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Lord Mago
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Predeterminado Respuesta: Para leer, reflexionar y sacar conclusiones: PENA MÁXIMA, UN JUICIO AL FUTBOL COLOMBIANO.

Continuación Capítulo 1


La verdad del 5-0

Pero, ¿cuál fue la verdad de aquel trascendental juego ante los argentinos? ¿Cuál fue la realidad de esos 90 minutos? ¿Por qué los colombianos se dejaron engañar por un resultado? Las respuestas no son tan sencillas. Y mucho menos inmediatas. Hay que devolver la cinta muchos años para llegar a una conclusión. Hay que situarse, por ejemplo, en el Mundial de Chile 62, cuando Colombia jugó su primera Copa del Mundo. Cuando todavía los jugadores salían a la cancha a ganar por gloria, no por dólares. Cuando aún representar a un país era una distinción.

Por aquel entonces Colombia no significaba nada en el mundo del fútbol. Era, poco más o menos, lo que ha sido Venezuela en los últimos años. El profesionalismo era una mezcla de amor por la camiseta y exiguas ayudas económicas. La Selección era una quijotada. Los jugadores se hospedaban en hoteles de tercera, se alimentaban mal y a veces hasta tenían que lavar sus propios uniformes. Nadie les regalaba nada, nadie les prestaba la mínima atención. En esas condiciones eliminaron a Perú -en juegos de ida y vuelta, 1-0 en Bogotá y 1-1 en Lima-y clasificaron al Mundial.

A Chile llegaron sin escándalos, con un puñado de hinchas, las valijas, y una frase de Adolfo Pedernera, el técnico, metida en lo más profundo de su ser: “Nada podemos perder y, en el peor de los casos, ganaremos experiencia”. Esa humildad, ese bajo perfil, los transmitieron Cobo Zuluaga, Maravilla Gamboa, Cuca Aceros y Caimán Sánchez a la generación que llegaba. De un solo golpe no podían, ni ellos ni los que venían detrás, quebrar ese dominio argentino que marcó al fútbol profesional colombiano desde sus comienzos, en 1948.

Aquellos eran, todavía, años clasistas en el fútbol. A los argentinos se les pagaba el triple o más, y siempre en la fecha que correspondía. Los colombianos tenían que conformarse con los restos. La situación creó resentimientos, es obvio. Pero no cambió. La humildad se convirtió en un complejo de inferioridad racial, social, cultural y futbolístico. El jugador colombiano sentía pánico al enfrentar a los argentinos, a los brasileños o a los uruguayos. Se creía menos. Salía al campo convencido de que lo mejor que le podía pasar era no salir goleado, humillado.

El primer resultado importante de una Selección Colombia ante Argentina se dio en 1971. Fue durante un torneo preolímpico celebrado en Bogotá, cuando el conjunto que dirigía el yugoslavo Toza Vaselinovic igualó a unos con los argentinos y obtuvo la clasificación para la Olimpiada de Munich. El gol del empate lo anotó Adolfo Andrade, a quien llamaban El Rifle, sobre los últimos minutos del partido. Y fue celebrado a rabiar por un estadio que no estaba acostumbrado a ganar, por un público conforme que ya aceptaba de buena gana perder por 1-0. Era la primera vez que Colombia no perdía con Argentina.

Hacia 1977 llegó a Cali Carlos Salvador Bilardo. Fiel siempre a lo que aprendió de su maestro Oswaldo Juan Zubeldía, empezó a trabajar con la mentalidad de sus dirigidos. Comprendió que quien piensa que va a perder, pierde irremediablemente. “Mirá, yo tenía que colocarles en las paredes de los vestuarios las tapas de la revista El Gráfico para que vieran que los argentinos eran como ellos, para que se acostumbraran”, dijo en febrero de 1994 Bilardo. Pero cuando expresó que Colombia estaba agrandada y declaró que el 5-0 del Monumental no significaba q u e Colombia fuera cinco veces más que Argentina, se armó la polémica en el país. Los diarios, las revistas y los noticieros lo calificaron de mentiroso. “¿Cómo viene a decir eso este señor después de todo lo que Colombia le dio?”. “Es increíble que una persona pueda llegar a ser tan ingrata”, decían. Como si la gratitud tuviera algo que ver con la verdad, como si las palabras del argentino hubieran tenido la intención de ofender. A Bilardo no le perdonaron sus verdades.

