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Ver la Versión Completa Con Imagenes : Las aventuras de Bella


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Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
esquimala
30-08-2011, 10:55:18
»Yo, en un principio, ni la miraba. Pero poco a poco empecé a estudiarla. Aprendí cada uno de sus detalles: sus ojos crueles y su espesa cabellera negra, sus pechos blancos y sus largas piernas, la forma en que se tumbaba en la cama, caminaba o comía; todo lo hacía con suma delicadeza. Por supuesto, ordenaba que me azotaran regularmente con la pala, y poco a poco empezó a suceder algo muy curioso. Los paletazos eran lo único que rompía el hastío de aquellos días, aparte de observarla a ella. De manera que, contemplarla y ser castigado se convirtió en algo interesante para mí.
—Oh, qué perversa —dijo Bella con un jadeo. Entendía todo aquello a la perfección.
—Por supuesto, lo es, y está infinitamente segura de su propia belleza.
»Bien, durante todo ese tiempo ella continuaba con sus asuntos de la corte, iba y venía. A me nudo me quedaba solo sin nada que hacer, aparte de forcejear y maldecir con la mordaza en la boca. Luego ella regresaba, como una visión de suaves bucles y labios rojos, y mi corazón empezaba a latir con fuerza cada vez que se quedaba desnuda. Me encantaba especialmente el momento en que la mantilla se desprendía de sus pliegues y veía su pelo. Para cuando estaba completamente desnuda y se introducía en el baño, yo ya estaba fuera de mí.
»Por supuesto, todo esto era secreto. Yo hacía todo lo que podía para no revelar nada e intentaba aquietar mi pasión. Pero soy un hombre, así que en cosa de días la pasión empezó a multiplicarse, a dejarse ver. La reina se reía de todo esto, y me atormentaba. Luego me decía que iba a sufrir mucho menos cuando me encontrara sobre su regazo y aceptara obedientemente la pala. Ése es el entretenimiento favorito de la reina, pegar una simple zurra encima de su regazo, como habéis tenido la penosa oportunidad de sufrir esta misma noche. Le encanta la intimidad de esta acción. Para ella todos sus esclavos son sus hijos.
Esto la dejó perpleja, pero Bella, no quería interrumpir a Alexi, que continuó con su relato:
—Como os decía, me azotaban con la pala, siempre de las formas más incómodas y distantes. Solía mandar llamar a Félix, a quien yo despreciaba...
—¿Y ahora no? —preguntó Bella. Pero de inmediato se ruborizó al recordar la escena que había presenciado en la escalera, cuando Félix chupaba el miembro de Alexi con tanta ternura.
—Ahora no lo desprecio en absoluto —contesto el príncipe Alexi—. De todos los pajes, él es uno de los más interesantes. Eso es algo que aquí se llega a apreciar enormemente. Pero entonces lo despreciaba tanto como a la reina.
»Ella ordenaba que me azotaran. Él me retiraba los grilletes que me mantenían sujeto a la pared, sin que yo dejara de patalear y forcejear como un loco. Luego me arrojaba sobre su rodilla, con mis piernas separadas, y los paletazos se sucedían hasta que la reina se cansaba. Dolía terriblemente, ya lo sabéis, y todavía aumentaba más mi humillación. Pero a medida que el aburrimiento se hacía cada vez más desesperado en mis horas de soledad, empecé a tomarme las palizas como un intervalo. Pensaba en el dolor, y en las diversas fases que atravesaba. En primer lugar, los estallidos iniciales de la pala, que para nada eran tan dolorosos. Luego, a medida que se volvían más fuertes, sentía el dolor, el escozor, y culebreaba e intentaba escapar a los golpes, aunque me había jurado no hacerlo. Me recordaba que debía permanecer quieto pero acababa cayendo en forzados zigzagueos, lo cual divertía inmensamente a la reina. Cuando ya estaba muy irritado, me sentía tremendamente cansado, sobre todo del forcejeo. La reina sabía que era más vulnerable, y entonces me tocaba. Sus manos resultaban una delicia sobre mis moratones a pesar del odio que sentía por ella. Luego pasaba la mano suavemente por mi órgano, al tiempo que me decía al oído que podría disfrutar del éxtasis si la servía. Me contaba que yo sería objeto de toda su atención, que los criados me bañarían y me mimarían, en vez de restregarme con rudeza y colgarme de la pared. A veces, yo empezaba a lloriquear al escuchar esto porque ya no podía contenerme. Los pajes se reían, y a la reina todo aquello también le hacía bastante gracia. Luego me devolvían a la pared para que mi ánimo decayera aún más a causa del hastío interminable.
»Durante todo este tiempo, nunca vi que los demás esclavos fueran castigados directamente por la reina. Ella practicaba sus diversiones y juegos en sus muchos salones. Yo, en raras ocasiones oía gritos y golpes a través de las puertas.
»Pero, a medida que empecé a exhibir un órgano erecto y ansioso, muy a mi pesar, empecé a esperar con anhelo las terribles palizas... en contra de mi voluntad... sin que ambas cosas estuvieran conectadas en mi mente... Ella se traía un esclavo de vez en cuando para divertirse.
»No tengo palabras para describir el ataque de celos que sentí la primera vez que presencié cómo castigaba a un esclavo. Fue con el joven príncipe Gerald, al que ella adoraba en aquellos días. Tenía dieciséis años y las nalgas más redondas y pequeñas que se puedan imaginar. A los pajes les parecían irresistibles, y también a los criados, igual que las vuestras.
Bella se ruborizó al oír esto.
—No os consideréis desdichada. Escuchad lo que tengo que decir acerca del hastío —añadió Alexi, y la besó con ternura.
»Como os decía, trajeron a este esclavo y la reina lo acarició y lo importunó sin ningún pudor. Lo colocó sobre su regazo y le propinó una zurra con la palma de la mano, como hizo con vos. Yo veía su pene erecto y cómo intentaba mantenerlo apartado de la pierna de la reina por temor a derramar su pasión y contrariarla. La sumisión y devoción que sentía por ella eran absolutas. Carecía de toda dignidad en su entrega; más bien todo lo contrario, correteaba para obedecer cada una de sus órdenes, con su hermosa carita siempre sonrojada, la piel rosa y blanca llena de marcas de castigo. Yo no podía apartar la vista de él. Pensé que nunca podrían conseguir que yo hiciera esas cosas. Jamás; antes preferiría morir. Pero continué observando cómo la reina lo castigaba, lo pinchaba y lo besaba.
»Cuando él ya la hubo satisfecho bastante, ¡cómo lo recompensó! Había traído a seis príncipes y princesas entre los que debía escoger con quién copularía. Por supuesto, él siempre escogía complacerla, así que elegía a los príncipes.
»Mientras la reina presidía la actuación con su pala, él se colocaba sobre uno de los esclavos, que se arrodillaba obedientemente y, sin dejar de recibir los golpes de la reina, llegaba al éxtasis. El espectáculo era sumamente provocador: su pequeño trasero que recibía una sonora zurra, el sumiso esclavo con la cara roja, de rodillas, se preparaba para recibir al príncipe Gerald, y el miembro erecto del muchacho estaba listo para entrar y salir del ano indefenso. A veces la reina azotaba en primer lugar a la pobre víctima, le concedía una alborozada persecución por la estancia o una oportunidad de escapar a su destino si podía traerle un par de pantuflas con los dientes antes de que ella consiguiera propinarle diez buenas paladas. La víctima se escabullía precipitadamente para obedecer. Pero en contadas ocasiones era capaz de encontrar las pantuflas y traérselas antes de que la reina finalizara la sonora paliza. De modo que se tenía que doblar para satisfacer al príncipe Gerald, que desde luego estaba muy bien dotado para tener dieciséis años.
»Por supuesto que yo me decía para mis adentros que aquello era una asquerosidad y que era indigno de mí. Yo nunca me prestaría a tales juegos —Alexi se rió tranquilamente, atrajo a Bella hacia su pecho con el brazo y le besó la frente—. Pero desde entonces he jugado a estos pasatiempos bastante a menudo —dijo.

Ayudante De Santa
06-11-2015, 22:19:08
Los mejores licores
esquimala
30-08-2011, 10:56:45
»A veces, muy de vez en cuando, el príncipe Gerald elegía a una princesa, y esto contrariaba levemente a la reina, que hacía que la víctima femenina ejecutara alguna tarea con la esperanza de escapar, ya fuera el mismo juego de las pantuflas, traerle un espejito de mano o algo por el estilo, y durante todo el rato la soberana la dirigía despiadadamente con la pala. Luego la tumbaban de espaldas y el vigoroso joven príncipe la poseía para diversión de la reina. A veces también la colgaban boca abajo, doblada como en la sala de castigos.
Bella dio un respingo. Ser poseída en esta posición era algo que no se le había ocurrido. Pero seguro que una princesa cautiva sería forzada y sometida a algo así.
—Como os podéis imaginar —continuó Alexi—, estos espectáculos se convirtieron en una tortura para mí. Durante mis horas solitarias, los ansiaba. Mientras observaba, sentía los golpes contra mis nalgas como si yo también estuviera siendo azotado, y notaba que mi pene se excitaba muy a pesar al ver que las muchachitas eran perseguidas, o incluso cuando un paje acariciaba al príncipe Gerald y a veces le lamía el miembro para diversión de la reina.
»Debo añadir que a Gerald todo esto le resultaba muy duro. Era un príncipe ansioso por complacer, siempre se afanaba por satisfacer a su majestad y se castigaba a sí mismo mentalmente, por temor al fracaso. Parecía que no se daba cuenta de que muchas de las tareas y juegos se concebían deliberadamente para aumentar especialmente la dificultad para él. Por ejemplo, la reina le obligaba a que le peinara el cabello con el cepillo entre los dientes. Esto era sumamente difícil, y él lloraba cuando no conseguía hacerlo con cepilladas bastante largas, que recorrieran toda la melena. Por supuesto, la reina se enfadaba, lo arrojaba sobre su regazo y utilizaba un cepillo con mango de cuero para sacudirle. Él lloraba de vergüenza y desdicha, y temía la peor de sus cóleras: que lo entregara a otros para que disfrutaran de él y lo castigaran.
—¿Os entrega a vos alguna vez a otros, Alexi? —preguntó Bella.
—Cuando está disgustada conmigo —continuó—. Pero yo ya me he rendido y lo he aceptado. Me entristece pero lo he aceptado. Nunca pierdo el control como le sucedía al príncipe Gerald. Él era capaz de implorar a la reina y cubrir sus pantuflas con besos silenciosos. Por eso nunca sirve para nada. Cuanto más suplicaba, más lo castigaba ella.
—¿Qué fue de él?
—Llegó el día en que fue enviado de vuelta a su reino. Ese momento llega para todos los esclavos. También para vos, aunque quién sabe cuándo; depende de la pasión que el príncipe sienta por vos. Además, en vuestro caso fue él quien os despertó y os reclamó. Vuestro reino era aquí toda una leyenda —dijo el príncipe Alexi.
»De cualquier modo, Gerald volvió a su casa sumamente recompensado y creo yo que también muy aliviado de que le dejaran marchar. Por supuesto, antes de partir, le vistieron exquisitamente, fue recibido por la corte y luego todos nos reunimos para despedirlo. Es la costumbre. Creo que para él fue tan humillante como todas las demás cosas. Era como si recordara su desnudez y su subyugación. Pero aunque por diversos motivos, otros esclavos también sufren cuando los liberan. Quién sabe, quizá las incesantes preocupaciones del príncipe Gerald le salvaron de algo peor. Es imposible decirlo. A la princesa Lizetta la salva su rebelión. Seguro que para el príncipe Gerald fue interesante...
Alexi hizo una pausa para volver a besar a Bella y tranquilizarla:
—No intentéis comprender ahora mismo todo lo que os digo. No busquéis un significado inmediato —le repitió—. Limitaos a escucharme y aprender, y quizá lo que os digo pueda libraros de cometer algunos errores; tal vez os proporcione diferentes ideas para el futuro. Oh, sois tan tierna conmigo, mi flor secreta.
Él la hubiese abrazado de nuevo, quizá se hubiera dejado arrastrar una vez más por la pasión, pero ella lo detuvo posando los dedos en sus labios.
—Pero decidme, mientras estabais amarrado a la pared, ¿en qué pensabais... cuando estabais solo? ¿En qué soñabais?
—Qué pregunta tan extraña —respondió.
Bella parecía muy seria:
—¿Pensabais en vuestra vida anterior, deseabais estar libre para disfrutar de tal o cual placer?
—No, en realidad no —contestó lentamente—. Más bien me preocupaba lo que me sucedería a continuación, supongo. No sé. ¿Por qué me preguntáis esto?
Bella no contestó, pero había soñado en tres ocasiones desde que había llegado y en todas ellas su antigua vida le había parecido tétrica y llena de vanas preocupaciones. Recordaba las horas que había dedicado a sus labores y las interminables reverencias que había hecho en la corte a los príncipes que le besaban la mano. Revivía las interminables horas en las que estuvo sentada, absolutamente inmóvil, en banquetes donde otros charlaban y bebían, mientras que ella lo único que había sentido era aburrimiento.
—Por favor, continuad, Alexi —dijo con dulzura—. ¿A quién os entrega la reina cuando está descontenta?
—Ah, ésa es una pregunta con varias respuestas —dijo—. Pero permitidme seguir con mi relato. Podéis imaginaros cómo era mi existencia, horas de hastío y soledad rotas únicamente por estas tres diversiones: la propia reina, los castigos infligidos al príncipe Gerald, o los furiosos azotes que me propinaba Félix. Bien, al poco tiempo, en contra de mi voluntad y a pesar de toda mi rabia, empecé a mostrar mi excitación cada vez que la reina entraba en la alcoba. Ella me ridiculizaba por ello, pero lo tenía presente, y de vez en cuando tampoco podía ocultar mi excitación cuando veía al príncipe Gerald tan descaradamente erecto, disfrutando de los otros esclavos, o incluso cuando recibía la pala. La reina lo observaba todo, y cada vez que veía que mi órgano estaba duro, fuera de mi control, hacía que Félix me propinara inmediatamente una dura paliza. Yo forcejeaba, intentaba maldecirla, y al principio estas zurras mitigaban mi placer, aunque al poco tiempo no lo reprimían en absoluto. Además, la reina se sumaba a mi padecimiento con sus propias manos: daba palmetadas contra mi pene, lo acariciaba, y luego volvía a palmetearlo a la vez que Félix me castigaba. Yo me retorcía y forcejeaba, pero no servía de nada. Al cabo de muy poco tiempo, anhelaba tanto el tacto de las manos de la reina que gemía en voz alta e incluso en una ocasión, terriblemente atormentado, hice todo lo que pude mediante gestos y movimientos para demostrar que iba a obedecerla.
»Por supuesto no tenía intención de someterme; lo hacía únicamente para ser premiado. Me pregunto si podéis imaginaros lo difícil que fue esto para mí. Me desataron, me dejaron a cuatro patas y me ordenaron que besara sus pies. Era como si acabaran de dejarme completamente desnudo. Nunca había obedecido una sola orden, ni me habían obligado a acatarla sin llevar los grilletes. No obstante, la necesidad de aliviar aquella tortura era tal, mi sexo estaba tan hinchado a causa del deseo, que me obligué a mí mismo a arrodillarme a sus pies y a besarle las zapatillas. Nunca olvidaré la magia de sus manos cuando me acarició. Pude experimentar el estallido de pasión que recorrió mi cuerpo, y en cuanto ella me pasó la mano y jugueteó con mi sexo, la pasión se liberó de inmediato, lo que la enfureció terriblemente.

esquimala
30-08-2011, 10:59:15
»"No tenéis control —me dijo malhumoradamente— y seréis castigado por esto. Pero habéis intentado someteros y eso ya es algo." En ese mismo momento me levanté e intenté alejarme de ella corriendo; nunca había tenido intención de acatar sus órdenes.
«Obviamente, los pajes me prendieron al instante. No debéis pensar nunca que estáis a salvo de ellos. Quizás os encontréis en una alcoba enorme, débilmente iluminada, a solas con un lord. Es posible que os creáis que sois libre en el momento en que caiga dormido con su copa de vino. Entonces intentaréis levantaros y escapar, pero de inmediato aparecerán pajes que os reducirán. Sólo ahora que soy el asistente de confianza de la reina se me permite dormir a solas en su alcoba. Los pajes no se atreven a entrar a oscuras en la habitación donde duerme la reina, así que no hay forma de que sepan que estoy aquí con vos. Pero ésta es una situación excepcional, muy excepcional, y en cualquier momento podrían descubrirnos...
—Pero ¿qué os sucedió? —insistió Bella—. ¿Os prendieron? —preguntó asustada.
—La reina tuvo pocos miramientos a la hora de castigarme. Mandó llamar a lord Gregory y le dijo que yo era incorregible. Le comunicó que, a pesar de mis finas manos y delicada piel, en contra de mi linaje real, debían llevarme de inmediato a la cocina, donde serviría todo el tiempo que ella decretara... y, de hecho, llegó a decir que esperaba no olvidarse de que yo estaba allí y de mandarme llamar en el futuro.
»Me bajaron a la cocina en medio de mis protestas habituales. No tenía ni idea de lo que iba a sucederme, pero enseguida comprobé que me encontraba en un lugar oscuro y sucio, lleno de grasa y hollín de las cocinas, en el que siempre había pucheros hirviendo y docenas de lacayos atareados cortando vegetales y limpiando, o desplumando aves y todas las demás tareas que contribuyen a que se puedan servir banquetes aquí.
»Nada más dejarme allí, el regocijo fue general. Contaban con una nueva diversión. Estaba rodeado de los seres más ordinarios y groseros qué había visto en mi vida. "Y a mí que me importa —pensé—. Yo no obedezco a nadie."
»Pero al instante me di cuenta de que estas criaturas no estaban más interesadas en mi sumisión que en la de las aves que mataban, las zanahorias que pelaban, o las patatas que echaban al puchero. Yo era un juguete para ellos y sólo en muy contadas ocasiones se dirigieron a mí como si tuviera orejas para oírles o juicio para entender lo que me decían.
»Me pusieron inmediatamente un collar de cuero, atado a los grilletes de las muñecas y, éstas, a su vez, a las rodillas, de tal manera que era imposible levantarme de mi posición a cuatro patas. Me colocaron una embocadura con una brida, tan bien sujeta a la cabeza que podían tirar de mí con correas de cuero sin que yo pudiera resistirme; mis extremidades sólo me permitían seguirles a regañadientes.
»Me negaba a moverme. Pero ellos me arrastraban de un lado a otro del sucio suelo de la cocina mientras se reían a placer. No tardaron en sacar sus palas y castigarme cruelmente. Ninguna parte de mi cuerpo se libraba, pero mi trasero les encandilaba especialmente. Cuanto más me sacudía y forcejeaba, más hilarante les parecía a ellos la situación. No era más que un perro, y precisamente así me trataban. Sin embargo, aquello no fue más que el principio. Al cabo de poco rato me desligaron lo suficiente para arrojarme encima de un gran barril que estaba tumbado sobre el suelo, donde fui violado por cada uno de los hombres, mientras las mujeres observaban sin parar de reír. Me quedé tan dolorido y mareado por el movimiento del barril que vomité, pero para ellos incluso esto fue divertido.
»Cuando acabaron conmigo y tuvieron que regresar al trabajo, me amarraron al interior de un gran tonel abierto donde tiraban la basura. Mis pies estaban firmemente apoyados sobre los desechos de hojas de col y cabezas de zanahorias, pieles de cebollas y plumas de pollo, que componían los desperdicios del trabajo del día y, a medida que arrojaban más basura, ésta subía a mi alrededor. El tufo era terrible. Cada vez que yo me retorcía y forcejeaba, ellos volvían a reírse, y pensaban en otros modos de atormentarme.
—Oh, pero esto es demasiado atroz —dijo Bella boquiabierta.
Se podía decir que todas las personas que la habían tratado y castigado, en cierta forma también la admiraban. Pero cuando pensó en su hermoso Alexi humillado de este modo, sintió que el miedo la invadía.
—Por supuesto, no se me había ocurrido pensar que ésta iba a ser mi ubicación habitual. Efectivamente, me sacaron unas horas más tarde, después de servir la cena de la noche, puesto que habían decidido volver a violarme. Sin embargo, esta vez me tumbaron y me estiraron encima de una gran mesa de madera. Me apalizaron una y otra vez, con gran deleite por su parte, pero esta vez con burdas palas de madera, pues comentaron que las de cuero que habían usado antes eran demasiado buenas para mí. Sujetaron mis piernas separándolas todo lo que pudieron y se lamentaron de no poder torturar mis partes íntimas sin correr el riesgo de ser castigados. Aunque al parecer aquello no incluía mi pene, puesto que lo mortificaban sin descanso propinándole palmetadas y bruscos toqueteos.
»Para entonces yo casi había enloquecido. Soy incapaz de explicarlo. Eran tantos y tan ordinarios... mis movimientos, mis sonidos no significaban nada para ellos. La reina habría advertido el más mínimo cambio de expresión en mí; se habría mofado de mis gruñidos y forcejeos, saboreándolos. Pero estos groseros cocineros y pinches me frotaban el pelo, me levantaban la cara, me abofeteaban el trasero y me azotaban como si yo no me enterara de nada.
»Me decían: "qué trasero tan rellenito", y "mirad esas fuertes piernas", y ese tipo de comentarios que se hacen de un animal. Me pellizcaban, me atizaban, me punzaban a placer, y luego se disponían a violarme. Primero, con sus manos crueles, me embadurnaban bien con grasa, como la primera vez, y en cuanto acabaron me aplicaron una lavativa de agua con un rudimentario tubo unido a un odre de vino lleno de agua. No puedo describir semejante mortificación. Me lavaron por dentro y por fuera. La reina, como mínimo, me concedía intimidad en estas cuestiones, ya que las necesidades de nuestros intestinos y vejigas no le preocupaban. Pero ser vaciado por ese chorro violento de agua fría, delante de aquellos puercos, me hizo sentir débil y apocado.
»Estaba agotado cuando volvieron a introducirme en la basura. Por la mañana me dolían los brazos y estaba mareado por la pestilencia que ascendía en torno a mí. Me sacaron de allí rudamente, me ataron otra vez de rodillas y me echaron algo de comida en un plato. Hacía un día que no comía, pero de todos modos no quería aumentar su diversión, ya que no me permitían utilizar las manos. Para ellos no era nada. Rechacé las comidas hasta el tercer día en que ya no pude soportarlo más y devoré con los labios, como un cachorro hambriento, las gachas que me dieron. Ni siquiera prestaron atención. Cuando acabé, me llevaron de vuelta al montón de basura donde esperé hasta que dispusieron de otro rato para entretenerse conmigo.
»Entretanto permanecería allí, colgado. Cada vez que pasaban me propinaban una fuerte bofetada, me retorcían los pezones o me separaban aún más las piernas con una de sus palas.
»La agonía superaba cualquier sensación que hubiera experimentado en la alcoba de la reina. Muy pronto, al anochecer, corrió la voz entre los mozos de cuadra de que podían venir y disponer de mí como quisieran. Así que tuve que satisfacerlos también a ellos.
»Iban mejor vestidos, pero olían a caballo. Llegaron, me sacaron de la cubeta y uno de ellos introdujo el largo y redondeado mango de cuero de su látigo en mi ano. Con aquel instrumento, me obligó a incorporarme y me condujo hasta el establo. Entonces, me tiraron de nuevo encima de un barril tumbado y me violaron, uno a uno.
»Parecía insoportable, pero aún así lo aguanté. Del mismo modo que en los aposentos de la reina, tenía todo el día para regalarme la vista con mis torturadores aunque la verdad es que me hacían poquísimo caso de tan absortos como estaban en sus tareas.

esquimala
30-08-2011, 11:01:59
»Sin embargo, una tarde en que todos ellos estaban ebrios y habían sido felicitados por una excelente comida celebrada en los salones de arriba, se volvieron hacia mí en busca de juegos más imaginativos. Yo estaba aterrorizado. Había perdido toda noción de la dignidad y en cuanto se aproximaron a mí empecé a gemir, a pesar de la mordaza. Me retorcí y forcejeé para resistirme a sus manos.
»Los juegos que escogieron eran tan degradantes como repugnantes. Hablaban de adornarme, de mejorar mi aspecto, de que en conjunto yo era un animal demasiado limpio y delicado para el lugar donde me alojaba. Así que me tumbaron en la cocina y no tardaron en desatar su furia sobre mí, embadurnándome con decenas de mezcolanzas elaboradas con miel, huevos, diversos almíbares y brebajes. Todo estaba a su disposición en la cocina. Enseguida me vi cubierto de esos líquidos asquerosos. Me untaron las nalgas y, cómo no, se reían mientras yo forcejeaba. Pringaron mi pene y mis testículos. Me llenaron el rostro de aquello y me embadurnaron el pelo echándolo hacia atrás. Cuando acabaron, cogieron plumas de aves y me emplumaron de pies a cabeza.
»Estaba absolutamente aterrorizado, no por un dolor real, sino por la vulgaridad y la mezquindad de la que hacían gala. No podía soportar semejante humillación.
»Finalmente, uno de los pajes entró para ver cuál era el motivo de tanto ruido y se apiadó de mí. Hizo que me soltaran y les ordenó que me lavaran. Por supuesto, me restregaron, con la rudeza habitual, y me volvieron a azotar con la pala. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba perdiendo la razón. Agachado a cuatro patas, corría desesperadamente para escapar a los paletazos. Intentaba por todos los medios meterme debajo de las mesas de la cocina y en cualquier sitio, en busca de un momento de reposo; ellos me encontraban, si era necesario movían las mesas y las sillas para alcanzar mi trasero con sus palas. Por supuesto, si intentaba levantarme me tumbaban en el suelo a la fuerza. Estaba desesperado.
»Me escabullí al lado del paje y le besé los pies como había visto que el príncipe Gerald hacía con la reina.
»Pero si se lo contaba a la reina, no me serviría para nada. Efectivamente, al día siguiente, volvía a estar amarrado como antes y esperaba el hastío y la desazón de mis amos de siempre. A veces pasaban a mi lado y me llenaban el ano con un poco de comida en vez de tirarla. Me introducían zanahorias u otras hortalizas, cualquier cosa que pensaran que se parecía a un falo. Me violaban una y otra vez con estas cosas y tenía gran dificultad para expelerlas. Supongo que mi boca no se hubiera librado de esto de no ser porque tenían órdenes de mantenerme amordazado como a todos los esclavos de mi condición.
»Cada vez que atisbaba a un paje, me lanzaba a suplicarle utilizando todos mis gestos y gemidos.
»Durante este tiempo dejé de tener verdaderos pensamientos. Quizás había empezado a pensar en mí como el ser semihumano que ellos creían que era yo; no lo sé. Para ellos era un príncipe desobediente enviado allí porque me lo merecía.
Cualquier abuso que me infligieran formaba parte de sus obligaciones. Si las moscas les molestaban, me untaban el sexo con miel para atraerlas, y realmente creían que aquello estaba muy bien pensado, no les causaba ningún remordimiento.
»Pese al terror que me infundían los mangos de cuero de los látigos que los mozos de cuadra me introducían a la fuerza en el ano, casi anhelaba que llegara el momento en que me llevaban a los lugares más limpios y frescos de establo. Al menos a aquellos mozos les parecía maravilloso tener un príncipe de verdad a quien atormentar. Me ridiculizaban con todas sus fuerzas y durante largo rato, pero aquello era mejor que estar en la cocina.
»No sé cuánto tiempo duró. Cada vez que soltaban los grilletes sentía un terrible pavor. Al cabo del tiempo, los de la cocina empezaron a echar la basura por el suelo y me obligaban a recogerla mientras me perseguían con sus palas. No era ya consciente de que la mejor solución hubiera sido permanecer inmóvil; me movía completamente aturdido y lleno de pánico. Corría de este modo simplemente para acabar la tarea mientras ellos me azotaban. Ni siquiera el príncipe Gerald había estado nunca tan desesperado.
»Pensé en él cuando me descubrí haciendo estas cosas, por supuesto. Me dije con amargura, "está entreteniendo a la reina en sus aposentos, mientras yo estoy aquí en este lugar inmundo".
»En definitiva, los mozos de cuadra eran para mí como los miembros de la realeza. Uno de ellos quedó bastante fascinado conmigo. Era grande, muy fuerte. Podía montarme en el mango de su látigo de tal forma que mis pies desnudos apenas tocaban el suelo, y me obligaba a avanzar con la espalda arqueada y las manos atadas; casi me transportaba. Le encantaba hacer esto y, un día, me llevó a solas con él hasta un rincón apartado del jardín. Durante un momento intenté oponerme, pero de una sacudida me puso sobre su rodilla, sin apenas esfuerzo. Me obligó a agacharme sobre la hierba y me dijo que recogiera con los dientes las pequeñas florecillas blancas que había por allí. Si me negaba me dijo que me llevaría de vuelta a la cocina. No sabría describir cuán voluntarioso me mostré en obedecerlo. Mantenía el mango del látigo dentro de mí y me obligaba a ir de un lado a otro con él. Luego empezó a atormentarme el pene. Pero aunque no cesaba de dar palmetadas y abusaba de él, también lo acariciaba. Para horror mío, sentí cómo se hinchaba. Quería quedarme para siempre con él. Me pregunté, qué podía hacer para contentarle, y esto supuso para mí una humillación más. Me sentí desesperado porque sabía que esto era exactamente lo que la reina había pretendido al castigarme. Incluso en mi locura, estaba convencido de que si ella hubiera sabido cuánto sufría, me hubiera liberado. Pero mi mente estaba vacía de todo pensamiento. Entonces sólo sabía que quería agradar a mi mozo de cuadra porque temía que me llevara de vuelta a la cocina.
»Así que cogí las florecillas con los dientes y se las llevé a él. A continuación me dijo que yo era un príncipe demasiado malo para que todo el mundo me tratara con tanta condescendencia, y me ordenó que me subiera a una mesa cercana. Era redonda, de madera, gastada por la intemperie, pero a menudo se vestía y se utilizaba cuando alguno de los miembros de la corte quería comer en el jardín.
»Obedecí de inmediato, aunque él no quería que me arrodillara sino que tenía que ponerme en cuclillas con las piernas muy separadas y las manos en la nuca, con la vista baja. Para mí era degradante hasta lo indecible y, sin embargo, sólo pensaba en agradarle. Por supuesto, me azotó en esta posición. Tenía una pala de cuero, delgada pero pesada, y con un golpazo poderosísimo. Empezó a aporrear mi trasero y aun así, continué allí, en cuclillas, con las piernas doloridas y el pene hinchado todo el tiempo mientras él me atormentaba.
»Fue lo mejor que pudo pasar, porque lord Gregory lo presenció todo. No lo supe entonces; sólo sabía que pasaban otras personas y, cuando oí sus voces y supe que eran nobles y damas, experimenté una consternación increíble. Veían cómo yo, el orgulloso príncipe que se había rebelado contra la reina, era humillado por este mozo de cuadra. No obstante, todo lo que podía hacer era llorar, sufrir y sentir la pala que me zurraba.
»Ni siquiera pensé en que la reina pudiera enterarse de todo esto. Había perdido toda esperanza y sólo pensaba en aquel instante. Bueno, Bella, éste es un aspecto de la entrega y la aceptación, desde luego. Y sólo pensaba en el mozo de cuadra, y en agradarle y en escapar al horror de la cocina durante un rato más, pese al terrible precio que tendría que pagar. En otras palabras, estaba haciendo precisamente lo que se esperaba de mí.

esquimala
30-08-2011, 11:04:47
»Luego, mi mozo de cuadra se cansó de aquello. Me ordenó que volviera a agacharme a cuatro patas sobre la hierba y me llevó de esta guisa por entre la maleza. Yo estaba completamente desligado, pero seguía totalmente a su merced. En ese instante encontró un árbol, me dijo que me incorporara y que me agarrara a una rama que quedaba por encima de mi cabeza. Me colgué de ella, con los pies en el aire, mientras él me violaba. Me penetró repetidamente, con fuerza, a fondo. Pensé que no iba a acabar nunca, y mi pobre pene se mantenía duro como el propio tronco del árbol, lleno de dolor.
»Cuando acabó conmigo pasó la cosa más extraordinaria. Me encontré de rodillas, besándole los pies. Es más, retorcía mis caderas, impulsándolas adelante y hacía todo lo que estaba en mi mano para rogarle que liberara la pasión que me atormentaba entre las piernas, para que me concediera cierto alivio, ya que no había tenido ocasión para ello en la cocina.
»Él se reía de todo esto. Me levantó, me empaló con toda facilidad en el mango del látigo y me condujo de vuelta hacia la cocina. Yo lloriqueaba descontroladamente como nunca lo había hecho en mi vida.
»La enorme habitación estaba casi vacía. Todos estaban fuera, cuidando las huertas o en las antesalas de arriba, sirviendo la comida. Sólo quedaba una joven criada que se levantó de un brinco al vernos. Al cabo de un momento, el mozo de cuadra le susurraba algo al oído y, mientras ella asentía con la cabeza y se limpiaba las manos en el delantal, él me ordenó que me subiera a una de las mesas cuadradas. Y allí estaba yo de nuevo, en cuclillas y con las manos detrás de la cabeza. Obedecí sin tan siquiera pensarlo. Más paletazos, pensé, como tributo hacia esa muchacha de rostro enfermizo y trenzas marrones. Mientras tanto, ella se acercó y me miró con lo que parecía verdadera admiración. Luego, el mozo de cuadra empezó a atormentarme. Había cogido una pequeña escobilla que se utilizaba para sacar la porquería del interior del horno, y con esto empezó a cepillar y a frotar suavemente mi pene. Cuanto más lo tocaba, mayor era mi padecimiento. Cada vez me resultaba más insoportable que apartara la escobilla medio centímetro de mi pene y, en consecuencia, yo me esforzaba por seguir sus movimientos. Era más de lo que podía soportar. Sin embargo, él no me permitía mover los pies, y me azotaba de inmediato si le desobedecía. Comprendí enseguida su juego. Debía impeler mi cadera hacia delante todo lo que pudiera para mantener mi hambriento pene en contacto con las suaves cerdas de la escobilla que me acariciaban, y así lo hacía, llorando sin parar mientras la muchacha miraba fijamente, con obvio deleite. Finalmente, la jovencita le suplicó que le permitiera tocarme. Yo me sentí tan agradecido por ello que no pude dejar de sollozar. El mozo de cuadra puso la escobilla bajo mi barbilla y me levantó la cara. Dijo que le gustaría ver cómo satisfacía la curiosidad de la joven doncella. Ella nunca había visto realmente a un hombre joven consumar su pasión, así que mientras él me sostenía, escrutaba y observaba mi rostro cubierto de lágrimas, ella frotó suavemente mi pene y, sin orgullo ni dignidad, sentí que mi pasión se descargaba en su mano, con mi rostro enrojecido de calor y completamente ruborizado mientras un estremecimiento me recorría los riñones al sentir semejante alivio de todos aquellos días de frustración.
»Después de aquello me sentí muy debilitado. No tenía orgullo, no pensaba en el pasado ni en el futuro. No oponía resistencia cuando estaba maniatado. Sólo quería que el mozo de cuadra volviera pronto. Estaba adormilado y asustado cuando todos los cocineros y pinches regresaron y retomaron su inevitable entretenimiento ocioso.
»Los días siguientes no faltaron los habituales tormentos de la cocina: me azotaban con la pala, me perseguían, me ridiculizaban y también me trataban con sumo desprecio. Soñaba con el mozo de cuadra. Estaba convencido de que él regresaría, con toda seguridad. Creo que ni siquiera llegué a pensar en la reina, pues cuando la imaginaba sólo sentía desesperación.
»Finalmente, una tarde, el mozo de cuadra llegó primorosamente vestido de terciopelo rosa ribeteado en oro. Me quedé estupefacto. Ordenó que me lavaran y me restregaran. Yo estaba demasiado excitado para temer las manos rudas de los pinches, aunque eran tan crueles como siempre.
»A pesar de que mi órgano se ponía rígido ante la mera visión de mi señor, el mozo de cuadra, éste me dijo que debía mantenerlo perfectamente firme, siempre así, o sería severamente castigado.
»Asentí lleno de vigor. Luego retiró la embocadura de la mordaza de la boca y la sustituyó por una más decorativa.
»¿Cómo puedo describir lo que sentí entonces? No me atrevía a soñar con la reina. Había padecido tanto que cualquier respiro era maravilloso para mí.
»En aquel instante el mozo de cuadra me conducía al interior del castillo y yo, que me había rebelado contra todo el mundo, corría a cuatro patas tras él por los' pasillos de piedra pasando junto a las pantuflas y botas de los nobles y damas, que se volvían para prestarme atención y dedicarme algunos cumplidos. El mozo de cuadra se mostraba muy orgulloso.
»Entramos en un gran salón de altos techos, donde tuve la impresión de que nunca antes en mi vida había visto terciopelo de color crema ribeteado en oro y estatuas contra las paredes, ni tantos ramos de flores frescas. Me sentí nacer otra vez sin pensar en mi desnudez ni en mi servilismo.
»Allí, en una silla de alto respaldo, estaba sentada la reina, resplandeciente, vestida con su terciopelo púrpura y su capa de armiño sobre los hombros. Me escabullí hacia delante con atrevimiento, dispuesto a pecar de servilismo, y colmé de besos el bajo de su falda y sus zapatos.
»De inmediato me acarició suavemente el pelo y me levantó la cabeza. "¿Habéis sufrido bastante por vuestra testarudez?", preguntó, y mientras no apartó sus manos las besé, besé sus suaves palmas y sus cálidos dedos. El sonido de su risa me parecía hermoso. Vislumbré los montículos de sus pechos blancos y la apretada faja que le rodeaba la cintura. Le besé las manos hasta que me detuvo y me sostuvo la cara. Entonces abrió mi boca con sus dedos y me tocó los labios y los dientes. Luego me quitó la mordaza, al tiempo que me advertía que no debía hablar. Yo asentí de inmediato.
»"Éste será un día de prueba para vos, mi joven príncipe voluntarioso", dijo. Y luego, al tocar mi pene, me elevó en un paroxismo de placer exquisito. Ella percibió la dureza, y yo intenté evitar que mi cadera se adelantara hacia ella.
»Dio su visto bueno y luego ordenó mi castigo. Dijo que había oído hablar de mi tormento en el jardín, y pidió que mi joven criado, el mozo de cuadra, le hiciera el favor de fustigarme para su entretenimiento.

esquimala
30-08-2011, 11:06:03
»Enseguida me encontré en la mesa redonda de mármol que estaba frente a ella, donde me coloqué de cuclillas obedientemente. Recuerdo que las puertas estaban abiertas. Vi las figuras distantes de los nobles y las damas que andaban por allí. Sabía que había otras damas en esa misma habitación, puesto que podía distinguir los colores suaves de sus vestidos e incluso el resplandor trémulo de su cabello. Pero únicamente pensaba en agradar a la reina. Sólo esperaba conseguir permanecer en esa difícil posición acuclillada todo el tiempo que ella quisiera, sin importar la crueldad de la pala. Los primeros golpes me parecieron cálidos y buenos. Sentí que mis nalgas se encogían y se apretaban y tuve la impresión de que mi pene no había experimentado nunca el placer de una hinchazón tan plena, insatisfecho como estaba.
»Naturalmente, los golpes no tardaron en hacerme gemir y, mientras me esforzaba por contener mis quejidos, la reina me besó en la cara y me dijo que, aunque mis labios debían permanecer sellados, tenía que hacerle saber cómo sufría yo por ella. La entendí inmediatamente. En aquel instante, las nalgas me escocían y palpitaban de dolor. Arqueé la espalda, con las rodillas cada vez más separadas, las piernas rígidas y doloridas por la tensión de los azotes, y gemí sin reserva; mis quejidos sonaban más fuertes con cada azote. Entendedme, Bella, nada me reprimía. No estaba maniatado ni amordazado.
»Toda mi rebeldía había desaparecido. Cuando a continuación la reina ordenó que me azotaran con la pala por toda la habitación, me moría de ganas de complacerla. Ella arrojó un puñado de bolitas de oro del tamaño de unas uvas grandes, de color púrpura, y me mandó traérselas una a una, exactamente igual que cuando a ti te ordenaron que recogieras las rosas. El mozo de cuadra, mi criado, como ella lo llamaba, no tenía que conseguir darme más de cinco palazos antes de que yo colocara una bola en la mano de su majestad, puesto que de lo contrario ella se disgustaría enormemente conmigo. Las bolas doradas estaban esparcidas por rincones alejados y dispersos; no podéis imaginaros la prisa que me di para recogerlas. Escapaba corriendo de la pala como si fueran a quemarme vivo. Por supuesto, aquellos días tenía la piel muy sensible e irritada, me habían salido un montón de ronchas, pero me apresuraba tanto solamente por contentarla a ella.
»Le llevé la primera tan sólo con tres golpes. Me sentí muy orgulloso. Pero mientras la depositaba en su mano, caí en la cuenta de que se había puesto un guante de cuero negro, que tenía los dedos dibujados con pequeñas esmeraldas. Entonces me ordenó que me diera la vuelta, que separara las piernas y le mostrara mi ano. Obedecí de inmediato y sentí de pronto un sobresalto al notar esos dedos enfundados en cuero que abrían mi ano.
«Como os he explicado, mis brutos captores de la cocina me habían violado y me habían introducido agua en el cuerpo repetidas veces. No obstante, ésta era una nueva vejación para mí. Ella me abría con simpleza y descuido, sin la violencia de la violación. Hizo que me sintiera debilitado de amor y no opuse resistencia alguna a su posesión. De inmediato me di cuenta de que estaba introduciendo en mi ano las bolas de oro que yo había recogido. Entonces me dio instrucciones para que las retuviera dentro de mí, a menos que quisiera provocar su furioso descontento.
»A continuación tenía que recoger otra bola. La pala me alcanzó con gran velocidad. Yo me apresuré, le llevé otra canica, me ordenó que me diera la vuelta y me la introdujo a la fuerza.
»El juego se prolongó durante mucho rato. Mis nalgas estaban completamente irritadas. Tenía la impresión de que se habían vuelto enormes. Estoy seguro de que conocéis esta sensación. Me sentía hinchado, enorme, y muy desnudo; cada roncha ardía bajo la pala. Me estaba quedando sin aliento pero me desesperaba la idea de fallar; y cada vez tenía que correr más lejos de ella para recoger las bolas de oro. Sin embargo, la nueva sensación era ese relleno, el atestamiento de mi ano, que para entonces tenía que mantener muy apretado para no soltar las canicas de oro en contra de mi voluntad. Al cabo de poco rato sentí que tenía el ano ensanchado y abierto, aunque cruelmente relleno al mismo tiempo.
»El juego se volvía cada vez más frenético. Enseguida entreví a otras personas que observaban desde las puertas. A menudo tuve que pasar a toda prisa bajo la falda de alguna dama de su majestad.
»Fue muy duro. Los dedos enfundados en cuero me rellenaban cada vez con más firmeza, y aunque las lágrimas corrían por mi cara, y respiraba muy deprisa y entrecortadamente, conseguí acabar el juego sin recibir más de cuatro palazos en ninguna de las tandas.
»La reina me abrazó. Me besó en la boca y me dijo que era su fiel esclavo y su favorito. Se oyó un murmullo de aprobación y la reina permitió por un instante que me recostara en su seno mientras ella me abrazaba.
»Naturalmente, yo sufría. Por una parte, me esforzaba por aguantar las bolas de oro, y por otra intentaba que mi pene no rozara su vestido y me deshonrara.
»Entonces envió a buscar un orinal dorado, y supe entonces al instante lo que se esperaba de mí. Estoy seguro de que me sonrojé intensamente.
Tenía que sentarme en él y soltar las bolitas que había reunido; y lo hice, por supuesto.
»Después de aquello, el día fue una sucesión interminable de tareas. No intentaré contarlas todas, pero os diré que yo era objeto de todas las atenciones de la reina, y me propuse con toda mi alma mantener su interés. Aún no sabía con seguridad que no me volverían a enviar a la cocina, y temía que en cualquier momento me mandaran de vuelta allí.
»Recuerdo muchas cosas. Pasamos un largo rato en el jardín. La reina caminaba entre las rosas, su pasatiempo favorito, y me llevaba con el bastón en cuyo extremo estaban el falo de cuero. En ocasiones parecía que me levantaba las nalgas por encima del bastón. Mis rodillas necesitaban el alivio que me producía la suave hierba después de haberlas arrastrado por los suelos del castillo. Entonces estaba tan debilitado y sensible que el menor roce de mis nalgas me provocaba dolor. Pero ella se limitaba a hacerme andar de un lado a otro. Luego se acercó a una pequeña glorieta con enrejados y cepas y me condujo sobre las losas del suelo haciéndome gatear por delante de ella.
»Me ordenó que me levantara y entonces apareció un paje, no recuerdo si se trataba de Félix, pero sea quien fuere me puso grilletes enlazándome las manos por encima de la cabeza de manera que las puntas de mis pies apenas tocaban el suelo. La reina se sentó justo frente a mí. Dejó a un lado el bastón con el falo y levantó otra vara que llevaba atada a su faja. No era más que una larga y delgada lámina de madera envuelta en cuero.
»"Ahora, debéis hablarme —me dijo—. Dirigíos a mí con el tratamiento de majestad, y contestad siempre a mis preguntas con gran respeto." Al oír esto sentí una excitación casi incontrolable. Me permitirían hablar con ella, a mí que nunca lo había hecho puesto que siempre había estado amordazado a causa de mi rebeldía. No tenía ni idea de lo que sentiría cuando me permitieran decir algo. Yo era su cachorrillo, su esclavo mudo, pero en aquel momento debía hablarle. Jugueteó con mi pene, me levantó los testículos con el fino bastón de cuero y los empujó, adelante y atrás. Dio una palmetada juguetona a mis muslos.

