentan de lo que aconteció en Fullerton. Hay mil versiones parecidas, con los mismos protagonistas y con otros. Además, ya en este punto poco importan los nombres o las circunstancias. Hubo una verdad en Fullerton: la autoridad estaba hecha añicos antes del crucial compromiso que los colombianos tenían que disputar ante Estados Unidos el miércoles 22 de junio. El ánimo se había roto en mil pedazos después de la derrota frente a los rumanos. Los jugadores ya ni creían en Francisco Maturana ni les importaba lo que él dijera. Fue el martes 21 en la tarde cuando Maturana dijo que el equipo estaba destruido porque Carlos Valderrama había perdido su liderazgo. Y fue el martes 21 en la noche cuando decidió que Adolfo Valencia no iría de titular ante los norteamericanos. Esta decisión volvió a encender la polémica que se había callado tiempo atrás.

Hernán Peláez y Edgar Perea calentaron el ambiente con frases directas contra el entrenador y el tema Valencia-sí, Valencia-no, provocó airadas reacciones. El técnico no dijo nunca cuáles eran las razones que tenía para excluir al jugador y al periodismo tampoco le importó conocerlas. Por eso la distancia entre Maturana y los periodistas se hizo cada vez mayor. Hoy se sabe la verdad: lo sacó del equipo titular por sus reiteradas faltas disciplinarias. Peláez, Perea y compañía creyeron que la decisión había sido netamente futbolística. Otros hasta se atrevieron a decir que había sido una “sugerencia” del cartel de Cali . Dijeron que a Valencia lo habían sacado de la titular para que jugara De Ávila por “sugerencia” del cartel de Cali, pues así se valorizaría el samario. Pero, ¿acaso se puede valorizar un jugador de fútbol que anda por los 30 años? ¿No hubiera sido más razonable para los partidarios de la valorización interceder por Harold Lozano, a quien el público pedía a gritos y quien, por razones de edad, sí podía valorizarse? No. La lógica indicaba que la razón por la cual Adolfo Valencia había sido marginado de la titular para el juego ante Estados Unidos no pasaba por los predios del cartel de Cali. Sin embargo, la lógica es enemiga acérrima de algunos periodistas. Y el rumor de la “sugerencia” hizo camino.

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God let me die with my sword in my hand...

Haber caído tanto y no haber aprendido nada – ese es tu fracaso.


Es bueno conocer la historia para que no se repita... Aquí, los primeros tres capítulos del libro "La Pena Máxima, un Juicio al Fútbol Colombiano".
Lord Mago no está en línea   Responder Citando
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Los mejores licores

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clasificacion, mundial de fútbol, seleccion colombia

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