Lo trataron de resentido. Y con ese manto se cubrió la realidad una vez más. Nadie se preguntó por qué iba a ser resentido un técnico que lo había conseguido todo con la Selección de Argentina: campeón del mundo en 1986 y subcampeón en 1990. Nadie permitió que sus comentarios fueran una hipótesis que llevara a una conclusión. No, su nombre fue tachado, igual que su imagen, igual que sus opiniones. Hasta Hernán Darío Gómez y Francisco Maturana se subieron a ese bote. “Está loco, no sabe lo que dice”, fueron sus declaraciones.

Lo que más le dolió a la prensa nacional, y por ende, al público, fue que expresara abiertamente que Colombia no era favorita para ganar el Mundial. Una muestra más de la ceguera a la que llegó el país con su Selección. También le ocurrió a Pelé, cuando criticó los lujos de Freddy Rincón ante el Milán de Italia (seamos claros, la segunda línea, y desgastada, además, del Milán de ltalia). Fue esa otra de las razones del fracaso posterior: La intolerancia. La intolerancia impidió que se pudieran solucionar algunos defectos, que se dijera la verdad. Colombia no escuchó consejos, sencillamente porque se creyó perfecta en su fútbol. Y, obviamente, se derrumbó cuando apareció el primer obstáculo. Allí, ante el primer obstáculo, mostró su verdadera esencia. Su verdad. Lo anterior, todo lo anterior, había sido adorno, mentira.

***

El 5 de septiembre de 1993, la Selección Colombia de fútbol arribó en pleno al estadio de River Plate, sobre las cuatro de la tarde. La recibieron con gritos hostiles y gestos amenazantes. Argentina se jugaba su paso al Mundial en ese partido y ya a esas horas pocos creían en el cuadro de Alfio Basile. Cuarenta minutos después de su llegada, los colombianos salieron a reconocer el terreno, una forma de decir, a probar al público. Estaban tranquilos. Córdoba saludó a la tribuna, como si nada. Rincón hizo bromas con Barrabás, Asprilla salió a hablar a través de un teléfono celular.

Ese gesto, y en aquel instante, fue maravilloso para Colombia. Asprilla estaba de ídolo. “Ese negro tiene mucha personalidad”, decía la gente. A los diez minutos él y sus compañeros se devolvieron al vestuario, donde iniciaron esa mística rutina de vendajes, ungüentos, masajes y ruegos que antecede un partido. En la charla técnica, Maturana les recordó a sus jugadores que salieran tranquilos, que ya habían cumplido. Al final les dijo: “Respeten a los argentinos, ellos tienen un país grande y un fútbol grande. Se merecen respeto”.

Afuera, la tribuna no cesaba de cantar, siempre dirigida por las barras ubicadas detrás de los arcos. De cuando en cuando, se metía con algún colombiano que mostraba su bandera y le dedicaba un estribillo insultante. Aquello parecía más el circo romano que un estadio de fútbol. Las calles de Buenos Aires y de rodo el resto del país estaban vacías. Había llegado el momento esperado. Por dos horas, a Argentina dejó de interesarle todo lo que no tuviera que ver con el fútbol. Y a Colombia, por supuesto, también.

Al principio el partido fue un monólogo. Argentina atacaba por todos lados. Por abajo, por arriba, por los costados, por el centro. En sólo diez minutos Gabriel Batistuta había perdido dos opciones claras de anotar. Podía haber goleada, ese era el sentimiento general en Núñez. Cuando el reloj marcó el minuto 40 de la primera parte, Colombia llegó por vez primera al arco de Sergio Goycochea. Fue por una jugada solitaria de Rincón, que amagó dos veces dentro del área y soltó un disparo fuerte al primer palo. Tres minutos después se comenzó a escribir la historia.

Valderrama recibió un balón en su campo y se fue en diagonal, de izquierda a derecha. Esquivó a dos rivales y metió uno de esos pases que sólo él puede meter, por la mitad de la defensa argentina. De atrás surgió Rincón, como un fantasma, enfrentó al portero, lo eludió hacia su derecha y marcó el 1-0. Estupor en Buenos Aires, gritería en Colombia. A partir de entonces el juego fue una locura. Pero no porque los colombianos hubieran impuesto su ritmo, sino porque los argentinos se fueron con todo a buscar el empate.