esquimala
30-08-2011, 11:07:22
»"¿Os divierte servir a los brutos nobles y damas de la cocina? —me preguntó en tono jocoso—, ¿o preferiríais servir a vuestra reina?"
»"Quiero serviros únicamente a vos, majestad, o según vuestros deseos", contesté apresuradamente. Mi propia voz me sonó extraña. Era mía... pero no la había oído en tanto tiempo... Cuando pronuncié estas palabras serviles fue como si la acabara de descubrir. Más bien la redescubrí, lo que produjo una extraordinaria emoción en mí. Lloriqueé y abrigué la esperanza de que aquello no disgustara a la soberana.
»Luego se levantó, y se quedó de pie muy cerca de mí, me acarició los ojos y los labios y dijo: "Todo esto me pertenece", y acarició los pezones de mi pecho que los mozos de las cocinas habían toqueteado sin tregua, y pasó la mano por la barriga y también por el ombligo. "Y esto —continuó—, esto también, me pertenece —dijo mientras sostenía mi órgano en su mano y sus largas uñas arañaban la punta suavemente. Soltó un poco de flujo; ella retiró los dedos, cogió el escroto en sus manos y también reivindicó la propiedad sobre él. "Separad las piernas —ordenó mientras me hacía girar sobre la cadena que me sujetaba—. Esto también es mío", dijo, tocándome el ano.
»Me sorprendí contestándole: "Sí, majestad." A continuación me explicó que reservaba para mí castigos peores que los de la cocina si volvía a intentar escapar de ella, si me rebelaba o la disgustaba de cualquier manera. Pero, por el momento, se sentía más que satisfecha conmigo, de eso estaba segura, e iba a prepararme a fondo, a su gusto. Dijo que yo mostraba una gran capacidad para sus diversiones, habilidad de la que carecía el príncipe Gerald, y que la pondría a prueba hasta el límite. »A partir de entonces, cada mañana me azotaba en el camino para caballos. A mediodía la acompañaba en sus paseos por el jardín. A última hora de la tarde, participaba en distintos juegos en los que tenía que recoger cosas para ella. Al atardecer, me azotaban para su diversión durante la cena. Yo debía adoptar muchas y variadas posiciones. Le gustaba verme en cuclillas con las piernas muy separadas, pero la reina escogía actitudes incluso mejores para estudiarme. Me apretaba las nalgas y decía que esta parte de mi anatomía era la que le pertenecía más que ninguna puesto que su mayor deleite era castigarlas. Le gustaban más que cualquier otra cosa. Pero para finalizar lo que iba a ser en el futuro el programa diario, debía desvestirla antes de irse a la cama y luego dormir en su alcoba.
»A todo esto, yo respondía: "Sí, majestad." Hubiera hecho cualquier cosa con tal de disfrutar de su favor. También me dijo que mi trasero sería sometido a las pruebas más minuciosas para comprobar sus límites.
»En cierta ocasión, después de ordenar que me desataran, ella misma me guió con el falo a través del jardín hasta el interior del castillo, y entramos en su alcoba. Yo sabía que entonces ella pretendía colocarme sobre su regazo y azotarme con la misma intimidad que exhibía con el príncipe Gerald, pero la expectación que yo sentía me llenaba de confusión. No sabía cómo conseguiría evitar que mi pene se aliviara, aunque ella también había pensado en esto. Tras la oportuna inspección, me dijo que había que vaciar la copa en aquel mismo instante para que pudiera volver a llenarse. No se trataba en absoluto de una recompensa. No obstante, mandó buscar a una estupenda princesita. La muchacha puso inmediatamente mi órgano en su boca y, en cuanto empezó a chuparlo, mi pasión explotó en ella. La reina lo observaba todo mientras me acariciaba la cara y me examinaba los ojos y los labios, y luego mandó a la princesa que volviera a despertar mi sexo a toda prisa.
»Esto era en sí mismo una forma de tortura. Pronto volví a estar tan insatisfecho como antes, y a punto para que la reina empezara su prueba de aguante. Me colocó sobre su regazo, exactamente como sospechaba que iba a suceder.
»"El escudero Félix os ha azotado con fuerza —me dijo—, así como los mozos de los establos y los cocineros. ¿Creéis que una mujer puede azotar con tanta fuerza como un hombre?" Yo ya había empezado a lloriquear. No puedo describir la emoción que sentí. Quizá vos también la experimentasteis la primera vez que estuvisteis sobre su regazo en la misma posición. No es peor que estar tirado sobre la rodilla de un paje, o atado con las manos sobre la cabeza, ni tan siquiera se está peor que tendido boca abajo sobre una cama o una mesa. No puedo explicarlo, pero uno se siente mucho más impotente tumbado sobre el regazo de su amo o señora.
Bella asintió con la cabeza. Era cierto; lo había experimentado cuando la echaron sobre el regazo de la reina: en aquel momento perdió toda compostura.
—Utilizando únicamente esta posición se puede enseñar toda la obediencia y el sometimiento, creo yo —dijo el príncipe Alexi—. Bueno, así sucedió conmigo. Estaba allí echado, con la cabeza colgando y las piernas estiradas por detrás, ligeramente separadas, como ella quería. Por supuesto, tenía que arquear la espalda y mantener las manos enlazadas por detrás de la cintura del mismo modo que os han enseñado a vos. Procuré que mi pene no tocara la tela de su vestido, aunque yo lo deseaba con todas mis fuerzas, y luego ella empezó a azotarme. Me enseñó cada una de las palas y me explicó sus defectos y virtudes. Había una que era ligera: me escocería y era rápida; una más pesada, igual de delgada: provocaba más dolor y había que utilizarla con cuidado.
»Comenzó a azotarme con bastante fuerza. También como a vos, me friccionaba las nalgas y las pellizcaba a su antojo. Era constante en su labor. Me azotó con dureza durante largo tiempo; al cabo de un rato, yo padecía un dolor terrible y sentía una impotencia que jamás había experimentado antes en mi vida.
»Me parecía sentir el impacto de cada golpe diseminado por todas mis extremidades. Por supuesto, mi trasero era el primero en absorberlo. Se convertía en el centro de mí mismo, con su escozor y sensibilidad. Pero el dolor pasaba por él y luego entraba en mí, y lo único que podía hacer era temblar a cada golpe, estremecerme con cada uno de los sonoros azotes y gemir cada vez más ruidosamente, aunque sin dar nunca la impresión de pedir clemencia.
»La reina se sentía encantada con esta exhibición de sufrimiento. Como os he dicho antes, ella lo alentaba. Me levantaba a menudo la cara, me enjugaba las lágrimas y me recompensaba con besos. A veces me obligaba a arrodillarme bien erguido, en el suelo. Me inspeccionaba el pene y me preguntaba si no era suyo. Yo contestaba: "Sí, majestad, soy todo vuestro. Soy vuestro obediente esclavo." Ella elogiaba este comentario y decía que no debía dudar en darle respuestas largas y leales.
»Pero seguía actuando con firmeza. Al cabo de poco rato cogió de nuevo la pala, me empujó otra vez contra su regazo y retomó la tanda de sonoros y fuertes azotes. De nuevo gemía a viva voz, a pesar de que mantenía mis dientes- apretados. Carecía de orgullo; ni un ápice de esa dignidad que vos aún exhibís, a menos que yo no me diera cuenta. Finalmente, dijo que mi trasero había conseguido un color perfecto, pero como la prueba consistía en conocer cuál era mi límite, decidió seguir castigándome, a pesar de que decía que odiaba tener que hacerlo.

esquimala
30-08-2011, 11:09:15
»"¿Sentís haber sido un principito tan desobediente?", me preguntó. "Lo siento mucho, majestad", contesté entre lágrimas. Pero la reina continuó con la zurra. Yo no podía evitar apretar las nalgas y moverme desesperadamente, como si de alguna manera pudiera atenuar el terrible dolor. Entretanto, oía su risa, como si todo aquello la deleitara en extremo.
»Cuando por fin concluyó, yo sollozaba desesperadamente, como cualquier princesita. Me obligó a arrodillarme una vez más, a la vez que me ordenaba que me acercara hasta quedar de cara a ella.
»Me enjugó la cara, me secó los ojos, y me dio un generoso beso con una buena dosis de dulce adulación. Me dijo que me convertiría en su criado, en el amo de su guardarropa. Me encargaría de vestirla, de cepillarle el pelo y de asistirla. Tendría que aprender mucho, pero ella personalmente se ocuparía de mi instrucción. Yo debía mantenerme muy puro.
»Obviamente, aquella noche pensé que ya había soportado lo peor: el abuso de los soldados rasos de camino al castillo, la horrorosa tortura en las cocinas; había sido humillado del modo más absoluto por un grosero mozo de cuadra, y me acababa de convertir en el esclavo abyecto del placer de la retina. Mi alma le pertenecía totalmente junto con todas las partes de mi cuerpo. Pero fui muy ingenuo al pensar esto. Todavía quedaban cosas mucho peores por sufrir.
El príncipe Alexi hizo una pausa y dirigió la vista a Bella, que apoyaba la cabeza en su pecho.
Ella se esforzaba por esconder sus sentimientos, aunque no sabía verdaderamente qué sentía, excepto que el relato la había excitado. Podía imaginarse cada una de las humillaciones descritas por Alexi y, aunque había despertado su temor, también provocó su pasión.
—Para mí ha sido mucho más sencillo —dijo ella dócilmente, aunque no era esto lo que quería decir.
—No estoy seguro de que sea cierto —dijo Alexi—. Mirad, después del brutal trato recibido en la cocina, con el que me convertí para ellos en menos que un animal, fui liberado de inmediato y me convertí en el obediente esclavo de la reina. Vos no habéis disfrutado de una liberación tan inmediata —dijo él.
—Esto es lo que significa rendirse —murmuró Bella—, y yo debo llegar a ello por una vía diferente.
—A menos... a menos que hagáis algo que sea vilmente castigado —dijo Alexi—, Pero eso requiere demasiado valor, y puede ser innecesario, puesto que ya os han despojado en parte de vuestra dignidad.
—Esta noche no he tenido dignidad —protestó Bella.
—Oh, sí, la teníais, tuvisteis mucha —Alexi sonrió—. Pero hasta entonces yo sólo me había rendido a mi mozo de cuadra y a la reina. Una vez que estuve en sus manos, olvidé completamente al mozo de cuadra: era propiedad de la reina, y pensaba en mis extremidades, mis nalgas, mi pene, como suyos. Sin embargo, para rendirme completamente, todavía tenía que experimentar una vejación y una disciplina mucho mayores...

esquimala
31-08-2011, 08:42:48
CONTINÚA LA EDUCACIÓN DEL PRÍNCIPE ALEXI



—No voy a relataros los detalles de mi formación junto a la reina, cómo aprendí a ser su criado, ni mis esfuerzos por evitar su enfado. Aprenderéis todo esto de la instrucción que recibáis del príncipe, pues en su amor por vos es evidente que pretende convertiros en su sirvienta. Pero estas cosas son insignificantes cuando uno vive dedicado a su amo o a su señora.
»Tuve que aprender a mantenerme sereno al ser sometido a las humillaciones de otros, y eso no fue nada fácil.
»Mis primeros días con la reina se centraron principalmente en mi formación en su alcoba. Me sorprendió verme precipitándome con la misma diligencia con la que el príncipe Gerald tenía que obedecer a sus más pequeños caprichos, y como resulté ser muy torpe a la hora de manejar sus ropajes, recibía frecuentes y severos castigos.
»Pero la reina no me quería simplemente para estas tareas serviles que otros esclavos podían desempeñar a la perfección. Quería estudiarme, analizarme y hacer de mí un juguete para su completa diversión.
—Un juguete —susurró Bella. En las manos de la reina, ella se había sentido exactamente así.
—En las primeras semanas le divertía enormemente verme servir a otros príncipes y princesas para su propio deleite. Al primero que tuve que servir fue al príncipe Gerald. Su período de servidumbre estaba a punto de finalizar, aunque él no lo sabía, y sufría de celos por mi nueva formación. No obstante, a la reina siempre se le ocurrían ideas espléndidas para premiarlo y consolarlo, sin dejar de contribuir por ello a mi propio desarrollo, como era su deseo.
»A diario, Gerald era llamado a la alcoba real, donde lo ataban con las manos por encima de la cabeza, apoyado en la pared para que observara mis esfuerzos al ejecutar las tareas. Esto era un verdadero tormento para él, hasta que comprendió que una de mis tareas también sería la de complacerlo. »Para entonces yo me estaba volviendo loco con la pala de la reina, la palma de su mano y todos los esfuerzos que tenía que hacer para mantener la gracia y la habilidad.
Durante todo el día no paraba de recoger objetos, atar zapatos, abrochar fajas, cepillar cabellos, abrillantar joyas y desempeñar cualquier otra tarea doméstica que a la reina le viniera en gana. Las nalgas me escocían continuamente, tenía los muslos y las pantorrillas marcadas por la pala y la cara surcada de lágrimas como cualquier otro esclavo del castillo.
»Cuando la reina comprobó que los celos del príncipe Gerald habían endurecido su pene hasta el extremo, cuando estuvo absolutamente a punto para descargar su pasión sin ayuda de ningún estímulo, entonces me encargó que le lavara y le diera satisfacción.
»No puedo explicaros lo degradante que fue esto para mí. Su cuerpo representaba únicamente a mi enemigo y, sin embargo, tuve que buscar un cuenco de agua caliente, una esponja y, sujetando su miembro sólo con los dientes, le lavé los genitales.
»Con este fin, colocaron a Gerald sobre una mesa baja, donde se arrodilló obedientemente mientras yo le limpiaba las nalgas, mojaba de nuevo la esponja, le lavaba el escroto y finalmente el pene. Pero la reina no se conformaba con esto, y tuve que utilizar la lengua para aclararle. Estaba horrorizado y me deshice en lágrimas como cualquier princesita. Sin embargo, ella se mostraba inexorable. Con la lengua, le lamí el pene, los testículos, y luego ahondé en la hendidura de sus nalgas, llegando a entrar en su ano, que tenía un sabor amargo, casi salado.
»En todo momento, él dio muestras de evidente placer y un prolongado anhelo.
»Tenía las nalgas irritadas, naturalmente. A mí me había producido una gran satisfacción que la reina hubiese dejado prácticamente de azotarlo personalmente, puesto que prefería que lo hiciera su criado antes de que lo llevaran a su presencia. De modo que él ya no sufría para ella, sino que padecía en la sala de esclavos, sin que nadie a su alrededor le hiciera caso. No obstante, a mí me mortificaba el hecho de que fuese mi propia lengua, al lamer sus ronchas y marcas rojas, la que le proporcionara placer.
»Finalmente, la reina le ordenó que se incorporara sobre sus rodillas, con las manos a la espalda, y a mí me dijo que debía premiarlo hasta alcanzar el éxtasis. Aunque yo sabía lo que esto quería decir, fingí desconocerlo. Pero entonces ella me explicó que debía meter su pene en mi boca y aligerarlo.
»Soy incapaz de explicar cómo me sentí entonces. Tuve la impresión de que no podría hacerlo, y sin embargo, en cuestión de segundos, allí estaba, obedeciendo, tal era el miedo que me provocaba contrariarla. Su grueso pene presionaba la parte posterior de mi garganta, los labios y las mandíbulas me dolían mientras intentaba chuparlo correctamente. La reina me dio instrucciones para que las fricciones fueran más largas, para que utilizara la lengua adecuadamente, y me ordenó que lo hiciera cada vez más deprisa. Mientras obedecía me azotaba sin piedad. Sus golpes ruidosos seguían perfectamente el ritmo de mis lametazos. Por fin su simiente me llenó la boca y se me ordenó tragarla.
»Pero la reina no se había quedado muy complacida con mi reticencia. Me dijo que no debía mostrar aversión a nada.
Bella hizo un gesto de asentimiento al recordar las palabras que el príncipe de la corona le dijo en la posada: debía servir a los humildes para complacerle.
—Así que su majestad tuvo la idea de mandar buscar a todos los príncipes que habían sido torturados durante un día entero en la sala de castigos y a mí me condujo hasta una gran sala anexa.
»Cuando los seis jóvenes entraron en la estancia de rodillas, imploré clemencia a la reina del único modo que podía: con gemidos y besos. No tengo palabras para explicar cómo me afectó su presencia. Había sido maltratado por campesinos en la cocina, había obedecido humildemente, con avidez, a un rudo mozo de cuadra, pero aquello parecía aún más bajo que las otras humillaciones, y más digno al mismo tiempo. Eran príncipes de mi mismo rango, altivos y orgullosos en sus propias tierras, en el mundo al que pertenecían y en aquel momento eran esclavos tan abyectos y humildes como yo mismo.
»No era capaz de entender mi propia miseria. Entonces supe que conocería infinitas variaciones de la humillación. No me enfrentaba simplemente a una jerarquía de castigos, sino que más bien se trataba de una serie de cambios interminables.
»De todos modos, estaba demasiado asustado ante la posibilidad de fallarle a la reina, así que no tuve oportunidad de pensar demasiado. Una vez más, el pasado y el futuro estaban fuera de mi perspectiva.
»Mientras me arrodillaba a sus pies y lloraba en silencio, la reina ordenó a todos estos príncipes, que estaban rendidos después de la tortura de la sala de castigos, con el cuerpo dolorido e irritado, que cogieran palas del cofre que ella tenía para este propósito.
«Formaron una hilera de seis a mi derecha, cada uno de ellos de rodillas, con el pene endurecido, tanto por la visión de mi sufrimiento como por la posibilidad de que les proporcionara al cabo de un rato algún tipo de placer.
»Se me ordenó incorporarme sobre las rodillas, con las manos a la espalda. Mientras me maltrataran no se me permitiría adoptar la posición a cuatro patas, más fácil y protectora, sino que debería hacer el esfuerzo con la espalda tiesa, las rodillas separadas, y mi propio órgano expuesto, avanzando lentamente mientras intentaba escapar a sus palas. Además, podrían verme el rostro. Me sentía más al descubierto que cuando me tuvieron atado en la cocina.

esquimala
31-08-2011, 08:43:44
»El juego de la reina era sencillo: me harían correr baquetas, y el príncipe cuya pala le complaciera más a la reina, es decir, el que me golpeara con más fuerza e ímpetu, sería recompensado, tras lo cual yo debía volver a comenzar y repetir la operación.
»Su majestad me instó a moverme a toda prisa; si yo desfallecía o si mis castigadores conseguían darme demasiados golpes, me prometió que me entregaría a ellos durante una hora o más. Me aterrorizó la idea de que pudieran dedicarse a sus juegos brutales durante tanto tiempo. Ella ni siquiera estaría presente. No sería para su placer.
»Comencé de inmediato. Para mí todos sus golpes eran igual de sonoros y violentos. Sólo su risa llenaba mis oídos mientras me esforzaba torpemente en una posición que hacía tiempo que había aprendido a mantener.
»Se me permitía descansar únicamente durante la breve sesión en la que yo debía satisfacer al príncipe que me había producido las marcas más severas. Luego tenía que regresar hasta donde él se encontraba de rodillas. Al principio, a los otros sólo se les permitía observar, y así lo hacían, pero después les dio autorización para que también pudieran darme instrucciones.
»Tenía media docena de maestros ansiosos por enseñarme con desdén cómo satisfacer al que sostenían en sus brazos mientras él cerraba los ojos y disfrutaba de los cálidos y ansiosos lametones que yo le proporcionaba.
»Por supuesto, todos ellos prolongaban aquel momento cuanto podían, para lograr una mayor satisfacción, y la reina, que estaba sentada allí cerca, acodada en el brazo de la silla, lo observaba todo con gesto de aprobación.
»Sentí una serie de extrañas transformaciones mientras desempeñaba mis deberes. Experimenté el frenesí del esfuerzo al pasar bajo sus palas con las nalgas escocidas, las rodillas irritadas y, sobre todo, la vergüenza de que pudieran verme el rostro tan fácilmente, así como los genitales.
»Pero mientras me concentraba en los lametazos, estaba absorto en la contemplación del órgano en mi boca, en su tamaño y forma, e incluso en su sabor; aquel sabor salado y amargo de los fluidos que vaciaba en mí. Era el ritmo de las chupadas más que ninguna otra cosa lo que me ensimismaba. Las voces a mi alrededor eran como un coro que en algún momento se convirtió en ruido, mientras me invadía una curiosa sensación de debilidad y abyección. Fue muy similar a los momentos que había experimentado con mi señor mozo de cuadra, cuando estuvimos solos en el jardín y él me obligó a ponerme en cuclillas encima de la mesa. Entonces sentí la excitación a flor de piel, como en el instante en que relamía los diversos órganos y me llenaba de su simiente. Soy incapaz de explicar cómo de repente aquel deber se tornó placentero. Se repetía y yo no podía hacer otra cosa. Siempre se reiteraba como un descanso de la pala, del frenesí de la pala. Mis nalgas palpitaban, aunque las sentía calientes; yo notaba ese hormigueo y saboreaba la deliciosa verga que bombeaba su fuerza dentro de mí.
«Aunque no lo admití de inmediato, descubrí que me gustaba que hubiera tantos ojos observándome. Pero todavía me gustaba más la debilidad que me invadía de nuevo, esa languidez del espíritu. Estaba perdido en mi sufrimiento, en mi esfuerzo, mi ansiedad por complacer.
»Así sucedía con cada nueva tarea que me presentaban. Al principio me resistía con terror, luego, en algún momento, en medio de aquella indecible humillación, experimentaba tal sensación de tranquilidad que mi castigo se tornaba tan dulce como mi propia liberación.
»Me veía a mí mismo como uno de esos príncipes, de esos esclavos. Cada vez que me ordenaban que chupara el pene con mayor esmero, les prestaba toda mi atención. Cada instante que me azotaban con la pala, recibía el golpe, doblaba mi cuerpo, me entregaba a ello.
»Quizá sea imposible entenderlo, pero yo avanzaba hacia la rendición absoluta.
»Cuando finalmente mandaron salir de la sala a los seis príncipes, todos ellos debidamente recompensados, la reina me tomó en brazos y me premió con sus besos. Mientras yo permanecía echado en el catre junto a su cama, sentí el más delicioso de los agotamientos. Incluso el aire que se agitaba a mi alrededor parecía placentero. Lo sentía contra mi piel, como si mi desnudez fuera acariciada, y me dormí satisfecho de haber servido a mi reina como se merecía.
»Sin embargo, la siguiente gran prueba de capacidad llegó una tarde en que ella estaba muy enojada conmigo por mi ineptitud para cepillarle el pelo y me envió de mascota para las princesas.
»Casi no daba crédito a mis oídos. Ni siquiera se dignaría a presenciarlo. Mandó llamar a lord Gregory y le dijo que me condujera a la sala de castigos especiales, donde sería entregado a las princesas. Durante una hora, podrían hacer conmigo todo lo que quisieran, y luego me atarían en el jardín donde me fustigarían los muslos con una correa de cuero y permanecería atado hasta la mañana siguiente.
»Suponía mi primera gran separación de la reina, y yo era incapaz de imaginarme a mí mismo, desnudo y desamparado, sirviendo únicamente para recibir el castigo, entregado a las princesas. La causa de todo ello es que había dejado caer dos veces el cepillo del pelo de la reina, y también había derramado un poco de vino. Todo parecía superar mis mejores esfuerzos e incluso mi capacidad de autocontrol.
»Cuando lord Gregory me propinó varios fuertes azotes, sentí una gran vergüenza y temor. Incluso tuve la impresión de que era incapaz de moverme por mi propio impulso a medida que nos aproximábamos a la sala de castigos especiales.
»Lord Gregory me había colocado un collar de cuero alrededor del cuello. Tiraba de mí, y me zurraba sin demasiado ímpetu mientras me explicaba que las princesas debían disfrutar plenamente de mí.
»Antes de entrar en la sala, me sujetó un letrero alrededor del cuello con una pequeña cinta. Previamente me lo enseñó, y yo me estremecí al ver que me anunciaba como un esclavo torpe, testarudo y malo, que necesitaba enmendarse.
»Luego sustituyó el collar de cuero por otro con numerosas anillas, cada una de las cuales era lo suficientemente grande para permitir pasar un dedo por ella. De ese modo las princesas podrían tirar de mí en cualquier dirección, y corregirme si oponía la menor resistencia, me dijo.
»En los tobillos y en las muñecas me pusieron otros tantos e idénticos grilletes. Tenía la impresión de que apenas podía moverme mientras él tiraba de mí hacia la puerta.
»No sabría expresar cómo me sentí cuando se abrió la puerta y las vi a todas. Eran unas diez princesas, un harén desnudo repantigado por la sala bajo la mirada vigilante de un criado. Todas ellas recibirían como premio por su buena conducta una hora de placer. Más tarde me enteré de que cuando castigan severamente a alguien, éste es entregado a las princesas. Sin embargo, ese día no esperaban a nadie, y en cuanto me vieron chillaron de contentas, dando palmas y cuchicheando unas con otras. A mi alrededor sólo veía melenas largas, cabellos rojos, dorados, negro azabache, formando ondas marcadas y espesos rizos, senos desnudos y vientres, y esas manos que me señalaban y escondían sus propios susurros tímidos y vergonzosos.

esquimala
31-08-2011, 08:44:21
»Cuando me rodearon, yo me encogí intentando ocultarme, pero lord Gregory me levantó la cabeza tirando del collar. Sentí sus manos en todo mi cuerpo; palpaban mi piel, daban palmetazos en mi verga y me tocaban los testículos mientras proferían chillidos y se reían. Algunas no habían visto nunca a un hombre tan de cerca, aparte de sus señores, que tenían poder total sobre ellas.
»Yo me estremecía y temblaba con violencia. No había roto a llorar pero me aterrorizaba la idea de que inconscientemente me diera media vuelta e intentara escapar, puesto que sólo conseguiría recibir un castigo aún peor. Intentaba desesperadamente mostrarme impasible e indiferente, pero sus redondos pechos desnudos me volvían loco. Podía sentir el roce de sus muslos e incluso el húmedo vello púbico mientras se amontonaban a mi alrededor para examinarme.
»Se mofaban y admiraban satisfechas a su esclavo absoluto, a mí que, cuando sentí sus dedos tocar mis testículos, sopesándolos y friccionándome el pene, me volví loco.
»Era infinitamente peor que el rato que pasé con los príncipes. Sus voces comenzaban a burlarse con desprecio y expresaban su intención de disciplinarme, de devolverme a la reina tan obediente como ellas eran. "Vaya, así que sois un principito malo, ¿no es así?", me susurró una de ellas al oído, una encantadora princesa de pelo negro azabache con las orejas perforadas y adornadas de oro. Su cabello me produjo un hormigueo en el cuello, y cuando sus dedos me retorcieron los pezones, sentí que perdía el control.
»Yo temía que me soltara e intentara escapar. Entretanto, lord Gregory se había retirado a un rincón de la estancia. Dijo que los criados estaban autorizados a ayudarlas según sus deseos, y él las instó a realizar bien su trabajo en consideración a la reina. Todas ellas gritaron complacidas. Inmediatamente sentí que unas cuantas manitas duras me palmoteaban y que varios dedos separaban mis nalgas y las apretaban mientras yo me revolvía, en un intento por mantenerme inmóvil, sin mirarlas.
»Cuando me levantaron a la fuerza y me ataron las manos por encima de la cabeza, colgándome de la cadena que pendía del techo, me invadió un inmenso alivio; supe que de esta manera no había posibilidad de escapar si sentía ese impulso.
»Los criados les proporcionaban las palas que querían. Unas cuantas también escogieron largas correas de cuero, uno de cuyos extremos se ligaban a las manos. En la sala de castigos especiales no tenían que permanecer de rodillas, podían andar como les apeteciera. Inmediatamente, me introdujeron el mango redondeado de una pala en el ano y tiraron de mis piernas hasta dejarlas muy separadas. Me estremecí de miedo y, cuando el mango de la pala procedió a violarme con embestidas adelante y atrás, con la misma violencia que cualquier otro miembro que me hubiera poseído en mi vida, supe que mi rostro se sonrojaba y noté la amenaza de mis lágrimas. De tanto en tanto, también sentía pequeñas lengüecitas frías que inspeccionaban mi oreja, y dedos que me pellizcaban el rostro, me acariciaban la barbilla y asaltaban de nuevo mis pezones.
»"Hermosas tetitas —dijo una de las muchachas mientras lo hacía. Tenía un pelo muy rubio, tan liso como el vuestro—. Cuando finalice mi trabajo, se sentirán como pechos", y procedió a estirarlos y a friccionarlos.
»Entretanto, para mi vergüenza, mi órgano estaba duro como si reconociera a sus señoras, aunque yo me negara a hacerlo. La muchacha del pelo rubio empujó sus muslos contra los míos, yo sentía su sexo húmedo contra mí y cómo tiraba cada vez con más fiereza de mis pezones. "Creéis que sois demasiado bueno para sufrir en nuestras manos, ¿príncipe Alexi?", canturreó. No le contesté.
»Luego el mango de la pala introducido en mi ano embistió aún con más dureza y brutalidad. Mis caderas eran empujadas hacia delante con tanta crueldad como cuando lo hizo mi señor mozo de cuadra, casi me alzaban del suelo. "¿Creéis que sois demasiado bueno para recibir nuestro castigo?", volvió a preguntar. Las otras chicas se reían y observaban cuando aquella rubia comenzó a atizarme con fuerza en el miembro, de derecha a izquierda. Yo di un respingo, estaba fuera de mí, sin control alguno. Deseaba más que ninguna otra cosa estar amordazado, pero no lo estaba. Pasó sus dedos por mis labios y dientes para recordarme que debía guardar silencio y me ordenó que respondiera respetuosamente.
»Al ver que no lo hacía, cogió su propia pala y, después de retirar el instrumento violador, procedió a azotarme sonoramente mientras mantenía su cara cerca de la mía, con las pestañas haciéndome cosquillas. Era evidente que entonces yo estaba siempre irritado, igual que todos los esclavos, y sus golpes eran muy fuertes, sin ningún ritmo. Me cogió desprevenido y cuando me estremecí y gemí, todas las muchachas se rieron.
»Mis partes recibían las palmetadas de otras princesas, que también me retorcían los pezones, pero aquella rubia había mostrado claramente su supremacía. "Vais a suplicarme piedad, príncipe Alexi —dijo—. Yo no soy la reina, podéis suplicarme, aunque para lo que os va a servir..." A ellas todo eso también les parecía divertido. Continuó azotándome con más y más dureza. Yo rezaba para que me desgarrara la piel antes de que mi voluntad se viniera abajo, pero era demasiado lista para caer en ello. Distanciaba los golpes. Luego hizo que bajaran ligeramente la cadena, para poder obligarme a separar aún más las piernas.
»De vez en cuando sostenía mi órgano en su mano izquierda, lo apretaba y me levantaba los testículos con las manos. Yo sentía que las lágrimas se me saltaban y, abrumado por la vergüenza, gemía para que no se me notara. Fue un momento de asombroso dolor y placer. Las nalgas estaban en carne viva.
»Pero no había hecho más que empezar. Ordenó a las otras princesas que me levantaran las piernas por delante de mí. Me quedé colgado de la cadena, que se sostenía por encima de mí, y eso me llenó de miedo. No me ligaron los tobillos a los brazos; sencillamente los levantaron, bien colocados, mientras ella enviaba sus golpes desde abajo, con tanta fuerza como antes, y luego, cubriéndome los testículos con su mano izquierda, me dio con la pala desde delante con toda la dureza que pudo mientras yo me retorcía y gemía con gran descontrol.
»Entretanto, las otras chicas se regalaban la vista conmigo, me tocaban desde su posición inmóvil y disfrutaban enormemente de mi padecimiento; incluso me besaban la parte posterior de las piernas, las pantorrillas y los hombros.
»Los golpes llegaban cada vez más rápidos y violentos. Ordenó que me volvieran a bajar y que me separaran de nuevo las piernas mientras ella volvía al trabajo con fervor. Creo que su intención era desgarrarme la piel, si podía, pero para entonces yo ya me había rendido y lloraba descontroladamente.
»Eso era lo que ella quería. Mientras yo cedía, ella aplaudía: "Muy bien, príncipe Alexi, muy bien, soltad todo vuestro orgullo rencoroso, muy bien, sabéis perfectamente que os lo merecéis... Eso está mejor, eso es exactamente lo que quiero ver, deliciosas lágrimas", dijo casi cariñosamente al tiempo que las tocaba con los dedos, sin detener su pala en ningún momento.

esquimala
31-08-2011, 08:45:03
»Luego ordenó que me soltaran las manos.
Me mandó ponerme a cuatro patas y me condujo por la estancia mientras me obligaba a* moverme en círculo. Por supuesto, cada vez me llevaba más rápido. En aquel momento ni siquiera me daba cuenta de que ya no tenía ninguna traba; no había caído en la cuenta de que podía haberme soltado y escapado. Me habían derrotado. Finalmente, todo se desarrolló como siempre que el castigo funciona: no podía pensar en nada más que en escapar de cada golpe de la pala. Pero ¿cómo podía conseguirlo? Simplemente retorciéndome, revolviéndome, intentando evitarla. Entretanto, ella se exaltaba dando órdenes y me obligaba a moverme cada vez con más rapidez. Yo pasaba a toda prisa junto a los pies desnudos de las otras princesas, que se apartaban de mí.
»Entonces me dijo que andar a gatas era demasiado bueno para mí, que tenía que colocar los brazos y la mandíbula en el suelo, y avanzar poco a poco de ese modo, con las nalgas elevadas, muy altas en el aire para que ella pudiera atizarlas con la pala. "Arquead la espalda. Abajo, abajo. Quiero ver vuestro pecho pegado al suelo", dijo, y con la habilidad de cualquier paje o señora me obligaba a moverme mientras las demás la elogiaban y se maravillaban al comprobar su pericia y vigor. Nunca me había encontrado en una postura así. Era tan ignominiosa que no quería ni imaginármela: mis rodillas se llenaban de arañazos al avanzar, mientras seguía con la espalda dolorosamente arqueada y el trasero levantado hacia arriba casi tanto como antes. Ella me mandaba moverme todavía más deprisa mientras mis nalgas estaban ya en carne viva y palpitaban al ritmo de la sangre que latía en mis orejas. Las lágrimas me cegaban la vista.
»Fue entonces cuando llegó ese momento del que he hablado antes. Yo pertenecía a esa muchacha del pelo rubio, a esa princesa descarada y lista que, a su vez, era también castigada deshonrosamente un día sí y otro no, pero que por el momento podía hacer lo que quisiera conmigo. Yo continuaba debatiéndome, entreveía las botas de lord Gregory y las de los criados, oía las risas de las muchachas. Me recordé a mí mismo que debía contentar a la reina, a lord Gregory y, finalmente, también a mi cruel señora de pelo rubio.
»Hizo una pausa para tomar aliento. Aprovechó para cambiar la pala por una correa de cuero y procedió a flagelarme.
»Al principio me pareció más floja que la pala y sentí una especie de placentero alivio, pero inmediatamente aprendió a manejarla con tal fuerza que golpeaba violentamente las ronchas de mis nalgas. Entonces me dejó descansar para palpar estas ronchas y pellizcarlas. En aquel silencio pude oír mi propio llanto en susurros.
»"Creo que ya está a punto, lord Gregory", dijo la princesa, y lord Gregory confirmó que sí lo estaba. Pensé que aquello quería decir que iban a devolverme a la reina, pero fue una estupidez por mi parte.
»Simplemente se referían a que iban a conducirme a toda prisa, a latigazos, hasta la sala de castigos. Naturalmente, allí había un puñado de princesas encadenadas del techo, con las piernas atadas por delante de ellas.
»La princesa rubia me llevó hasta la primera de éstas, me ordenó que me levantara y que separara mucho las piernas mientras continuaba de pie ante ella. Vi el rostro afligido de la princesa, sus mejillas enrojecidas, y luego el sexo desnudo y húmedo, que se asomaba tímidamente desde su corona dorada de vello púbico, preparado para recibir placer o más dolor después de días de burlas. Estaba colgada a poca altura; me quedaba por el pecho, supongo, pero al parecer así era como le gustaba a mi princesa torturadora.
»Me ordenó que me inclinara hacia la muchacha y echara mis caderas hacia atrás. "Dame tu trasero", dijo. Se quedó de pie, detrás de mí. Las otras chicas tiraron de mis piernas, separándolas más aún de lo que yo podía hacerlo. De nuevo, me mandaron que arqueara la espalda y rodeara con mis brazos a la princesa esclava, atada y doblada delante de mí.
»"Ahora le daréis placer con la lengua —dijo mi captora— y comprobad que lo hacéis correctamente, pues ha sufrido durante mucho rato y ni tan siquiera por la mitad de torpezas que vos."
»Miré a la princesa atada. Estaba humillada, aunque con un ansia desesperada por recibir placer. Entonces yo apreté mi cara contra su dulce y hambriento sexo, bastante ansioso por contentarla. Pero mientras mi lengua ahondaba en su hinchada grieta, mientras lamía su pequeño clítoris y los labios agrandados, la correa me zurraba sin cesar. Mi señora de pelo rubio escogía una roncha detrás de otra, y yo sufría un gran dolor mientras la princesa maniatada finalmente se estremecía de placer, aunque contra su voluntad.
»Naturalmente, también tuve que premiar a las otras muchachas que ya habían sido suficientemente castigadas. Hice mi trabajo lo mejor que pude y encontré un refugio en él.
»Luego, lleno de pánico, vi que no quedaban más princesas a las que recompensar. Volvía a estar en manos de mi torturadora sin nada tan dulce como una princesa atada en mis brazos.
»De nuevo, mi pecho y mi barbilla se apretaron contra el suelo mientras avanzaba esforzadamente sobre mis rodillas bajo las azotes de su correa de vuelta a la sala de castigos especiales.
»En aquel instante todas las princesas suplicaban a lord Gregory para que permitiera que yo las complaciera, pero éste las hizo callar de inmediato. Las muchachas tenían sus nobles y damas a los que servir, y no quería oír ni una sola palabra más a menos que desearan ser colgadas del techo de la otra sala, como bien se merecían.
»De allí me llevaron al jardín. Como había ordenado la reina, me condujeron hasta un gran árbol y me ataron las manos en lo alto de tal forma que los pies apenas tocaban la hierba. Oscurecía y allí me dejaron.
»Había sido terrible, pero yo había obedecido, no huí, y había alcanzado ese momento peculiar. Ya sólo me atormentaban las necesidades usuales, mi miembro dolorido, que seguramente no recibiría recompensa alguna de la reina durante otro día o más a causa de su enfado.
»El jardín estaba tranquilo, lleno de los sonidos del crepúsculo. El cielo se volvía púrpura y los árboles se espesaban con las sombras. Al cabo de muy poco rato se quedaron esqueléticos, el cielo se quedó blanco con el atardecer y, a continuación, la oscuridad cayó a mi alrededor.
»Me había resignado a dormir de esta forma. Estaba demasiado lejos del tronco del árbol como para poder frotar mi desgraciado miembro contra él; si hubiera podido lo habría hecho, atormentado como me sentía, para obtener cualquier tipo de placer que la fricción pudiera proporcionarme.
»Así que por hábito, más que por aprendizaje, su dureza no se desvanecía. Yo continuaba erecto y tenso como si esperara algo.

esquimala
31-08-2011, 08:46:06
»Luego apareció lord Gregory. Salió de la oscuridad vestido con su terciopelo azul, y el ribete de su manto de oro destelló. Vi el resplandor de sus botas y el lustre apagado de la correa de cuero que llevaba. Más castigo, pensé cansinamente, pero debo obedecer; soy un príncipe esclavo y no se puede hacer nada para remediarlo, roguemos para que tenga la capacidad de aguantarlo en silencio y sin forcejeos.
»Pero lord Gregory se me acercó un poco más y empezó a hablarme. Me dijo que me había comportado muy bien y me preguntó si sabía el nombre de la princesa que me había atormentado. Yo contesté: "No, milord", respetuosamente, sintiendo también cierto alivio al saber que le había contentado, pues es más difícil de contentar que la reina.
»Entonces me aclaró que su nombre era princesa Lynette, que acababa de llegar y que había causado una grata impresión a todo el mundo. Era la esclava personal del gran duque Andre. "Qué tiene que ver conmigo —pensé yo—, yo sirvo a la reina." Pero a continuación me preguntó bastante afablemente si me había parecido guapa. Me estremecí. ¿Acaso podía evitarlo? Recordaba muy bien sus pechos cuando los apretó contra mí mientras su pala me escocía y me obligaba a gemir, y sus ojos azul oscuro durante el par de instantes en los que no había sentido tanta vergüenza como para no mirarlos. "No sé, milord. Me atrevería a pensar que no estaría aquí si no fuera guapa", contesté.
»Por esa impertinencia me propinó como mínimo cinco rápidos azotes con el cinturón. Me irritaron lo suficiente para hacerme saltar las lágrimas de inmediato. A menudo se comentaba de lord Gregory que, si de él dependiera, todos los esclavos estarían siempre así de doloridos, todos los traseros de los esclavos tan sensibles que sólo necesitaría rozarlos con una pluma para atormentarlos. Pero mientras yo permanecía allí, de pie, con los brazos dolorosamente estirados por encima de mí y el cuerpo desequilibrado por los golpes, fui consciente de que estaba particularmente furioso y obsesionado conmigo. ¿Por qué si no estaba allí atormentándome? Disponía de todo un castillo lleno de esclavos a quienes atormentar. Esto me produjo una extraña satisfacción.
»Yo era consciente de mi cuerpo, de su evidente musculatura, lo que para algunos ojos sería, con toda seguridad, belleza... Pues bien, él se aproximó y me dijo que la princesa Lynette, en muchos aspectos, no tenía igual, y que sus atributos estaban inspirados por un espíritu inusual.
»Yo fingí aburrimiento. Debía permanecer colgado en esa posición durante toda la noche. Lord Gregory era un mosquito, pensé. Pero a continuación me dijo que había estado con la reina y le había contado lo bien que me había castigado la princesa Lynette, que había exhibido una aptitud especial para el mando y que no se achicaba ante nada. Yo me sentía cada vez más asustado. Luego me aseguró que la reina se alegró al enterarse.
»"Al igual que su amo, el gran duque Andre, puesto que ambos se mostraron curiosos y en cierta forma lamentaron no haber presenciado tal demostración y que se hubiera desperdiciado únicamente para disfrute de otros esclavos —añadió. Yo me mantenía expectante—. De modo que han organizado un poco de diversión. Deberéis ejecutar un pequeño espectáculo ante su majestad. Con toda seguridad habréis visto a los instructores de las fieras circenses, quienes con diestros latigazos colocan a sus felinos entrenados sobre banquetas, los obligan a pasar por aros y a ejecutar otros trucos para diversión de la audiencia."
»Aunque estaba absolutamente desesperado no respondí. "Bien, mañana, cuando vuestro bello trasero se haya curado un poco, se preparará un espectáculo con la princesa Lynette y su correa, para que os dirija a lo largo de la actuación."
»Yo sabía que mi rostro había enrojecido de furia e indignación y, aun peor, que mostraba mi frenética desesperación, pero estaba demasiado oscuro para que él pudiera percatarse. Lo único que distinguía era el destello de sus ojos, y no estoy seguro de cómo sabía que estaba sonriendo. "Deberéis ejecutar vuestros trucos deprisa y correctamente —continuó—, ya que la reina está ansiosa por veros brincar sobre la banqueta, encogido a cuatro patas, y luego saltar por los aros que están preparando ahora mismo para vos. Puesto que sois un animalito de dos patas, con manos además de piernas, también podréis balancearos colgado de un pequeño trapecio que se está instalando; y deberéis hacerlo, sin que la pala de la princesa Lynette deje de incitaros y de entretenernos a todos nosotros mientras demostráis vuestra agilidad."
»Me parecía impensable poder ejecutar todo esto. Al fin y al cabo no haría ningún servicio, no vestiría ni adornaría a mi reina, ni recogería nada para demostrarle que aceptaba su autoridad y que la adoraba. No sufriría por ella, como cuando recibía sus golpes. Más bien era una serie de posiciones ignominiosas escogidas deliberadamente. No soportaba la idea. Pero, lo que es peor, no me imaginaba a mí mismo apañándomelas para hacerlo. Me humillarían terriblemente cuando fracasara en el intento y, luego, seguramente me arrastrarían a la fuerza de vuelta a la cocina.
«Estaba fuera de mí, lleno de rabia y de miedo, mientras ese lord Gregory brutal y amenazante al que tanto odiaba me estaba sonriendo. Agarró mi pene y tiró de mí hacia delante. Naturalmente lo había cogido por la base, no cerca de la punta, donde podría haberme proporcionado cierto placer. Mientras tiraba de mis caderas y conseguía que yo perdiera el pie, dijo: "Va a ser un gran espectáculo. La reina, el gran duque y otros lo presenciarán. La princesa Lynette se muere de impaciencia por impresionar a la corte. Procurad que no os eclipse."
Bella sacudió entonces la cabeza y besó al príncipe Alexi. En ese momento comprendió lo que quería decir cuando habló de que solamente había empezado a rendirse.
—Pero, Alexi —dijo cariñosamente, casi como si ella fuera capaz de salvarle de su destino, como si aquello no hubiera sucedido hacía ya mucho tiempo—. ¿Cuando el mozo de las caballerizas os llevó ante la reina, cuando su majestad os hizo recoger las bolas de oro para ella en sus salones, no fue más bien la misma cosa? —Hizo una pausa—. Oh, ¿cómo podré yo hacer esas cosas?
—Las haréis, todas ellas, eso es lo que quiero explicar con mi historia —dijo—. Cada nueva cosa parece terrible porque es nueva, porque es una variación. Pero en el fondo todo es lo mismo. La pala, la correa, la exposición, el sometimiento de la voluntad. Lo único que hacen es variarlo infinitamente.

esquimala
31-08-2011, 08:46:47
«Pero hacéis bien al mencionar esa primera sesión con la reina. Fue similar. Pero recordad, aún era novato y todavía temblaba recién llegado de la cocina; y era inconsciente. Desde entonces recuperé las fuerzas, así que había que volver a desmoronar mi aguante. Es posible que si el pequeño circo se hubiera organizado cuando acababa de llegar de la cocina también me hubiera entregado a él ansiosamente. Pero creo que no. Incluía mucho más sometimiento, mayor resistencia, mucha más entrega de uno mismo a posiciones y actitudes que parecían grotescas e inhumanas.
»Es lógico que no necesiten utilizar verdaderas crueldades como el fuego o provocar lesiones sangrientas para enseñar su lección y divertirse al mismo tiempo —suspiró.
—Pero ¿qué sucedió entonces? ¿Se celebró finalmente?
—Sí, por supuesto, aunque a lord Gregory no le hacía ninguna falta habérmelo dicho de antemano, excepto para quitarme el sueño. Pasé una noche penosa, lleno de inquietud. Me desperté muchas veces pensando que había gente cerca, los mozos de cuadra, o los criados de la cocina, que me habían descubierto desamparado y solo y pretendían atormentarme. Pero nadie se acercó.
»Durante la noche, oí cuchicheos de las conversaciones de los nobles y las damas que paseaban bajo las estrellas. De tanto en tanto, incluso oía a alguna esclava que era conducida cerca de donde yo me encontraba y que se quejaba espasmódicamente bajo el azote inevitable del cuero. Alguna antorcha parpadeaba bajo los árboles, y nada más.
«Cuando llegó la mañana, me lavaron y me aplicaron aceites. Durante todo ese rato, nadie tocó mi pene, salvo cuando se quedaba fláccido. Entonces lo despertaban con gran pericia.
»Al anochecer, la sala de esclavos bullía de comentarios sobre el circo. Mi criado, Félix, me dijo que se había preparado un anfiteatro para la actuación en una espaciosa sala próxima a los aposentos de la reina. Habría cuatro filas de espectadores, los nobles y damas y también sus esclavos. Todos iban a presenciar el espectáculo. Los esclavos estaban aterrorizados, temían que también les hicieran actuar. Aunque no me dijo nada más, yo sabía lo que estaba pensando. Era una dura prueba de autocontrol. Me peinó y me aplicó una buena cantidad de aceite en las nalgas y muslos, incluso me puso un poco en el vello púbico y lo cepilló para que quedara más liso.
»Yo estaba tranquilo, pensando.
»Cuando finalmente me llevaron a la sala y me introdujeron entre las sombras próximas al muro desde el que podía ver el círculo iluminado, entendí lo que tenía que hacer. Había banquetas de varias alturas y diversas circunferencias, trapecios colgados y grandes aros montados perpendicularmente al suelo. Ardían velas por doquier sobre altos soportes entre las sillas de los nobles y las damas que ya se habían congregado allí.
»La reina, mi cruel reina, permanecía sentada con gran pompa. El gran duque Andre estaba a su lado. La princesa Lynette se hallaba en medio del círculo. "De modo que van a permitirle estar de pie —reflexioné—, y a mí me obligarán a moverme a cuatro patas. Bueno debo hacerme a la idea."
«Mientras me arrodillaba, esperando, decidí que sería imposible resistirse. Tratar de ocultar las lágrimas y ponerme cada vez más tenso sólo serviría para aumentar mi humillación.
»Tenía que decidir lo que haría. La princesa Lynette estaba exquisita. Su pelo pajizo caía suelto por su espalda donde lo habían recogido lo justo para dejar al descubierto su trasero. Allí no se veía más que el color rosa provocado por la pala; también tenía los muslos y las pantorrillas sonrosadas, que lejos de desfigurarla, parecían darle forma y mejorarla. Me indignó. Alrededor del cuello llevaba un collar de cuero labrado adornado con oro. También llevaba botas, con muchos adornos dorados y tacones altos.
»Por supuesto, estaba completamente desnuda. Yo ni siquiera llevaba collar, lo que significaba que debía controlarme a mí mismo cuando recibiera sus órdenes, ni siquiera me iban a arrastrar de un lado a otro.
»De modo que comprendí exactamente qué era lo que yo tenía que conseguir. Ella haría una gran demostración de ingenio. Estaba dispuesta a descargar su furia sobre mí con órdenes de "deprisa" o "rápido", y a regañarme y censurarme a la mínima desobediencia. Así se ganaría el aplauso del público. Cuanto más forcejeara yo, más destacaría ella, exactamente como había pronosticado lord Gregory.
»El único modo de que yo pudiera triunfar era mediante una obediencia perfecta. Debía ejecutar sus órdenes sin cometer ningún error. No debía forcejear ni externamente ni interiormente. Debía lloriquear en el instante preciso, pero tendría que hacer todo lo que ella me mandara; sólo de pensar en ello mi corazón empezaba a martillear en mis sienes y muñecas.
»Finalmente todo el mundo estaba preparado. Un puñado de princesitas exquisitas había servido el vino, meneando sus bonitas caderas y mostrándome algunas vistas deliciosas mientras se inclinaban para llenar las copas. Ellas también iban a ver cómo me castigaban.
»Toda la corte, por primera vez, iba a verlo.
»Entonces, con una palmada, la reina ordenó que trajeran a su cachorrillo, al príncipe Alexi, y que la princesa Lynette me "domesticara" y me "instruyera" ante sus ojos.
»Lord Gregory me propinó su habitual azote con la pala.
»Al instante me encontré en el círculo de luz. Por un momento sentí dolor en los ojos y luego vi cómo se acercaban las botas de tacón alto de mi instructora. En un momento de impetuosidad, me aproximé a ella a toda prisa y le besé inmediatamente ambas botas. La corte emitió un sonoro murmullo de aprobación.
«Continué bañándola de besos mientras pensaba: "Mi malvada Lynette, mi fuerte, cruel Lynette, ahora sois mi reina." Fue como si mi pasión se convirtiera en un fluido que manaba por todos mis miembros, no sólo por mi pene hinchado. Arqueé la espalda y separé las piernas muy poco a poco antes de que nadie me ordenara hacerlo.
»Los azotes comenzaron de inmediato. Pero como listo demonio que era, ella dijo: "Príncipe Alexi, enseñaréis a vuestra reina que sois un cachorro muy perspicaz y que respondéis a mis órdenes cumpliéndolas prontamente, y contestaréis a mis preguntas también, con la cortesía debida."
»De modo que tendría que hablar. Noté que la sangre me subía a la cara. Pero no me dio tiempo a sentir terror y, con un rápido movimiento de cabeza contesté: "Sí, mi princesa", lo que provocó un murmullo de aprobación del público.

esquimala
31-08-2011, 08:49:06
»Era fuerte, como ya os he dicho. Podía azotarme con más fuerza que la reina y con tanta brutalidad como cualquiera de los mozos de cocina o de cuadra. Sabía que, como mínimo, su intención era dejarme dolorido, porque rápidamente me propinó varios golpes sonoros, con la maña que demuestran algunos de nuestros castigadores, que saben levantarnos el trasero con la pala con cada azote.
»"A esa banqueta, venga —ordenó al instante—, en cuclillas con las rodillas bien separadas y las manos detrás del cuello, ¡ahora!" Me instó a obedecer inmediatamente mientras yo saltaba a la banqueta y, con gran esfuerzo, aunque rápidamente, conseguía mantenerme en equilibrio. Estaba en cuclillas, la misma posición miserable en la que mi señor mozo de cuadra me había castigado. En aquel momento toda la corte podía ver mis genitales, si es que no los habían visto antes.
»"Daos la vuelta lentamente —ordenó para exponerme a todas las miradas—, para que los nobles y las damas puedan ver cómo este animalito actúa para ellos esta noche." De nuevo me propinó numerosos golpes con gran precisión. Se oyeron unos pocos aplausos entre la pequeña multitud y el rumor del vino que se servía. En cuanto acabé de volverme completamente, mientras las zurras de la pala resonaban en mis oídos, ella me ordenó que diera una rápida vuelta a cuatro patas por el pequeño escenario, con la mandíbula y el pecho pegados al suelo, como había hecho el día anterior para ella.
»Fue en este momento cuando tuve que recordarme mis intenciones. Me apresuré rápidamente a obedecer, arqueando la espalda, con las rodillas separadas y, aun así, moviéndome deprisa mientras sus botas taconeaban a mi lado y mis nalgas se retorcían bajo sus golpes. No intentaba mantener quietos los músculos, simplemente dejaba que se pusieran en tensión, permitía que mis caderas incluso subieran y bajaran siguiendo su propio impulso, retorciéndose con los golpes, pero recibiéndolos de todos modos. Mientras avanzaba por el suelo de mármol blanco, ante un público al que veía como una mancha borrosa de caras, experimenté que éste era mi estado natural, esto era lo que yo era, no había nada antes o después de mí. Podía oír las reacciones de la corte: se reían ante esta miserable posición, y había una excitación creciente en su charla. La pequeña actuación les tenía encandilados, les había liberado de su acostumbrado hastío. Me admiraban por mi entrega. Gemí a cada golpe de la pala sin siquiera pensar en detenerme. Permití que los quejidos surgieran libremente e incluso arqueé la espalda exageradamente.
»Cuando finalicé la tarea y me forzó a situarme de nuevo en el centro del círculo, oí aplausos a mí alrededor.
»Mi cruel instructora no se detenía. Me ordenó inmediatamente después que subiera de un brinco a otra banqueta y, desde aquella, a otra que era todavía más alta. Yo me quedaba en cuclillas sobre cada una de ellas después de cada salto, y cuando sus azotes me alcanzaban, mis caderas se adelantaban con ellos sin ninguna contención, mientras mis gemidos, mis lamentos naturales, me sonaban sorprendentemente altos.
»"Sí, mi princesa", respondía yo después de cada orden. Mi voz sonaba tímida, aunque profunda, y llena de sufrimiento. "Sí, mi princesa", dije de nuevo cuando me ordenó finalmente sentarme ante ella con las piernas muy separadas. Lentamente, me agaché hasta alcanzar la altura que ella aprobaba. Luego tuve que saltar a través del primer aro, con las manos detrás del cuello. De alguna manera, debía conseguir quedarme en cuclillas. "Sí, mi princesa", dije y obedecí de inmediato. Luego atravesé otro aro y otro más, con el mismo acatamiento. Saltaba ágilmente y sin la menor vergüenza, aunque mi pene y mis testículos se movían sin gracia con el esfuerzo.
»Sus golpes se tornaron cada vez más fuertes, menos regulares. Mis gemidos eran sonoros e imprevistos, y provocaban muchas risas.
«Cuando a continuación me ordenó saltar hacia arriba y agarrar la barra del trapecio con ambas manos, sentí que me saltaban las lágrimas como resultado de la tensión y el agotamiento. Me colgué del trapecio mientras ella me daba con la pala, empujándome hacia delante y atrás, y luego me ordenaba que me doblara y alcanzara con los pies las cadenas que había arriba.
»Esto era prácticamente imposible. En la sala resonó el eco de las risas mientras me esforzaba por obedecer. Félix se adelantó para levantarme rápidamente los tobillos hasta que estuve columpiándome como ella había sugerido. Entonces tuve que soportar sus azotes en esta posición.
»En cuanto se cansó de ello, me ordenó que me dejara caer al suelo, momento en el que ella se acercócon una delgada y larga correa de cuero y, tras enrollar su extremo alrededor de mi pene, empezó a tirar de mí, que estaba de rodillas, hacia ella. Nunca me habían conducido o me habían arrastrado así anteriormente, atado por la mismísima base de la verga, y mis lágrimas cayeron copiosamente. Todo mi cuerpo estaba acalorado y tembloroso; mis caderas eran arrastradas hacia adelante sin ninguna gracia, aunque yo todavía poseía la suficiente sangre fría para intentarlo. Tiró de mí hasta que llegué a los pies de la reina y, a continuación, después de dar la vuelta, me arrastró corriendo sobre sus botas de tacones a tal velocidad que yo gemía y lloraba sin despegar mis labios mientras me debatía para mantener el ritmo detrás de ella.
«Estaba abatido. El círculo parecía interminable. La correa apretaba mi pene y para entonces mi trasero estaba tan sensible que me dolía aunque ella no lo golpeara.
»No tardamos en completar el círculo. Sabía que ella había agotado su inventiva. Había confiado en mi desobediencia y en mi negativa, y al no encontrarlas, su espectáculo carecía de verdadera atracción especial, aparte de mi absoluta obediencia.
»Pero había reservado una sutil prueba para la que yo no estaba preparado.
»Me ordenó que me levantara, que separara las piernas y apoyara las manos en el suelo delante de ella. Así lo hice, con las nalgas en dirección a la reina y al gran duque, una posición que, una vez más, incluso en medio de esto, me recordó mi desnudez.
»Soltó la pala, cogió seguidamente su juguete favorito, la correa de cuero, y azotó con violencia ambos muslos y pantorrillas, dejando que el cuero se enrollara en torno a mi cuerpo. Luego ordenó que me adelantara unos centímetros y que apoyara la mandíbula sobre una alta banqueta que había allí. Debía mantener las manos enlazadas detrás de la cintura y la espalda arqueada. Hice lo que me ordenaba y permanecí doblado por la cintura, con las piernas separadas y la cara inclinada hacia arriba para que todos vieran mi desdichada expresión.
»Como imaginaréis, mi trasero quedaba completamente al aire y ella empezó a colmarlo de cumplidos. "Unas caderas muy bonitas, príncipe Alexi, un trasero muy bonito, fuerte, redondo y musculoso, y aún más bonito cuando os revolvéis para escapar a mi correa y a la pala." Ella ilustraba todo esto con su correa y yo, entretanto, lloraba entre gemidos.
»Fue entonces cuando me dio una orden que me sorprendió. "La corte quiere ver cómo mostráis vuestro trasero. Quieren veros moverlo —dijo—, no se contentan con ver simplemente cómo escapa al castigo tan bien merecido y tan necesario, sino que desean contemplar una auténtica muestra de humildad." No sabía a qué se refería. Me azotó con fuerza como si yo fuera a mostrarme testarudo, aunque contesté entre lágrimas: "Sí, mi princesa." "¡Pero no obedecéis!", gritó a viva voz. Había empezado lo que de verdad ella deseaba. Sus palabras me hicieron sollozar contra mi voluntad. ¿Qué podía decirle? "Quiero ver cómo movéis el trasero, príncipe —ordenó—. Quiero ver bailar vuestro trasero mientras mantenéis los pies inmóviles." Oí cómo la reina se reía, y, vencido súbitamente por la vergüenza y el miedo, supe que aquello aparentemente simple que quería que yo hiciera era demasiado para mí. Moví las caderas, de un lado a otro mientras me zurraba, y mi pecho se estremeció con otro sollozo que apenas fui capaz de controlar.

esquimala
31-08-2011, 08:54:37
»"No, príncipe, no quiero algo tan sencillo, deseo una verdadera danza para la corte —dijo—, ¡vuestro trasero enrojecido y castigado debe hacer alguna otra cosa aparte de recibir inmóvil mis golpes!" Entonces colocó sus manos en mis caderas y lentamente las movió, no sólo de un lado a lado, sino hacia abajo, formando círculos, y hacia arriba, lo que me obligó a doblar las rodillas. Hacía girar mis caderas. Ahora, cuando lo explico, puede parecer una nimiedad. Pero para mí era humillante hasta lo indecible. Tenía que menear las caderas y hacerlas girar, utilizar toda mi fuerza y ánimo en esta exhibición aparentemente vulgar de mi trasero. Pero su intención era que yo lo hiciera, lo había ordenado y no me quedaba otro remedio que obedecer. Me saltaban las lágrimas y se me atragantaban los sollozos, mientras hacía girar el trasero como ella había mandado. "Doblad más las rodillas, quiero ver una auténtica danza —dijo con un golpe sonoro del látigo—. Doblad las rodillas y moved más esas caderas a los lados, más a la izquierda —alzó la voz furiosa—. ¡Os resistís a obedecerme, príncipe Alexi, no divertís a nadie! —dijo y sobre mí llovieron sus sonoros golpes mientras me afanaba por obedecer—. ¡Moveos!", gritó. Ella estaba triunfando. Yo había perdido toda mi compostura. Ella lo sabía.
»"Así que os atrevéis a mostraros reticente en presencia de la reina y la corte", me vapuleó, y luego, con ambas manos, tiró de mis caderas a uno y otro lado, formando un gran giro. Ya no aguantaba más. Sólo había una manera de vencerla: retorcerme en esta deshonrosa posición más frenéticamente incluso de lo que ella me indicaba. Así que, sacudiéndome con sollozos atragantados, la obedecí. Inmediatamente se oyeron aplausos mientras yo ejecutaba esta danza y mis nalgas se torcían de un lado a otro, arriba y abajo, con las rodillas completamente dobladas, la espalda arqueada, la barbilla apoyada dolorosamente sobre la banqueta para que todos pudieran ver las lágrimas que corrían por mi cara y la obvia destrucción de mi espíritu.
»"Sí, princesa", me esforcé en articular con voz suplicante. Y obedecí con todas mis fuerzas realizando una actuación tan buena que los aplausos continuaron sonando.
»"Eso está bien, príncipe Alexi, muy bien —dijo—. ¡Separad más las piernas, más separadas, y moved las caderas todavía más!" Obedecí de inmediato. En ese instante meneaba ya las caderas agitadamente. Me sentí vencido por la mayor vergüenza que había conocido desde mi captura y traslado al castillo. Ni siquiera la primera vez que los soldados me desnudaron en el campo, ni cuando me arrojaron sobre la silla del capitán, ni la violación en la cocina podían compararse con la degradación que vivía en ese momento, porque todo esto lo ejecutaba sin ninguna gracia y servilmente.
«Finalmente, la princesa Lynette dio por concluida mi pequeña exhibición. Los nobles y las damas charlaban entre ellos, comentaban todo tipo de detalles, como siempre, pero en el murmullo se detectaba cierta agitación, lo que significaba que el espectáculo había provocado pasión. No me hizo falta levantar la mirada para comprender que todos ellos observaban el círculo central aunque hubieran fingido aburrimiento. La princesa Lynette me ordenó en ese instante que me volviera lentamente, sin levantar la barbilla del centro de la banqueta, pero moviendo las piernas siguiendo un círculo, meneando en todo momento mi trasero, para que de este modo toda la corte pudiera contemplar por igual esta muestra de obediencia.
»Mis propios sollozos me traicionaban. Me esforzaba por obedecer sin perder el equilibrio. Si flaqueaba lo más mínimo en aquella amplia rotación de mi trasero, la princesa tendría de nuevo la oportunidad de reprenderme.
»Finalmente, alzó la voz y anunció a la corte que allí había un príncipe capaz de realizar diversiones incluso más imaginativas en el futuro. La reina aplaudía. La congregación ya podía levantarse y dispersarse, pero lo hicieron con tal lentitud que la princesa Lynette quiso continuar con la actuación en consideración a los últimos espectadores. Entonces me ordenó rápidamente que cogiera el trapecio que estaba encima de mi cabeza y, mientras me zurraba sin descanso, me mandó que levantara la barbilla y marchara en el sitio sobre las puntas de los pies.
»El dolor me producía punzadas en las pantorrillas y los muslos pero, como siempre, lo peor era la quemazón e hinchazón de mis nalgas. No obstante, yo marchaba con la barbilla erguida mientras la sala se vaciaba. La reina había sido la primera en salir. Finalmente todos los nobles y damas se fueron.
»La princesa Lynette entregó la pala y la correa a lord Gregory.
»Yo continuaba agarrado al trapecio, con el pecho palpitante y los miembros estremecidos por el hormigueo. Tuve el placer de ver cómo la princesa Lynette era despojada de sus botas y su collar. Y cómo un paje se la arrojaba sobre el hombro y se la llevaba. Pero no pude ver su cara, y no supe lo que sentía. Su trasero se elevó en el aire por encima del hombro del paje, mostrando unos labios púbicos largos y delgados y el vello rojizo de esta zona.
»Me había quedado solo, completamente empapado de sudor y agotado. Vi a Lord Gregory allí de pie. Se acercó, me levantó la barbilla y me dijo: "Sois indomable, ¿no? —Yo me quedé atónito—. ¡Miserable, orgulloso, rebelde, príncipe Alexi!", exclamó furioso. Intenté mostrar mi consternación. "Decidme en qué he faltado", le rogué, pues había oído al príncipe Gerald decir eso en numerosas ocasiones en la alcoba de la reina.
»"Sabéis que os deleitáis en todo esto. No hay nada que sea demasiado indecoroso para vos, demasiado ignominioso y difícil. ¡Jugáis con todos nosotros!", fue su respuesta. De nuevo, me quedé completamente asombrado.
»Pues bien, ahora vais a calibrar mi sexo para mí" dijo, y ordenó al último paje que nos dejara. Yo seguía agarrado al trapecio como me habían ordenado. La estancia estaba a oscuras a excepción del luminoso cielo nocturno que se veía a través de las ventanas. Oí que se desabrochaba y sentí el leve empujón de su pene. Luego lo introdujo en mi trasero.
»"Maldito principito", dijo mientras me penetraba.
»Cuando hubo acabado, Félix me echó sobre su espalda tan poco ceremoniosamente como el otro paje había trasportado a la princesa Lynette. Mi pene hinchado chocaba contra él, pero intenté controlarlo.
«Cuando me bajó, ya en la alcoba de la reina, su majestad estaba sentada ante el tocador limándose las uñas. "Os he echado de menos", dijo. Yo me apresuré a correr a su lado moviéndome a cuatro patas y le besé las pantuflas. Cogió un pañuelo blanco de seda y me enjugó el rostro.
»"Sabéis complacerme muy bien", dijo. Yo estaba perplejo. ¿Qué veía lord Gregory en mí que ella no detectara?

esquimala
31-08-2011, 08:56:49
»Sin embargo me sentí demasiado aliviado para entrar en consideraciones de ese tipo. Si me hubiera recibido con enfado o me hubiera ordenado nuevos castigos y diversiones, habría llorado de desesperación. Sea como fuere, la reina era toda belleza y ternura. Me ordenó que la desvistiera y que descubriera la cama. Obedecí lo mejor que pude, pero no quiso la bata de seda que yo le acerqué.
»Por primera vez, se quedó desnuda ante mí.
»No me había dicho que pudiera levantar la vista, así que yo permanecía encogido a sus pies. Luego me dijo que podía mirar. Como podéis imaginaros, su encanto era indecible. Tenía un cuerpo firme, en cierta forma poderoso, con unos hombros quizás un poquito demasiado fuertes para una mujer, piernas largas, pero sus pechos eran magníficos y su sexo era un nido reluciente de vello negro. Me encontré a mí mismo sin aliento.
»"Mi reina", susurré y, después de besarle los pies, le besé los tobillos. No protestó. Le besé las rodillas. No protestó. Le besé los muslos y luego, impulsivamente, hundí mi cara en ese nido de vello perfumado, y lo encontré caliente, muy caliente. Me levantó hasta que me quedé de pie. Alzó mis brazos, yo la abracé y, por primera vez, sentí su redonda forma femenina y también descubrí que pese a lo fuerte y poderosa que parecía, era pequeña, así a mi lado, y tierna. Me moví para besar sus pechos y ella permitió silenciosamente que lo hiciera. Los besé hasta que no pudo contener los suspiros. Tenían un sabor tan dulce y eran tan blandos, pero al mismo tiempo rollizos y resistentes bajo mis dedos respetuosos.
»La reina se hundió en la cama y yo, de rodillas, volví a enterrar mi cara entre sus piernas. Pero dijo que lo que en ese instante quería era mi pene y que no debería eyacular hasta que ella me lo permitiera.
Gemí para comunicarle lo difícil que esto resultaría a causa del amor que me inspiraba, pero ella se recostó en sus cojines, separó las piernas y por primera vez vi los labios sonrosados.
»Tiró de mí hacia abajo. No podía creerlo del todo cuando sentí la envoltura de su caliente vagina. Hacía tanto tiempo que no había sentido Una satisfacción así con una mujer; desde que los soldados me hicieron prisionero. Me esforcé por no consumar mi pasión en aquel mismo instante y, cuando empezó a mover sus caderas, pensé que ciertamente iba a perder la batalla. Estaba tan húmeda, caliente y excitada, y mi pene tan dolorido por los castigos. Me dolía todo el cuerpo, pero el dolor me parecía delicioso. Sus manos acariciaban mis nalgas. Me pellizcaba las ronchas. Me separó las nalgas y, mientras este caliente envoltorio apretaba mi pene y la aspereza de su vello púbico me rozaba y me atormentaba, metió los dedos en mi ano.
»"Mi príncipe, mi príncipe, superasteis todas las pruebas por mí —susurró. Sus movimientos se hicieron más rápidos, más salvajes. Vi su rostro y sus pechos bañados de escarlata—. Ahora", ordenó, y bombeé mi pasión dentro de ella.
»Me sacudí con movimientos ascendentes y descendentes, mis caderas se movieron tan frenéticamente como lo habían hecho en la pequeña actuación circense. Cuando me quedé vacío y quieto, permanecí echado cubriendo su rostro y sus pechos con besos lánguidos y soñolientos.
»Se incorporó para sentarse en la cama y recorrió todo mi cuerpo con sus manos. Me dijo que yo era su posesión más adorable. "Pero aún os están reservadas muchas crueldades", dijo. Sentí una nueva erección. Añadió que tendría que someterme a una disciplina aún peor a cualquiera de las concebidas por ella anteriormente.
»"Os amo, mi reina", susurré yo. No tenía otro pensamiento que el de servirla. Aun así, por supuesto, estaba asustado, aunque me sentía poderoso por todo lo que había soportado y realizado.
»"Mañana —dijo—, voy a pasar revista a mis ejércitos. He de pasar ante ellos en una carroza descubierta, para que puedan ver a su reina igual que yo les veré a ellos, y después debo recorrer los pueblos más próximos al castillo.
»"Toda la corte me acompañará, de acuerdo con su rango. Y todos los esclavos, desnudos y con collares de cuero, marcharán a pie con nosotros. Vos deberéis marchar al lado de mi carroza para que os observen todas las miradas. Reservaré para vos el collar más vistoso, y vuestro ano estará abierto con un falo de cuero. Llevaréis una embocadura y yo sujetaré las bridas. Sostendréis alta la cabeza ante los soldados, oficiales y el pueblo común. Para complacer a la gente, os exhibiré en la plaza principal de los pueblos suficiente rato para que todo el mundo pueda admiraros antes de continuar la procesión."
»"Sí, mi reina", contesté silenciosamente. Sabía que sería una experiencia terrible, pero aun así estaba pensando en ello con curiosidad y me preguntaba cuándo y cómo mi sentimiento de impotencia y de rendición me invadiría. ¿Llegaría cuando me encontrara ante los lugareños, o ante los soldados, o cuando trotara por el camino con la cabeza alzada y el ano torturado por el falo? Cada detalle descrito por ella me excitaba.
»Dormí bien y profundamente. Cuando Félix me despertó, me preparó con esmero como lo había hecho con ocasión del pequeño espectáculo circense.
»En el exterior del castillo la conmoción era enorme. Era la primera vez que veía las puertas de entrada al patio, el puente levadizo y el foso. Todos los soldados estaban allí reunidos. La carroza descubierta de la reina se encontraba en el patio y la soberana ya se había sentado, rodeada de lacayos y pajes que avanzaban a los lados y de cocheros que lucían elegantes sombreros, plumas y lanzas relucientes. Una gran fuerza montada de soldados estaba ya dispuesta.
»Antes de que me hicieran salir, León me ajustó la embocadura y también dio la última cepillada a mi cabello. Me encajó la embocadura de cuero muy dentro de la boca, me enjugó los labios y luego me dijo que lo más dificultoso sería mantener el mentón levantado. Bajo ninguna circunstancia debía dejarlo caer a una posición normal. Las bridas, que la reina sostendría vanamente en su regazo, me obligarían a tener la cabeza levantada, pero nunca debería bajarla. Si lo hacía, ella lo notaría, y se enfurecería terriblemente.
»A continuación me mostró el falo de cuero. No tenía ninguna correa ni cinturón para sujetarlo. Era grande como el miembro erecto de un hombre y me asusté. ¿Cómo conseguiría mantenerlo dentro? Me dijo que separara las piernas. Me lo introdujo a la fuerza en el ano y me explicó que debía conservarlo en su sitio yo solito, ya que a la reina le molestaría cubrirme con cualquier cosa para sujetarlo. Tenía unas finas correas de cuero que colgaban hacia abajo y me rozaban los muslos. Cuando trotara por el camino, las correas se balancearían como la cola de un caballo, pero eran cortas, no tapaban nada.
»Después volvió a aplicarme aceite en el vello púbico, en el pene y en los testículos. Me frotó el vientre con un poco más de aceite. Yo ya tenía las manos enlazadas detrás de la espalda pero me dio un pequeño hueso forrado de cuero para que lo sujetara y me dijo que así me resultaría más fácil mantenerlas unidas. Mis tareas serían éstas: mantener la barbilla alzada, el falo en su sitio y mi propio pene erecto y presentable ante la reina.
»Seguidamente me llevaron al patio, conducido por la pequeña brida. El brillante sol de mediodía centelleaba sobre las lanzas de los caballeros y los soldados. Los cascos de los caballos producían un ruidoso estruendo sobre las piedras.

esquimala
31-08-2011, 08:57:40
La reina, que estaba enfrascada en una animada conversación con el gran duque, sentado a su lado, apenas reparó en mí. Me dirigió una sonrisa. Le entregaron las bridas, me acerqué hasta situarme a la altura de la puerta de la carroza y mantuve la cabeza completamente erguida.
»"Mantened la vista baja en todo momento, respetuosamente", me dijo Félix.
»La carroza no tardó en salir por las puertas y a continuación avanzaba sobre el puente levadizo.
»Bien, podéis imaginaros cómo fue el día. A vos os trajeron desnuda a través de los pueblos de vuestro propio reino. Ya sabéis lo que supone que todo el mundo os contemple fijamente: soldados, caballeros, pebleyos.
»El hecho de que los demás esclavos desnudos vinieran detrás de nosotros era un escaso consuelo. Yo estaba solo junto a la carroza de la reina y pensaba únicamente en complacerla y en mostrarme como ella quería que apareciera ante los demás.
Mantuve alta la cabeza y contraje las nalgas para sostener el doloroso falo. Al poco, mientras pasábamos ante cientos y cientos de soldados, volví a pensar, "soy un sirviente, su esclavo, y ésta es mi vida. No tengo otra".
»Quizá la parte más horrenda del día para mí fue el paso por los pueblos. Vos ya lo sabéis. Yo aún no lo había hecho. La única gente ordinaria que había conocido era la de las cocinas.
»Pero aquella jornada de desfiles militares constituía además el inicio de las fiestas de los pueblos. La reina los visitaba y, después, los festejos quedaban inaugurados.
»En el centro de la plaza de cada localidad habían una tarima y, cuando la reina entraba en la casa del señor de la villa para tomar una copa de vino con él, a mí me exhibían allí como ella ya me había explicado que sucedería.
»Pero mi cometido no era permanecer graciosamente de pie como yo hubiera esperado. Los lugareños lo sabían, aunque no yo. Cuando llegamos al primer pueblo, la reina se alejó y, en cuanto mis pies pisaron la tarima, un gran rugido se elevó de la multitud. Ellos sabían que iban a presenciar algo divertido.
»Bajé la cabeza, contento por tener la oportunidad de mover los músculos rígidos de la garganta y de los hombros, y me quedé asombrado cuando Félix me retiró el falo del ano. Naturalmente, esto provocó una gran aclamación de la multitud. Luego me obligaron a arrodillarme con la manos detrás del cuello sobre una placa giratoria colocada encima de la tarima.
»Félix la movía con el pie. En estos primeros momentos me asusté más que nunca antes, pero en ningún instante me invadió tanto temor como para levantarme e intentar escapar. Estaba virtualmente desamparado. Allí, desnudo, un esclavo de la reina se encontraba en medio de cientos de plebeyos. Todos me habrían subyugado de inmediato, y muy alegremente, por el solo hecho de entretenerse. Fue entonces cuando me di cuenta de que la huida era absolutamente imposible. Cualquier príncipe desnudo que escapara del castillo habría sido capturado por estos lugareños. Nadie le hubiera ofrecido cobijo.
»Entonces Félix me ordenó que mostrara al gentío mis partes íntimas, las que yo ponía al servicio de la reina, y que demostrara que era su esclavo, su animal. No comprendí estas palabras, que fueron pronunciadas ceremoniosamente. Así que me explicó con bastante amabilidad que debía separar con las manos ambas nalgas mientras me doblaba y exhibía ante todos ellos mi ano abierto. Por supuesto, esto era un gesto simbólico. Significaba que siempre sería víctima de violaciones. Y qué otra cosa era más apropiada para ser violada.
»Aunque mi rostro se encendió y me temblaban las manos, obedecí. Una gran aclamación surgió de la multitud. Las lágrimas me caían por la cara. Félix me levantó los testículos con un largo y delgado bastón para que ellos pudieran verlo, y me empujó el pene a un lado y a otro para demostrar lo indefenso que estaba. Durante todo el rato yo tenía que mantener las nalgas separadas y mostrar mi ano.
Cada vez que relajaba mis manos, me ordenaba tajantemente que separara más la carne y me amenazaba con castigarme. "Eso enfurecerá a su alteza —decía— y divertirá enormemente a la multitud." Luego, con un ruidoso grito de aprobación del gentío, volvió a insertar con gran firmeza el falo en mi ano. Ordenó que pegara los labios a la madera de la placa giratoria. Luego volví a ser conducido a mi posición junto a la carroza de la reina. Félix tiraba de la brida por encima de su hombro mientras yo trotaba a su espalda con la cabeza levantada.
»Cuando llegamos finalmente al último pueblo, no se puede decir que estuviera más acostumbrado a ello que en el primero que visitamos. Pero para entonces Félix le había asegurado a la reina que yo daba muestras de toda la humildad que se podía concebir. Mi belleza no tenía rival entre ninguno de los príncipes anteriores. La mitad de los jóvenes de ambos sexos de los pueblos se había enamorado de mí. La reina me besó los párpados al oír estos cumplidos.
»Aquella noche en el castillo se celebró un gran banquete. Vos ya habéis visto un banquete de este tipo, ya que se celebró uno con motivo de vuestra presentación. Yo no lo había visto antes.
Así que fue mi primera experiencia en servir vino a la reina y a otros a quienes me enviaba ceremoniosamente de vez en cuando como si se tratara de un presente.
Cuando mis ojos se cruzaron con los de la princesa Lynette le sonreí sin pensar.
»Tenía la sensación de que podía hacer cualquier cosa que me ordenaran. Nada me producía temor. Por lo tanto, puedo deciros que para entonces ya me había rendido. Pero la verdadera indicación de mi entrega era cuando tanto Félix como lord Gregory me decían, en cuanto tenían la ocasión, que yo era terco y rebelde. Decían que me burlaba de todo. Yo les contestaba, también cuando tenía la oportunidad de hacerlo, que esto no era cierto, pero casi nunca podía responder.
»Desde entonces me han sucedido otras muchas cosas pero las lecciones de aquellos primeros meses fueron las más importantes.
»La princesa Lynette sigue aquí, por supuesto. Ya sabréis quién es en su momento y, aunque puedo soportar cualquier cosa de mi reina, de lord Gregory y de Félix, aún me resulta difícil aguantar a esta princesa. Pero pondré mi vida en ello para que nadie lo sepa.
»Y bien, casi se ha hecho de día. Debo devolveros al vestidor y también tengo que bañaros, para que nadie sepa que hemos estado juntos. Os he contado mi historia para que comprendáis lo que significa rendirse y por qué cada uno de nosotros debe encontrar su propia vía de aceptación.
»Aún queda más que contar de mi historia que, no obstante, sólo os revelaré con el tiempo. Por ahora recordad simplemente esto: si os veis obligada a aguantar un castigo que os parece demasiado brutal, recordaos a vos misma: " Ah, pero Alexi lo soportó, así que en consecuencia se puede soportar."