En medio de ese desorden, surgió el Asprilla todos querían ver. Tuvo libertad y espacio, y los supo aprovechar. En un contraataque anotó el 2-0. Argentina se fue por el descuento, sin tomar precauciones. En siete minutos tuvo cuatro, cinco, seis oportunidades claras de gol; Córdoba las salvó todas. Llegó el momento del 3-0. De nuevo Asprilla, suelto, libre, con todo el campo a su disposición. Metió un pique de 50, 60 metros, arrastró a toda la defensa argentina y llegó a la última línea. Goycochea tapó su remate, pero el rebote le llegó a Leonel Álvarez, quien buscó el fondo e hizo el centro hacia atrás. Rincón volvió a aparecer y le pegó mordido a la pelota. !Gol! Lo demás fue desesperación para Argentina. El 4-0 lo consiguió Faustino Asprilla después de robarle una pelota a Borrelli en tres cuartos de cancha, y el 5-0, Valencia, luego de un pase de Asprilla. En siete ocasiones llegó Colombia al arco de Sergio Goycochea. Anotó cinco goles. En realidad, un accidente del fútbol que se repite cada muchos años.

Hacia las ocho de la noche de aquel domingo el estadio de Núñez mostraba una imagen insólita. Ahí estaban todos juntos. Las “barras bravas” de Boca, San Lorenzo, Racing, Temperley, Al!Boys. “Patoteros” que meten miedo. Muchachos y viejos con los ojos inyectados de odio hacia una sociedad de la cual se han marginado. Allí estaban ellos, todos juntos. Y aplaudían a los colombianos. Como Diego Maradona, de pie en la tribuna. Como los otros hinchas, menos violentos, pero igual de apasionados.

Se quedaron allí por mucho tiempo. Diez, quince, veinte minutos. Una eternidad… Para llorar. Para cantar de nuevo “vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos a ganar”. Para recordar. Después se marcharon, en silencio. Unos a la Boca, otros a Villa Fiorito, otros al centro… Llevaban un aliento amargo, un aliento a bronca. Para ellos el fútbol siempre fue vida. Y la vida siempre la pagaron a plazos con fútbol. Ese 5 de septiembre tocaron fondo. Cada uno, a su estilo, lo entendió.

La muerte olvidada

Los colombianos se subieron al primer vuelo de Avíanca el lunes siguiente. Convivieron durante las siete horas que duró el trayecto desde Buenos Aires hasta Bogotá con periodistas, hinchas, directivos y curiosos. Como iban de ganadores, no había problema en que la intimidad se quebrara. Brindaron con ellos, y con ellos se desahogaron de tanta rabia contenida hacia Argentina. “Por fin… y ojalá nos encontremos en el Mundial para volverles a ganar. iPedantes!” Freddy Rincón era uno de los más eufóricos. Había vengado años y años de humillaciones. Por lo menos así lo sentía esa mañana.

El vuelo arribó a Eldorado hacia las cuatro en la tarde. Desde el mediodía la avenida que llega al aeropuerto se encontraba repleta de aficionados. Estaban felices, como la noche anterior, pero también sentían rabia. Todavía sentían rabia, esa rabia nacida en el periodismo, patentada en el periodismo y que explotó en las calles el 5 de septiembre. Banderas azul celeste y blanco quemadas aún yacían en el suelo junto con restos de aguardiente, ron, harina y pólvora. La Policía empezaba a reportar los innumerables casos de violencia y los muertos de la celebración. Para muchas familias, un partido de fútbol y una victoria se habían transformado en una pesadilla.

Ese detalle apenas si quedó registrado en los diarios. No hubo una sola voz que analizara, que fuera capaz de decir: “Este es el producto del odio inculcado a través de los medios de comunicación hacia los argentinos”. “O esto es lo que produce una sociedad hecha de rencillas, resentimientos y complejos de inferioridad”. Para encubrir la estupidez y la barbarie, la prensa optó por recordar que en Bélgica, hooligans ingleses habían asesinado a 41 fanáticos, el 30 de mayo de 1985, en el estadio de Heysel, Bruselas, cuando Juventus y Liverpool jugaban el partido decisivo de la Copa Europea de Clubes.

No recordó, claro está, que por ese motivo la primer ministra británica, Margareth Thatcher, dispuso la entrega de 250.000 libras esterlinas a los damnificados, y que tomó todas las medidas para castigar, como en efecto castigó, a los responsables. Tampoco recordó que la UEFA (Unión Europea de Fútbol Asociado) sancionó a todos los clubes ingleses con cinco años de suspensión para cualquier competencia internacional. Ni recordó que a raíz de esa tragedia los hooligans empezaron a ser perseguidos en todas partes del mundo.