esquimala
31-08-2011, 08:58:43
No es que Bella quisiera acallarlo pero no podía contener sus abrazos. Lo ansiaba en ese momento tanto como antes, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde.
Mientras el príncipe Alexi la conducía de regreso al vestidor, se preguntó si él podría adivinar los verdaderos efectos que sus palabras habían causado en ella.
La había encandilado y fascinado. Sus explicaciones habían contribuido a lograr que entendiera su propia resignación y entrega. ¿O ella ya los había sentido?
Alexi la lavó, le limpió toda evidencia de su amor, mientras ella permanecía inmóvil, sumida en sus pensamientos.
¿Qué había sentido antes, aquella misma noche, cuando la reina le había dicho que quería enviarla de regreso a su hogar a causa de la excesiva devoción que provocaba en el príncipe de la corona? ¿Había deseado marcharse?
Le obsesionaba un pensamiento horroroso. Se veía dormida en esa alcoba polvorienta que había sido su prisión durante cientos de años, oía los cuchicheos a su alrededor.
La vieja bruja del huso que había pinchado el dedo de Bella se reía a través de sus encías sin dientes; y, levantando sus manos para acercarlas a los pechos de Bella, exudaba cierta sensualidad obscena.
Bella se estremeció.
Dio un respingo y forcejeó mientras Alexi le apretaba las ligaduras.
—No tengáis miedo. Hemos disfrutado de la noche juntos sin ser descubiertos —le aseguró.
Ella se quedó observándolo fijamente, como si no lo conociera, porque en el castillo no había nadie que le diera miedo, ni él, ni el príncipe, ni la reina. Era su propia mente lo que la asustaba.
El cielo se estaba aclarando. Alexi la abrazó. Se encontraba ya atada a la pared, con su largo cabello comprimido entre su espalda y las piedras que había tras ella. Pero se sentía incapaz de salir de esa alcoba polvorienta de su tierra natal. Le parecía que viajaba a través de capas y capas de sueño, en ese vestidor en el que estaba metida, en ese país cruel donde había perdido su materialidad.
Un príncipe había entrado en la alcoba, había posado sus labios en ella. Pero ¿era únicamente Alexi quien la besaba? ¿Fue Alexi el que la besaba, allí?
Cuando abría los ojos en aquella antigua cama y miraba al que en aquel instante rompía su hechizo, ¡descubría un tierno e inocente semblante! No era su príncipe de la corona. No era Alexi. Era algún alma prístina semejante a la suya que en aquel momento retrocedía de ella llena de asombro. Era valiente, sí, valiente, ¡y sin complejos!
Bella gritó:
—¡No!
Pero la mano de Alexi le tapaba la boca:
—Bella, ¿qué sucede?
—No me beséis —dijo en un susurro.
Pero cuando vio el dolor en el rostro de Alexi, abrió la boca y sintió sus labios que acudían a sellarla.
Se sintió llena de la lengua de Alexi y apretó su cadera contra él.
—Ah, sois vos, sólo sois vos... —susurró.
—¿Y quién creíais que era? ¿Es que estabais soñando?
—Por un momento parecía que todo esto fuera un sueño —confesó. Pero la piedra era demasiado real, y el contacto con él también.
—Pero ¿por qué debía ser un sueño? ¿Es una pesadilla tan terrible para vos?
Ella sacudió la cabeza:
—Vos lo amáis, todo ello, lo amáis —le dijo al oído.
Observó cómo los ojos de él la observaban lánguidamente y luego apartaban la mirada—. Parecía un sueño porque todo el pasado, el pasado real, ha perdido su brillo.
Pero ¿qué estaba diciendo? ¿Que en estos pocos días no había anhelado ni una sola vez su hogar, que ni una sola vez había deseado lo que fue su juventud y que el sueño de cien años no la había dotado de sabiduría?
—Lo amo. Lo desprecio —dijo Alexi—. Me humilla y me fascina. Y entregarse significa sentir todas esas cosas a la vez, y aún así tener una sola mente y un solo espíritu.
—Sí —suspiró ella, como si lo hubiera acusado falsamente—. Dolor perverso, placer perverso.
Y él le dedicó una sonrisa de aprobación.
—Volveremos a estar juntos de nuevo...
—Sí...
—Podéis contar con ello. Y hasta ese momento, querida mía, mi amor, perteneced a todo el mundo.

esquimala
01-09-2011, 10:57:10
EL PUEBLO



Los siguientes días, que en realidad fueron pocos, pasaron tan rápidamente para Bella como los anteriores. Nadie descubrió que ella y Alexi habían estado juntos.
La noche siguiente, el príncipe le dijo que se había ganado la aprobación de su madre, y que a partir de entonces él personalmente la instruiría como su doncella, le enseñaría a barrer sus aposentos, a mantener siempre llena su copa de vino y a desempeñar todas esas tareas que Alexi realizaba para su majestad.
Además, desde ese día Bella dormiría en los aposentos del príncipe.
La princesa descubrió que todo el mundo la envidiaba y que únicamente el príncipe, y sólo él, era quien la castigaba a diario.
Cada mañana la dejaban con lady Juliana, que la hacía correr en el sendero para caballos. Luego, a mediodía, Bella servía el vino del almuerzo, y pobre de ella si derramaba una sola gota.
Por la tarde solía dormir para que por la noche pudiera servir al príncipe. Estaba previsto que en la siguiente noche de fiesta participara en una carrera de esclavos en el sendero para caballos, que su alteza confiaba que Bella ganara gracias a su entrenamiento diario.
Bella se enteraba de todo esto entre sonrojos y lágrimas, y se encorvaba una y otra vez para besar las botas del príncipe en respuesta a cada una de sus órdenes. Él parecía todavía inquieto a causa del amor que ella le inspiraba y, mientras el castillo dormía, frecuentemente la despertaba con bruscos abrazos. Bella apenas podía pensar en Alexi en esos momentos, debido al temor que el príncipe le inspiraba y a que la estudiaba sin cesar.
Su vida se había convertido en una rutina diaria. Cada mañana la sacaban con sus botas con herraduras para deleitar a lady Juliana. Bella se mostraba asustada pero dispuesta. Lady Juliana era un encanto con su vestido de montar de color carmesí, y Bella corría deprisa sobre el llano sendero de grava. Con frecuencia, el sol la obligaba a torcer la vista cuando centelleaba sobre los árboles más altos, y siempre acababa el recorrido llorando.
Luego, ella y lady Juliana se quedaban a solas en el jardín. Ésta llevaba una correa de cuero que rara vez utilizaba, así que esos momentos resultaban relajantes para Bella. Solían sentarse sobre la hierba, con las faldas de lady Juliana formando una corona de seda bordada en torno a Bella. En ocasiones, lady Juliana le daba un fuerte y repentino beso, y Bella se quedaba sorprendida y se enternecía. La dama la acariciaba por todo el cuerpo, la colmaba de besos y cumplidos, y cuando decidía golpearla con la correa de cuero, la princesa lloraba apaciblemente, con profundos gemidos sofocados y un lánguido abandono. Pero al poco, ya estaba recogiendo florecillas con los dientes para lady Juliana, besando con suma gracia el bajo de sus faldones o incluso sus blancas manos. Todos estos gestos deleitaban a su ama.
«Oh, ¿me estoy convirtiendo en lo que Alexi quería que me convirtiera?», se preguntaba Bella de vez en cuando, aunque la mayor parte del tiempo no pensaba en ello.
También durante las comidas Bella se esmeraba enormemente en servir el vino con garbo.
No obstante, en una ocasión lo derramó y recibió su castigo colgada del paje, que la asía con fuerza. En cuanto purgó su pena, se fue corriendo hasta las botas del príncipe para rogar silenciosamente su perdón. Él se mostró furioso y, cuando ordenó que la volvieran a azotar, Bella sintió que la humillación bullía en su interior.
Aquella noche, antes de poseerla, la fustigó sin piedad con el cinturón. Le dijo que detestaba la menor imperfección en ella, y la encadenaron a la pared, donde pasó toda la noche entre lloros y sufrimiento.


Bella temía ser objeto de nuevos y más espantosos castigos. Lady Juliana insinuó que, en algunos aspectos, era tan sólo una virgen y que se la estaba poniendo a prueba con suma lentitud.
Además, la princesa también temía a lord Gregory, que la observaba en todo momento.
Cada mañana, mientras Bella trastabillaba por el sendero para caballos, lady Juliana la amenazaba con enviarla a la sala de castigos. Bella se echaba inmediatamente sobre sus manos y rodillas y besaba sus pantuflas, y aunque lady Juliana se apiadaba enseguida, con una sonrisa y un meneo de sus preciosas trenzas, lord Gregory, que se mantenía en las proximidades, mostraba su desaprobación.
El corazón de Bella palpitaba dolorosamente en su pecho cada vez que se la llevaban para prepararla. Si al menos pudiera ver a Alexi, reflexionaba, pero en cierto modo él había perdido parte de su encanto para ella, aunque no estaba segura del motivo. Sin embargo, aquella tarde, mientras permanecía tumbada en su cama, estaba pensando en el príncipe y también en lady Juliana. «Mis amos y señores», susurraba para sus adentros, y se preguntaba cuál era el motivo de que León no le hubiera dado nada para dormir, ya que no estaba cansada en absoluto aunque sí torturada por el pequeño palpito de pasión que notaba entre sus piernas, como era habitual.
Sólo llevaba una hora descansando cuando lady Juliana vino a buscarla.
—No es que yo lo apruebe del todo —dijo lady Juliana, mientras obligaba a Bella a salir al jardín— pero su majestad tiene que mostraros a esos pobres esclavos que son enviados al pueblo.
Una vez más, el pueblo. Bella intentó esconder su curiosidad. Lady Juliana la azotaba distraída con el cinturón de cuero, con golpes ligeros pero que escocían, mientras bajaban juntas por el camino.
Finalmente llegaron al jardín cercado lleno de árboles florecientes de cortas ramas. En un banco de piedra, Bella vio al príncipe y, junto a él, a un guapo y joven lord que conversaba animadamente con su alteza.
—Es lord Stefan, el primo favorito del príncipe —le confió lady Juliana en voz baja—, a quien debéis mostrar el máximo respeto. Además-, hoy se siente bastante desgraciado a causa de su precioso y desobediente príncipe Tristán.
«Ojalá pudiese ver al príncipe Tristán», pensó Bella. No había olvidado la vez que Alexi le dijo que era un esclavo incomparable que sabía el significado de la rendición. Así que había causado problemas... Bella tomó nota de la prestancia de lord Stefan, el pelo dorado y los ojos grises, aunque su joven rostro mostraba tristeza y pesar.
Éste posó su mirada en Bella durante un único segundo, cuando ella se acercó y, aunque pareció reconocer sus encantos, volvió a dirigir su atención al príncipe, que le sermoneaba con severidad.

esquimala
01-09-2011, 10:58:07
—Sentís demasiado amor por él, al igual que me sucede a mí con la princesa que veis ante vos. Debéis reprimir vuestro amor como yo debo dominar el mío. Creedme, os entiendo, pese a que os condeno.
—Oh, pero el pueblo... —murmuró el joven lord.
—Debe ir, ¡y será lo mejor para él!
—Oh, príncipe inhumano —susurró lady Juliana. Instó a Bella para que se adelantara y besara las botas de lord Stefan mientras ella se hacía sitio entre ambos—. El pobre Tristán pasará todo el verano en el pueblo.
El príncipe levantó la barbilla de Bella y se inclinó para recibir un beso de sus labios que llenó a Bella de un tormento enternecedor. Sin embargo, ella sentía demasiada curiosidad por todo lo que se decía y no se atrevía a hacer el más leve movimiento para atraer la atención de su príncipe.
—Debo preguntaros... —empezó lord Stefan—. ¿Enviaríais a la princesa Bella al pueblo si estuvierais convencido de que se lo merecía?
—Por supuesto que lo haría —contestó el príncipe, aunque su voz no sonaba convincente—. Lo haría al instante.
—¡Oh, pero no podéis! —protestó lady Juliana.
—No se lo merece, así que no importa —insistió el príncipe—. Estamos hablando del príncipe Tristán, y lo cierto es que él, pese a todos los malos tratos y castigos que ha recibido, continúa siendo un misterio para todo el mundo. Necesita los rigores del pueblo al igual que el príncipe Alexi necesitó ir a la cocina para aprender humildad.
Lord Stefan estaba profundamente preocupado y pareció que las palabras rigor y humildad desgarraban sus extrañas. Se levantó y rogó al príncipe que lo acompañara y reflexionara.
—Se van mañana. Ya hace bastante calor y los lugareños han empezado a prepararse para la subasta. Lo he enviado al patio de los prisioneros para que esperara allí.
—Venid, Bella —dijo el príncipe levantándose—. Será bueno para vos que veáis esto y podáis entenderlo.
Bella se sentía intrigada y les siguió con interés. Pero la frialdad y severidad del príncipe la inquietaron. Intentó permanecer cerca de lady Juliana mientras emprendían el camino que salía de los jardines, pasaba junto a la cocina y los establos, y, finalmente, llegaba a un simple y polvoriento patio en el que vio un gran carro, sin caballo, que se sostenía sobre cuatro ruedas apoyado contra los muros que rodeaban el castillo.
Allí había soldados rasos y criados. Sintió su desnudez mientras la obligaban a seguir al trío tan vistosamente vestido. Sus ronchas y cortes volvían a picarle y, cuando levantó la vista vio, aterrorizada, un pequeño corral, con una valla formada por toscas estacas, en el que un puñado de príncipes y princesas desnudos se hallaban de pie, con las manos atadas por detrás de sus cuellos y circulando en grupo, como si caminar fuera menos agotador que permanecer de pie durante horas.
Un soldado raso con una gruesa correa de cuero soltó en aquel instante un latigazo desde el otro lado de la cerca gritándole a una princesa que corría hacia el centro del grupo para buscar cobijo. Cuando el soldado se fijó en otras nalgas desnudas, también las zurró, lo que provocó el gemido de un joven príncipe que se volvió hacia él lleno de resentimiento.
A Bella le indignó ver que este soldado raso abusaba de unas piernas blancas y de un trasero tan encantadores. No obstante, no podía apartar la mirada de los esclavos que retrocedían del cercado y eran atormentados, desde el otro lado, por otro muchacho gandul y malvado que los azotaba con más fuerza y peores intenciones.
En aquel instante los soldados vieron al príncipe y le rindieron honores, poniéndose rápidamente en posición de firmes.
Al parecer, en ese mismo momento, los esclavos también vieron acercarse al pequeño grupo, y comenzaron a oírse gemidos y quejidos de aquellos quienes, pese a sus mordazas, se esforzaban en hacer oír sus súplicas. Sus gritos amortiguados sonaban como un coro de lamentos.
Todos ellos parecían tan hermosos como cualquier otro esclavo de los que Bella había visto en el castillo y cuando empezaron a retorcerse, y alguno de ellos se dejaba caer de rodillas ante el príncipe, la princesa distinguió aquí y allá algún precioso sexo de color melocotón bajo los rizos del vello púbico o unos pechos que se agitaban con el llanto. Muchos de los príncipes estaban dolorosamente erectos, como si no pudieran controlarlo. Incluso uno de ellos había pegado los labios al suelo áspero mientras el príncipe, lord Stefan y lady Juliana, con Bella a su lado, se acercaban al pequeño cercado para inspeccionarlos.
La mirada del príncipe era furiosa y distante, pero a lord Stefan se le veía tembloroso. Bella reparó en que miraba fijamente a un príncipe muy digno que no gemía ni se inclinaba, en ningún modo suplicaba clemencia. Era tan rubio como el joven lord, sus ojos muy azules y, aparte del detalle de la cruel mordaza, que le deformaba la boca, mostraba un rostro sereno, como siempre que había visto al príncipe Alexi, y mantenía la vista baja con absoluta humildad. Bella intentó disimular la fascinación que aquellas extremidades exquisitamente esculpidas y su órgano hinchado despertaron en ella. No obstante, y a pesar de su expresión indiferente, parecía profundamente angustiado.
De repente lord Stefan se volvió de espaldas, como si no fuera capaz de dominarse.
—No seáis tan sentimental. Se merece pasar un tiempo en el pueblo —dijo el príncipe con frialdad al tiempo que con un gesto imperioso ordenaba a los otros príncipes y princesas quejumbrosos que se callaran.
Los guardianes, con los brazos cruzados, sonreían ante el espectáculo que tenían a la vista. Bella no se atrevía a mirarlos por temor a que sus miradas se encontraran con la suya, lo cual le supondría una mayor humillación.
Pero el príncipe le ordenó que se adelantara y que se arrodillara para escuchar lo que le iba a enseñar.
—Bella, observad a estos desdichados —dijo el príncipe con obvia desaprobación—. Van al pueblo de la reina, que es el más grande y próspero del reino. Acoge a las familias de todos los que sirven aquí, los artesanos que elaboran nuestras mantelerías, nuestros sencillos muebles, los que nos suministran vino, comida, leche y mantequilla. Allí está la lechería, y crían las aves de corral en sus pequeñas granjas. También allí se encuentra todo lo que en cualquier lugar constituye una ciudad.

esquimala
01-09-2011, 10:58:45
Bella miraba fijamente a los príncipes y princesas cautivos que, aunque ya no suplicaban con sus gemidos y gritos, todavía se inclinaban ante su alteza cuya indiferencia hacia ellos era palpable.
—Es quizás el pueblo más bonito de todo el reino —continuó el príncipe—, con un alcalde severo, y muchas posadas y tabernas que son las favoritas de los soldados. Pero también disfruta de un privilegio especial que no se concede a ninguna otra localidad, y éste es el de comprar, en subastas que se celebran durante los meses cálidos de verano, a aquellos príncipes y princesas que necesitan un horrendo castigo. Cualquiera de la ciudad puede adquirir un esclavo si dispone de oro suficiente para ello.
Algunos de los cautivos no podían contenerse y volvían a implorar clemencia al príncipe, quien con un chasquido de los dedos ordenó a los guardianes que utilizaran las correas y las largas palas, lo que de inmediato provocó un tumulto. Los desgraciados y desesperados esclavos se amontonaron aún más, mostrándoles a sus torturadores sus vulnerables pechos y demás órganos, como si debiesen proteger a toda costa sus partes posteriores.
Pero el alto y rubio príncipe Tristán ni siquiera se movió, simplemente permitía que los demás lo empujaran. Su mirada no se desviaba en ningún momento de su señor, aunque por un instante se volvió lentamente y se fijó en Bella.
El corazón de la princesa se encogió. Sintió un leve mareo. Miró fijamente aquellos inescrutables ojos azules al mismo tiempo que pensaba, «Oh, esto es el pueblo».
—Es un vasallaje horrible —continuaba lady Juliana implorando al príncipe—. La subasta en sí tiene lugar en cuanto los esclavos llegan al pueblo.
Podéis imaginaros perfectamente que hasta los mendigos y los patanes habituales de la ciudad están allí para presenciarlo. Cómo no, toda la ciudad declara una jornada festiva. Y cada amo se lleva a su pobre esclavo no sólo para degradarlo y castigarlo, sino para realizar penosos trabajos. Sabed que las rudas y prácticas gentes del pueblo no reservan para el simple placer ni siquiera a los príncipes o princesas más encantadores.
Bella recordó la descripción de Alexi de su paso por los pueblos, la alta plataforma de madera en el mercado, la grosera multitud, y los vítores de aquellos testigos de su humillación. Aunque se sentía horrorizada, el sexo le dolía secretamente de deseo.
—Pero pese a toda la brutalidad y crueldad —añadió el príncipe, que dirigió entonces una rápida mirada al inconsolable lord Stefan, quien continuaba inmóvil, de espaldas a los desdichados— es un castigo sublime. Pocos esclavos pueden aprender durante un año de castigos lo que asimilan durante el verano en el pueblo. Además, naturalmente, no les pueden lastimar, al igual que sucede con los esclavos dentro del castillo. Se aplican las mismas normas estrictas: ni cortes, ni quemaduras, ni lesiones serias. Asimismo, cada semana los reúnen en una sala para esclavos donde los bañan y les aplican ungüentos. Así que, a su regreso al castillo no son sólo más dulces o dóciles, sino que han vuelto a nacer con una fuerza y belleza incomparables.
«Sí, como renació el príncipe Alexi», pensó Bella, mientras su corazón palpitaba con fuerza. Se preguntaba si alguien se percataría de su perplejidad y excitación. Veía al distante príncipe Tristán entre los demás, sus serenos ojos azules y fijos en la espalda de su amo, lord Stefan.
La mente de Bella estaba repleta de imágenes espeluznantes. ¿Qué era lo que había dicho Alexi? ¿Que un castigo así había sido clemente y que si le resultaba dificultoso aprender despacio, podría propiciar algún castigo más severo?
Lady Juliana meneaba la cabeza a uno y otro lado mientras hacía pequeños aspavientos:
—Pero si sólo estamos en primavera —dijo—. Caray, los pobrecitos van a estar allí eternamente... Oh, con el calor, las moscas y el trabajo. No os imagináis cómo los utilizan. Los soldados llenan las tabernas y las posadas en cuanto son capaces de comprar por unas pocas monedas a un encantador príncipe o a una princesa que de otro modo no poseerían en toda su vida.
—Sois una exagerada —insistió el príncipe.
—Pero ¿enviaríais allí a vuestra propia esclava? —lord Stefan apeló de nuevo al príncipe—. ¡No quiero que él vaya! —murmuró— aunque he condenado su actitud incluso ante la reina.
—Entonces no tenéis elección; y sí, enviaría a mi propia esclava, aunque ningún esclavo de la reina o del príncipe de la corona haya sido castigado de este modo anteriormente.
El príncipe dio la espalda a los esclavos casi con desprecio. Pero Bella seguía mirándolos y advirtió que el príncipe Tristán se abría camino entre el grupo de cautivos. Llegó hasta el cercado y, aunque un guardia arrogante que se divertía con el grupo consiguió alcanzarle con la correa, no se movió ni mostró el menor malestar.
—Oh, apela a vos —suspiró lady Juliana e, inmediatamente, lord Stefan se volvió y los dos jóvenes se encontraron cara a cara.
Bella observó, como si estuviera sumida en un trance, al príncipe Tristán, que en ese momento se arrodillaba con gran lentitud y elegancia y besaba el suelo ante su amo.
—Es demasiado tarde —dijo el príncipe—. Este pequeño gesto de afecto y humildad no cuenta para nada.
El príncipe Tristán se levantó y permaneció con la mirada baja haciendo gala de una paciencia extraordinaria. Lord Stefan se adelantó y estirándose por encima del cercado lo abrazó apresuradamente. Apretó al príncipe Tristán contra su pecho y lo besó por toda la cara y el pelo. El príncipe cautivo, con las manos ligadas detrás del cuello, le devolvía serenamente los besos.
Su alteza estaba furioso. Lady Juliana se reía. El príncipe apartó a lord Stefan y le dijo que debían alejarse de esos miserables esclavos que al día siguiente estarían en la ciudad.


Más tarde, Bella estaba echada en su cama y todavía era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el pequeño grupo de príncipes cautivos que había visto en el patio para prisioneros. También se imaginaba las estrechas y tortuosas calles de los pueblos por los que había pasado en su viaje. Recordó las posadas con los letreros pintados sobre la entrada, las casas entramadas que oscurecían su camino, y esas ventanas diminutas con paneles romboides.
Nunca olvidaría a los hombres y mujeres con burdos pantalones y delantales blancos, con las mangas remangadas hasta los codos, que la habían mirado boquiabiertos disfrutando de su desamparo.
No pudo dormir. Un nuevo y extraño terror la invadió.

esquimala
01-09-2011, 10:59:45
Ya había oscurecido cuando por fin el príncipe mandó a buscarla. En cuanto Bella llegó a la puerta del comedor privado de su alteza vio que lord Stefan lo acompañaba.
Tuvo la impresión de que en aquel momento su destino ya estaba decidido. Sonrió al pensar en los alardes del príncipe ante su primo, lord Stefan, y quiso entrar a toda prisa, pero lord Gregory la retuvo en el umbral de la puerta. Los ojos de Bella se empañaron. No veía al príncipe con su túnica de terciopelo adornada con el escudo de armas, sino aquellas calles adoquinadas de los pueblos, las esposas con las escobas de mimbre, los mozos en la taberna.
Lord Gregory le estaba hablando:
—¡No penséis que yo creo que se ha producido ningún cambio en vos! —le susurró al oído de tal manera que la frase pareció formar parte de la propia imaginación de la princesa.
Bella frunció las cejas en un mohín de disgusto y luego bajó la vista.
—Estáis infectada del mismo veneno que el príncipe Alexi. Lo veo en vuestro interior cada día. No tardaréis en tomároslo todo a burla.
Se le aceleró el pulso. Lord Stefan, que estaba sentado a la mesa para cenar, mostraba el mismo aspecto abatido que antes. Y el príncipe seguía tan orgulloso como siempre.
—Lo que necesitáis es una severa lección... —lord Gregory continuaba con su susurro mordaz.
—Milord, ¿no querréis decir el pueblo? —se estremeció Bella.
—No, ¡no me refiero al pueblo! —obviamente se sorprendió al oír esto—. No seáis petulante ni descarada conmigo. Sabéis que me refiero a la sala de castigos.
—Ah, vuestro territorio; allí donde vos sois el príncipe —susurró Bella, aunque él no la oyó.
Su alteza, con aire indiferente, chasqueó los dedos ordenándole que entrara.
Bella se aproximó a cuatro patas, pero no había avanzado más que unos pasos cuando se detuvo.
—¡Continuad! —le susurró lord Gregory con enfado; el príncipe todavía no se había dado cuenta.
Pero cuando su alteza se volvió, observándola malhumorado, ella continuó inmóvil, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. En cuanto vio la rabia y la indignación en el rostro del príncipe, Bella se dio la vuelta súbitamente y empezó a correr a cuatro patas, pasó junto a lord Gregory y a continuación siguió avanzando por el corredor.
—¡Detenedla, detenedla! —gritó el príncipe sin poder contenerse. Cuando Bella vio las botas de lord Gregory a su lado, se puso de pie y siguió corriendo más deprisa. Pero el noble la atrapó por el cabello tiró de ella hacia atrás y la arrojó sobre su hombro mientras Bella gritaba.
La princesa le golpeaba la espalda con los puños, pataleaba y lloraba histérica mientras él la sujetaba firmemente por las rodillas.
Bella alcanzaba a oír la voz enfurecida del príncipe pero no podía descifrar sus palabras. Cuando volvieron a ponerla en el suelo, echó a correr una vez más, lo que provocó que dos pajes siguieran estrepitosamente tras ella.
La princesa forcejeó mientras la amordazaban y la ligaban, sin saber adónde la llevaban. Estaba oscuro y descendían por unas escaleras. Por un momento, Bella sintió cierto arrepentimiento y un pánico horroroso.
La colgarían en la sala de castigos, y se preguntó cómo iba a soportar el pueblo si ni tan siquiera era capaz de aguantar esto.
Pero un poco antes de que sus apresadores llegaran a la sala de esclavos la invadió una extraña calma y cuando la arrojaron a una celda oscura donde tenía que permanecer tumbada sobre la fría piedra, con ligaduras que le cortaban la carne, sintió un instante de alegría. A pesar de todo, Bella continuó lloriqueando. Su sexo palpitaba rítmicamente, al parecer al compás de sus sollozos, y lo único que la rodeaba era el silencio.


Casi había amanecido cuando la obligaron a levantarse. Lord Gregory chasqueó los dedos para que los pajes le soltaran los grilletes y la incorporaran sobre sus piernas, débiles e inestables. Sintió él azote de la correa de lord Gregory.
—¡Princesa consentida y despreciable! —masculló entre dientes, pero ella estaba agotada, debilitada por el deseo y los sueños sobre el pueblo. Soltó un gritito cuando sintió los golpes furiosos del noble, pero se asombró de que los pajes la amordazaran otra vez y le ligaran las manos bruscamente detrás del cuello. ¡Iba a ir al pueblo!
—¡Oh, Bella, Bella! —le llegó la voz de lady Juliana que lloraba a su lado—. ¿Por qué os asustasteis? ¿Por qué intentasteis escapar? Habíais sido tan buena y tan fuerte, querida mía...
—Consentida, arrogante. —Lord Gregory la maldecía otra vez mientras la conducía a la entrada cuya puerta estaba abierta. Bella podía ver el cielo de la mañana por encima de las copas de los árboles—. Lo hicisteis deliberadamente —le susurró lord Gregory al oído mientras la fustigaba para que se moviera por el sendero del jardín—. Os arrepentiréis de esto, y lloraréis con amargura y nadie os escuchara.
Bella hizo un esfuerzo por no sonreír. Pero, ¿habrían podido distinguir una sonrisa debajo de la cruel embocadura de cuero que llevaba entre sus dientes? No importaba. Bella corría deprisa, levantando las rodillas, alrededor del castillo, junto a lord Gregory, que la guiaba propinándole golpes rápidos que escocían, y lady Juliana que lloraba mientras corría también a su lado.
—Oh, Bella, ¿cómo voy a soportarlo? —le decía la dama.
Las estrellas aún no habían desaparecido del cielo, pero el aire ya era cálido y agradable. Después de pasar entre las grandes puertas y el puente levadizo del castillo, cruzaron el patio vacío de los prisioneros.
Allí estaba el enorme carro de esclavos, enganchado a las enormes yeguas blancas que tirarían de él para hacer el recorrido de bajada hasta el pueblo.
Por un momento Bella supo a ciencia cierta lo que era el terror, pero un delicioso abandono se apoderó de ella.
Los esclavos gemían mientras se apretujaban tras la baja barandilla. El carretero ya ocupaba su puesto en el carro que empezaban a rodear los soldados montados.

esquimala
01-09-2011, 11:00:24
—¡Una más! —gritó lord Gregory al capitán de la guardia. Bella oyó cómo los gritos de los esclavos subían de volumen.
Unas manos fuertes la levantaron y sus piernas se quedaron colgadas en el aire.
—De acuerdo, princesita —rió el capitán mientras la situaba en el carro. Bella sintió la áspera madera debajo de los pies mientras forcejeaba por mantener el equilibrio. Por un instante, echó una ojeada hacia atrás y vio el rostro surcado de lágrimas de lady Juliana. «Vaya, está llorando de verdad», pensó Bella llena de asombro.
Mucho más arriba, de repente, descubrió al príncipe y a lord Stefan en la única ventana del castillo que estaba iluminada por una antorcha. Le pareció que el príncipe vio cómo levantaba la vista.
Los esclavos que estaban a su alrededor, al descubrir también la ventana, alzaron un coro de vanas súplicas. El príncipe se dio la vuelta patéticamente, al igual que lord Stefan había vuelto la espalda a los cautivos poco antes.
Bella sintió que el carro empezaba a moverse. Las grandes ruedas crujieron y los cascos de los caballos repicaron en las piedras. A su alrededor, los frenéticos esclavos daban tumbos unos contra otros.
Miró ante ella y casi de inmediato vio los serenos ojos azules del príncipe Tristán, que iba hacia ella.
Bella también avanzaba hacia él, abriéndose paso entre los esclavos que se encogían y se retorcían para evitar la vigorosa paliza de los guardianes que cabalgaban junto a ellos. Bella sintió el corte profundo de una correa que la alcanzó en la pantorrilla, pero el príncipe Tristán ya había conseguido atraerla hacia sí.
La princesa apretó fuertemente sus senos contra aquel cálido pecho y apoyó la mejilla en su hombro. El grueso y rígido órgano de Tristán se movía entre sus muslos húmedos y le frotaba el sexo con brusquedad. Bella, luchando por no caerse, se montó sobre el miembro erecto y sintió cómo se introducía suavemente en ella. Pensó en el pueblo, en la subasta que pronto iba a empezar, y en todos los terrores que la esperaban. Pero cuando pensó en su querido y frustrado príncipe y en la pobre y afligida lady Juliana volvió a sonreír.
El príncipe Tristán irrumpió en su mente. Parecía que se esforzaba con todo su cuerpo por penetrarla y estrecharla hacia él.
Incluso entre los gritos de los otros, y a pesar de la mordaza, oyó su susurro:
—Bella, ¿estáis asustada?
—¡No! —sacudió la cabeza. Bella apretó su boca torturada contra la de él y, mientras la levantaba con sus embestidas, sintió el corazón de Tristán que palpitaba violentamente pegado al suyo.

esquimala
01-09-2011, 11:02:18
Bueno... Este es el final de la historia, lo que sigue está en un segundo libro llamado "El castigo de la bella durmiente".
Es igual de largo, del mismo corte, pero con escenas totalmente diferentes.
Si lo desean lo puedo poner como este, por capítulos...
Espero mensajes donde confirmen si lo quieren o no...

CANTI*
10-09-2011, 16:34:29
insisto muy buen libro!!!!!
aunque todavia me falta la ultima hoja!!!!
me colgue con la lectura!!!!
y espero sigas subiendo mas de estos relatos!!!!
no te pierdas y sigue aportando!!!

CANTI*
12-09-2011, 00:22:00
Buen relato.... Este quedo en punta...cai que no lo acabo....
Espero los proximo s relatos!!!!
Y hubiese sido bueno leer lo que paso en el pueblo....

esquimala
12-09-2011, 09:45:43
OK Canti....
Sólo para ti... hoy empiezo a publicar "El castigo de Bella"...
Que lo disfrutes

esquimala
12-09-2011, 09:50:28
Es la segunda parte de "Las aventuras de bella". (http://www.denunciando.com/relatos-eroticos-204/503717-las-aventuras-de-bella.html)

RESUMEN DE LO ACONTECIDO
Tras cien años de sueño profundo, la Bella Durmiente abrió los ojos al recibir el beso
del príncipe. Se despertó completamente desnuda y sometida en cuerpo y alma a la
voluntad de su libertador, el príncipe, quien la reclamó de inme diato como esclava y la
llevó a su reino.
De este modo, con el consentimiento de sus agradecidos padres y ofuscada por el deseo
que le inspiraba el joven heredero, Bella fue llevada a la corte de la reina Eleanor, la
madre del príncipe, para prestar vasallaje como una más entre los cientos de princesas y
príncipes desnudos que servían de juguetes en la corte hasta el momento en que eran
premiados con el regreso a sus reinos de origen.
Deslumbrada por los rigores de las salas de adiestramiento y de castigos, la severa
prueba del sendero para caballos y también gracias a su creciente voluntad de
complacer, Bella se convirtió en la favorita del príncipe y, ocasionalmente, también
servía a su ama, lady Juliana.
No obstante, no podía cerrar los ojos al deseo secreto y prohibido que le suscitaba el
exquisito esclavo de la reina, el príncipe Alexi, y más tarde el esclavo desobediente, el
príncipe Tristán.
Tras vislumbrar por un instante al príncipe
Tristán entre los proscritos del castillo, Bella, en un momento de sublevación
aparentemente inex plicable, se condenó al mismo castigo destinado para Tristán: la
expulsión de la voluptuosa corte y la humillación de los arduos trabajos en el pueblo
cercano.
En el momento de retomar nuestra historia, acaban de subir a Bella en el mismo
carretón don de van a trasladar al príncipe Tristán y a los otros esclavos condenados por
el largo camino hasta la tarima de subastas del mercado del pueblo.
LOS PENADOS
El lucero del alba se desvanecía en el cielo violeta cuando la gran carreta de madera,
abarrota da de esclavos desnudos, cruzaba lentamente el puente levadizo del castillo.
Los blancos caballos de tiro avanzaron pesadamente hasta tomar la ser penteante
calzada que conducía al pueblo, mien tras los soldados mantenían sus monturas muy
cerca de las altas ruedas de madera, para así alcanzar más fácilmente con sus correas las
piernas y nalgas desnudas de los sollozantes príncipes y princesas.
El grupo de cautivos se apiñaba frenéticamen te sobre las ásperas maderas de la carreta,
con las manos atadas detrás de la nuca, las bocas amordazadas y estiradas por las
pequeñas embocaduras de cuero y las enrojecidas nalgas y generosos pechos
temblorosos por el movimiento.
Algunos de ellos, movidos por la desespera ción, dirigían sus miradas hacia las altas
torres del castillo ensombrecido. Pero al parecer no había nadie despierto que pudiera
oír su llanto. En el interior de los muros permanecía un millar de escla vos obedientes
que dormían sobre los cómodos lechos de la sala de esclavos o en las suntuosas alcobas
de sus amos y señoras, indiferentes a la suerte de sus díscolos compañeros que en aquel
mismo instante se alejaban en la carreta bambo leante, de altas barandas, en dirección a
la subasta del pueblo.
El jefe de la patrulla sonrió para sus adentros cuando vio que la princesa Bella, la
esclava más querida del príncipe de la Corona, se arrimaba a la alta y musculosa figura
del príncipe Tristán. Bella había sido la última incorporación a la carreta, y qué
preciosidad, se dijo él al observar aquel largo y liso cabello dorado y suelto sobre la
espalda, y la boquita que se esforzaba por besar a Tristán pese a la embocadura de cuero
que la amordazaba. Se preguntaba cómo podría consolarla el desobe diente Tristán, que
tenía las manos atadas a la nuca tan firmemente como todos los demás esclavos
penados.
El jefe no sabía si impedir este contacto ilícito. Bastaría simplemente con apartar a Bella
del grupo, doblarla con las piernas separadas sobre la va lla de la carreta y azotar su
mórbido y desobe diente sexo con el cinto. Quizá debiera hacer bajar a Tristán y Bella
de la carreta y azotarlos con el lá tigo mientras andaban detrás del carro. Sería una
buena lección para castigar aquella insolencia. Pero lo cierto era que el jefe sentía cierta
compasión por los esclavos condenados, incluso por los traviesos Bella y Tristán, pese a
lo consentidos que eran. Además, al mediodía todos habrían sido vendidos en la subasta
del mercado. Tendrían tiempo de sobra para aprender a someterse duran te los largos
meses de verano en los que prestarían vasallaje en el pueblo.
El jefe de patrulla, que cabalgaba en ese mo mento a la altura del carretón, alcanzó con
su cinto a otra apetecible princesita castigando los rosados labios púbicos que asomaban
entre el nido de satinados rizos negros. A continuación empleó la correa lanzándola con
toda su fuerza contra un príncipe de largas extremidades que, galantemen te, intentó
cubrirla.
Nobleza incluso en la adversidad, se rió el jefe de la patrulla para sus adentros y, con la
correa, le dio al príncipe esclavo justo lo que se merecía, dis frutando aún más al
descubrir el miembro endu recido del príncipe que se contorsionaba de dolor.
Tuvo que admitir que se trataba de un grupo bien adiestrado. Las encantadoras princesas
mos traban sus pezones erectos y rostros sonrojados, y los príncipes se esforzaban por
cubrir sus penes tumefactos. Por mucha lástima que le inspiraran, no pudo evitar pensar
en cuánto iban a disfrutar los del pueblo.
Durante todo el año, los lugareños ahorraban cuanto podían para el día en que, por unas
cuantas monedas, podían adquirir un esclavo altivo, un príncipe elegido para servir,
adiestrado y preparado para la corte, que entonces durante todo el verano debía
obedecer a cualquier humilde sirvienta
o mozo de cuadra que pujara lo suficiente en la su basta pública. y esta vez formaban un
grupo realmente ten tador. Sus cuerpos bien formados aún exudaban fragancias de
exquisitos perfumes, el vello púbico aún peinado e impregnado de aceites, como si fue
ran a ser presentados a la propia reina en vez de ante un millar de aldeanos impacientes
que los de vorarían con sus miradas lascivas. En el mercado les esperaban remendones,
posaderos y comer ciantes que a cambio de su dinero estaban decidi dos a exigir
trabajos forzados además de atractivo físico y la humildad más abyecta.
El carromato sacudía su carga de esclavos sollozantes, que se desplomaban unos sobre
otros.