Fueron más de 100 los muertos de ese domingo septembrino. Por lo menos, esa es la cifra que dan los diarios. El 5-0 también hizo olvidar a las víctimas. No hubo minutos de silencio ni entierros colectivos ni ayudas para los familiares. El presidente Gaviria no dijo una palabra al respecto. Recibió a la Selección Colombia en El Campín para condecorar a sus integrantes con l Cruz de Boyacá. Esa noche, los futbolistas y Maturana, en pleno, le pidieron al Presidente que dejara en libertad a René Higuita, quien estaba recluido en la Cárcel Modelo de Bogotá desde el 9 de junio. Cumplía una condena por haber intercedido en la liberación de la hija del narcotraficante Luis Carlos Molina Yepes. “Había que entender la situación, estábamos en un momento de gloria y parte de esa gloria le pertenecía a René”, dijo Maturana después. Estaban en la gloria y por eso creían que podían hacer lo que se les antojara.

Desde entonces, Colombia no dejó de respirar fútbol. Y la nueva moral de signo pesos se apropió de ese deporte. Ya no fueron sólo los dineros de oscura procedencia los que lo invadieron. Las empresas privadas también se anotaron en la lista con gruesas sumas -antes de las Eliminatorias, ya Bavaria había decidido patrocinar a todas las Selecciones Colombia-, así como los medios de comunicación y las agencias de publicidad. El fútbol y sus jugadores contaminaron todos los espacios de la vida nacional. Tanto, que terminaron por contaminarse a sí mismos.

El fútbol dejó de ser un simple juego. Creó muchos intereses, y esos intereses lo devoraron. Sus jugadores no estaban acostumbrados a tanta fama, a tanto dinero, a tanta lisonja. Los periodistas no supieron manejar esos instantes de gloria. Al revés, los despilfarraron. Y los directivos asesinaron la fuente de sus riquezas por no saber qué hacer con tanta riqueza y cómo conseguir más. Todos descuidaron el fútbol, al pretender vivir del fútbol.

Es como para no creerlo. En Argentina, en Uruguay, en Brasil, en Italia, en Alemania, el fútbol nació hace más de 120 años. Desde entonces hay campeonatos, periodistas que registran cada juego y aficionados que hablan de fútbol en largas tardes de café. Esos países han ganado títulos del mundo, medallas olímpicas, campeonatos internacionales… Produjeron futbolistas históricos, mágicos, que llevaron el fútbol a otros países. Ciento veinte años para aprender, para crecer, para entender que el fútbol no es únicamente lo que se ve en la cancha. Y todavía se equivocan. Todavía quedan por fuera de los Mundiales. Colombia, en cambio, con escasos 46 años de vida futbolística, ya aspiraba a una Copa del Mundo.

***

El año de 1993 cerró para el fútbol colombiano con el título de Atlético Junior y con la distinción otorgada por el diario El País, de Montevideo, a Carlos Alberto Valderrama como el mejor jugador del año. El triunfo de Colombia sobre Argentina en Buenos Aires y la muerte de Pablo Escobar, ocurrida el 2 de diciembre en Medellín, fueron seleccionados como los dos acontecimientos más importantes de los doce meses que estaban por concluir. No tenían nada que ver el uno con el otro. No obstante, sus protagonistas sí tuvieron nexos durante muchos años. Pero esa es otra historia.

El 16 de diciembre, en Las Vegas, Estados Unidos, se supo por fin en qué grupo quedaría Colombia y cuáles serían sus rivales durante el Mundial. Ese grupo, el C, y los rivales, Rumania, Estados Unidos y Suiza, terminaron de inflar el globo. Como no eran Alemania ni Italia ni Holanda ni Brasil, no habría problemas, pensaron muchos. Incluso Francisco Maturana, por lo general tan reservado, dejó escapar su alegría ante los micrófonos ese mismo día. “Es uno de los menos complicados, quizás, el grupo más accesible, pero eso no quiere decir que sea fácil. Todos los equipos en un Mundial son difíciles”, afirmó.

De nuevo se perdió la memoria. Se minimizó a Rumania, que en el Mundial de Italia había sido una de las gratas revelaciones. Se despreció a Estados Unidos, sin siquiera advertir que los norteamericanos no dejan el más pequeño detalle al azar. Y se ignoró a Suiza, que había obtenido su clasificación por encima de Portugal e Italia. El 17 de diciembre de 1993 había por todo el país un sentimiento de tranquilidad. Era una confirmación: Colombia estaba clasificada de antemano, sin necesidad de medirse a nadie, para la segunda fase del Campeonato. Las vacaciones de fin de año fueron para muchos la ocasión para firmar la papeleta de clasificación.

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God let me die with my sword in my hand...

Haber caído tanto y no haber aprendido nada – ese es tu fracaso.


Es bueno conocer la historia para que no se repita... Aquí, los primeros tres capítulos del libro "La Pena Máxima, un Juicio al Fútbol Colombiano".
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