esquimala
12-09-2011, 09:54:35
El distante castillo ya no era más que una gran sombra gris recortada contra el cielo
cada vez más claro, y los vastos jardines de placer quedaban ocultos tras las altas
murallas.
El jefe de patrulla acercó un poco más su caballo a la espesura de pantorrillas bien
formadas y pies de alto empeine que contenía el carro y son rió al comprobar que media
docena de desdicha dos estaban estrujados contra la barandilla delan tera, sin
posibilidad de escapar a los embates de los soldados, a causa de la presión que ejercían
sus compañeros. No podían hacer otra cosa que re torcerse bajo la mordedura de las
correas. Sus ca deras, traseros y vientres quedaban expuestos una y otra vez a la
agresión de las correas mientras intentaban ocultar sus rostros surcados de lágrimas.
Era una imagen sensual, que quizá resultaba aún más interesante por el hecho de que los
escla vos ignoraban por completo lo que les aguardaba a su llegada. Por mucho que les
previnieran en la corte sobre el pueblo, los esclavos nunca estaban preparados para la
conmoción que les esperaba. Si de verdad lo hubieran sabido, jamás se habrían
arriesgado a contrariar a la reina.
El jefe de patrulla no podía evitar anticiparse al final del verano e imaginar a estos
mismos jóve nes ahora quejosos y forcejeantes, en el momento de ser devueltos, tras
concienzudos castigos, con las cabezas inclinadas y las bocas selladas, en la más
completa sumisión. ¡Qué privilegio sería azo tarlos uno por uno para que posaran sus
labios sobre la pantufla de la reina!
Pues que protesten mientras puedan, se dijo el jefe reflexivamente. Dejemos que se
retuerzan y que gimoteen, pensó mientras el sol se alzaba sobre las verdes colinas
ondulantes y la carreta avanzaba cada vez más rápida y estruendosa por la ca rretera del
pueblo. Permitamos que la preciosa Bella y el majestuoso joven Tristán fundan sus
cuerpos en el mismo centro del tumulto, pues no tardarán en descubrir lo que se han
buscado.
Esta vez puede que hasta decidiera quedarse a la venta, pensó, o como mínimo
permanecería el tiempo suficiente para ver cómo separaban a Bella de Tristán y los
subían a la tarima como se mere cían, para ser subastados uno y otro sus nuevos
propietarios.
BELLA Y TRISTÁN
Pero, Bella, ¿por qué lo hicisteis? susurró el príncipe Tristán. ¿Por qué desobedecisteis
deliberadamente? ¿Acaso queríais que os enviaran al pueblo?
Alrededor de ellos, en el oscilante carro, los príncipes y princesas cautivos lloraban a
gritos y gemían desesperados.
Pero Tristán había conseguido soltarse la cruel embocadura de cuero que lo amordazaba
y la dejó caer al suelo. Bella hizo lo mismo al instante. Se li beró del mezquino
mecanismo con ayuda de la lengua y lo escupió con un delicioso y claro gesto de
desafío.
Al fin y al cabo, eran esclavos condenados, ¿o no? Así pues, ¿qué más daba? Sus padres
les ha bían entregado para prestar vasallaje a la reina y les habían ordenado que
obedecieran siempre durante los años de servicio. Pero ellos habían fracasado, y ahora
estaban condenados a trabajos forzados y a ser utilizados cruelmente por el pueblo
llano.
¿Por qué, Bella? insistió Tristán, aunque nada más pronunciar estas palabras cubrió la
boca abierta de la joven con la suya de tal manera que la princesa no tuvo más remedio
que recibir, de pun tillas, su beso al mismo tiempo que el miembro erecto del príncipe
penetraba en la húmeda y ávida vagina de ella. ¡Ojalá no tuvieran las manos atadas!
¡Ojalá pudieran abrazarse!
De repente, los pies de Bella dejaron de tocar el suelo de la carreta y su cuerpo cayó
contra el pecho de Tristán. La princesa se quedó apoyada sobre él, con aquella violenta
palpitación en su interior que borraba los gritos y los azotes de las correas, mientras
sentía cómo hasta su propio alien to era succionado y obligado a abandonar su bello
cuerpo.
Bella creyó flotar durante toda una eternidad, alejada del mundo real, del inmenso y
rechinante carro de madera de altas ruedas, los guardias inso lentes, el cielo que
palidecía formando un elevado arco sobre las onduladas y oscuras colinas, y la sombría
perspectiva del pueblo que se extendía a lo lejos, bajo una bruma azulada. El sol
naciente, el ruido de los cascos de los caballos y los blandos miembros de los demás
esclavos forcejeantes que se aplastaban contra las nalgas irritadas de Bella dejaron de
existir. Para ella sólo existía este órga no que la hendía, la levantaba y luego la llevaba
sin piedad hasta una explosión de placer, silenciosa y ensordecedora a la vez. Su espalda
se arqueaba con las piernas estiradas, y los pezones palpitaban contra la cálida carne del
príncipe mientras la len gua de Tristán le llenaba la boca.
En la confusión del éxtasis, Bella percibió el irresistible ritmo final que adoptaron las
caderas de Tristán. La princesa apenas lograba contenerse pero aun así, el placer se
fragmentaba, se multiplicaba y la inundaba implacable. En algún reino, más allá del
pensamiento, sentía que no era hu mana. El placer disolvía la humanidad que había
conocido hasta entonces. Ya no era la princesa Bella, la esclava que tenía que servir en
el castillo del príncipe de la Corona. No obstante, seguía en este mismo lugar, donde
había conocido el más fulminante de los placeres.
En este éxtasis, lo único que reconocía era la húmeda pulsación de su propio sexo y el
miembro que la levantaba y la mantenía sujeta.. Los besos de Tristán eran cada vez más
tiernos, dulces y prolongados. Un esclavo lloroso apretaba su carne caliente contra la
espalda de Bella, mientras otro cálido cuerpo se aplastaba contra su costado derecho y le
rozaba el hombro con una sedosa melena.

esquimala
12-09-2011, 09:55:41
Pero ¿por qué, Bella? le susurró de nuevo Tristán, con los labios aún pegados a los de la
jo ven. Lo habéis tenido que hacer a propósito para escaparos del príncipe de la Corona.
Os admiraban demasiado, erais demasiado perfecta.
Sus ojos azul oscuro, de un tono casi violeta, parecían reflexivos, meditativos, aunque
reacios a manifestarse por completo.
Su rostro era un poco más grande que el de la mayoría de hombres, de osamenta fuerte y
perfec tamente simétrica, aunque los rasgos casi eran de licados, y tenía una voz más
baja y autoritaria que los príncipes que fueron los amos de Bella. Pero en aquella voz
sólo había calor, y eso, junto con sus largas pestañas que cobraban un reflejo dorado
bajo la luz del sol, le daban un aire de ensueño.
Hablaba a Bella como si siempre hubieran sido compañeros de esclavitud.
No sé por qué lo hice susurró Bella.
No puedo explicarlo pero, sí, debe de haber sido a propósito. Besó el pecho de Tristán y
rápidamente encontró sus pezones, que también besó, y a continuación los succionó con
intensidad, sintiendo cómo el príncipe volvía a latir con fuerza contra ella, pese a sus
leves ruegos que pedían cle mencia.
Evidentemente, los castigos de palacio habían sido sumamente obscenos, y servir de
juguete para la suntuosa corte, ser el objeto de una atención implacable, había sido
realmente excitante.
Sí, halagador y a la vez confuso: las palas de cuero exquisitamente repujado, las correas
y las marcas que provocaban, la implacable disciplina que la había dejado llorosa y
jadeante en tantas ocasiones. y los calientes baños perfumados que venían a
continuación, los masajes con aceites fragantes, las horas que pasaba medio dormida en
las que no se atrevía a considerar las tareas y pruebas que le aguardaban.
Sí, había sido embriagador y cautivador, in cluso aterrador.
Naturalmente había amado al alto y moreno príncipe de la Corona con sus misteriosos y
súbi tos arrebatos, así como a la encantadora y dulce lady Juliana con sus preciosas
trenzas rubias. Am bos habían sido unos eficaces verdugos.
Entonces, ¿por qué lo había echado todo a perder? ¿Por qué al ver a Tristán en el
cercado, entre el grupo de príncipes y princesas desobedientes condenados a ser
subastados en el pueblo, se había rebelado deliberadamente para ser castigada junto con
ellos?
Todavía recordaba la breve descripción que hizo lady Juliana de lo que les deparaba el
destino a aquellos desdichados:
Es un vasallaje horrible. La subasta empieza en cuanto llegan los esclavos, y ya os
imaginaréis que hasta los mendigos y patanes más abyectos de la ciudad están allí para
presenciarla. Cómo no, la ciudad entera festeja la jornada.
Luego, aquel extraño comentario expresado por el señor de Bella, el príncipe de la
Corona, que no podía imaginarse en aquel momento que su es clava favorita acabaría
condenándose a sí misma:
Ah, pero, pese a toda la brutalidad y crueldad había dicho, es un castigo sublime.
¿Acaso eran estas las palabras que la habían trastornado?
¿Acaso anhelaba que la expulsaran de la ilus tre corte, de los sofisticados e inteligentes
rituales que le imponían, para acabar sometida a una im placable severidad, donde las
humillaciones y azo tes se producirían con la misma fuerza y rapidez, pero con un
desbordamiento aún mayor y más salvaje?
Los límites serían, por supuesto, los mismos.
Ni tan siquiera en el pueblo estaba permitido des garrar la carne de un esclavo; en
ningún caso se podían provocar quemaduras ni lesiones graves.
No, todos los castigos contribuirían a su mejora.
Pero Bella ya sabía a estas alturas cuánto se podía lograr con la correa de cuero negro,
de inocente apariencia, y con la pala, tan engañosamente deco rada, pero de cuero al fin
y al cabo.
La diferencia era que en el pueblo no sería una princesa. Ni Tristán un príncipe.
Además, los ru dos hombres y mujeres que los obligarían a traba jar y los castigarían
sabrían que, con cada uno de aquellos golpes injustificados, estaban acatando la
voluntad de la reina.
De repente, Bella fue incapaz de pensar. Sí, lo había hecho deliberadamente, pero
¿cómo había cometido tan tremendo error?
Y vos, Tristán dijo de pronto, intentando ocultar un desgarro en la voz. ¿No fue también
intencionado lo vuestro? ¿No fue una provocación deliberada a vuestro amo?
Sí, Bella, en mi caso existe una larga historia contestó Tristán. Bella detectó la
aprensión en sus ojos, el temor que tanto le costaba admitir.
Como sabéis, yo servía a lord Stefan, pero lo que ignoráis es que un año antes, en otra
tierra y como iguales, lord Stefan y yo fuimos amantes. Los grandes ojos azules
cobraron una expresión más franca y los labios sonrieron un poco más cálidos, casi con
tristeza.
Bella sofocó un grito al oír estas palabras.
El sol dominaba el cielo pero la carreta, tras doblar una pronunciada curva, descendía
con más lentitud sobre un terreno irregular, sacudiendo a los esclavos que se caían unos
sobre otros aún con más brusquedad.
Podéis imaginaros nuestra sorpresa continuó Tristán cuando nos encontramos como
amo y esclavo en el castillo y cuando la reina, que percibió el rubor en el rostro de lord
Stefan, me entregó inmediatamente a él con instrucciones estrictas para que me
adiestrara personalmente has ta convertirme en un esclavo perfecto.

esquimala
12-09-2011, 09:56:14
¡Qué horror! comentó Bella. Habién dolo conocido antes, caminando a su lado y ha
blando con él de igual a igual. ¿Cómo pudisteis someteros a aquello?
En el caso de Bella, todos sus amos habían sido completos desconocidos y los reconoció
per fectamente como sus señores en cuanto compren dió su indefensión y
vulnerabilidad. Había conocido el color y la textura de sus espléndidas pantuflas y
botas, los tonos estridentes de sus voces, antes de saber sus nombres o incluso de verles
el rostro. Pero Tristán esbozó la misma sonrisa misteriosa de antes.
Creo que fue mucho peor para Stefan que para mí le susurró al oído. Mirad, nos había
mos conocido en un gran torneo, donde nos en frentamos, y yo lo derroté en todas las
pruebas. Cuando cazábamos juntos, yo disparaba mejor y era mejor jinete. Me admiraba
y a la vez me apreciaba, y yo le quería por ello porque conocía el alcance de su orgullo
y de su amor. Como pareja, yo era quien tomaba la iniciativa.
»Luego, nuestras obligaciones nos forzaron a regresar a nuestros respectivos reinos.
Gozamos de tres noches furtivas de amor, quizás alguna más, en las que él se entregó
tanto como un mu chacho puede entregarse a un hombre. Luego vi nieron las cartas, que
finalmente resultaron dema siado dolorosas de escribir. Después, la guerra. El silencio.
El reino de Stefan se alió con el de la reina. Posteriormente, los ejércitos de su majestad
llegaron a nuestras puertas... Y se produjo este extraño encuentro en el castillo de la
reina: yo de rodillas a la espera de ser entregado a un amo respe table, y Stefan, el joven
deudo de la reina, sentado en silencio a su derecha en la mesa de banquetes. Tristán
sonrió una vez más. No, para él fue peor. Me abochorna admitir que mi corazón brin có
al verle. He sido yo quien, por despecho, he obtenido la victoria al abandonarlo.
Sí. Bella lo entendía porque sabía que había hecho lo mismo con el príncipe de la
Corona y con lady Juliana. Pero, el pueblo, ¿no sentíais miedo? Su voz se volvió a
quebrar. ¿Estarían muy lejos del pueblo, mientras hablaban de él? .
¿O es que era la única manera? preguntó que damente.
No lo sé. Seguro que hubo más cosas aparte de esto respondió Tristán en un susurro,
pero se detuvo algo confuso. Por si os interesa confesó, estoy aterrorizado. Pero lo
cierto es que lo dijo con tal calma, con una voz tan rebosante de seguridad y serenidad,
que Bella no pudo creerlo.
La crujiente carreta había tomado otra curva y los guardias se habían adelantado a
caballo para recibir órdenes del jefe. Los esclavos aprovecharon la ocasión para
murmurar entre ellos, aunque seguían demasiado temerosos y obedientes como para
deshacerse de las pequeñas embocaduras de cuero. No obstante, aún eran capaces de
consultarse ansiosamente sobre el destino que les espera ba, mientras el carro
continuaba oscilando en en su lento avance.
Bella dijo Tristán. Nos separarán cuando lleguemos al pueblo. Nadie sabe qué nos va a
pasar. Sed buena, obedeced. En el fondo, no puede ser... De nuevo la inseguridad lo
obligó a interrupirse. No puede ser peor que en el castillo.
Bella pensó que había detectado un tenue ma tiz de perturbación en su voz aunque, al
alzar la mirada hacia él, vio un rostro casi severo, sólo los hermosos ojos se habían
ablandado un poco. Bella apreció un leve atisbo de barba dorada en su man díbula y
deseó besarla.
¿Os preocuparéis por mí cuando nos sepa ren, intentaréis encontrarme, aunque sólo sea
para hablar un poco conmigo ? preguntó Bella. Oh, sólo saber que estaréis allí... Pero,
no, no creo que vaya a ser buena. No veo por qué debo seguir intentado ser buena.
Somos malos esclavos, Tris tán. ¿Por qué íbamos a obedecer ahora?
No digáis eso. Me preocupáis.
A lo lejos se oía un débil fragor de voces, el rugido de una numerosa multitud. Por
encima de las suaves colinas, llegaba el bullicio de una feria de pueblo y de cientos de
personas que hablaban, gritaban y se arremolinaban.
Bella se apretujó un poco más contra el pecho de Tristán. Sintió una punzada de
excitación entre las piernas y la fuerza con que latía su corazón. El miembro de Tristán
volvía a endurecerse pero no estaba dentro de ella y de nuevo fue una agonía te ner las
manos ligadas, no poder tocarlo. De repen te, la pregunta de Bella carecía de
significado, no obstante la repitió, entre el estruendo cada vez mayor de aquel rugido
distante.
¿Por qué debemos obedecer si ya hemos sido castigados?
Tristán también oía los crecientes sonidos le janos. El carretón cobraba velocidad.
En el castillo nos dijeron que debíamos obe decer siempre dijo Bella. Era lo que
deseaban nuestros padres cuando nos enviaron para prestar vasallaje a la reina y al
príncipe. Pero ahora somos esclavos malos...
Si desobedecemos, lo único que lograremos será un castigo aún peor contestó Tristán,
aunque un extraño brillo en su mirada traicionaba sus palabras. Sonaban falsas, como si
repitiera algo que debía decir por el bien de ella. Debemos es perar y ver qué sucede
continuó. Recordad, Bella, al final conquistarán nuestra voluntad.
Pero ¿cómo, Tristán? preguntó. ¿Que réis decir que os condenasteis a esto y aun así
obedeceréis? De nuevo sentía la misma agitación que experimentó en el castillo, cuando
dejó al príncipe y a lady Juliana llorando tras ella. «Soy una muchacha tan mala»,
pensó. Sin embargo...
Bella, sus deseos prevalecerán. Recordad que un esclavo díscolo y desobediente les
proporciona la misma diversión. Entonces, ¿por qué re sistirnos? preguntó Tristán.
¿Por qué esforzarse en obedecer? replicó Bella.
¿Tenéis fuerzas para ser tan mala en todo momento? inquirió él. Hablaba en voz baja
pero apremiante, con su cálido aliento en el cuello de la muchacha, a quien empezó a
besar otra vez. Bella intentaba impedir que el rugido de la multi tud penetrara en su
mente; era un sonido horren do, como el de una gran bestia en el momento de salir de su
cubil. Estaba temblando.
Bella, no sé qué he hecho dijo Tristán, que lanzó una ansiosa ojeada en dirección a
aquel fragor pavoroso y amenazador: gritos, aclamacio nes, la confusión de un día de
feria. Incluso en el castillo... empezó, y entonces los ojos azules se encendieron de algo
que podía ser miedo en un arrogante príncipe que no podía mostrarlo. In cluso en el
castillo, pensaba que era más fácil co rrer cuando nos mandaban correr, arrodillarse
cuando nos la ordenaban; era una especie de triunfo hacerlo a la perfección.
Entonces, ¿por qué estamos aquí, Tristán? preguntó Bella, que se puso de puntillas para
poder besarle los labios. ¿Por qué somos ambos unos esclavos tan malos?
Sin embargo, aunque intentaba parecer rebel de y valiente, se apretó contra Tristán llena
de de sesperación.

GABRIEL
12-09-2011, 11:35:32
se combina con el anterior.¡¡

gracias por aportar ¡¡

esquimala
14-09-2011, 09:00:04
LA SUBASTA EN EL MERCADO
La carreta se había detenido y Bella alcanzó a ver, entre la maraña de brazos blancos y
cabellos
desgreñados, las murallas del pueblo que se exten día más abajo, por cuyas puertas
abiertas salía una multitud variopinta que se lanzaba corriendo a los prados.
Rápidamente, los soldados obligaron a bajar del carretón a los esclavos, a quienes
apremiaban a agruparse sobre la hierba a golpe de correa. Bella quedó inmediatamente
separada de Tris tán, a quien apartaron bruscamente sin ningún otro motivo aparente
que el capricho de uno de los guardias.
A los demás cautivos les estaban retirando las embocaduras de cuero.
¡Silencio! resonó el vozarrón del jefe de patrulla. ¡En el pueblo, los esclavos no hablan!
¡El que abra la boca volverá a ser amordazado con mucha más crueldad que antes!
Rodeó con su caballo el pequeño grupo de pe nados, obligándolos a apretarse más, y
ordenó que se les desataran las manos; ¡Y pobre del escla vo que retirara las manos de
la nuca!
¡En el pueblo, vuestras voces descaradas no hacen ninguna falta! continuó. ¡Ahora sois
bestias de carga, tanto si esa carga es el trabajo como el placer de los amos!
¡Mantendréis en todo momento las manos en la nuca, de lo contrario, os enyugarán y os
llevarán por los campos para que tiréis del arado!
Bella temblaba frenéticamente. La obligaron a ponerse en marcha, pero no encontraba a
Tristán por ningún lado. A su alrededor no veía más que largas cabelleras movidas por
el viento, cabezas inclinadas y lágrimas. Al parecer, una vez desamordazados, los
esclavos lloraban más suavemente y se esforzaban por guardar silencio; pero los
guardias seguían impartiendo las órdenes a gritos.
¡Moveos! ¡Levantad las cabezas! ordenaban con voz ronca e impaciente. Al oír aquellas
voces enfurecidas Bella sentía los escalofríos que ascendían por sus brazos y piernas.
Tristán estaba en algún lugar tras ella. Si al menos pudiera acer carse un poco...
Se preguntaba por qué les habían dejado allí, tan lejos del pueblo, y por qué el carretón
daba media vuelta.
De repente lo comprendió. Iban a hacerlos marchar a pie, como cuando se lleva un
rebaño de ovejas al mercado. Casi con la misma rapidez con que lo pensaba, los
guardias montados a caballo arremetieron contra el pequeño grupo y los obli garon a
emprender la marcha con una lluvia de golpes.
«Esto es demasiado cruel», pensó Bella. Se puso a correr sin dejar de temblar. Como
siempre, el golpe sonoro de la pala la alcanzaba cuando me nos lo esperaba y la
impulsaba por los aires hacia delante, sobre la tierra blanda recién revuelta.
¡Al trote, levantad la cabeza! gritó el guardia. ¡Arriba también esas rodillas!
Bella veía los cascos de las monturas que pisa ban con fuerza a su lado, como antes los
había vis to en el castillo, en el sendero para caballos. Sintió la misma agitación
incontrolable cuando la pala le golpeó sonoramente los muslos e incluso las pan
torrillas. Los pechos le dolían y un continuo tormento de lava ardiente recorría las
irritadas pier nas desnudas.
Aunque no podía ver a la muchedumbre con claridad, sabía que estaba allí. Cientos de
lugareños, tal vez incluso miles, salían a raudales por las puertas del pueblo para ver a
sus esclavos. «y nos van a llevar justo hacia ellos; es terrible», pensó.
De repente, la determinación que en el carro la animaba a desobedecer, a rebelarse, la
abandonó. Simplemente estaba demasiado asustada. Corría cuanto podía por el camino
en dirección al pue blo, pero la pala seguía alcanzándola por mucho que ella se
apresurara. Corría tanto que finalmen te se dio cuenta de que se había abierto paso hasta
la primera fila de esclavos y que estaba galopando con ellos, sin nadie delante que la
ocultara de la enorme multitud.
Los estandartes ondeaban en las almenas de las murallas. A medida que los esclavos se
aproxi maban, se oían ovaciones, se veían brazos agitán dose y, en medio de la
excitación, se percibían también carcajadas burlonas. El corazón de Bella palpitaba con
fuerza mientras intentaba no mirar al frente, aunque era imposible apartar la vista.
«Ninguna protección, ningún sitio donde esconderse pensó. ¿y dónde está Tristán? ¿Por
qué no consigo retrasarme en el grupo? » Cuando lo intentó la pala la golpeó
sonoramente, una vez más, y el guardia le gritó que continuara adelante.
Los golpes no cesaban de castigar a los esclavos que la rodeaban y una princesa
pelirroja que corría a su derecha rompió a llorar desconsoladamente.
Oh, ¿qué nos va a suceder? ¿Por qué desobedecimos? gemía la princesita entre sollozos.
El príncipe moreno que corría al otro lado de Be lla le dirigió una mirada de
advertencia:
¡Silencio, o será peor!

esquimala
14-09-2011, 09:00:37
Bella no pudo evitar recordar su larga marcha hasta el reino del príncipe y cómo éste la
había conducido a través de pueblos en los que la habían reverenciado y admirado como
esclava escogida.
Esto era completamente distinto.
La multitud se había dividido y se repartía a ambos lados del camino a medida que los
esclavos se acercaban a las puertas del pueblo. Bella avistó brevemente a las mujeres
con sus blancos mandiles de fiesta y calzado de madera, y a los hombres con sus botas
de cuero sin curtir y los coletos de piel. Por todas partes aparecían rostros lozanos
animados por un evidente regocijo, lo que obligó a Bella a jadear y dirigir su mirada
hacia la tierra del camino que tenía enfrente.
Estaban cruzando la entrada. Sonó una trom peta y aparecieron por doquier manos que
que rían tocarlos, empujarlos, tirarlos del pelo. Bella sintió unos dedos que le
manoseaban el rostro con brusquedad y palmotadas en los muslos. Soltó un grito
desesperado y se esforzó por escapar de las manos que la empujaban con violencia
mientras a su alrededor se oían sonoras y profundas risas de escarnio, gritos,
exclamaciones y, de vez en cuando, algún chillido.
El rostro de Bella estaba surcado de lágrimas, aunque ni se había dado cuenta, y sus
pechos palpitaban con la misma pulsación violenta que sen tía en las sienes. Vio a su
alrededor las casas altas y estrechas del pueblo, con muros de entramado, que se abrían
ampliamente alrededor del gran mer cado.
En la plaza sobresalía una elevada tarima de madera con un patíbulo, y cientos de
personas se agolpaban en las ventanas y balcones desde donde agitaban pañuelos
blancos y aclamaban mientras una enorme muchedumbre obstruía las estrechas
callejuelas de acceso a la plaza en un intento vano por acercarse a los desgraciados
esclavos.
Los cautivos eran obligados a meterse en un redil situado tras la tarima. Bella vio un
tramo de escalones destartalados que conducían al entablado superior y una larga
cadena de cuero que colgaba por encima del patíbulo. A un lado se hallaba un hombre
con los brazos cruzados, esperando, mientras otro volvía a hacer sonar la trompeta
cuando la puerta del redil quedó cerrada. La mul titud rodeaba a los esclavos, pero no
había más que una delgada franja vallada para protegerlos.
Las manos volvían a tenderse para tocarlos, y los príncipes y princesas se apelotonaban.
Bella notó que le pellizcaban las nalgas y le levantaban el pelo fuertemente.
Empujó con fuerza hacia el centro buscando desesperadamente a Tristán, y lo atisbó un
instan te en el momento en que tiraban con rudeza de él para acercarlo al pie de las
escaleras.
«¡No, deben venderme con él!» se dijo Be lla. Decidió empujar con violencia hacia
delante, pero uno de los guardias la hizo volver con el pe queño grupo mientras la
muchedumbre gritaba, rugía y se reía.
La princesa pelirroja que había llorado en el camino parecía inconsolable en estos
momentos, y Bella se apretujó contra ella intentando animarla y al mismo tiempo
esconderse. La pelirroja tenía unos preciosos pechos altos con pezones rosados muy
grandes y una melena que se derramaba for mando bucles sobre el rostro surcado de
lágrimas.
La multitud vitoreó y gritó otra vez cuando el he raldo concluyó.
No tengáis miedo le susurró Bella. Re cordad que a fin de cuentas será muy parecido al
castillo. Nos castigarán, nos harán obedecer.
¡No, no va a ser así! respondió la princesa con un cuchicheo, intentando que no se
notara el movimiento de sus labios al hablar. Yo que pen saba que era tan rebelde, que
era tan traviesa.
El pregonero hizo sonar con fuerza la tercera llamada de trompeta, una aguda serie de
notas que reverberaron en la plaza, y en el silencio inme
diato que se hizo en el mercado resonó una voz:
¡La subasta de primavera va a comenzar!
Se oyó un estruendo general, un coro poco menos que ensordecedor, tan intenso que
conmo cionó a Bella dejándola casi sin aliento. La visión de sus pechos temblorosos la
sobresaltó y, al echar una rápida ojeada a su alrededor, descubrió tientos de ojos que
devoraban, examinaban y evalua ban sus atributos desnudos, y un centenar de labios
susurrantes y sonrientes.

esquimala
14-09-2011, 09:01:26
Entretanto, los guardias atormentaban a los príncipes fustigándoles levemente los penes
con los cintos de cuero. Luego, con las manos, les sos tenían y les dejaban caer
pesadamente los testícu los oscilantes al tiempo que les ordenaban que se mantuvieran
firmes y les castigaban con varios golpes de pala en las nalgas si no obedecían. Tristán
se encontraba de espaldas a Bella, que veía cómo temblaban los duros y perfectos
músculos de las piernas y nalgas del príncipe mientras el guardia lo importunaba,
pasándole la mano con brusquedad entre las piernas. En ese instante, Bella lamentó
terriblemente haber hecho el amor furtivamente con él. Si no conseguía una erección,
como le ordenaba el guardia, ella sería la culpable.
Volvió a oírse la retumbante voz:
Todos los presentes conocéis las normas de la subasta. Los esclavos desobedientes que
nuestra graciosa majestad ofrece para realizar trabajos forzados serán vendidos al mejor
postor por un período que sus nuevos señores y amos decidirán, y que nunca será
inferior a tres meses de vasallaje.
Estos esclavos desobedientes deberán comportar
se como criados silenciosos y, cada vez que lo per mitan sus señores y señoras, serán
traídos al lugar de castigo público para sufrir aquí su escarmiento, para disfrute de la
multitud así como para su pro pla mejora.
El guardia se había apartado de Tristán. Antes le había propinado un golpe de pala casi
juguetón tras sonreír susurrándole algo al oído.
A los nuevos amos se os encomienda so lemnemente que hagáis trabajar a estos
esclavos continuó la voz del heraldo sobre la tarima, que los disciplinéis y que no
toleréis ninguna desobediencia ni palabra insolente. Todo amo o se ñora puede vender a
su esclavo dentro del pueblo en cualquier momento y por la suma que conside re
conveniente.
La princesa de rojos cabellos apretaba los pechos desnudos contra Bella, que se adelantó
para besarle el cuello. Al hacerlo sintió el tupido vello rizado del pubis de la muchacha
contra la pierna, y la humedad y el calor que desprendía.
No lloréis le susurró.
Cuando regresemos, seré perfecta, seré per fecta le confió la princesa, que estalló de
nuevo en sollozos.
Pero ¿qué os hizo desobedecer? le susurró Bella rápidamente al oído.
No sé gimió la muchacha, abriendo completamente sus azules ojos. ¡Quería ver qué
pasaba! De nuevo empezó a llorar lastimosa mente.
Cada vez que castiguéis a uno de estos esclavos indignos continuaba el heraldo, estaréis
cumpliendo el mandato de su majestad real.
Es la mano de su majestad la que los golpea y son los labios reales los que les
reprenden. Una vez por semana, los esclavos serán enviados al edificio central de
cuidados. Habrá que alimentarlos adecuadamente, y deberán disponer de tiempo sufi
ciente para dormir. En todo momento, los es clavos deberán mostrar evidencias de
severos azotes; y toda insolencia o rebeldía será tajante mente reprimida.
El pregonero volvió a hacer sonar la trompeta. Había pañuelos blancos agitándose por
doquier y cientos de personas que aplaudían con entusiasmo. La princesa pelirroja soltó
un gritó al sentir que un joven que se había doblado sobre la valla del redil tiraba de su
muslo.
El guardia lo detuvo con una reprimenda be nevolente, pero el muchacho ya había
conseguido deslizar la mano en el húmedo sexo de la princesa.
En esos instantes obligaban a Tristán a subir al entarimado. Como antes, el príncipe
cautivo mantenía la cabeza erguida, las manos enlazadas en la nuca y una actitud de
total dignidad a pesar de que la pala golpeaba sonoramente sobre su tor neado y
apretado trasero mientras él ascendía por los escalones de madera.
Bella advirtió por primera vez, bajo el alto patíbulo y los eslabones de cuero de la
cadena colgante, una plataforma giratoria baja y redonda so bre la que un hombre alto y
demacrado con un coleto de terciopelo verde obligaba a subirse a Tristán.
El hombre separó las piernas del príncipe de una patada, como si no pudiera dirigirle ni
la or den más simple.
«Le tratan como a un animal», pensó Bella, que se esforzaba por ver lo que sucedía.
El alto subastador se incorporó y accionó la plataforma giratoria con un pedal, para que
Tris tán girara con facilidad y rapidez.
Bella alcanzó a vislumbrar el rostro enrojeci do del príncipe, su pelo dorado y los ojos
azules casi cerrados. El pecho y el vientre endurecidos relucían por el sudor, el pene
aparecía enorme y grueso, tal y como querían los guardias, y las pier nas le temblaban
ligeramente por la presión que las obligaba a mantenerse tan separadas.
El deseo se apoderó de Bella que, pese al mie do y a la lástima que le inspiraba Tristán
en aquel momento, percibía que sus propios órganos se hinchaban y volvían a latir. «No
pueden dejarme ahí sola ante todo el mundo. ¡No pueden vender me de este modo! ¡No
puede ser!», se decía.
Pero, cuántas veces había dicho estas mismas palabras en el castillo.
Unas sonoras carcajadas provenientes de un balcón próximo la cogieron desprevenida.
Por to das partes se alzaban conversaciones y discusiones aviva voz mientras la
plataforma giraba sin cesar y los rizos rubios de Tristán mantenían des pejada la nuca a
causa del movimiento, lo que le hacía parecer más desnudo y vulnerable.
Un príncipe de fuerza excepcional gritó el subastador con voz aún más fuerte y grave
que la del heraldo, lo que le permitía hacerse oír entre el estruendo de las
conversaciones, de largas extremidades pero de constitución robusta. Muy adecuado,
desde luego, para los trabajos de la casa, indiscutiblemente para el trabajo en el campo
y, sin duda, para el de las cuadras.
Bella dio un respingo.

esquimala
14-09-2011, 09:01:56
El subastador sostenía en la mano una larga, estrecha y flexible pala de cuero, que más
parecía una correa rígida. Golpeó con ella la verga de Tristán, otra vez de cara al redil
de esclavos, mientras anunciaba a todo el mundo:
Con un miembro fuerte, bien dispuesto, de gran resistencia, capaz de ofrecer servicios
inme jorables. El estallido de risas resonó por toda la plaza.
El subastador extendió el brazo, aferró a Tristán por el pelo y lo dobló bruscamente por
la cin tura, mientras accionaba de nuevo el pedal para que la plataforma girara mientras
Tristán conti nuaba inclinado.
Excelentes nalgas retumbó la profunda voz; luego se oyó el inevitable chasquido de la
pala que dejaba erupciones rojas sobre la piel de Tristán. ¡Elásticas y suaves! gritó el
subastador, quien ahora presionaba la carne con los dedos. Luego acercó la mano al
rostro de Tristán y lo levantó. ¡Y es recatado, de temperamento tranquilo, deseoso de
obedecer! ¡Más le vale! De nuevo, resonó un estallido y se oyeron risas por todas partes.
«¿Qué estará pensando? se dijo Bella. ¡Me resulta insoportable!»
El subastador había cogido otra vez a Tristán por la cabeza y Bella vio que el hombre
esgrimía un falo de cuero negro que colgaba de una cadena atada al cinturón de su
coleto de terciopelo verde.
Antes de que Bella alcanzara a comprender qué pretendía hacer, el subastador ya había
introducido el falo en el ano de Tristán, lo que suscitó nuevos vítores y gritos que
surgieron de la multitud que llenaba todos los rincones del mercado, mien tras el
príncipe seguía doblado por la cintura, con el rostro imperturbable.
¿Hace falta que diga más? gritó el subastador. Pues entonces... ¡que empiece la subasta!
Las pujas comenzaron de inmediato, supera das nada más escucharse por cantidades que
se gritaban desde todas las esquinas, como la de una mujer que estaba en un balcón
próximo, proba blemente la esposa de un tendero, con su soberbio corpiño de terciopelo
y su blusa de lino blanco, quien se levantó para pujar por encima de las ca bezas de los
otros.
«Encima, todos son sumamente ricos pensó Bella. Son tejedores, tintoreros y plateros de
la propia reina, así que cualquiera tiene dinero para comprarnos.» Incluso una mujer de
aspecto vul gar, con las manazas enrojecidas y el delantal manchado, pujó desde la
puerta de la carnicería, aunque enseguida quedó fuera de juego.
La pequeña plataforma giratoria continuaba dando vueltas lentamente. A medida que las
canti dades eran más elevadas, el subastador intentaba persuadir a la multitud para hacer
la puja final.
Con una vara delgada forrada de cuero, que de senfundó de una vaina como si se tratara
de una espada, presionó la carne de las nalgas de Tristán, aquí y allá, y le frotó el ano,
mientras el príncipe cautivo permanecía callado, con aspecto humilde, demostrando su
padecimiento únicamente por el rubor ardoroso del rostro.
Pero, de súbito, alguien alzó la voz desde el fondo de la plaza y superó todas las pujas
con un amplio margen, provocando un murmullo entre la muchedumbre. Bella
permanecía de puntillas, in tentando ver qué sucedía. Un hombre se había adelantado
para situarse ante la tarima y la prince sa lo vislumbró a través del andamiaje que soste
nía la plataforma. Era un hombre de pelo blanco, aunque no tan viejo como para lucir un
pelo tan cano, que se distribuía sobre su cabeza con un encanto inusual y que enmarcaba
un rostro cuadrado y bastante pacífico.
De modo que el cronista de la reina está in teresado en esta joven montura tan robusta
gri tó el subastador. ¿No hay nadie que ofrezca más? ¿Alguien da más por este
magnífico prínci pe? Vamos, seguro que... Otra puja. Pero al instante, el cronista la
superó, con una voz tan suave que incluso Bella se asombró de haberla oído. En esta
ocasión, la apuesta era tan alta que cerraba las puertas a cualquier oposición. ¡Vendido!
declaró finalmente el subasta dor a viva voz. ¡A Nicolás, el cronista de la reina e
historiador jefe del pueblo de su majestad, por la cuantiosa suma de veinticinco piezas
de oro! Bella contempló entre lágrimas cómo se lleva ban a Tristán de la tarima y lo
empujaban precipi tadamente escaleras abajo en dirección al hombre cano. Su nuevo
amo esperaba sereno, con los bra zos cruzados, ataviado con un coleto gris oscuro de
exquisito corte que le confería un aire principesco, mientras inspeccionaba en silencio
su reciente adquisición. Con un chasqueo de dedos, ordenó a Tristán que lo precediera
al trote para salir de la plaza.
La muchedumbre se apartó de mala gana para dejar marchar al príncipe, no sin antes
empujarlo y burlarse de él. Bella intentaba a duras penas ver la escena cuando se dio
cuenta de que la estaban separando del grupo de esclavos quejumbrosos; gritó y vio
cómo se la llevaban a rastras en direc ción a los escalones de madera.

esquimala
15-09-2011, 09:26:08
LA SUBASTA DE BELLA
«¡No, no puede ser verdad!», se dijo Bella, que sentía que las piernas no respondían
mientras la pala la golpeaba. Las lágrimas la cegaban cuando la llevaron casi en
volandas hasta la tarima y la colocaron sobre la plataforma giratoria. Poco importaba
que no hubiera caminado obediente mente.
¡Allí estaba! La multitud se extendía ante ella en todas direcciones, rostros contraídos y
manos que se agitaban, muchachas y muchachos de poca estatura que saltaban para
poder atisbar el espec táculo, mientras los que estaban en los balcones estiraban el
cuello para no perderse ningún detalle.
Bella temió sufrir un desmayo, pero inconce biblemente continuaba en pie. Cuando la
bota de blando cuero sin curtir del subastador le separó las piernas de una patada, la
princesa se esforzó por mantener el equilibrio mientras sus pechos tremulaban con los
sollozos contenidos. ¡Una princesita preciosa! gritó el subastador. Cuando la plataforma
empezó a girar súbi tamente, Bella estuvo a punto de perder pie. Ante ella vio a cientos
de personas que se apiñaban hasta llegar a las puertas del pueblo, en los balcones y
ventanas, y a los soldados repantigados sobre las almenas. ¡Con un cabello como hilo de
oro y tiernos pechos!
El brazo del subastador se movió alrededor del cuerpo de la princesa, le apretó con
fuerza los senos y le pellizcó los pezones. Bella soltó un grito contenido por sus labios
sellados, pero no pudo evitar sentir el ardor que de inmediato le invadió la entrepierna. y
si la cogía del pelo como había hecho con Tristán...
Todavía estaba pensando esto cuando se sintió forzada a doblarse por la cintura y
adoptar la mis ma postura que su compañero de esclavitud. Sus pechos parecieron
hincharse con su propio peso al quedar colgando bajo su torso, y la pala le volvió a
golpear las nalgas para deleite de la multitud, que no cesaba de expresar su regocijo. Se
oyeron aplausos, risas y gritos mientras el subastador le levantaba el rostro con el falo
de cuero negro, aunque mantenía a Bella inclinada sin dejar de ha cer girar la plataforma
cada vez más deprisa.
Preciosos atributos, idóneos sin duda para las labores caseras más delicadas. ¿Quién
malgas taría este delicioso bocado en los campos?
¡Que la lleven a los campos! gritó al guien, y se oyeron más vítores y risas. Cuando la
pala la azotó de nuevo, Bella soltó un gemido hu millante.
El subastador atenazó la boca de Bella con la mano y la obligó a levantar la barbilla, lo
que la hizo incorporarse con la espalda arqueada. «Voy a desmayarme, voy a
desfallecer», se decía la prin cesa, cuyo corazón latía con fuerza; pero seguía allí,
soportando la situación incluso cuando sintió entre los labios púbicos el repentino
hormigueo de la vara forrada de cuero. «Oh, eso no, no pue de...» pensó, pero su
húmedo sexo se hinchaba, hambriento del burdo contacto de la vara. Se re torció en un
intento de escapar a aquel tormento y la multitud rugió de entusiasmo.
Bella se dio cuenta de que estaba torciendo los labios de un modo terriblemente vulgar
para esca par al penetrante y punzante examen.
Nuevos aplausos y gritos aclamaron cuando el subastador empujó la vara hacia las
profundida des del caliente y húmedo vientre de la princesa sin dejar de gritar:
¡Una muchachita exquisita, elegante, ade cuada como doncella para la dama más
refinada o para diversión de cualquier caballero! Bella sabía que estaba como la grana.
En el castillo nunca había sufrido tal vejación. Sintió que sus piernas perdían el contacto
con el suelo mientras las manos firmes del subastador la levantaban por las muñecas
hasta dejarla colgada por encima de la plataforma, al tiempo que la pala alcanzaba sus
pantorrillas indefensas y las plantas de sus pies.
Sin pretenderlo, Bella pataleó en vano. Había perdido todo control. Gritaba con los
dientes apretados y mientras el hombre la asía, ella forcejeaba como una loca. Un
extraño y desesperado arrebato la invadió cuando la pala le azuzó el sexo, azotándolo y
toqueteándolo. Los gritos y rugidos de la multitud la ensordecían. Bella no sabía si en
realidad anhelaba aquel tormento o si prefería huir de él.
Sus oídos se llenaron de su propia respiración y de sus des controlados sollozos.
Entonces se dio cuenta, de repente, de que estaba dando a la con currencia precisamente
el tipo de espectáculo que todos deseaban. Estaban consiguiendo de ella mu cho más de
lo que les había dado Tristán, aunque no sabía si aquello le importaba. Tristán ya se ha
bía ido, y ella estaba completamente desampa rada.

esquimala
15-09-2011, 09:26:47
Las punzadas de la pala la castigaban haciéndole adelantar las caderas en un arco
provocativo. Luego volvían para rozarle otra vez el vello púbico, inundándola de
oleadas de placer y dolor al mismo tiempo.
En un gesto absolutamente desafiante, meneó el cuerpo con todas sus fuerzas y casi
consiguió desprenderse del subastador, que soltó una fuerte risotada de perplejidad. La
multitud no paraba de chillar mientras el hombre intentaba mantenerla quieta
presionando con los fuertes dedos las mu ñecas de Bella para izarla aún más. Por el
rabillo del ojo, la princesa vio que dos lacayos con vestimentas vulgares se apresuraban
a acercarse en dirección a la tarima.
Inmediatamente la cogieron por las muñecas
y la ataron a la tira de cuero que pendía del patíbulo, que estaba sobre la cabeza de la
princesa. Ésta se quedó entonces balanceándose en el aire, y la pala del subastador
empezó a golpearla, obligán dola a girar, mientras Bella no podía hacer otra cosa que
sollozar e intentar ocultar el rostro entre los brazos estirados.
No tenemos todo el día para divertirnos con esta princesita gritó el subastador, aunque
la muchedumbre lo provocaba gritándole «Azó tala, castígala».
Así que exigís mano firme y disciplina seve ra para la encantadora damita, ¿es esto lo
que me ordenáis? preguntó mientras Bella se retorcía con los azotes de la pala que le
propinaba en las plantas de los pies desnudos. Luego le levantó la cabeza y la colocó
entre los brazos para que no pudiera ocultar su rostro.
¡Unos pechos preciosos, brazos tiernos, nalgas deliciosas y una pequeña cavidad del
placer dig na de los dioses!
Empezaban a oírse las ofertas, superadas con tal rapidez que el subastador apenas
alcanzaba a repetirlas en voz alta. Bella vio a través de los ojos arrasados en lágrimas
cientos de rostros que la ob servaban fijamente: hombres jóvenes que se api ñaban hasta
el mismísimo borde de la tarima, un par de jovencitas que murmuraban y la señalaban y,
más atrás, una anciana apoyada en un bastón que estudiaba a Bella y levantaba un dedo
sarmen toso para ofrecer su postura.
De nuevo, una sensación de desenfreno se apoderó de ella. Sintió, una vez más, aquel
despe cho, y pataleó y gimió con los labios cerrados, aunque no dejaba de intrigarla el
hecho de que no gritara en voz alta. ¿Era más humillante admitir que podía hablar? ¿Se
sonrojaría aún más si la obli lecto y sentimientos, y no una esclava estúpida?
La única respuesta que obtenía eran sus propios sollozos. La subasta continuaba. Le
separa ron las piernas cuanto pudieron y el subastador le pasó la vara de cuero por las
nalgas como había hecho con Tristán. Le toqueteó el ano obligándola a protestar, a
apretar los dientes, a debatirse, e incluso a intentar alcanzar a su torturador con una
patada inútil.
Pero en aquel instante el subastador confirmaba la oferta más elevada, luego otra, y con
sus comentarios intentaba que la multitud pujara más alto, hasta que Bella lo oyó
anunciar con su característica y profunda voz:
¡Vendida a la mesonera, la señora Jennifer Lockley, de la posada el Signo del León. Por
la cuantiosa suma de veintisiete piezas de oro, esta fogosa y divertida princesita será
azotada para ganarse el pan.
LAS LECCIONES DE LA SEÑORA LOCKLEY
La multitud continuaba aplaudiendo mientras desencadenaban a Bella y la empujaban
escaleras abajo con las manos enlazadas tras la nuca, lo que realzaba aún más sus
pechos. No le sorprendió sentir que le colocaban una tira de cuero en la boca y se la
sujetaban firmemente a una hebilla, en la parte posterior de la cabeza, a la que a su vez
le ataron las muñecas. No le sorprendía después de la resistencia con la que había
forcejeado sobre la plataforma.
«¡Pues que hagan lo que quieran!», se dijo llena de desesperación. y cuando sujetaron
unas riendas a la misma hebilla y se las dieron a la alta dama de pelo negro situada de
pie ante la tarima, Bella se dijo: «Muy bien pensado. Me hará seguir la como si fuera
una bestia.»
La mujer estudiaba a Bella del mismo modo como lo hizo antes el cronista con Tristán.
Tenía un rostro vagamente triangular, casi hermoso, y una negra cabellera suelta que le
caía por la espalda, excepto una delgada trenza recogida sobre la frente que mantenía el
rostro despejado de los es pesos bucles oscuros. Llevaba un magnífico cor piño con
falda de terciopelo rojo y una blusa de lino de mangas abombadas.
«Una rica mesonera», concluyó Bella. La alta mujer tiraba con tanta fuerza de las
riendas que casi hizo caer a Bella. Luego se echó las riendas por encima del hombro y
obligó a la joven a adop tar un trote rápido tras sus pasos.

esquimala
15-09-2011, 09:27:21
Los lugareños se abalanzaban sobre la princesa, la empujaban, la pellizcaban,
palmoteaban sus irritadas nalgas y le decían que era una chica muy mala; luego, le
preguntaban si disfrutaba con sus cachetes y confesaban lo mucho que les gustaría
disponer de una hora a solas con ella para enseñar le buenos modales. Pero Bella tenía
los ojos clava dos en la mujer, temblaba de pies a cabeza y sentía un curioso vacío
mental, como si hubiera dejado por completo de pensar.
No obstante, lo hacía. Como antes, se pregun taba: «¿Por qué no voy a ser tan mala
como me plazca? » Pero súbitamente rompió a llorar una vez más, sin saber por qué. La
mujer caminaba tan rápido que Bella se veía obligada a trotar; así que obedecía, aunque
fuese a regañadientes, con los ojos irritados por las lágrimas lo cual hacía que en su
visión los colores de la plaza se fundieran en una única nube de frenético movimiento.
Entraron rápidamente en una pequeña calle donde se cruzaron con personas rezagadas
que apenas les dirigían un vistazo, impacientes por llegar a la plaza. Enseguida, Bella se
encontró trotando sobre los adoquines de una callejuela silenciosa y vacía que torcía y
daba vueltas bajo las oscuras casas con entramados, ventanas con paneles romboides y
contraventanas y puertas pintadas de vivos colores.
Había rótulos de madera por doquier que anunciaban los negocios del pueblo: aquí
colgaba una bota de zapatero, allí el guante de cuero de un guantero, y una copa de oro
toscamente pintada indicaba la presencia del tratante en cuberterías de plata y oro.
Un extraño silencio envolvió a las mujeres, y entonces Bella sintió que todos los leves
dolores de su cuerpo parecían avivarse. Notaba su cabeza lastrada con fuerza hacia
delante por las riendas de cuero que rozaban sus mejillas. Respiraba an siosamente
contra la tira de cuero que la amorda zaba y, por un momento, la sorprendió algo de la
escena general, de la callejuela serpenteante, las pequeñas tiendas desiertas, la alta
mujer con el corpiño y la amplia falda de terciopelo rojo cami nando ante ella, la larga
cabellera negra que caía en rizos sobre la estrecha espalda. Tuvo la impresión de que
todo aquello había sucedido antes o, más bien, de que era algo bastante corriente.
Aunque era del todo imposible, Bella se sintió como si, de alguna manera peculiar,
perteneciera a aquello, y poco a poco el terror paralizador que sintió en el mercado se
fue disipando. Estaba des nuda, sí, y le ardían los muslos por los hemato mas, igual que
las nalgas; no quería ni pensar en el aspecto que tendrían. Los pechos, como siempre,
enviaban aquella perceptible palpitación por todo su cuerpo y, cómo no, sentía la
terrible pulsación secreta entre las piernas. Sí, su sexo, importunado con tanta crueldad
por las rozaduras de aquella lisa pala, aún la enloquecía.
Pero en ese instante, todas estas cosas resultaban casi dulces. Incluso resultaba casi
agradable el sonoro contacto de los pies desnudos sobre los adoquines calentados por el
sol. Además, la alta mujer le inspiraba una vaga curiosidad. Bella se preguntaba cuál
sería su cometido a partir de aquel momento.
En el castillo nunca se planteó en serio este tipo de cosas. Le asustaba lo que pudieran
obligarla a hacer pero, en cambio, en estos instantes no estaba segura ni de si tendría
que hacer algo. No lo sabía.
De nuevo volvió a ella la sensación de total normalidad ante el hecho de estar desnuda,
de ser una esclava maniatada, penada, arrastrada con crueldad por esta callejuela. Se le
ocurrió pensar que la alta mujer sabía con precisión cómo mane jarla, por la manera
apresurada en que la llevaba, controlando toda posibilidad de rebelión. Todo esto
fascinaba a la princesa.
Dejó que su mirada discurriera errante por los muros y se percató de que, aquí y allí,
había gente que la observaba desde las ventanas. Por delante descubrió a una mujer que
la observaba con los brazos cruzados desde el balcón. Continuando el camino, un
muchacho sentado en el alféizar de la ventana le sonrió y le lanzó un besito. Luego
apareció un hombre de piernas torcidas y burda ves timenta que se quitó el sombrero
ante la señora Lockley y se inclinó a su paso. Aunque apenas se detuvo a mirar a Bella,
le dio una palmadita en las nalgas al cruzarse con ella. Aquella extraña sensación de
familiaridad con todo aquello empezó a confundir a Bella pero sin dejar de deleitarla al
mismo tiempo. Entretanto, llegaron rápidamente a otra gran plaza adoquina da, en cuyo
centro había un pozo público, y que estaba rodeada de mesones con sus letreros distin
tivos colgados a la entrada.
Allí estaban el Signo del Oso, el Signo del Ancla y el Signo de las Espadas Cruzadas,
pero el más destacado era, con mucho, el dorado Signo del León, que colgaba muy
elevado sobre una vas ta calzada, bajo tres pisos de ventanas emplomadas.
Sin embargo, el detalle más impactante era el cuerpo de una princesa desnuda que se
balanceaba por debajo del letrero, con las muñecas y tobillos atados a una tira de cuero,
de la que colgaba como una fruta madura, con el rojo sexo dolorosamente expuesto.
Era exactamente la postura en la que maniataban a los príncipes y princesas de la sala de
castigos del castillo, una postura que Bella aún no había sufrido en sus propias carnes
pero que temía más que ninguna otra. La princesa tenía el rostro entre las piernas, con
los ojos casi cerrados, tan sólo unos centímetros por encima de su sexo hin chado,
despiadadamente descubierto. Cuando vio a la señora Lockley, la muchacha gimió
retorciéndose bajo las ligaduras y, con gran esfuerzo, intentó adelantarse en un gesto de
súplica, como hacían los príncipes y princesas torturados en la sala de castigos del
castillo.

esquimala
15-09-2011, 09:28:32
A Bella se le detuvo el corazón al ver a la mu chacha. Pero la señora Lockley la hizo
pasar justo a su lado, aunque fue incapaz de volver la cabeza para ver mejor a la
desgraciada, y a continuación tuvo que entrar trotando en la estancia principal de la
posada.
Pese al calor del día, el ambiente de la enorme sala era fresco. En la enorme chimenea
ardía un fuego, donde había una humeante marmita de hie rro. Docenas de mesas y
bancos concienzuda mente pulidos estaban repartidos por el vasto sue lo embaldosado,
y varios barriles gigantescos se alineaban a lo largo de las paredes. En uno de los lados
sobresalía una larga repisa que partía desde el hogar y, en el muro más alejado, había
algo así como un pequeño y tosco escenario. Un mostrador, largo y rectangular, se
extendía hacia la puerta desde el hogar y, tras él, un hombre con una jarra en la mano y
el codo apoyado en la madera parecía estar listo para servir cerveza a cualquiera que se
lo pidiera. Alzó la desgreñada cabeza, descubrió a Bella con sus oscuros ojos pequeños
y hundidos y, con una sonrisa, le dijo a la señora Lockley:
Ya veo que os ha ido bien.
Los ojos de Bella tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra, pero pronto se
per cató de que había otros muchos esclavos des nudos en la sala. En un rincón, un
príncipe de precioso cabello negro, desnudo y de rodillas, restregaba el suelo con un
gran cepillo cuyo mango de madera sostenía con los dientes. Una princesa de cabello
rubio oscuro se dedicaba a la misma tarea, más allá de la puerta. Otra joven de pelo
casta ño recogido sobre la cabeza estaba de rodillas sacando brillo a un banco, aunque
en su caso se beneficiaba de la clemencia de poder emplear las manos. Otros dos
jóvenes, príncipe y princesa, con el cabello suelto, se arrodillaban en el extremo más
alejado del hogar, iluminados por el destello de la luz del sol que entraba por la puerta
trasera, y bruñían vigorosamente diversas fuentes de peltre.
Ninguno de estos esclavos se atrevió a echar una sola ojeada a Bella. Su actitud era de
completa obediencia. Cuando la joven princesita avanzó apresuradamente con el cepillo
de fregar suelos para limpiar las baldosas próximas a los pies de Bella, ésta se percató
de que no hacía mucho que sus piernas y nalgas habían recibido el último cas tigo.
«Pero ¿quiénes son estos esclavos? », se preguntó Bella. Estaba casi segura de que
Tristán y ella formaban parte del primer grupo sentenciado a trabajos forzados. ¿Serían
éstos los incorregibles que por su mal comportamiento eran consignados al pueblo
durante un año?
Coged la pala de madera dijo la señora Lockley al hombre que estaba en la barra. Luego
tiró de Bella hacia delante y la arrojó a toda prisa sobre el mostrador.
La princesa no pudo contener un quejido y de pronto se encontró con las piernas
colgando por encima del suelo. Aún no había decidido si iba a obedecer o no a esta
mujer cuando sintió que le soltaba la mordaza y la hebilla y luego le llevaba las manos a
la nuca con suma violencia.
Con la otra mano, la mesonera le tocó entre las piernas y sus dedos indagadores
encontraron el sexo húmedo de Bella, los labios hinchados e incluso la ardiente pepita
del clítoris, lo que obligó a Bella a apretar los dientes para contener un gemido de
súplica.
La mano de la mujer la dejó padeciendo un tormento extremo.
Por un instante, Bella respiró sin impedimen tos pero a continuación sintió la lisa
superficie de la pala de madera que apretaba suavemente sus nalgas, con lo cual las
ronchas parecieron arder otra vez.
Roja de vergüenza tras el rápido examen, Bella se puso en tensión, a la espera de los
inevitables azotes que, sin embargo, no llegaron. La señora Lockley le torció la cara
para que pudiera ver a través de la puerta abierta
¿Veis a esa guapa princesa que cuelga delletrero? preguntó la dueña de la posada y,
agarrando a Bella por el pelo, tiró y empujó de su ca beza para que hiciera un gesto
afirmativo. Bella comprendió que no debía hablar y, por el momen to, decidió obedecer.
Asintió espontáneamente.

esquimala
15-09-2011, 09:29:02
El cuerpo de la princesa colgada giró un poco bajo las ligaduras. Bella no se había
percatado si su desgraciado sexo estaba húmedo o aletargado bajo el ineficaz velo de
vello púbico.
¿Queréis ocupar su lugar? preguntó la señora Lockley. Hablaba en tono categórico y
seguro. ¿Queréis colgar ahí hora tras hora, día tras día, con esa hambrienta boquita
vuestra mu riéndose de ganas, abierta ante todo el mundo?
Bella sacudió la cabeza con toda sinceridad.
¡Entonces dejaréis la insolencia y la rebeldía que mostrasteis en la subasta y obedeceréis
cada orden que recibáis, besaréis los pies de vuestros amos y lloriquearéis de
agradecimiento cuando os den el plato de comida, que relameréis hasta dejar bien
limpio!
Volvió a empujar la cabeza de Bella para que asintiera, mientras la princesa
experimentaba una excitación sumamente peculiar. Asintió una vez más,
espontáneamente, mientras su sexo latía con tra la madera de la barra del bar.
La mujer metió la mano bajo el cuerpo de la muchacha y le agarró los pechos,
juntándolos como si fueran dos blandos melocotones cogidos de un árbol. Bella tenía
los pezones ardiendo.
¿Verdad que nos entendemos? preguntó
la mesonera. Bella, tras un extraño momento de vacilación, asintió con la cabeza.
y ahora escuchad bien esto continuó la mujer con la misma voz pragmática. Voy a
azotaros hasta que la piel os quede en carne viva. y no será para deleite de ninguna
dama o rico noble, ni para disfrute de ningún soldado ni caballero; esta remos sólo las
dos, preparándonos para abrir el local una jornada más, haciendo lo que hay que hacer.
y os trataré así para dejaros tan escocida que el contacto de mi uña con vuestra carne os
hará dar alaridos y precipitaros a obedecer mis órdenes. Estaréis así de despellejada
cada uno de los días de este verano que vais a ser mi esclava, y co rretearéis a besar mis
pantuflas después de los azotes porque, de lo contrario, os colgaré de ese letrero. Hora
tras hora, día tras día, estaréis colga da y sólo os bajarán para comer y dormir, con las
piernas atadas y separadas, las manos ligadas a la espalda y las nalgas azotadas como
ahora vais a ver. y volverán a co1garos de ahí, para que los bru tos del pueblo puedan
reírse de vos y de vuestro hambriento sexo. ¿Lo entendéis?
Mientras esperaba la respuesta, la mujer con tinuaba balanceando los pechos de Bella y
tirán dole del pelo con la otra mano.
Bella asintió muy lentamente.
Muy bien dijo la mesonera en voz baja. Dio la vuelta a Bella y la estiró a lo largo del
mos trador, con la cabeza vuelta hacia la puerta. Le tomó la barbilla con la mano para
obligarla a mi rar por la puerta abierta en dirección a la pobre princesa que estaba
colgada, y seguidamente la pala de madera se apoyó en su trasero y apretó suavemente
las erupciones. Bella sintió sus nalgas enormes y calientes.
y bien, escuchad también esto continuó la señora Lockley. Cada vez que alce esta pala,
os pondréis a trabajar para mí, princesa. Vais a re torceros y gemir. No forcejearéis para
escaparos de mí; oh, no, no haréis eso, no. Ni tampoco reti raréis las manos de la nuca.
Ni os atreveréis a abrir la boca. Vais a retorceros y gemir. De hecho, bota réis bajo la
pala. Porque tendréis que demostrar me qué sentís con cada golpe, cómo lo apreciáis, lo
agradecida que estáis por el castigo que recibís y lo mucho que sabéis que lo tenéis
merecido. Si no sucede exactamente así, os colgaré antes de que acabe la subasta y el
local se llene de gente y de soldados ávidos por tomar la primera jarra de cer veza.
Bella estaba perpleja.
Nadie en el castillo le había hablado de este modo, con tal frialdad y simplicidad, y no
obstan te parecía que detrás de todo aquello había un im presionante sentido práctico
que casi hizo sonreír a Bella. Era esto precisamente lo que la mujer tenía que hacer,
reflexionó la princesa. ¿Por qué no? Si fuera ella quien regentara el mesón y hubiera
pagado veintisiete piezas de oro por una díscola y orgullosa esclava, posiblemente haría
lo mismo. Y, por supuesto, exigiría que la esclava se retorciera y gimiera para demostrar
que entendía que la esta ban humillando, ejercitaría completamente el es píritu del
esclavo en vez de liarse a golpes.

esquimala
15-09-2011, 09:29:38
Bella volvió a experimentar aquella peculiar sensación de normalidad.
Entendía cómo funcionaba aquel fresco y um brío mesón en cuya puerta la luz del sol se
derra maba sobre los adoquines, y comprendía perfec tamente las órdenes de la extraña
voz que le hablaba con tono superior de mando. El sofistica do lenguaje del castillo
resultaba empalagoso en comparación y, sí, razonó Bella, al menos por el momento,
obedecería, se retorcería y gemiría.
Al fin y al cabo, le iba a doler, ¿no? Lo comprobó súbitamente.
La pala la golpeó y, sin esfuerzo, extrajo de ella el primer y fuerte gemido. Era una gran
pala delgada de madera que produjo un sonido claro y pavoroso cuando volvió a
golpearla. Bajo la lluvia de azotes que le pinchaban las nalgas escocidas, Bella se
encontró de pronto, sin haberlo decidido conscientemente, retorciéndose y llorando con
nuevas lágrimas que le saltaban de los ojos. La pala parecía hacerle dar vueltas y
retorcerse, la arrojaba de un lado a otro del tosco mostrador, golpeándole las nalgas que
brincaban una y otra vez. Sintió que la barra del bar crujía bajo su peso cada vez que
subía y bajaba las caderas. Notó el roce de los pezones contra la madera. No obstan te,
continuó con los ojos llorosos fijos en la puerta abierta y, pese a estar absorta en el
sonido de los azotes de la pala y los sonoros gritos que intentaba amortiguar con sus
labios sellados, no pudo evitar intentar imaginarse a Sí misma preguntan dose si la
señora Lockley estaría complacida, si le parecería suficiente.
Bella oía sus propios gemidos guturales. No taba las lágrimas resbalándole por las
mejillas has ta caer sobre la madera del mostrador. Le dolía la mandíbula cada vez que
se debatía bajo la pala y sentla su largo pelo caldo alrededor de los hom bros y
cubriéndole el rostro.
La pala le hacía daño de verdad, el dolor era insorportable. La princesa se arqueaba
sobre las maderas como si quisiera preguntar con todo su cuerpo: «¿No es suficiente,
señora, no es suficiente? » De todas las pruebas a las que la habían some tido en el
castillo, en ninguna había demostrado tal padecimiento.
La pala se detuvo. Un suave torrente de sollozos llenó el repentino silencio y Bella se
apretó apresuradamente contra el mostrador, llena de humildad, como si implorara a la
señora Lockley. Algo le rozó levemente las irritadas nalgas y, con los dientes apretados,
Bella soltó un gruñido.
Muy bien decía la voz. Ahora levantaos y manteneos así delante de mí, con las piernas
separadas. ¡Ahora!
Bella se apresuró a acatar la orden. Descendió del mostrador y permaneció con las
piernas tan separadas como pudo, sin dejar de estremecerse a causa de los sollozos y
lloriqueos. Sin levantar la vista, veía la figura de la señora Lockley con los brazos
cruzados, el blanco de las mangas abombadas relucía entre las sombras y la grande y
ovalada pala de madera continuaba en sus manos.
¡De rodillas! La orden sonó tajante, acompañada de un chasquido de dedos. Y, con las
manos en la nuca, apoyad la cara en el suelo y arrastraos hasta la pared. Luego volved
en la mis ma posición, ¡rápido!
Bella obedeció a toda prisa. Era una calamidad intentar gatear de esta forma, con los
codos y la barbilla pegados al suelo. Sólo la idea de lo desma ñada y miserable que
resultaría le pareció inso portable, pero llegó al muro y regresó hasta la se ñora Lockley
rápidamente, sin pensárselo dos veces. Movida por un impulso irrefrenable le besó las
botas. La palpitación que percibía entre sus piernas se intensifició como si le hubieran
apreta do con un puño, obligándola a jadear. Si al menos pudiera juntar las piernas con
fuerza... pero la señora Lockley la vería y no se lo perdonaría.
¡Incorporaos, pero continuad de rodillas! ordenó la mesonera.
Agarró a Bella por el pelo y recogió los me chones en un rodete en la parte posterior de
la cabeza. Se sacó unas horquillas de los bolsillos y se lo sujetó.
A continuación chasqueó los dedos:
Príncipe Roger llamó, traed aquí el cu bo y el cepillo.
El príncipe de pelo negro obedeció al instante, moviéndose con serena elegancia pese a
estar a cuatro patas, y Bella comprobó que tenía las nal gas rojas, en carne viva, como si
poco antes él también se hubiera visto sometido a la disciplina de la pala. Besó las botas
de su señora, con los oscuros Iojos abiertos y directos, y luego se retiró por la puerta
trasera hacia el patio para atender la indicación de la mujer. El vello negro se espesaba
alrede dor del ojete rosáceo del ano del príncipe, las pequeñas nalgas eran de una
redondez exquisita para pertenecer aun hombre.
Ahora, tomad el cepillo entre los dientes y restregad el suelo, empezando por aquí, hasta
allá ordenó fríamente la señora Lockley. Hacedlo bien, que quede bien limpio, y
mantened las piernas bien separadas mientras fregáis. Si os veo con las piernas juntas, o
si os frotáis esa boquita hambrienta contra el suelo, o si veo que os la to cáis, acabaréis
colgada, ¿queda claro? Inmediatamente, Bella besó otra vez las botas de su ama.
Muy bien asintió la mesonera. Esta no che, los soldados pagarán mucho dinero por ese
pequeño sexo. Lo alimentarán muy bien. Pero por ahora, pasaréis hambre, con
obediencia y humil dad, y haréis lo que os diga.
Bella se puso a trabajar al instante con el cepillo, fregando con fuerza el suelo de
baldosas, mo viendo la cabeza adelante y atrás. El sexo le dolía casi tanto como las
nalgas pero, mientras trabaja ba, el dolor se mitigó y Bella sintió que su cabeza se
despejaba de un modo sumamente extraño.
¿Qué sucedería se preguntó, si los soldados la adoraban, pagaban con creces por ella,
alimentaban generosamente su sexo, por así decirlo, y luego Bella era desobediente?
¿Podría permi tirse la señora Lockley colgarla a las puertas del mesón?

esquimala
15-09-2011, 09:30:12
«¡Qué mala me estoy volviendo!», se dijo.
Pero lo más extraño de todo aquello era que su corazón latía velozmente al pensar en la
señora Lockley. Le gustaba su frialdad y severidad, de una manera que no había
experimentado antes en su adulad ora ama del castillo, lady Juliana. No po día evitar
preguntarse si la señora Lockley sentiría algún placer cuando la azotaba con la pala. Al
fin y al cabo, lo hacía muy bien.
Bella continuaba fregando mientras pensaba. Intentaba dejar las baldosas marrones del
suelo tan relucientes y limpias como podía, cuando de repente se percató de que sobre
ella se cernía una sombra. Pertenecía a alguien que se hallaba en el umbral de la puerta
abierta. Entonces oyó la voz de la señora Lockley que decía con suavidad:
Ah, capitán.
Bella levanto la vista con prudencia pero no sin cierto atrevimiento, ya que era
consciente de que posiblemente incurría en una insolencia. De pie, ante ella, descubrió a
un hombre rubio que calzaba botas de cuero cuya caña subía por encima de las rodillas
y que llevaba una daga enjoyada sujeta al grueso cinturón de cuero, del que también
colgaban un espadón y una larga pala de cuero. A Bella le pareció más grande que los
demás hombres que había conocido en este reino, a pesar de que era de constitución
delgada, excepto por la anchura de los hombros. El cabello rubio le cu bría
profusamente la nuca y se rizaba y espesaba en las puntas. Sus brillantes ojos verdes se
estrecharon con las líneas de una sonrisa cuando la miro.
La princesa sintió una punzada de consternación; sin saber por qué, experimentó un
repentino derretimiento de la frialdad y la dureza que la afectaba. Con calculada
indiferencia, continuó fregando.
Pero el hombre se situó justo delante de ella.
No os esperaba tan pronto dijo la señora Lockley. Contaba con que trajerais esta noche a
toda la guarnición.
Decididamente, señora contestó. Su voz se alzaba con un sonido casi brillante. Bella
sintió una peculiar tensión en la garganta y continuó restregando, intentando no prestar
atención a las botas de becerro finamente arrugadas que tenía delante. Presencié la
subasta de esta tortolita prosiguió el capitán, y Bella se sonrojó mientras
el hombre caminaba orgullosamente formando Iun círculo en torno a ella. Qué rebelde
comentó. Me sorprendió que pagarais tanto dine ro por ella.
Sé cómo tratar a las rebeldes, capitán dijo la señora Lockley con voz fría como el acero,
pero sin delatar orgullo ni ironía. Sin embargo, es una tortolita excepcionalmente
suculenta. Pensé que os gustaría disfrutar de ella esta noche. lavadla bien y enviádmela
a mi habitación, ahora mismo ordenó el capitán. Creo que no quiero esperar hasta la
noche.
Bella volvió la cabeza y deliberadamente lanzó una severa mirada al capitán. le pareció
desca radamente guapo, con una rubia y áspera barba, como si le hubieran frotado el
rostro con polvo de oro. El sol había dejado su marca en él; el intenso bronceado de su
piel hacía brillar aún más las cejas doradas y los dientes blancos. Apoyaba la mano
enguantada en la cadera y, cuando la señora lockley ordenó gélidamente a Bella que
bajara la vis ta, él se limitó a sonreír ante la insolencia de la
princesa.

CANTI*
17-09-2011, 14:57:36
Exelente va este relato!!!!!
Señorita 12 paginas de buen relato!!!!
No me habia entretenido tanto conun relato!!!
Esperando la el proximo capitulo!!!!
Cuidate....

esquimala
19-09-2011, 09:53:05
LA EXTRAÑA HISTORIA DEL
PRÍNCIPE ROGER
La señora Lockley levantó a Bella con brusquedad, le retorció las muñecas para
colocárselas en la nuca y seguidamente la obligó a salir por la puerta trasera a un gran
patio cubierto de hierba y frondosos árboles frutales.
Allí, en un tinglado descubierto, sobre unos bancos de madera, media docena de
esclavos des nudos dormían, al parecer tan profunda y confor tablemente como si
estuvieran en la suntuosa sala de esclavos del castillo. También había una mujer del
pueblo con las mangas remangadas que tenía a otro esclavo metido de pie en un gran
barreño de agua jabonosa. Él estaba atado por las manos a una rama que sobresalía del
árbol mientras la mu jer le restregaba las carnes con la misma rudeza con que se desala
la carne para la cena.
Sin darle tiempo a comprender lo que sucedía, Bella se vio metida en aquel barreño, con
el agua jabonosa remolineando a la altura de las rodillas.
Mientras le ataban las manos a la rama de la higuera que colgaba sobre su cabeza, oyó
que la señora Lockley llamaba al príncipe Roger.
El esclavo apareció de inmediato, esta vez de pie, con el cepillo de fregar en la mano, y
al instan te se ocupó de Bella. La mojó de arriba abajo con agua caliente, le frotó codos
y rodillas con más fuerza, y a continuación la cabeza, que volvió a uno y otro lado con
gran rapidez.
En este lugar el lavado se reducía a lo indispensable, sin lujos superfluos. Bella dio un
respingo cuando el cepillo le restregó entre las piernas y gimió al notar las ásperas
cerdas sobre las ronchas y magulladuras.
La señora Lockley se había ido. La corpulenta posadera había enviado a la cama al
pobre esclavo quejumbroso, recién restregado, guiándolo con azotes, y a continuación
había desaparecido hacia el interior de la posada. En el patio sólo quedaban los esclavos
que descansaban.
¿Me responderéis si hablo? preguntó Bella en un susurro. La piel oscura del príncipe le
pareció de una suavidad cérea en contraste con la suya. Éste le echaba la cabeza
ligeramente hacia atrás para verterle el jarro de agua caliente por en cima. Ahora que
estaban a solas, los ojos del prín cipe tenían un brillo alegre.
Sí, pero tened mucho cuidado. Si nos pillan, nos mandarán a recibir el castigo público.
Me as quea sobremanera servir de diversión en la plataforma giratoria para los patanes
del pueblo.
Pero, decidme, ¿por qué estáis aquí? pre guntó Bella. Yo creía que había llegado con los
primeros esclavos que enviaron desde el castillo.
Llevo años en el pueblo dijo. Casi no recuerdo el castillo. Me sentenciaron por
escabullirme con una princesa. ¡Estuvimos dos días en teros escondidos antes de que
nos encontraran! explicó con una sonrisa. Pero nunca volverán a llamarme.
Bella se quedó conmocionada. Recordó la no che furtiva que pasó con Alexi muy cerca
de la alcoba de la mismísima reina.
¿Y qué le sucedió a ella? preguntó Bella.
Oh, estuvo un tiempo en el pueblo y luego regresó al castillo. Se convirtió en una de las
favoritas de la reina y cuando llegó el momento de re gresar a su reino, prefirió quedarse
a vivir aquí y ser una dama de la corte.
¡No hablaréis en serio! exclamó Bella lle na de asombro.
Pues así es. Se convirtió en miembro de la corte. En una ocasión incluso bajó a caballo
hasta el pueblo con sus nuevos ropajes para verme y preguntarme si me gustaría
regresar y ser su escla vo. La reina estaba dispuesta a permitirlo, dijo, porque ella había
prometido castigarme con toda contundencia y fustigarme sin descanso. Sería la ama
más perversa que jamás hubiera tenido escla vo alguno, afirmó. Como podéis
imaginaros, yo me quedé absolutamente pasmado. Cuando la ha bía visto por última vez
estaba desnuda, en las ro dillas de su señor. En cambio, ahora cabalgaba sobre un
caballo blanco, llevaba un fantástico vestido de terciopelo negro con ribetes dorados y el
pelo trenzado con oro. Venía dispuesta a cargarme desnudo sobre su silla. Yo me escapé
corriendo pero hizo que el capitán de la guardia me trajera de vuelta, y desde su
montura me azotó con la pala en el centro mismo de la plaza ante una muchedumbre de
lugareños. Disfrutó como una loca.
¿Cómo pudo hacer una cosa así? Bella es taba indignada. ¿Habéis dicho que llevaba el
ca bello peinado en trenzas?
Sí respondió. He oído decir que nunca lo lleva suelto. Le recuerda demasiado sus tiempos
de esclava.
¿No será lady Juliana?
Sí, precisamente de ella se trata. ¿Cómo lo habéis sabido?
Fue mi torturad ora en el castillo; era mi ama, y el príncipe de la Corona, mi señor expli
có Bella. Recordaba perfectamente el encantador rostro de lady Juliana y esas espesas
trenzas. ¿Cuántas veces había tenido que escapar de su pala en el sendero para caballos?
. ¡Oh, qué ho rror! balbució. Pero ¿qué sucedió después?
¿Cómo conseguisteis huir de ella?
Ya os he dicho que eché a correr y el capitán de la guardia me trajo de vuelta. Estaba
claro que aún no estaba preparado para regresar al castillo se rió. Por lo que me
contaron, lady Juliana suplicó y rogó para que me entregaran, y prome tió domesticarme
sin ayuda de nadie. ¡Vaya monstruo! exclamó Bella.
El príncipe le secó los brazos y la cara. Salid del barreño y callaos. Creo que la señora
Lockley está en la cocina. Luego susurró: La señora Lockley no estaba dispuesta a
dejarme marchar. Pero Juliana no es la primera es
clava que se queda en el castillo y acaba convirtiéndose en un terror para los demás
cautivos.
Quizás algún día os encontréis ante esta disyuntiva. De repente descubriréis que tenéis
una pala en las manos y todos esos traseros desnudos a vues tra merced. Pensad en ello
dijo Roger, sonrien do con naturalidad.

esquimala
19-09-2011, 09:53:42
¡Jamás! respondió Bella con voz entre cortada.
Bueno, démonos prisa. El capitán está espe rando.
La imagen de lady Juliana desnuda junto a Ro ger fulguró brillante en la mente de Bella.
¡Cómo le gustaría colocar a lady Juliana sobre sus rodillas, aunque sólo fuera por una
vez! Sintió una intensa agitación entre las piernas. Pero ¿qué estaba pensando? La
simple mención del capitán le pro vocó una debilidad instantánea. Bella no tenía
ninguna pala en las manos, ni nadie a su merced. Era una esclava desnuda y díscola,
apunto de ser enviada ante un soldado bregado que sentía una evidente debilidad por los
rebeldes. Al imaginarse el apuesto rostro bronceado por el sol y los profundos ojos
centelleantes del oficial, pensó: «Si de verdad soy una muchacha tan mala, entonces ac
tuaré como tal.»
EL CAPITÁN DE LA GUARDIA
La señora Lockley había salido por la puerta.
Desató las manos de Bella y le secó el pelo con ru deza. Después de atarle las muñecas
detrás de la espalda, la obligó a entrar en la posada y subir por una estrecha y curva
escalera de madera que ascendía desde detrás del hogar. Bella hubiera sentido el calor
de la chimenea a través del muro mientras subía al piso de arriba si no la hubieran
obligado a marchar con tanta rapidez.
La señora Lockley abrió una pequeña puerta de roble y forzó a Bella a arrodillarse al
entrar en la habitación. La empujó con tal ímpetu que la princesa tuvo que estirar los
brazos para no caer de bruces.
Aquí está, mi apuesto capitán anunció la mujer.
Bella oyó el sonido de la puerta que se cerraba a su espalda. Se había arrodillado sin
estar aún segura de lo que la mesonera quería de ella. Su cora zón se aceleró al ver las
familiares botas de piel de becerro, el resplandor del pequeño fuego encendido en el
hogar y la gran cama artesonada de made ra bajo un techo inclinado. El capitán estaba
sen tado en un pesado sillón, junto a una larga mesa de madera oscura.
Pero, aunque Bella esperaba, él no le dio ninguna orden sino que se limitó a recoger su
larga melena con la mano y a levantarla por el pelo, lo que la obligó a gatear un poco
hacia delante y arrodillarse luego ante él. Se quedó mirándolo asombrada. Volvió a
contemplar el rostro desca radamente apuesto, el abundante cabello rubio del que con
toda seguridad él se vanagloriaba, y los ojos verdes hundidos en la bronceada piel, que
respondieron a la mirada de la princesa con igual intensidad.
Una terrible debilidad se apoderó de Bella.
Algo en su interior, una mansedumbre que pare cía crecer, que infectaba todo su
corazón y espíritu, se ablandó completamente. La joven se opuso de inmediato a aquella
extraña reacción, pero parecía que empezaba a entender algo...
El capitán puso a Bella de pie sujetándola por la melena que aún tenía enrollada en la
mano iz quierda. Elevándose sobre ella, le separó las piernas de una patada.
Ahora vais a mostraros a mí dijo sin el menor atisbo de sonrisa. Antes de que Bella
tuvie ra tiempo de pensar qué iba a pasar, el capitán le soltó la cabellera y la princesa se
encontró en medio de la habitación, desatada y humillada.
El capitán se hundió de nuevo en la silla, totalmente confiado en que la joven
obedecería sus órdenes. El corazón de Bella palpitaba con tal fuerza que se preguntó si
su captor alcanzaría a oír los latidos.

esquimala
19-09-2011, 09:54:13
Bajad las manos y abrid los labios del sexo. Quiero comprobar vuestros atributos.
Un intenso rubor quemó el rostro de Bella, que se quedó mirando al oficial sin moverse.
En aque llos instantes su corazón latía a toda velocidad. Al momento el capitán se puso
en pie, cogió a Bella por las muñecas y la levantó brutalmente para dejarla sentada sobre
la mesa de madera. Do bló a la princesa hacia atrás apretándole las muñe cas contra la
columna vertebral y la obligó a sepa rar de nuevo las piernas, esta vez con la rodilla,
mientras la observaba fijamente.
Bella no se acobardó y en vez de apartar la vista se quedó mirándolo directamente a la
cara. Al mis mo tiempo sintió que los dedos enguantados ejecu taban la orden que había
recibido momentos antes y separaban ampliamente los labios vaginales. A continuación
el capitán procedió a estudiarla.
La princesa forcejeó, se retorció e intentó za farse desesperadamente, pero los dedos la
abrían como si fueran una palanca que se clavaba con fuerza en su clítoris.
Sintió el rubor que le abrasaba el rostro y sacudió las caderas resistiéndose
abiertamente. Sin embargo, bajo la envoltura de cuero de los guan tes, su clítoris se
endureció y aumentó de tamaño. Estaba apunto de reventar bajo la presión del ín dice y
el pulgar del capitán.
Bella jadeaba y tuvo que apartar la cara. Cuando oyó que él se desabrochaba los
pantalones y sintió la dura punta de su verga que le rozaba el muslo, gimió y levantó las
caderas en un gesto de ofrecimiento.
Seguidamente, el enorme miembro empezó a penetrar su sexo. La llenaba tan
plenamente que sentía el caliente y húmedo vello púbico del capi tán tapando
herméticamente su vagina, mientras la izaba cogiéndola por las doloridas nalgas.
Cuando él la levantó de la mesa, Bella le rodeó el cuello con los brazos, se apoyó en su
cintura con las piernas. El capitán se ayudaba de las ma nos para desplazarla por su
órgano desgarrador, levantándola y bajándola siguiendo toda la longi tud de su miembro
mientras la princesa emitía unos gritos sofocados. La manejaba cada vez con más vigor
aunque ella no se daba cuenta de que le mecía la cabeza con la mano derecha, le había
vuelto la cara hacia arriba y le había metido la len gua en la boca. Bella sentía
únicamente las estremecedoras explosiones de placer que la inunda ban y luego su
propia boca que se atenazaba a la de su agresor, su cuerpo tenso e ingrávido que él
levantaba y volvía a bajar, levantaba y volvía a bajar, hasta que experimentó con un
fuerte grito, un grito desmesurado, el demoledor orgasmo final.
Pero aquello no cesaba. La boca del capitán le succionó el grito, sin soltarla, y cuando la
princesa pensó que la agonía llegaba a su fin, él vertió su propio clímax en su interior.
Bella oyó el gruñido que surgió desde lo profundo de la garganta de su captor cuando
paralizó las caderas para adoptar luego un frenético ritmo de movimientos rápidos y
bruscos.
La habitación se sumió en un repentino silen cio mientras el capitán la acunaba. Su
miembro continuaba en el interior de ella, produciéndole espasmos ocasionales que la
obligaban a gemir quedamente.
Luego sintió que se quedaba vacía por dentro.
Intentó protestar de algún modo silencioso pero él continuó besándola.
Se encontró otra vez de pie. El capitán le había vuelto a colocar las manos en la nuca y
le había se parado las piernas con un suave empujón de la bota. Pese a todo aquel dulce
agotamiento, Bella siguió de pie. Miraba fijamente hacia delante, pero no veía más que
un borrón de luz.
Y bien, ahora tendremos una pequeña de mostración, como había solicitado dijo él, que
volvió a besar la boca de Bella, la abrió y recorrió el interior del labio con la lengua. La
joven lo miró directamente a los ojos, no veía nada aparte de aquellos ojos que la
observaban. «Capitán», pen só aquella palabra. Luego vio la maraña de pelo rubio sobre
la frente bronceada y marcada por profundas líneas. Pero él había retrocedido y la había
dejado allí en medio, de pie.

esquimala
19-09-2011, 09:55:10
Os pondréis las manos entre las piernas le indicó suavemente y se acomodó en el sillón
de roble, con los pantalones pulcramente abrochados y me mostraréis el sexo ahora
mismo. Bella se estremeció. Miró hacia su propio cuerpo, caliente y que rezumaba
humedad, y sintió aquella debilidad que se había extendido a todos sus músculos. Para
su propia sorpresa, dejó que sus manos se deslizaran entre las piernas y palpó los
resbaladizos labios que aún ardían y palpitaban debido a las contundentes embestidas.
Se tocó la vagina con la punta de los dedos. Abridlo para que lo pueda ver ordenó él,
recostándose en el sillón, con el codo apoyado en el brazo y la mano bajo la barbilla.
Así. Más abierto, ¡más abierto!
La princesa estiró la estrecha abertura, aunque no se creía que ella, la chica mala,
estuviera haciendo aquello. Una sutil y lánguida sensación de placer, un eco del éxtasis
alcanzado, la amansó aún más y la tranquilizó. Se había separado tanto los labios que
casi le dolían.
Y el clítoris dijo, levantadlo. La pequeña protuberancia le quemó contra el dedo al
obedecer.
Moved el dedo aun lado para que pueda ver ordenó.
Y así lo hizo, con toda la gracia que pudo.
Ahora estirad otra vez la entrada y adelantad las caderas.
La princesa obedeció, pero aquel movimiento de caderas la inundó de otra oleada de
placer. Era consciente del rubor en su cara, garganta y pechos. Oía sus propios gemidos.
Las caderas se ele vaban cada vez más, se movían más y más deprisa.
Veía los pezones de sus pechos que se contraían formando pequeños fragmentos de
piedra rosada y percibía su propio quejido cada vez más intenso y suplicante.
Aquel deseo que la debilitaba con tal dulzura comenzaría en cualquier momento. En
aquel ins tante notaba cómo sus labios se congestionaban al contacto de los dedos, los
fuertes latidos de su clítoris, como si de un pequeño corazón se tratara, y el hormigueo
de la carne rosada que lo rodeaba.
El deseo era casi insoportable. Entonces sintió la mano derecha del capitán en su cuello.
La atrajo hacia sí, le dio media vuelta y la sentó sobre su re gazo, con la cabeza apoyada
en el pliegue de su codo, mientras con la mano izquierda apartaba cuanto podía la pierna
derecha de la muchacha.
Ella sentía el suave coleto de becerro contra su costado desnudo, la piel de las altas
botas bajo las caderas, y veía la cara de él por encima. Aquellos ojos la perforaban. El
capitán besó lentamente a Bella, que volvió a agitar las caderas involuntariamente. Se
estremeció. Luego él sostuvo algo des lumbrante y hermoso a la luz, obligando a Bella a
parpadear. Era la gruesa empuñadura de su daga, con incrustaciones de oro, esmeraldas
y rubíes. El objeto desapareció pero Bella no tardó en sentir el frío metal contra la
vagina.
Oooooh, sí... gimió al percibir que la em puñadura se deslizaba hacia dentro, mil veces
más dura y cruel que el miembro del capitán, de mayor tamaño, al menos eso parecía, y
la levantaba pre sionando su ardiente clítoris.
Casi gritó de deseo, con la cabeza desmayada y la mirada ciega a otra cosa que no
fueran los atentos y escrutadores ojos del capitán. Las caderas de Bella ondularon
salvajemente contra el re gazo de él, mientras el mango de la daga entraba y salía,
entraba y salía, hasta que no pudo soportarlo más y el éxtasis volvió a paralizarla y
silenciar su boca abierta, desvaneciendo la visión del capitán en un momento de
liberación total.
Cuando recuperó la conciencia, sus caderas aún experimentaban aquel temblor salvaje,
la va gina profería jadeos silenciosos, pero ahora estaba sentada y el capitán le sostenía
la cara entre las manos para besarle los párpados.
Sois mi esclava dijo.
Bella asintió.
Cada vez que venga a la posada, seréis mía. Desde donde os encontréis en ese momento,
os acercaréis a mí y besaréis mis botas.
Bella asintió una vez más.
El capitán la puso en pie y, antes de que pudiera darse cuenta, la habían obligado a salir
del cuarto con las manos detrás de la nuca, y se encontró bajando por la misma escalera
de caracol por la que había subido.La cabeza le daba vueltas. Él iba a dejarla. No podía
soportar la idea. «Oh, no, no, por favor, no os marchéis», se decía llena de
desesperación. El capitán le propinó unos azotes fervorosos en el trasero con su gran
mano enguantada en fino cue ro y la obligó a entrar otra vez en la fresca oscuridad de la
posada, donde ya había seis o siete hom bres bebiendo.
Bella captó las risas, las charlas, el sonido de la pala que golpeaba en algún rincón del
local y de un esclavo que gemía y sollozaba.
Pero no se quedaron allí sino que la obligaron a salir a la plaza que había fuera de la
posada.
Doblad los brazos a la espalda dijo el capitán. Marcharéis ante mí levantando las rodi
llas, con la cabeza erguida.

esquimala
21-09-2011, 18:23:19
EL LUGAR DE CASTIGO PÚBLICO
Por un momento, la luz del sol resultó dema siado brillante. Aunque Bella ya tenía
bastante con doblar los brazos tras la nuca y marchar le vantando las piernas cuanto
podía, finalmente vis lumbró la plaza cuando empezaron a andar por ella. Distinguió los
grupillos de holgazanes y charlatanes que iban de acá para allá, varios jóve nes sentados
sobre el amplio reborde del pozo, ca ballos amarrados a las entradas de las posadas y
también esclavos desnudos desperdigados aquí y allá, algunos postrados de rodillas,
otros marchan do como ella.
El capitán la obligó a girar con otro de sus azotes de amplia trayectoria, no muy fuerte,
al tiempo que le estrujaba un poco la nalga derecha para indicarle la dirección a seguir.
Medio dormida, Bella se encontró en una am plia calle llena de tiendas, muy parecida a
la calle juela por la que había venido pero, a diferencia de aquélla, ésta estaba repleta de
gente muy atareada que compraba, regateaba y discutía.
Volvió a experimentar aquella terrible sensa ción de normalidad, de que todo esto había
suce dido con anterioridad; o como mínimo, le resulta ba tan familiar que podría haber
ocurrido hacía tiempo. Ver a un esclavo desnudo limpiando un esc******e a cuatro patas
le parecía bastante habi tual, y otro esclavo con un cesto atado a la espalda, marchando
como ella ante una mujer que le arrea ba con un bastón, pues sí, eso también le parecía
normal. Incluso los esclavos amarrados desnudos a las paredes, con las piernas
separadas y los ros tros medio adormecidos, parecían lo más natural ¿Por qué no iban a
mofarse de ellos los jóvenes del pueblo al pasar por delante, por qué iban a dejar de dar
una palmotada aun pene erecto por aquí o pellizcar un pobre pubis languidecido por
allí? Sí, definitivamente era lo más natural.
Incluso la incómoda palpitación de sus senos, los brazos doblados en la nuca
obligándola asacar pecho, todo eso parecía bastante lógico, una forma muy adecuada de
marchar, pensó Bella. Cuando recibió otro azote cariñoso, marchó con más brío e
intentó levantar las rodillas más garbosa mente.
Estaban llegando al otro lado del pueblo, al mercado al aire libre donde se
arremolinaban cientos de personas alrededor de la elevada plataforma de subastas. De
los pequeños estableci mientos de comida llegaban aromas deliciosos.
Podía oler incluso los vasos de vino que los jóvenes vendían en los puestos ambulantes,
veía los ropajes de la tienda de tejidos que volaban for mando largas ondulaciones, las
pilas de cestos y cuerdas a la venta, y también los esclavos desnu dos que, ocupados en
mil tareas, estaban disemi nados por toda la plaza.
En una callejuela, un esclavo arrodillado barría vigorosamente el suelo con una pequeña
esco ba. Otros dos cautivos a cuatro patas, con unos cestos llenos de fruta atados a sus
espaldas se apresuraban a salir al trote por una puerta. Una delgada princesa estaba
colgada cabeza abajo contra la pared, con el vello púbico reluciente al sol, el rostro
enrojecido y bañado en lágrimas y los pies diestramente sujetos a la pared con unas
anchas ajorcas bien apretadas.
Pero ya habían llegado a otra plaza, que era una prolongación de la primera, un extraño
lugar sin pavimentar, con tierra blanda y revuelta, igual que el sendero para caballos del
castillo. El capitán permitió a Bella detenerse y se quedó de pie a su lado con los
pulgares sostenidos en el cinturón, echando un vistazo general.
Bella descubrió otra alta plataforma giratoria, como la de la subasta, y sobre ella un
esclavo ata do al que un hombre estaba dando un cruel casti go mientras hacía girar la
plataforma accionando un pedal, igual que el subastador. Cada vez que el esclavo
llegaba a la posición adecuada, el hombre alcanzaba con el látigo su trasero desnudo. La
pobre víctima era un príncipe de fantástica musculatura, con las manos atadas
fuertemente a su espalda y la mandíbula levantada sobre un corto y burdo pilar de
madera, lo que permitía que todo el mundo le viera la cara mientras recibía su castigo.
«¿Cómo puede mantener los ojos abiertos? se preguntó Bella. ¿Cómo puede soportar
mirar al público? » La multitud que rodeaba la tarima chi llaba y gritaba como lo había
hecho en la subasta celebrada horas antes.
Cuando el torturador alzó su látigo de cuero para indicar a los presentes que el castigo
había concluido, el pobre príncipe, con el cuerpo convulsionado, la cara contraída y
empapada, recibió una granizada de fruta madura y desperdicios.

esquimala
21-09-2011, 18:24:00
El ambiente del lugar era de feria, como en la otra plaza, con los mismos puestos de
comida y vendedores de vino. Desde lo alto, cientos de personas miraban, cruzadas de
brazos, apoyadas so bre alféizares de ventanas y barandas de balcones.
Pero los azotes en la plataforma giratoria no eran el único castigo. Un poco más lejos,
hacia la derecha, de una alta estaca de madera en cuyo ex tremo superior había una
anilla de hierro, colga ban una gran cantidad de largas cintas de cuero que bajaban casi
hasta el suelo. Al final de cada cinta había un esclavo amarrado a ella por un an cho
collar de cuero que le obligaba a mantener la cabeza muy erguida. Todos ellos
marchaban en círculo y, aunque avanzaban lentamente, brinca ban haciendo cabriolas
alrededor de la estaca, siguiendo los golpes constantes de cuatro asistentes encargados
de las palas, que estaban situados en cuatro puntos del círculo como si indicaran los
cuatro puntos cardinales. Los pies desnudos de los cautivos habían surcado el suelo
dejando un rastro circular. Algunos de ellos tenían las manos atadas a la espalda, otros
estaban sujetos a las cintas sin otra ligadura que el collar.
Un grupo disperso de lugareños observaba la marcha y hacía comentarios esporádicos.
Bella, perpleja y en silencio, observó cómo desataban a una joven princesa de largo y
rizado pelo castaño para devolverla a su amo, que la esperaba y la azo tó en los tobillos
con una escoba de paja, instándola a ponerse en movimiento.
Por allí dijo el capitán, y Bella marchó obedientemente a su lado en dirección al alto
mayo del que colgaban las cintas giratorias.
Atadla dijo al guardia, quien se llevó rápidamente a Bella y le abrochó el collar,
obligándola a levantar la mandíbula por encima de la an cha argolla de cuero.
A duras penas distinguió Bella al capitán, que la observaba. Cerca de él había dos
mujeres del pueblo que le estaban hablando y a las que les contestó algo con gesto
indiferente.
La larga tira de cuero que descendía desde lo alto de la estaca hasta su cuello era pesada
y se movía por el impulso de los otros esclavos, formando un círculo cuyo eje era la
anilla de hierro. Bella tuvo que acelerar un poco la marcha para evitar ser arrastrada
hacia delante por el collar, pero entonces éste tiró de ella hacia atrás, hasta que
finalmente la princesa encontró el paso adecuado. En ese instante sintió el primer y
sonoro azote de uno de los guardias que esperaba con bastante indife rencia el momento
de castigarla. Bella se percató de que eran tantos los esclavos que trotaban en el círculo
que los guardias blandían en todo momen to sus brillantes óvalos de cuero negro. Pero
ella sólo disfrutó de unos pocos segundos pausados entre golpe y golpe, mientras el
polvo y la luz del sol le irritaban los ojos al mirar el pelo enmaraña do del esclavo que
marchaba delante.
«Castigo público.» Recordó las palabras del subastador cuando explicaba a todos los
nuevos dueños y señoras que lo prescribieran cada vez que fuera necesario. Sabía que al
capitán nunca se le ocurriría explicarle la razón del castigo, a diferencia de los señores y
damas de buenos modales y pico de oro del castillo. Pero ¿qué importaba?
Bastaba con que estuviera aburrido o que sintiera curiosidad para que ordenara unos
azotes. Cada vez que daba una vuelta completa le veía con clari dad por unos breves
instantes, con los brazos en jarras, las piernas firmemente separadas y los ojos verdes
fijos en ella. Buscar motivos era una ridicu lez, reflexionó. Mientras se preparaba para
recibir otro golpe mortificante, que le hizo perder mo mentáneamente el equilibrio y
todo donaire sobre la tierra polvorienta mientras la pala impulsaba sus caderas hacia
delante, sintió una singular satisfacción que nunca había experimentado en el cas tillo.
No sentía tensión alguna. El consabido dolor de vagina, el anhelo por el pene del
capitán, el estallido de la pala, todo ello estaba presente en la marcha alrededor del
mayo. El collar de cuero re botaba cruelmente contra su barbilla erguida, las yemas de
sus pies producían un ruido sordo al pi sar la tierra apretada, pero aquella sensación no
te nía nada que ver con el terror espeluznante que había experimentado anteriormente.
Sin embargo, un fuerte grito de la multitud que estaba en las proximidades puso fin a su
arro bamiento. Por encima de las cabezas de los lugareños que la observaban a ella y a
los demás escla vos, vio que bajaban al príncipe de la plataforma giratoria, donde tanto
rato había permanecido para escarnio público. No tardaron en subir a una princesa de
pelo rubio como el de Bella, que ocu pó su puesto con la espalda arqueada, el trasero
bien levantado y la mandíbula apoyada en el pilar.
Al dar una nueva vuelta alrededor del peque ño círculo, Bella alcanzó a ver cómo la
princesa se retorcía mientras le ataban las manos a la espalda y le ajustaban la altura del
apoyo de la barbilla con una manivela, para que no pudiera volver la cabe za. Cuando le
ataron las rodillas a la plataforma giratoria ella pataleó furiosamente. La multitud, tan
entusiasmada con su actuación como lo estuvo anteriormente con la demostración de
Bella en la plataforma de subastas, expresó su regocijo con grandes vítores.

esquimala
21-09-2011, 18:24:46
Bella atisbó entre el gentío al príncipe que acababan de retirar de la plataforma mientras
se lo llevaban a toda prisa a una picota cercana. De hecho, en un pequeño espacio aparte
había varias picotas que formaban una hilera. Una vez allí, do blaron al príncipe por la
cintura, separaron sus piernas de una patada, sujetaron su cara y manos con abrazaderas
y la madera bajó con un fuerte ruido sordo para sostenerlo mirando hacia delan te, lo
que eliminaba toda posibilidad de esconder la cara, ni de hacer nada.
La muchedumbre se apiñó alrededor de la fi gura desvalida. Bella, tras dar otra vuelta y
soltar un súbito quejido a causa de un palazo inusualmente fuerte, vio al resto de
esclavos, todos ellos princesas, que estaban siendo ridiculizadas del mismo modo en las
picotas, atormentadas por la gente que las manoseaba, toqueteaba y pellizcaba a placer,
aunque también había un lugareño que ofrecía agua a una de ellas.
La princesa tenía que lamerla, naturalmente.
Bella vio el rápido movimiento de su lengua rosa da que se introducía en la corta copa,
pero aun así parecía que realizaba un gesto de misericordia.
Entretanto, la princesa que estaba en la plata forma giratoria pataleaba, daba botes y
ofrecía un gran espectáculo, con los ojos cerrados y retorciendo la boca en una mueca,
mientras la gente ja leaba y contaba cada golpe que ella recibía con un ritmo que
resultaba extrañamente pavoroso.
El tiempo de mortificación de Bella en el mayo estaba llegando a su fin. Le soltaron el
collar con gran destreza y la sacaron jadeante del círculo. Las nalgas, que parecían
hincharse como si esperaran el siguiente azote, le escocían. Cuando le doblaron los
brazos detrás de la espalda sintió un fuerte dolor, pero permaneció firme de pie
esperando a su amo.
El capitán le dio media vuelta con su manaza. Parecía encumbrarse sobre ella, con el
pelo centelleante y dorado por la luz del sol que le iluminaba alrededor de la sombra
oscura de su rostro. Se in clinó para besarla. Meció la cabeza de Bella entre sus manos y
luego tomó sus labios, que abrió atra vesándolos con su lengua, para después dejarla
marchar.
Bella suspiró al sentir que los labios de él se apartaban pues el beso se había afianzado
en lo más profundo de sus caderas. Rozó sus pezones contra la gruesa lazada del coleto
y sintió que la fría hebilla del cinturón le abrasaba la piel. Vio que el rostro moreno se
contraía hasta formar una lenta sonrisa y notó la rodilla del capitán apretada contra su
doliente sexo, mortificando su hambre. De repente creyó sentir una debilidad absoluta,
aunque no tenía nada que ver con los temblores de sus piernas o el agotamiento.
En marcha ordenó el capitán, y dándole media vuelta la envió hacia el lado más alejado
de la plaza con un suave apretón en la escocida nalga.
Pasaron cerca de los esclavos humillados en las picotas, que culebreaban y se retorcían
mien tras soportaban las mofas y palmotadas de la mul titud ociosa que se arremolinaba
a su alrededor. y detrás de ellos, Bella distinguió por primera vez, un poco más allá de
una hilera de árboles, una lar ga serie de tiendas de brillantes colores, cada una de las
cuales mostraba la entrada endoselada y abierta. En cada carpa había un joven
vistosamen te ataviado y, pese a que Bella no llegó a vislum brar los sombríos
interiores, oyó las voces de los hombres que incitaban uno tras otro a la multitud:
«Un hermoso príncipe en el interior, señor, por sólo diez peniques.» O, «una princesita
encantadora, señor, para vuestro disfrute, por quince peniques.» y más invitaciones
como éstas.
«¿No puede permitirse su propio esclavo? Goce de lo mejor por tan sólo diez peniques.»
«Una princesita que necesita un buen castigo, señora.
Cumpla el mandato de la reina por quince peni ques.» Bella se percató del movimiento
de hom bres y mujeres que iban y venían de las tiendas, unos solos y otros en grupo.
«Así incluso los más humildes aldeanos pue den disfrutar del placer», se dijo Bella. Más
adelante, al final de la hilera de tiendas, vio a un grupo de esclavos polvorientos y
desnudos, con las cabezas bajas y las manos atadas a la rama del árbol que colgaba
sobre ellos, situados detrás de un hombre que gritaba: «Alquilad por horas o por días a
estas preciosidades para los servicios más humillantes.» Al lado del hombre, sobre una
mesa con caballetes, había una selección de tiras y palas.

esquimala
21-09-2011, 18:25:17
Bella continuó marchando, absorbió estos es pectáculos como si las imágenes y sonidos
la aca riciaran, mientras la mano grande y firme del capitán la castigaba de vez en
cuando con suavidad.
Cuando llegaron por fin a la posada y Bella se encontró de nuevo en la alcoba del
capitán, con las piernas separadas y las manos tras la nuca, pensó sumida en un sopor:
«Sois mi amo y señor.»
Tenía la impresión de que, en alguna otra en carnación, había pasado toda su vida en el
pueblo sirviendo aun soldado. El bullicio que llega ba desde la plaza constituía una
música reconfortante.
Era la esclava del capitán, sí, enteramente suya, y estaba dispuesta a correr por las
calles, re cibir castigos y someterse por completo.
Él la tumbó sobre la cama, y le manoseó los pechos y, cuando la poseyó otra vez con
violencia, Bella meneó la cabeza a uno y otro lado, susu rrando:
Señor, siempre mi señor.
En algún lugar recóndito de su mente sabía que tenía prohibido hablar, pero sus palabras
no le parecieron más que un gemido o un grito. Tenía la boca abierta y sollozaba cuando
alcanzó el orgasmo. Levantó los brazos y rodeó el cuello del capi tán. Los ojos de él
parpadearon y luego llamearon a través de la penumbra. y entonces llegaron las
embestidas finales, que dejaron a Bella al borde del delirio.
Durante un largo rato, la princesa permaneció quieta con la cabeza acurrucada contra la
almohada. Sintió que la larga cinta de cuero del mayo la instaba a trotar como si aún
estuviera perdida en la plaza de castigo público.
Pensaba que sus pechos iban a reventar a causa de la palpitación de los golpes. Pero se
dio cuenta de que el oficial se estaba desnudando y se metía en la cama junto a ella.
El capitán posó su cálida mano en el sexo em papado y le separó los labios con suma
delicadeza.
Bella se arrimó aún más a su desnudo señor, a aquellos brazos y piernas poderosos
cubiertos por un dorado, suave y rizado vello, a su liso pecho que se apretaba contra el
brazo y la cadera de ella. El mentón a medio afeitar le raspaba la meji lla. Luego la
besó.
Cerró los ojos a la luz de la tarde que se filtraba a través de la pequeña ventana. Los
ruidos indistintos del pueblo, las débiles voces que llega ban de la calle, las risotadas
impersonales que se oían abajo en el mesón, todo ello se fundía en un suave zumbido
que la arrullaba. La luz se tornó más brillante antes de desvanecerse. El pequeño fuego
subió repentinamente en el hogar, el capitán cubrió a Bella con sus extremidades y
respiró profundamente dormido contra ella.

esquimala
21-09-2011, 18:25:47
TRISTAN EN CASA DE NICOLÁS,
EL CRONISTA DE LA REINA
Tristán:
Casi aturdido, pensé en las palabras de Bella, al mismo tiempo que el subastador
animaba a pu jar y la multitud profería alaridos formando una corriente que se
arremolinaba a mi alrededor. Recordé con los ojos entrecerrados: «¿Por qué debemos
obedecer? Si somos malos, si nos han sentenciado a este lugar como castigo, ¿por qué
debemos acatar más órdenes? »
Las preguntas de Bella se repetían una y otra vez ahogando los gritos y las mofas, aquel
gran clamor inarticulado que era la auténtica voz de la muchedumbre, absolutamente
brutal, y que reno vaba incesantemente su propio vigor. Me aferré al recuerdo plateado
de la exquisita cara ovalada de la princesa, sus ojos centelleantes, con aquella
independencia irreprimible, mientras entretanto me atizaban, azotaban, abofeteaban,
volteaban y exa minaban.
Tal vez me refugié en aquel extraño diálogo interior porque la tremenda realidad de la
subasta era demasiado difícil de soportar. Me encontraba sobre la plataforma, como me
habían amenaza do que sucedería. y desde todas partes pujaban por mí.
Creía verlo todo y nada. En un confuso mo mento de compunción extrema, me apiadé
del ne cio esclavo que había sido en los jardines del castillo, cuando soñaba con actos de
insubordinación y con el pueblo.
Vendido a Nicolás, el cronista de la reina.
A continuación me vi bruscamente arrastrado escaleras abajo, donde se hallaba el
hombre que me había comprado. Parecía una llama silenciosa en medio del tumulto, de
las rudas manos q\le pal moteaban mi pene erecto, que me pellizcaban y me tiraban del
pelo. Con aquella serenidad per fecta que envolvía toda su persona, me alzó la bar billa.
Nuestras miradas se encontraron y, con in tenso sobresalto, pensé, ¡sí, éste es mi amo!
Exquisito.
Si no el hombre, bastante robusto pese a la alta y esbelta constitución, sí su porte.
La pregunta de Bella me aporreaba los oídos.
Creo que por un momento cerré los ojos.
Me empujaron y me arrojaron a través del gentío, un centenar de supervisores exigentes
que me daban indicaciones sobre cómo marchar, levantando las rodillas y la barbilla,
con el pene erec to, mientras el fuerte ladrido del subastador lla maba al siguiente
esclavo que tendría que subir a la plataforma. El clamor ensordecedor me envol vía por
completo.
Apenas había vislumbrado a mi amo pero aquella visión fugaz sirvió para que todos los
detalles de su ser se grabaran a la perfección en mi mente. Era más alto que yo, quizá
me sacara un par de centímetros, tenía el rostro cuadrado pero delgado y un abundante y
espeso cabello blanco que se rizaba sobre sus hombros. Era demasiado joven para tener
el pelo blanco; sus rasgos eran casi aniñados a pesar de su gran altura; su mirada, puro
hielo, y los ojos azules cargados de oscuridad en el centro. Su vestimenta resultaba
demasia do elegante para los habitantes del pueblo, aunque había otros ataviados como
él en los balcones que daban a la plaza, mirando sentados en sillas con al tos respaldos
colocadas ante los ventanales abiertos. Debían de ser prósperos comerciantes y sus
esposas, sin duda, pero a él le habían llamado Ni colás, el cronista de la reina. Sus
manos eran largas; unas manos hermosas que, con un ademán casi lánguido, me
indicaron que le precediera.
Por fin llegué al extremo de la plaza y sentí las últimas y rudas palmadas y pellizcos.
Me encon tré marchando con la respiración entrecortada por una calle vacía, entre
pequeñas tabernas, puestos y puertas empernadas. Comprobé con gran alivio que todo el
mundo estaba en la subasta.

esquimala
21-09-2011, 18:26:17
Aquí se estaba tranquilo. No oía otra cosa que el sonido de mis pies so bre los
adoquines y el ligero chasquido de las botas de mi amo a mi espalda. Caminaba muy
cerca de mí, tanto que casi notaba su roce contra las nal gas. y luego, con un sobresalto,
noté el fuerte im pacto de una gruesa correa y su voz baja cerca de mi oído: Levantad
esas rodillas y mantened la cabeza bien alta y echada hacia atrás. Me estiré
inmediatamente, alarmado ante la posibilidad de haber perdido parte de mi digni dad.
Mi miembro se irguió, pese a la fatiga que sentía en las pantorrillas.
Incomprensiblemente, volví a representarlo en mi mente, aquel joven rostro lampiño,
con el reluciente cabello blanco y la túnica de terciopelo de exquisita hechura.
La calle torcía, se estrechaba, se hacía un poco más oscura a medida que los
encumbrados tejados se proyectaban sobre nuestras cabezas. Me sonrojé al ver aun
joven con una mujer que venían hacia nosotros, resplandecientes, con sus ropas limpias
y almidonadas, y que me miraron de arriba abajo. Oí el eco de mi respiración fatigada
reverberando en los muros. Un hombre sentado en una banque ta a la puerta de una casa
levantó la vista. El cinto me golpeó de nuevo justo cuando la pareja pasaba a nuestra
altura y oí reírse al hombre para sus adentros y murmurar: Un esclavo hermoso y fuerte,
señor. Pero, ¿por qué intentaba marchar deprisa y mantener la cabeza alta? ¿Por qué me
encontraba otra vez atrapado en la misma angustia de siem pre? Bella parecía tan
rebelde cuando me hacía aquellas preguntas. Pensé en su sexo ardiente aferrándose a mi
verga con audacia. Aquellas imáge nes y la voz de mi amo instándome de nuevo a se
guir adelante me estaban haciendo enloquecer. Alto dijo de pronto y me agarró brusca
mente del brazo para que me volviera y le viera de cara. Contemplé de nuevo aquellos
grandes y ló bregos ojos azules con las pupilas negras, la larga y delicada boca sin señal
alguna de burla o severidad. Calle arriba aparecieron varias formas indefi nidas y sentí
una pavorosa sensación punzante al darme cuenta de que se detenían para observarnos
detenidamente.
No os habían enseñado a marchar anterior mente, ¿verdad? me preguntó levantándome
tanto la barbilla que gemí y tuve que aplicar toda mi voluntad para no forcejear. No me
atrevía a responder. Pues vais a aprender a marchar ante mí dijo y me obligó a ponerme
de rodillas de lante de él en medio de la calle. Tomó mi cara entre ambas manos, aunque
continuaba sosteniendo el cinto con la derecha, y luego la empujó hacia arriba.
Me sentí impotente y lleno de vergüenza al verme obligado a levantar la vista. Muy
cerca, oí los cuchicheos y risas de unos jóvenes. Mi amo me obligó a adelantarme hasta
tocar el bulto de su pene encerrado dentro de los pantalones. Enton ces mi boca se abrió
y ofrecí mis besos con fervor.
El miembro cobró vida bajo mis labios. Me daba cuenta de que mis propias caderas se
movían, aunque intentaba mantenerlas quietas. Todo mi cuer po temblaba y su verga
palpitaba como un cora zónn latente contra la prenda de seda. Entretanto, los tres
observadores se acercaban cada vez más. ¿Por qué obedecemos? ¿No es más fácil
obedecer? Estas preguntas me atormentaban. Y ahora, arriba, y avanzad deprisa cuando
os lo ordene. Levantad esas rodillas exigió. Yo me levanté y me di la vuelta, al tiempo
que el cin turón estallaba contra mis muslos. Los tres jóve nes se apartaron a un lado en
cuanto me puse en marcha pero su atención era evidente y me percaté de que eran
ordinarios porque llevaban burdas vestimentas. El cinto me alcanzó con golpes sor dos.
Yo era un príncipe desobediente humillado ante los patanes del pueblo, alguien a quien
podían castigar y divertirse.
Estaba empapado por el calor y la confusión, pero aun así dediqué todas mis fuerzas a
hacer lo que se me ordenaba, mientras la correa alcanzaba mis pantorrillas y la parte
posterior de mis rodi llas antes de pasar a zurrar con fuerza la curva inferior de mi
trasero.

esquimala
21-09-2011, 18:26:53
¿Qué le había dicho a Bella? ¿Que no había venido al pueblo a oponer resistencia? Pero
¿qué pretendía decirle? Era más fácil obedecer. En esos instantes ya sentía la angustia
de no haber complacido, y era consciente de que podían recrimi narme una vez más
delante de estos muchachos vulgares; puede que oyera otra vez aquella voz fé rrea, en
esta ocasión llena de furia.
¿Qué podía calmarme, una palabra amable de aprobación ? Había oído tantas de lord
Stefan, mi señor en el castillo, y no obstante le había provocado intencionadamente y le
había desobedecido.
A primera hora de la mañana, me había levantado y había salido temerariamente de la
alcoba de lord Stefan, echando a correr hasta el extremo más ale jado del jardín, donde
los pajes acabaron por descubrirme. Les había proporcionado una divertida persecución
a través de la espesura de árboles y maleza. y cuando me atraparon, peleé y pataleé
hasta que, amordazado y maniatado, me llevaron ante la reina y frente aun Stefan
afligido y decepcionado.
Me había condenado a propósito. Sin embar go, en medio de aquel lugar aterrador, con
sus co rrehuelas brutales y juguetonas, me estaba esfor zando por permanecer en mi
lugar delante de la correa de un nuevo amo. El pelo me cubría la vis ta. Tenía los ojos
desbordados de lágrimas que aún no habían empezado a derramarse, y la ser penteante
callejuela con incontables letreros y esc******es resplandecientes se empañaba ante mí.
Alto dijo mi amo. Obedecí con gratitud y noté que me rodeaba el brazo con extraña
ternura.
Detrás de mí distinguí el sonido de varios pares de pies y un leve estallido de risa
masculina. ¡Así que aquellos miserables jovencitos nos habían se guido!
Oí a mi señor que preguntaba:
¿Por qué observáis con tal interés? se dirigía a ellos. ¿No queréis ver la subasta?
Aún queda mucho por ver, señor dijo uno de los jóvenes. Simplemente estábamos ad
mirando a éste, señor, las piernas y la verga de éste.
¿Pensáis comprar hoy? les preguntó mi amo.
No tenemos dinero para comprar, señor.
Tendremos que contentarnos con las tien das añadió una segunda voz.
Bien, venid aquí les dijo mi amo. Para ho rror mío, continuó: Podéis echar un vistazo a
éste antes de que lo haga entrar en casa; es una verdadera belleza. Me quedé petrificado
cuando me obligó a darme media vuelta y mirar de cara al trío. Estaba contento de
poder mantener la vista baja, pues así sólo veía sus vulgares botas de cuero amarillento
sin curtir y los gastados pantalones grises. Los jóvenes se acercaron aún más.
Podéis tocarlo si queréis dijo mi amo, y levantando de nuevo mi rostro me dijo: Esti
raos y agarraos bien al puntal de hierro que hay encima, en el muro.
Sentí el contacto del puntal que sobresalía antes incluso de verlo. Era lo bastante alto
como para obligarme a ponerme de puntillas.
Mi amo retrocedió unos pasos y se cruzó de brazos, con el cinto reluciente colgando aun
lado.
Vi las manos de los jóvenes que se acercaban rodeándome, noté el inevitable apretón en
mis nalgas inflamadas antes de que levantaran mis testículos y los apretaran
ligeramente. La carne colgante cobró vida, con sensaciones, hormigueos y estreme
cimientos. Me retorcí casi incapaz de permanecer quieto, ofendido por las inmediatas
risas que re sonaron en la calle. Uno de los jóvenes golpeó mi órgano para que se agitara
bruscamente.
¡Mirad eso, duro como la piedra! dijo dándome un nuevo golpe mientras su compañero
sopesaba mis testículos, manipulándolos ligera mente.

esquimala
21-09-2011, 18:27:31
Hice un esfuerzo para tragarme el enorme nudo que tenía en la garganta y dejar de
temblar. Sentí que me vaciaba de toda razón. Recordaba aquellas salas espléndidas del
castillo dedicadas exclusivamente al placer, con los esclavos acicala dos tan
primorosamente como esculturas. Natu ralmente, allí también me habían manoseado.
Me ses atrás también lo hicieron los soldados del campamento cuando me llevaban al
castillo. Pero ésta era una ordinaria calle empedrada, como las de cientos de ciudades
que conocía, y yo había de jado de ser un príncipe que la recorría sobre una preciosa
montura; ahora era un esclavo desnudo e indefenso al que examinaban tres jóvenes justo
delante de las tiendas y las casas de huéspedes.
El pequeño grupo se adelantaba y retrocedía, uno de los jóvenes me apretaba las nalgas
mientras preguntaba si podía ver mi ano.
Por supuesto dijo el amo.
Sentí que se me iban las fuerzas. Inmediatamente me separaron las nalgas de una
patada, como en la plataforma de subastas, y noté un duro pulgar que se metía dentro de
mí. Intenté ahogar un quejido y casi solté el puntal.
Zurradle con la correa si os apetece dijo el señor. Vi cómo se la tendía justo antes de
sentir que me torcían aun lado para golpearme fiera mente. Dos de los jóvenes todavía
jugueteaban con mi pene y mis testículos, tiraban del vello y de la piel del escroto y lo
meneaban con rudeza. Pero yo me estremecía con cada azote doloroso que marcaba mi
espalda. No pude evitar volver a ge mir en voz alta, ya que la punzante correa en manos
de aquel joven me azuzaba más fuerte que cuando la manejaba mi amo. Cuando los
entro metidos dedos tocaron la punta de mi miembro erecto, me estiré
desesperadamente hacia atrás in tentando contenerme. ¿Qué sucedería si eyacula ba en
las manos de estos jóvenes zoquetes? No so portaba la idea. Aun así, mi verga
continuaba púrpura y durísima como el hierro a causa del tor mento.
¿Qué os han parecido estos azotes? preguntó el que estaba a mi espalda, que me cogió la
cara desde atrás y tiró de mi barbilla hacia él con violencia. ¿Son tan buenos como los
propina dos por vuestro amo?
Ya habéis tenido bastante entretenimiento dijo el señor. Se adelantó para coger la correa
de cuero y aceptó los agradecimientos con un ademán, mientras yo seguía temblando.
Aquello no había hecho más que empezar. ¿Qué vendría a continuación? ¿y qué le había
sucedido a Bella?
Por la calle pasaba más gente. Me pareció oír el clamor distante de una muchedumbre,
con un débil toque inconfundible de trompeta. Mi amo me observaba atentamente y yo
bajé la mirada al sentir los espasmos de pasión de mi pene, mien tras mis nalgas se
apretaban y se aflojaban invo luntariamente.
Mi señor alzó la mano hasta mi cara. Me pasó los dedos por la mejilla y apartó varios
mechones de cabello. Vi cómo caía la luz polvorienta del sol sobre la gran hebilla de
bronce del cinturón y el anillo de la mano izquierda con la que sostenía la gruesa correa.
Al sentir el tacto sedoso de sus dedos, mi miembro se irguió con sacudidas incon
trolables e ignominiosas.
Entrad en la casa, a cuatro patas dijo con suavidad. Abrió la puerta que quedaba a mi iz
quierda. Siempre entraréis de este modo, sin ne cesidad de que nadie os lo ordene.
Me encontré sobre un suelo cuidadosamente pulido, moviéndome en silencio entre
pequeñas habitaciones comprimidas; por lo visto se trataba de una mansión a pequeña
escala, una espléndida casa particular del pueblo, para ser exactos, con una inmaculada
escalera de pequeñas dimensiones y espadas cruzadas encima de la pequeña chi menea.

esquimala
21-09-2011, 18:28:01
Aunque el lugar estaba sombrío, no tardé en distinguir los soberbios cuadros que
decoraban las paredes, que reflejaban a nobles y damas en sus pasatiempos cortesanos,
con cientos de esclavos desnudos forzados a realizar miles de tareas y adoptar distintas
posiciones. Pasamos junto aun pequeño guardarropa profusamente tallado y si llas de
alto respaldo. Luego el pasillo se estrechó y las paredes se cerraron en torno a mí.
En este lugar me sentía enorme y vulgar, más animal que humano, andando a rastras por
este pequeño mundo de rico ciudadano; desde luego no me sentía príncipe, más bien
una primitiva bes tia domesticada. Mi figura reflejada en un delicado espejo del
corredor me provocó una repentina inquietud que tuve que soportar en silencio.
Al fondo, por esa puerta me ordenó mi amo, y entré a una alcoba posterior en la que
había una pulcra mujercita del pueblo con una escoba en la mano, obviamente una
doncella, que se hizo a un lado cuando pasé junto a ella.
Era consciente de que mi rostro estaba desfi gurado por el esfuerzo y, de repente,
comprendí cuál era en realidad el terror del pueblo.
Consistía en que aquí éramos auténticos es clavos. Nada de juguetes en un palacio del
placer, como los cautivos de los cuadros de las paredes, sino verdaderos esclavos
desnudos en un mundo real, que íbamos a sufrir a cada paso, víctimas de gente ordinaria
en sus momentos de ocio o en sus faenas. Sentí que la agitación crecía en mi interior a
la par que el sonido de mi respiración fatigada.
Pero estábamos en otra habitación. Avanzaba sobre la suave alfombra de esta nue va
sala iluminada por lámparas de aceite cuando recibí la orden de detenerme, lo cual hice
sin tan siquiera cambiar de postura por miedo a ser cen surado.
Al principio, lo único que vi fueron libros relucientes bajo el brillo de las lámparas.
Paredes enteras de libros; al parecer, todos encuadernados en delicado cuero y
decorados en oro; el tesoro de un rey en libros, sin duda. Había lámparas de acei te
distribuidas por toda la habitación, dispuestas sobre elevados pies y también en un gran
escrito rio de roble en el que estaban esparcidas varias hojas de pergamino. Las plumas
de escribir descansaban en un mismo soporte de bronce. También había tin teros. y por
encima de las estanterías, distinguí el destello de más cuadros colgados en lo alto.
Luego, por el rabillo del ojo divisé una cama instalada en un extremo de la habitación.
Pero lo más sorprendente, aparte de la incal culable riqueza bibliográfica, era la figura
impre cisa de una mujer que lentamente se materializó en mi visión. Estaba escribiendo
sentada a la mesa.
No conocía muchas mujeres que leyeran y es cribieran, sólo unas pocas grandes damas
de la corte. En el castillo, eran muchos los príncipes y priucesas que ni tan siquiera eran
capaces de leer los rótulos de castigo que les colgaban al cuello cuando eran
desobedientes. Pero esta dama estaba escribiendo bastante deprisa. Alzó la vista y me
atrapó mirándola, sin darme tiempo a bajar los ojos servilmente. Entonces se levantó y
vi que sus faldones en movimiento se plantaban ante mí. Pa recía una mujer menuda,
con muñecas delicadas y largas manos graciosas parecidas a las del amo. Aunque no me
aventuré a levantar la vista, me ha bía percatado de que tenía el pelo castaño oscuro,
peinado con raya en medio y suelto sobre la espal da formando ondas. Llevaba un
vestido color borgoña oscuro, tan suntuoso como el del hom bre, pero se había puesto
un mandil azul oscuro para protegerse y además tenía los dedos mancha dos de tinta, lo
que le daba un aspecto interesante. Me inspiró temor. Tenía miedo de ella y del hombre
que continuaba callado a mi espalda, de la pequeña y silenciosa habitación y de mi
propia desnudez.
Permitid que le eche una ojeada dijo la mujer. Su agradable voz, modulada como la de
mi amo, resultaba débilmente resonante. Puso sus manos bajo mi barbilla y me instó a
incorporarme sobre las rodillas. Rozó mi mejilla humedecida con su pulgar, lo que
provocó un intenso sonrojo por mi parte. Bajé la vista, naturalmente, pero me había
dado tiempo a ver sus altos y prominentes pechos, la fina garganta y un rostro que
recordaba en cierta forma al de un hombre, no en los rasgos físicos sino en su serenidad
e impenetrabilidad.

esquimala
21-09-2011, 18:28:32
Me llevé las manos a la nuca con la esperanza inútil de que no me atormentara el pene,
pero me ordenó ponerme en pie, sin apartar los ojos de mi miembro.
Separad las piernas; ahora ya debéis de co nocer posturas más convincentes dijo con
seve ridad, aunque hablaba lentamente. No, más se paradas añadió hasta que lo sientan
vuestros exquisitos y apretados músculos. Eso está mejor.
Ésta es la postura que adoptaréis siempre que os encontréis en mi presencia, con las
piernas completamente separadas, casi agachado, aunque no tanto. No lo volveré a
repetir. No se consiente repetir órdenes a los esclavos del pueblo. Al primer error, seréis
azotado en la plataforma pública.
Estas palabras me provocaron un estremeci miento que recorrió todo mi cuerpo, con
una ex traña sensación de fatalidad. Sus pálidas manos casi parecían brillar a la luz de
las lámparas cuan do se acercaron a mi pene. Seguidamente apretó la punta, lo que
provocó la aparición de una gota de fluido. Jadeé, sentí el orgasmo apunto de explotar
desde mi interior, dispuesto a avanzar por mi ór gano hasta salir afuera. Pero, por suerte,
soltó el pene para sopesar mis testículos como habían he cho anteriormente los jóvenes.
Sus pequeñas manos los palparon, los masa jearon cuidadosamente, moviéndolos
adelante y atrás déntro de su bolsa. El parpadeo de las lámparas de aceite parecía
dilatarse y empañar mi vi sion.
Impecable dijo a mi señor. Hermoso.
Sí, fue lo que pensé yo también confir mó el amo. Probablemente lo más escogido del
grupo. y el coste no fue tan exageradamente ele vado, pues era el primero de la subasta.
Creo que si hubiera sido el último el precio se habría dobla do. Observad las piernas, su
fuerza, y esos hom bros.
La mujer levantó ambas manos y me alisó el pelo hacia atrás:
Oía a la multitud desde aquí comentó ella. Estaban como locos. ¿Lo habéis examinado
completamente?
Yo intentaba aquietar el pánico que se apoderaba de mí. Al fin y al cabo, había pasado
seis me ses en el castillo. ¿Por qué me causaban tanto te rror esta pequeña habitación y
estos dos fríos ciudadanos?
No, y habría que hacerlo ahora. Habría que medir su ano dijo el señor.
Me pregunté si percibirían el efecto que estas palabras tenían sobre mí. En aquellos
instantes deseé haber poseído otras tantas veces a Bella en el carretón de esclavos, de
este modo mi pene sería más controlable, pero la simple idea hizo que mi miembro se
congestionara aún más. Paralizado en esta postura vergonzante, con las piernas tan
estiradas, observé impotente que mi amo se dirigía a una de las estanterías y alcan zaba
un estuche forrado de piel, que luego dispuso sobre la mesa.
La mujer me dio media vuelta para que me quedara mirando a la mesa de roble. Me bajó
las manos y las colocó sobre el borde del escritorio; yo permanecía doblado por la
cintura, haciendo un esfuerzo enorme por separar las piernas cuanto podía para que no
tuvieran que reprenderme. y sus nalgas apenas están enrojecidas, eso es bueno dijo la
mujer. Noté que sus dedos jugue teaban con mis erupciones y escoceduras. Un do lor
desmesurado se desató en mi carne, y un alu vión de luces en mi mente; entonces vi que
abrían ante mis ojos el estuche de cuero y sacaban de él dos falos forrados de cuero.
Uno era del tamaño del pene de un hombre, diría yo, y el otro algo más grande. El más
grande estaba decorado en su base con una larga masa tupida de pelo negro, una cola de
caballo, y los dos llevaban incorporada una anilla, una especie de manilla. Intenté
prepararme. Pero mi mente se rebelaba al contemplar aquel espeso y reluciente pelo.
No podían obligarme a llevar una cosa así, que en vez de un esclavo ¡me haría parecer
un animal!

esquimala
21-09-2011, 18:29:03
La mano de la mujer abrió un frasco de vidrio rojo que había sobre el escritorio, el cual
pareció iluminarse por primera vez en el mismo momento en que yo advertí el objeto.
Los largos dedos de la dama recogieron una buena cantidad de crema del frasco y
seguidamente la mujer desapareció detrás de mí.
Sentí la frialdad de la masa de crema en con tacto con mi ano y experimenté la
sobrecogedora indefension que siempre me invadia cuando me tocaban y abrían aquella
parte. Con suavidad, no exenta de rapidez y destreza, me aplicó la húmeda sustancia que
extendió concienzudamente en el interior de la hendidura, y luego por el interior del ano
mientras yo hacía un gran esfuerzo por permanecer en silencio. Sentía la fría mirada
observadora de mi señor sobre mí; notaba las faldas de la señora contra mi piel.
La mujer cogió el más pequeño de los dos fa los del escritorio y lo deslizó con
brusquedad y firmeza dentro de mi cavidad. Yo me estremecí lleno de inquietud.
Chist... no os pongáis tan tenso me di jo. Haced fuerza hacia fuera con las caderas y
abríos a mí cuanto podáis. Sí, mucho mejor. No me digáis que nunca os midieron ni os
montaron sobre un falo en el castillo
Me saltaron las lágrimas. Unos violentos temblores se apoderaron de mis piernas al
sentir cómo se deslizaba el falo hacia dentro, con un tamaño y fuerza insoportables, y
mi ano se contraía con espasmos. Era como si para mí no hubiera existido otro tiempo,
no obstante cada época an terior había sido tan extenuante y mortificadora como ésta.
Es casi virginaldijo, casi un niño. A ver qué os parece esto y con la mano izquierda me
levantó el pecho hasta que me quedé otra vez de pie con las manos en la nuca, las
piernas temblo rosas y el falo impelido hacia arriba dentro de mi ano, con su mano
sujetándolo.
Mi señor fue a colocarse detrás de mí y percibí cómo meneaba el falo hacia delante y
atrás. Sentí cómo se agitaba en mí aun cuando él ya lo había dejado. Me sentía
atiborrado, empalado. y mi ano parecía una temblorosa boca excitada alrededor de aquel
artilugio.
¿A qué vienen todas estas dulces lágrimas? la señora se acercó más a mi cara y la
levantó con su mano izquierda. ¿Nunca antes os habían tomado las medidas? preguntó.
Hoy mismo encargaremos toda una colección para vos, con gran variedad de adornos y
arneses. Serán raras las ocasiones en las que dejemos vuestro ano desta ponado. y ahora,
mantened las piernas separadas.
Ya mi amo le dijo: Nicolás, pasadme el otro.
Con un repentino grito sofocado protesté lo mejor que podía en aquella situación. No
sopor taba la visión de aquella espesa masa negra de la cola de caballo. No obstante, la
miré fijamente mientras la levantaban. La mujer se limitó a reírse suavemente y
acariciarme otra vez la cara.
Calma, calma dijo con sinceridad. El falo más pequeño salió suavemente y con una
rapidez asombrosa, dejando mi ano sin nada a lo que afe rrarse, con una peculiar
sensación que me provo có nuevos escalofríos.
La señora me estaba aplicando más cantidad de aquella crema estremecedora, la
extendía fro tándola. esta vez más profundamente, obligándo me con sus dedos a
abrirme, mientras con la mano izquierda seguía manteniendo mi cara levantada.
En mi visión, la habitación se reducía a una combinación de luz y color. No distinguía a
mi amo, que estaba a mi espalda. y entonces sentí el falo de mayor tamaño que me abría
a la fuerza provocan do un quejido. Pero, una vez más, ella me dijo:
Empujad hacia atrás las caderas, abríos más. Abríos...

esquimala
21-09-2011, 18:29:33
Quería gritar «no puedo», pero sentí cómo manipulaban hacia delante y atrás aquel
instru mento que me estiraba y, finalmente, se deslizaba hacia dentro, haciendo que mi
ano pareciera enor me y palpitante alrededor de este objeto desco munal que entonces se
me antojaba tres veces más grande que lo que había visto antes con mis pro pios ojos en
el estuche.
Pero no se trataba de un dolor agudo; era la intensidad de la sensibilidad lo que se
expandía y me dejaba indefenso. El grueso y hormigueante pelo que al parecer
levantaban y dejaban caer en contacto con mis nalgas me rozaba con una suavi dad casi
enloquecedora. No podía ni imaginárme lo. Al parecer, la mujer sostenía la anilla y
movía aquella verga gigante, empujándola hacia arriba para que yo me pusiera de
puntillas con dificultad, mientras ella decía: Sí, excelente.
Ésas eran las suaves palabras de aprobación.
Noté que el nudo que bloqueaba mi garganta ce día, y que el calor se expandía por mi
rostro y mi pecho. Tenía las nalgas hinchadas. Me sentí impe lido hacia delante por
aquella cosa, aunque yo seguía quieto, con el suave contacto hormigueante de la cola de
caballo que me mortificaba de forma absoluta.
Ambos tamaños dijo. Emplearemos los menores con más frecuencia como avíos habitua
les y los de mayor tamaño cuando lo considere mos necesano.
Muy bien dijo mi amo. Los encargaré esta misma tarde. Pero la mujer no retiraba el
instrumento ma yor y me examinaba el rostro con suma atención.
Observé la luz parpadeante reflejada en sus ojos y me tragué en silencio un sollozo
contenido en mi garganta.
Ahora ya es hora de que nos traslademos a la granja dijo mi amo, con palabras que
parecían dirigirse a mí. Ya he ordenado que traigan el co che con un arnés libre para
éste. Dejaremos meti do el falo grande por el momento, será bueno para nuestro joven
príncipe que se adapte conveniente mente a las guarniciones.
No me dieron más que un par de segundos para reflexionar sobre todo esto.
Inmediatamente, el amo había cogido la anilla del falo con su firme mano y me
empujaba hacia delante ordenándome:
Marchad.
El pelo de la cola de caballo me rozaba e importunaba la parte posterior de mis rodillas.
El falo parecía moverse en mí como si tuviera vida propia, perforándome y
empujándome hacia de
lante.

CANTI*
21-09-2011, 23:38:22
exelente relato!!!
sigo pegaoo de bella!!!

esquimala
23-09-2011, 08:58:42
UN ESPLÉNDIDO CARRUAJE
Tristán:
«No pensé. No pueden sacarme a la calle disfrazado con estos adornos propios de una
bestia. Por favor...» Pero de cualquier modo me apre suraron a recorrer un pequeño
pasillo que daba a una puerta trasera por la que salí a una amplia cal zada pavimentada,
limitada al otro lado por las al tas murallas de piedra del pueblo.
Era una vía mucho más grande y transitada que la que habíamos seguido para llegar
hasta la casa, bordeada por altos árboles, por encima de los cuales vi a los guardias que
caminaban ociosamente sobre las almenas. Inmediatamente pude observar ante mí la
imagen escalofriante de los carruajes y carretas del mercado que circulaban
matraqueantes tirados por esclavos, no por caballos. Los carruajes grandes llevaban
hasta ocho o diez cautivos enjaezados, y de tanto en tanto pasaba una pequeña carroza
impelida únicamente por dos pa rejas de esclavos, e incluso pequeñas carretas del
mercado sin conductor que eran tiradas por un solitario cautivo, con el amo caminando
a su lado.
Pero antes de que pudiera sobreponerme a la impresión, e incluso antes de que
percibiera cómo maltrataban a los esclavos, vi el coche de cuero de mi señor ante mí, y
cinco esclavos, cuatro de ellos emparejados, con botas ajustadas, bien enjae zados, con
embocaduras que tiraban de sus cabezas hacia atrás y las nalgas desnudas adornadas con
colas de caballo. El carruaje era descubierto, con dos asientos tapizados en terciopelo.
Mi amo brindó su mano a la señora para que se apoyara al subir a ocupar su asiento,
mientras un joven ele gantemente vestido me empujaba hacia delante pa ra completar la
tercera y última pareja del tiro, la que quedaba más próxima al vehículo.
«No, por favor me dije como mil veces antes lo había hecho en el castillo, no, os lo
ruego...» Pero estaba convencido de que mi muda plegaria no sería oída. Estaba en
poder de unos lugareños que volvían a colocarme la gruesa y larga embocadura, que
tiraba firmemente hacia atrás de mi boca, con las riendas apoyadas sobre mis hom bros.
El grueso falo se afianzó en mi interior em pujado una vez más hacia dentro, y sentí que
me ponían un arnés de elaborada factura con finas correas que bajaban hasta una banda
que me rodea ba las caderas y que al instante engancharon firmemente a la anilla del
falo. Así era imposible expulsar aquella cosa. De hecho, estaba fuerte mente apretada
hacia dentro y atada a mí. Sentí un violento tirón, que casi me hizo perder el equili brio,
cuando sujetaron otro par de riendas a este mismo gancho, para dárselas a los que
viajaban detrás, que ahora controlaban a la vez la emboca dura y el falo desde su puesto
de guía. Al mirar hacia delante vi que todos los escla vos estaban amarrados como yo, y
que también eran príncipes. Las largas riendas que los manio braban pasaban junto a
mis muslos o sobre mis hombros. Ante mí, unas ajustadas anillas de cuero servían
ingeniosamente para mantenerlos juntos, y probablemente se emplearían también a mi
es palda. Pero entonces sentí que me doblaban los brazos hacia atrás y los ataban con
fuertes y crueles tirones. Unas manos rudas, enguantadas, me engancharon diestramente
unos pequeños pesos de cuero en los pezones, dándoles unos golpecitos para comprobar
que colgaban firmemente. Eran como lágrimas de cuero, y por lo visto no tenían otro
propósito que hacer que la degradación inexpresable del conjunto, tiro y carruaje, fuera
aún más desgarradora.
Con la misma eficacia silenciosa, me ajustaron unas fuertes botas con herraduras, como
las utili zadas en el castillo para las devastadoras carreras del sendero para caballos. El
cuero me pareció frío en contacto con mis pantorrillas, y las herraduras me resultaron
más pesadas.

esquimala
23-09-2011, 08:59:16
Pero ninguna de las frenéticas carreras por el sendero, guiado por la pala de un jinete a
caballo, había sido tan degradante como verme atado jun to a estos otros corceles
humanos. Cuando comprendí que habían concluido los preparativos y estaba arreglado
como los otros esclavos de tiro y los que veía trotando por la concurrida calzada, un
tirón elevó mi cabeza hacia arriba y sentí dos hirientes sacudidas de las riendas que
hicieron que todo el tiro se pusiera en movimiento. Por el rabillo del ojo vi al esclavo
situado a mi lado levantando las rodillas con el habitual paso marcado para marchar, así
que lo imité, con el ar nés tirando del falo encajado en mi ano al tiempo que el amo
gritaba:
Más rápido, Tristán, hacedlo mejor. Recordad la forma de marchar que os he enseñado
un grueso látigo alcanzó con un fuerte chasquido las ronchas de mis muslos y nalgas,
mientras yo echa ba a correr ciegamente junto a los otros.
No podíamos estar avanzando muy rápido pero a mí me parecía que íbamos a toda
velocidad. Por delante divisaba el infinito cielo azul, los baluartes, los guías y ocupantes
instalados en lo alto de los carruajes con los que nos cruzábamos. De nuevo tuve aquella
horripilante percepción de la realidad, de que éramos auténticos esclavos desnudos,
nada de juguetes reales. Nos habíamos convertido en la parte más vulnerable y gimiente
de aquel lugar tan vasto, fatídico y sobrecogedor, que hacía que el castillo pareciera un
preparado monstruoso.
Ante mí, los príncipes hacían grandes esfuerzos bajo sus arneses, casi como si quisieran
su perarse unos a otros en velocidad. Sus traseros enrojecidos sacudían las largas y lisas
colas de caballo, los músculos se marcaban en sus fuertes pantorrillas por encima del
cuero ajustado de las botas, las herraduras resonaban sobre los adoquines. Yo gemía
mientras las riendas tiraban brusca mente de mi cabeza hacia arriba y el látigo me gol
peaba con fuerza la parte posterior de las rodillas.
Las lágrimas surcaban mi cara más copiosamente que nunca, así que casi era una
bendición tener puesta la embocadura para llorar contra ella. Los pesos de cuero tiraban
de mis pezones, chocaban contra mi pecho y provocaban escarceos de sensa ciones por
todo el cuerpo. Era consciente de mi desnudez, quizá como nunca antes la había perci
bido, como si los arneses, las riendas y la cola de caballo sirvieran únicamente para
potenciarla.
Sentí tres tirones de las riendas. El grupo redujo el paso aun trote rítmico, como si
conociera estas órdenes. Falto de aliento y con el rostro lle no de lágrimas, me adapté a
la marcha casi con gratitud. El látigo alcanzó al príncipe que corría junto a mí y vi el
modo en que arqueaba la espalda y levantaba aún más las rodillas, si esto era po sible.
Por encima de la mezcolanza de sonidos de las herraduras, gemidos y gritos aviva voz
de los otros corceles, podía oír las leves subidas y bajadas de la charla del amo y la
señora. No distinguía las palabras, sólo el sonido inconfundible de una conversación.
¡Arriba esa cabeza, Tristán! ordenó el amo con severidad, y al instante experimenté el
cruel tirón de la embocadura, acompañado de otra sacudida en la anilla que estaba
colocada en mi ano, lo que me hizo gritar sonoramente detrás de la mordaza y correr
más deprisa cuando la tensión se aflojó. El falo parecía haberse agrandado dentro de mí
como si mi cuerpo existiera únicamente con el propósito de asir aquel artilugio.
No podía dejar de sollozar contra la mordaza e intentaba recuperar el aliento para
dosificarlo mejor y aguantar la marcha del tiro. Pero de nue vo me llegaba la cadencia
de la conversación, que me hacía sentirme totalmente abandonado.
Ni siquiera los azotes recibidos en el campamento tras el intento de fuga cuando me
traslada ban al castillo me habían ultrajado ni rebajado tanto como este castigo. Cada
vez que vislumbra ba brevemente a los soldados apostados en las almenas superiores,
que se apoyaban ociosamente sobre la piedra y señalaban talo cual carruaje que pasaba,
aumentaba la sensación de fragilidad en mi alma. Algo dentro de mí estaba siendo
aniqui lado por completo.
Doblamos una curva y la calzada se ensanchó. Al mismo tiempo, la aceleración de las
herraduras y las ruedas girando a toda prisa se hacía cada vez más ruidosa. Tenía la
impresión de que el falo me impulsaba, levantaba y me lanzaba hacia delante, mientras
el largo y chasqueante látigo buscaba mis pantorrillas como si de un juego se tratara. Al
pa recer había recuperado el aliento; por suerte, mis fuerzas se habían renovado y las
lágrimas que sur caban mi rostro, antes abrasadoras, me parecían frías contra la brisa.
Estábamos atravesando las murallas y salía mos del pueblo por una puerta diferente a la
que habíamos utilizado por la mañana para entrar con la carreta de esclavos.
Ante mí divisé los terrenos de cultivo salpica dos de casitas con techumbre de paja y
pequeños huertos. La calzada por la que avanzábamos se volvió tierra revuelta, más
suave bajo nuestros pies. Pero una nueva percepción aterradora se había apoderado de
mí. Una cálida sensación se pro pagaba lentamente por mis testículos desnudos,
alargaba y endurecía mi órgano que nunca langui decía.

esquimala
23-09-2011, 08:59:46
Vi esclavos desnudos amarrados a arados o trabajando a cuatro patas entre el trigo. La
sensación de completa desnudez se intensificó.
Otros corceles humanos que avanzaban precipitadamente, cruzándose con nosotros,
evocaron en mí una agitación cada vez mayor. Yo tenía exactamente el mismo aspecto
que ellos. Era uno más.
En aquel instante tomamos un pequeño cami no y trotamos con brío en dirección a una
gran casa solariega con muros de entramado y varias chimeneas que se elevaban desde
su encumbrado tejado de pizarra. El látigo me azuzaba entonces sólo con leves azotes
que me escocían y hacían vibrar mis músculos.
Una cruel sacudida de las riendas nos hizo detenernos. Mi cabeza retrocedió
bruscamente y solté un grito incontenible que sonó completa mente distorsionado a
causa de la gruesa emboca dura, y me encontré allí parado con los demás, ja deantes y
temblorosos, mientras se asentaba el polvo del camino.
LA GRANJA Y EL ESTABLO
Tristán:
En ese mismo instante se acercaron a nosotros varios esclavos y, por los crujidos del
carruaje, supe que ayudaban al amo y a la señora a bajar.
Estos mismos esclavos, todos ellos hombres muy morenos, con el enmarañado pelo
blanqueado y brillante por la acción del sol, comenzaron a retirarnos las guarniciones.
Asimismo, me sacaron del trasero el inmenso falo, que dejaron atado al carruaje. Solté
la cruel mordaza con un resoplido y sentí que me quedaba como un saco vacío, sin
carga y sin voluntad.
Dos jóvenes vestidos con ropas sencillas llega ron hasta .nosotros y con largas varas
planas de madera me obligaron a mí y a los demás corceles humanos a dirigirnos por un
estrecho sendero que conducía aun edificio bajo que obviamente era una cuadra.
Nos forzaron de inmediato a doblarnos por la cintura, sobre un enorme travesaño de
madera, de tal manera que comprimía nuestros penes, y nos apremiaron a morder unas
anillas de cuero que colgaban de otra barra tan basta como la que te níamos ante
nosotros. Tuve que estirarme para atraparla entre mis dientes, con el travesaño
presionándome el vientre e hincándose en la carne.
Mis pies casi no tocaban el suelo cuando lo conseguí. Continuaba con los brazos
enlazados a la espalda, así que no podía agarrarme. Pero no me caí. Mordí firmemente
el blando cuero de la anilla, como los demás, y cuando el agua tibia salpicó mis
doloridas piernas y espalda, me sentí tremen damente agradecido por ello.
Nunca había experimentado algo tan delicio so, pensé. Aunque cuando me secaron todo
el cuerpo y aplicaron aceite sobre mis músculos sen tí el éxtasis, pese a tener el cuello
estirado de un modo tan tortuoso. Poco importaba que los bron ceados esclavos de pelo
enmarañado trabajaran con rudeza y rapidez, apretando los dedos con fuerza sobre las
erupciones y heridas. Por todas partes se oían gruñidos y quejidos, de dolor y de placer,
y al mismo tiempo del esfuerzo que supo nía morder la anilla. Luego nos quitaron el
calza do y también untaron de aceite mis ardientes pies, provocándome un hormigueo
exquisito.
A continuación nos obligaron a levantarnos y nos guiaron hasta otro travesaño donde
nos forzaron a encorvarnos de la misma forma sobre un abrevadero, para poder devorar
con la lengua la comida allí dispuesta, como si fuéramos caballos.
Los esclavos comían con avidez. Yo me esforcé por sobreponerme a la intensa
mortificación que me provocaba aquella visión. Pero enseguida me metieron la cara en
el estofado. Era suculento y sabroso. Otra vez mis ojos se llenaron de lágri mas, pero
lamí con el mismo descuido que los de más mientras uno de los criados me apartaba el
ca bello de la cara y lo acariciaba casi amorosamente.
Me di cuenta de que lo hacía del mismo modo que uno acaricia un hermoso caballo. De
hecho, me daba palmaditas como si mi trasero fuera una gru pa. Aquella mortificación
volvía a propagarse vertiginosamente por todo mi ser. Mi verga estaba de nuevo
comprimida contra el travesaño que la mantenía doblada hacia el suelo, y los testículos
parecían despiadadamente pesados.

esquimala
23-09-2011, 09:00:26
Cuando ya no pude comer más, me sostuvie ron un cuenco de leche, apretándolo contra
mi cara, para que bebiera a lametazos hasta que conseguí vaciarlo. Para cuando lo dejé
limpio y bebí un poco de agua recién sacada de la fuente, la dolorosa fatiga de mis
piernas se había desvaneci do. Lo que sí sentía todavía era el escozor de las ronchas y
esa sensación de tener las nalgas horrorosamente enormes, de color grana a causa de los
latigazos y la impresión de que mi ano se abría anhelante, añorando el falo que lo había
ensan chado.
Sin embargo, yo no era más que uno de los seis esclavos, y tenía los brazos ligados
fuertemente a la espalda como los demás. Todos los cor celes éramos iguales, ¿cómo iba
a ser de otro modo?
Alguien me levantó la cabeza para meterme en la boca otra anilla de cuero blando, de la
que colgaba una larga traílla del mismo material. Apreté
los dientes y la soga me obligó a levantarme y a apartarme del abrevadero. De igual
modo forza ron a incorporarse a todos los corceles, que avanzaron apresuradamente,
afanándose por seguir a un esclavo de piel morena que tiraba de las traíllas en dirección
al huerto.
Trotábamos deprisa, arrastrados por fuertes y humillantes estirones. Gemíamos y
gruñíamos al tiempo que aplastábamos la hierba que se extendía bajo nuestros pies.
Poco después los mozos nos desataron los brazos.
Me cogieron del pelo, me quitaron la anilla de la boca y, a empujones, me pusieron a
cuatro pa tas. Las ramas de los árboles se desplegaban sobre nosotros formando una
pantalla verde que nos protegía del sol. En ese instante vi a mi lado el precioso
terciopelo borgoña del vestido de la señora.
Me cogió por el pelo, tal como había hecho el criado, y me levantó la cabeza de manera
que durante un segundo pude mirarla directamente a la cara. Su pequeño rostro era
sumamente pálido y sus ojos de un profundo gris, con el mismo centro oscuro que había
visto en los ojos de mi amo. Bajé la vista de inmediato mientras el corazón martillea ba
con fuerza, temeroso de haber dado motivos para merecer una reprimenda.
¿Tenéis una boquita delicada, príncipe? preguntó. Yo sabía que no debía hablar y,
confundido por su pregunta, sacudí un poco la cabeza negativamente. A mi alrededor,
los demás jacos estaban ocupados en alguna tarea aunque no podía ver con claridad qué
estaban haciendo. La ama aplastó mi cara contra la hierba, y ante mí, vi una manzana
verde bien madura. Lo que hace una boca delicada es coger esta fruta firmemente entre
los dientes y depositarla en el cesto, como los otros esclavos, sin dejar nunca el más
mínimo ras tro de su dentadura en ella finalizó.
En cuanto me soltó el pelo, cogí la manzana y, buscando frenéticamente el cesto, me fui
trotando para dejar la fruta en él. Los demás esclavos trabajaban con rapidez y yo me
apresuré a imitar su rit mo. No sólo pude ver la falda de mi señora sino que entonces
advertí también a mi dueño, que no estaba muy lejos de ella. Me afané desesperada
mente por cumplir con mi obligación. Encontré otra manzana y luego otra más, y otra;
si no en contraba ninguna me ponía nervioso, como loco.
Pero, de repente y totalmente por sorpresa, me introdujeron otro falo en el ano, sin
ayuda de cremas. Me forzaron a seguir hacia delante a tal velocidad que estaba
convencido de que guiaban el falo con una larga vara. Seguí apresuradamente a los
otros y me adentré en el huerto, avanzando entre la hierba que provocaba picores en mi
pene y testículos. Una vez más, me encontré con una manzana entre los dientes mientras
el falo me per foraba las entrañas y me dirigía hacia el cesto don de debía depositarla.
Al ver junto a mí unas botas gastadas sentí cierto alivio ya que, obviamente, esa persona
no podía ser mi amo ni mi señora. Intenté encontrar por mí mismo la siguiente manzana
con la esperanza de que me retiraran aquel instrumento, pero la presión del artilugio me
lanzó hacia delante y no pude alcanzar el cesto con suficiente rapidez. El falo me
llevaba de aquí para allá mientras yo amontonaba manzanas, has ta que el cesto estuvo
completamente lleno.

esquimala
23-09-2011, 09:01:04
Todos los esclavos en tropel fueron enviados correteando hasta
otro grupo de árboles; yo era el único al que guiaban con un falo. Al instante, la cara se
me puso al rojo vivo pero, por mucho que me afanara, el instrumento me empujaba sin
clemencia hacia delante. La hierba me torturaba el pene, las más tiernas partes interiores
de los muslos e incluso mi garganta cada vez que recogía atropelladamente las
manzanas. Pero nada podía detenerme en mi
intento de seguir la marcha. Cuando atisbé las figuras del amo y la señora que se
alejaban en dirección a la casa, sentí un rubor de gratitud: no iban a presenciar mi
torpeza; luego, continué trabajando con ahínco.
Finalmente, todos los cestos estuvieron lle nos. Buscamos en vano más manzanas. Me
empujaron para que siguiera al pequeño grupo que se ponía de pie y empezaba a trotar
de vuelta hacia las cuadras, con los brazos doblados a la espalda como si estuvieran
maniatados. Pensé que el falo me dejaría entonces tranquilo, pero continuaba allí,
punzándome y dirigiéndome, mientras yo me esforzaba por seguir el ritmo de los otros.
La visión de las cuadras me llenó de terror, aunque todavía no sabía bien por qué.
Entre azotes, nos hicieron entrar a una larga sala cuyo suelo cubierto de heno resultó
agradable bajo mis pies. Luego cogieron a los otros esclavos, uno a uno, y los colocaron
bajo una larga y gruesa viga situada a poco más de un metro por encima del suelo y más
o menos a esa distancia de la pared que había detrás. A cada esclavo le ataban los brazos
alrededor de la viga, con los codos pronuncia damente hacia fuera. Les echaban las
piernas hacia atrás, muy separadas, lo que les mantenía por de bajo de la viga, con la
verga y los testículos ex puestos de un modo doloroso. Todas las cabezas estaban
inclinadas hacia el suelo bajo la viga, con el pelo caído y los rostros enrojecidos.
Esperé, tembloroso, a que me sometieran a la misma tortura. No me pasó por alto la
rapidez con que habían dispuesto todo esto, con los cinco esclavos ligados en un visto y
no visto, pero a mí me reservaban aparte. El temor me consumía cada vez con más
intensidad.
A continuación, me forzaron a ponerme otra vez a cuatro patas y me condujeron ante el
prime ro de los esclavos, el que había encabezado el grupo, un fornido rubio que se
retorció y sacó las caderas al acercarme yo, esforzándose al parecer por lograr cierto
alivio en aquella patética posición.
De inmediato comprendí lo que tendría que hacer, pero la perplejidad más absoluta me
dejó paralizado. El grueso y reluciente miembro que tenía ante mi rostro intensificó mi
propia apeten cia. ¡Vaya tortura para mi propio órgano sería la merlo! Sólo me quedaba
esperar clemencia des pués de ver aquello. Pero en cuanto abrí la boca, el criado
introdujo su falo.
Primero los testículos advirtió, un buen repaso con la lengua. El príncipe gemía y
meneaba las caderas hacia mí. Yo me apresuré a obedecer, con las nalgas oprimidas por
el falo y con mi propio pene a pun to de reventar. Mi lengua lamió la piel suave y sa
lada levantando los testículos. Luego dejé que se escurrieran de mi boca para después
lamerlos de prisa, intentando cubrirlos con mis labios mien tras me intoxicaba del sabor
a sal y a carne cálida.
El príncipe culebreaba, se retorcía y flexionaba cuanto podía las musculadas piernas en
el reduci do espacio mientras yo chupaba. Abarqué con mi boca todo el escroto,
lamiéndolo y mordisqueán dolo. Incapaz de esperar más a llegar al pene, dejé los
testículos y rodeé el miembro con mis labios, lanzándome hasta el nido de vello púbico
en un furor de lametazos. Continué moviéndome ade lante y atrás hasta que caí en la
cuenta de que el príncipe impelía su propio ritmo. Así que lo único que hice fue
mantener la cabeza quieta, con el falo ardiendo en mi ano, mientras la verga entraba y
salía, escurriéndose entre mis labios, rozando mis dientes. Su grosor, humedad y la lisa
punta que chocaba contra mi paladar aumentaban el delirio mientras mis caderas se
sumaban impúdicamente a la danza, subiendo y bajando mecánicamente al mismo
ritmo. Pero cuando el esclavo se vació en mi garganta, no hubo ningún alivio para mi
pene, que se agitaba en el aire vacío. Lo único que pude hacer fue tragar el fluido
amargo y salado.

esquimala
23-09-2011, 09:01:44
Inmediatamente me apartaron y me acercaron un plato con vino para
que lo lamiera. A conti nuación me obligaron a pasar al siguiente príncipe situado en la
fila de espera, quien ya se debatía pe nosamente con un ritmo ineludible.
Cuando llegué al final de la hilera la mandíbu la me dolía, y también la garganta. Mi
verga no podía estar más erecta y ansiosa. En este instante me encontraba a merced del
criado, y como míni mo esperaba de él un indicio de que experimenta ría algún alivio a
la tortura. Sin embargo, el mozo me ató de inmediato a la viga, me puso los brazos en
torno a ésta y las pier nas en la misma incómoda y degradante postura agachada bajo la
madera. Ningún esclavo me sa tisfizo. Cuando el criado nos dejó a solas en la cuadra
vacía, rompí a lloriquear con gemidos con tenidos, mientras mis caderas se estiraban
inútil mente hacia delante.
El establo se había quedado en silencio. Los otros debían de haberse quedado
profundamente dormidos. El sol del atardecer se filtraba como la neblina a través de la
puerta abierta. Soñé con el ansiado alivio en todas sus formas glorio sas; lord Stefan
tendido en la hierba debajo de mí tiempo atrás cuando éramos amigos y amantes, antes
de que ninguno de los dos hubiera llegado a este extraño reino; el delicioso sexo de
Bella mon tado sobre mi pene; la delicada mano de mi señor tocando mi cuerpo.
Pero todo esto sólo sirvió para empeorar el tormento.
Luego, el esclavo que tenía junto a mí, empezó a hablarme en voz baja:
Siempre es así dijo somnoliento. El prín cipe estiró el cuello y meneó la cabeza para que
su cabello negro cayera suelto con más libertad. Yo podía ver tan sólo una parte de su
rostro que, como el del resto de esclavos, destacaba por su belleza. Obligan a uno a
satisfacer a los demás continuó. y cuando hay un esclavo nuevo, siempre le toca a él. A
veces hay otros motivos para la elección, pero el escogido siempre debe sufrir.
Sí, ya veo respondí desdichadamente. pa recía que volvía a quedarse dormido. ¿Cómo
se llama nuestra señora? inquirí, pensando que tal vez lo supiera, ya que con toda
seguridad éste no era su primer día en el establo.
Se llama señora Julia, pero ella no es mi ama susurró. Ahora descansad. Lo necesitáis,
pese a la incomodidad, creedme.
Me llamo Tristán dije. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
Dos años contestó. Yo me llamo Je rard. Intenté escaparme del castillo y estuve a punto
de llegar a la frontera del reino vecino. Allí me hubiera encontrado a salvo, pero cuando
esta ba atan sólo una hora, o menos, una pandilla de campesinos me persiguió y me
atrapó. Jamás ayu dan a fugarse aun esclavo. y además yo les había robado ropas de su
vivienda. Así que me desnuda ron a toda prisa, me ataron de pies y manos y me trajeron
de regreso. Entonces me sentenciaron a tres años en el pueblo. La reina ni siquiera
volvió a mirarme.
Di un respingo. ¡Tres años! ¡Y ya llevaba dos de vasallaje!
Pero ¿de verdad hubierais estado a salvo si...?
Sí, pero la gran dificultad está en llegar a la frontera.
¿Y no teníais miedo de que vuestros pa
dres...? ¿No os ordenaron que obedecierais cuando os enviaron con la reina?
La reina me daba demasiado miedo con testó. Y, de todos modos, no hubiera vuelto a
casa.
¿Lo habéis intentado de nuevo desde entonces?
No se rió en voz baja. Soy uno de los mejores corceles del pueblo. Me vendieron direc
tamente a los establos públicos. Los acaudalados señores y señoras me alquilan a diario,
aunque el amo Nicolás y la señora Julia son los que requie ren mis servicios con más
frecuencia. Aún espero la clemencia de su majestad, que me autoricen pronto a regresar
al castillo pero, si no sucede así, no voy a llorar. Si no me obligaran cada día a co rrer
sin descanso, probablemente estaría terrible mente angustiado. De vez en cuando me
siento displicente y pataleo o forcejeo, pero una buena zurra hace maravillas. Mi amo
sabe perfectamente cuándo me hace falta; aunque me porte muy bien, él lo sabe. Me
complace formar parte del tiro de un hermoso carruaje como el de vuestro dueño. Me
gustan los arneses y riendas nuevos y relu cientes. y además, vuestro señor, el cronista
de la reina, sabe blandir la correa con fuerza. Ya os habréis percatado de que lo hace en
serio. De vez en cuando se detiene y me frota el pelo, o me da un pellizco, y yo casi me
corro allí mismo. Demues tra su autoridad sobre mi verga, la azota y luego se ríe de ello.
Lo adoro. En una ocasión me hizo tirar a mí solo de un pequeño carro de dos ruedas con
un cesto mientras él caminaba a mi lado. Detesto los carros pequeños, pero con vuestro
amo, os lo digo en serio, casi pierdo la cabeza de orgullo. Fue fantástico.
¿Por qué fue fantástico? pregunté, atónito. Intentaba imaginarme al príncipe cautivo,
con su larga cabellera negra, el pelo de la cola de caballo y la delgada y elegante figura
de mi dueño ca minando a su lado. Todo aquel precioso pelo blanco al sol, el rostro
enjuto y meditativo, aque llos ojos azules oscuros.

esquimala
23-09-2011, 09:02:15
No sé respondió. No me expreso bien con palabras. Siempre me enorgullece ir al trote.
Pero en aquella ocasión estaba a solas con él. Salimos del pueblo para dar un paseo por
el campo al anochecer. Todas las mujeres estaban fuera de las casas y le daban las
buenas noches. También nos cruzamos con caballeros que regresaban tras la jornada de
inspección de sus granjas para volver a sus viviendas en el pueblo.
»De vez en cuando, vuestro señor me cogía el pelo de la nuca y lo alisaba. Me había
amarrado bien la rienda, muy arriba, para que mi cabeza quedara muy atrasada, y me
propinaba frecuentes azotes en las pantorrillas sin que vinieran a cuento, sólo por gusto.
Era una sensación sumamente estimulante, trotar por la calzada y oír el crujido de sus
botas a mi lado. No me importaba si volvía a ver otra vez el castillo o no. O si alguna
vez abandonaría el reino. Siempre solicita mis servi cios, vuestro amo. A los otros
corceles les aterroriza. Vuelven a las cuadras con las nalgas en carne viva y dicen que
los azota el doble que cualquier otro señor, pero yo lo venero. Lo que hace lo hace bien.
y yo también. E igual pasará con vos ahora que es vuestro amo.
No sabía qué responder.
No añadió nada más después de aquello. Se quedó dormido enseguida y yo continué en
la misma postura, muy quieto, con los muslos dolo ridos y el pene sometido al mismo
padecimiento de antes, mientras pensaba en el breve relato de Jerard. Sus palabras me
habían provocado escalo fríos en todo el cuerpo, pero lo más grave era que entendía lo
que decía.
Me atemorizaba, pero lo entendía.
Cuando nos liberaron y nos llevaron hasta el carruaje casi era de noche. Percibí la
fascinación que me causaban el arnés, las abrazaderas para los pezones, las riendas, las
ataduras y el falo mientras volvían a ajustármelos. Naturalmente, me hacían daño y me
inspiraban miedo. Pero estaba pensan do en las palabras de Jerard. Lo veía enjaezado
delante de mí. Observé atentamente la manera en que sacudía la cabeza y golpeaba el
suelo con los pies embutidos en sus botas, como si quisiera ajustarlas mejor. Luego miré
fijamente hacia delante con los ojos abiertos, desconcertado, mien tras me introducían el
falo y apretaban las correas a conciencia, levantándome del suelo. Con una fuerte
sacudida iniciamos un trote ligero por el ca mino que se alejaba de la casa solariega.
Cuando tomamos la calzada principal y ante nosotros aparecieron las oscuras almenas
del pue blo, las lágrimas ya surcaban mi rostro. En los to rreones norte y sur ardían
antorchas. Debía de ser la hora del anochecer descrita por Jerard, ya que transitaban
pocos carruajes por la calzada y, en las entradas a las granjas, las mujeres se inclinaban
y saludaban con la mano a nuestro paso. De vez en cuando nos cruzaba algún hombre
caminando so litario. Yo marchaba con todo el brío que podía, con la mandíbula
dolorosamente erguida y el grueso y pesado falo latiendo ardientemente en mi interior.
La correa me azuzaba una y otra vez, pero no recibí ni una sola reprimenda. Justo antes
de llegar a la casa de mi señor, recordé con un sobresalto lo que había mencionado
Jerard acerca de que estuvo a punto de alcanzar el reino vecino. Quizá se equivocaba en
lo referente a estar a salvo una vez allí. ¿y qué sucedería con su padre? El mío me ha bía
ordenado que obedeciera, me había dicho que la reina era todopoderosa y que mi
vasallaje me compensaría en sumo grado, que mejoraría enormemente en sabiduría.
Intenté apartar aquellos pensamientos de mi mente. Yo nunca había pensa do realmente
en escapar. Era una idea demasiado complicada, demasiado espinosa en una situación a
la que ya era duro adaptarse.
Estaba oscuro cuando nos detuvimos ante la puerta de la casa de mi amo. Me quitaron
las botas y los arneses, todo menos el falo. A los demás cor celes se los llevaron a
latigazos hasta las cuadras públicas, tirando del carruaje vacío. Permanecí quieto
pensando en las demás pala bras de Jerard. Me intrigó también el extraño y ar diente
escalofrío que recorrió todo mi cuerpo cuando la señora salió, me alzó el rostro y me
pasó la mano por el cabello para retirármelo de la cara.
Tranquilo, tranquilo repitió con aquella tierna voz. Me secó la frente y las mejillas
sudoro sas con un suave pañuelo de lino blanco. La miré fijamente a los ojos y entonces
ella me besó los la bios; mi verga casi se puso a brincar con aquel beso que me dejó sin
aliento.
La señora me extrajo el falo con tal rapidez que perdí el equilibrio. Volví a mirarla lleno
de es panto. Entonces ella desapareció por el interior de la preciosa casita y yo me
quedé temblando. Le vanté la vista al encumbrado tejado y luego a la bella salpicadura
de estrellas que cubría el firma mento, y me percaté de que me había quedado a solas
con mi amo que, como siempre, tenía la grue sa correa en la mano.
Me dio media vuelta y me hizo marchar otra vez por la amplia calzada pavimentada en
direc ción al mercado.

CANTI*
25-09-2011, 01:06:14
buen relato!!!
sigo pendiente de lo que pasa con este libro!!!
gracias por el aporte!!!