Tema: La Bucanera
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Este relato no es mio, es tomado del foro de ***********.com lo digo no por publicidad sino por respetar a la autora que ademas escribe increiblemente bien, ojala lo disfruten

La Bucanera (Primera parte).


Por Guerapirada.



Prólogo.

Mi nombre -al menos el nombre por el cual se me conoce- es Anne Bonny, y soy una bucanera.
Muchos de ustedes no distinguirán entre piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros, pero lo cierto es que hay matices que vale la pena diferenciar. Permítaseme explicarlos:

Los piratas son los típicos bandoleros del mar. Cual oceánicos salteadores de caminos, se dedican al acecho de cualquier desafortunado barco que tenga la mala fortuna de cruzarse con ellos, para despojar a los navegantes de sus bienes, e incluso de sus vidas. Son los peores individuos de cuantos surcan los mares.
Los corsarios, aunque igual de temidos y temerarios que los primeros, obedecían -o casi- las leyes de los gobiernos que les concedían la patente de corso, para atacar barcos españoles o portugueses, a cambio de una parte del botín conseguido.
Los bucaneros tomaron su nombre de la palabra taína o caribe "boucan", con la que se designaba un artilugio de ramas verdes empleado para asar la carne. Fueron, en principio, preparadores de carne asada de reses o puercos salvajes que ellos cazaban en sus originales asentamientos de Dominicana, Barbados e incluso Tortuga. Más tarde, al ser desposeídos de sus tierras por los españoles, se convirtieron en piratas atacando a los hispanos de Santo Domingo, San Juan, San Yago, y en general, cualquier asentamiento español. Más tarde, el término se amplió para describir a todos los malditos y desposeídos de Europa, quienes junto con los originales bucaneros, formaron en la isla de Tortuga, la Cofradía de los Hermanos de la Costa.
Podría extenderme y explicarles también la historia de esta última, pero eso –si acaso les interesa- tendrán que averiguarlo ustedes.
Baste con decir que la Cofradía prohibía la entrada de cualquier mujer a las tierras de Tortuga, y que la hermandad tocó a su fin casi una década antes de mi nacimiento, en 1689.

Nací en Cork, Irlanda, en las navidades de 1697, hija de Mary Brennan -a la sazón sirvienta de mi padre-, y del ilustre y acaudalado abogado William Cormac, y recibí en bautismo el nombre de Anne.
Huyendo de su esposa a quien no amaba, y del escándalo en ciernes, embarcamos los tres rumbo a Charles Town, Carolina del Sur, donde mi padre fundó una plantación de tabaco que acrecentó su fortuna y reinstauró su “honorabilidad” entre la sociedad de la ciudad.
Aburrida de la vida burguesa de la plantación, donde disfrutaba de todos los lujos y comodidades imaginables, y siendo aún casi una niña, mi espíritu inquieto me llevó a descubrir las tabernas de la ciudad donde solían reunirse los piratas que frecuentaban la zona, y a enamorarme de esa vida llena de aventuras y libertad.
Antes de abandonar la adolescencia, y habiendo perdido ya la virginidad con un apuesto filibustero de quien ni siquiera supe el nombre, me casé –a espaldas de mi padre- con un marino renegado de baja estrofa y pirata ocasional, llamado James Bonny, quien contrajo nupcias conmigo con la única intención de acceder a las tierras de mi padre, aunque en aquel momento yo no lo supe.
Tras la inicial sorpresa y subsiguiente cólera, mi padre optó por desheredarme y correrme de la plantación.
En venganza, y con ayuda de mi marido, una noche de luna nueva prendimos fuego a todo, y huimos hacia el paraíso pirata de New Providence, en las Bahamas.
James no tardó en demostrar ser un cobarde y un traidor a sueldo del gobernador, y poco a poco fui distanciándome de él, prefiriendo la compañía de los famosos piratas que frecuentaban el puerto, y de las mujeres y homosexuales que les acompañaban.
En una de esas noches de sexo desenfrenado y ron a borbotones, en vísperas de mi vigésimo cumpleaños, conocí a “Calico Jack”, y comenzó mi verdadera historia.


Jack Rackham (Calico Jack)

La vida en New Providence era una mezcla de fatiga y aburrimiento, rota tan solo por las -gracias a Dios- frecuentes llegadas de buques repletos de filibusteros. A veinte años de la Paz de Ryswick, las cuatro naciones (España, Francia, Inglaterra y Holanda) que dominaban el mar de las Antillas, estaban más unidas que nunca en el combate contra la piratería, y los ocasionales desembarcos en los puertos piratas eran siempre celebrados con grandes borracheras, donde se contaban las mas variadas y exageradas aventuras, y terminaban siempre en desenfrenados episodios repletos de mujeres y sexo.
Fue en una de esas llegadas cuando le vi por primera vez.

La “Invencible”, fragata comandada por el capitán Charles Vane, se aproximó a puerto con las velas arrizadas y la popa a sotavento. La tripulación estaba ocupada limpiando la cubierta y al timón del buque distinguí a un apuesto marinero cuyo pelo rubio ondeaba al compás del céfiro.
Cuando se acercó mas al muelle, pude observar sus vestiduras –unos curiosos pantalones a rayas blancas y azules, y una chillona camisa de lino amarillo limón bajo la chaquetilla de gamuza- y el tricornio negro del capitán Vane sobre su cabeza. Daba órdenes a gritos, y la tripulación parecía obedecerle sin chistar.
Poco después de amarrar la “Invencible” al muelle, bajó por la tabla el capitán Vane con las manos amarradas y los pies engrilletados. Tras él, el marinero de los pantalones a rayas lo empujaba a punta de espada encaminándolo hacia la bodega que hacía las veces de prisión del puerto, seguido por el resto de los piratas.
No tardó en correrse la voz por todo New Providence, de que la tripulación de la “Invencible” se había amotinado a causa de la cobardía de Vane, y su segundo, Calico Jack, tras liderar la batalla contra un bergantín mercante holandés al que Vane se había negado a atacar, lo había destituido para tomar el mando.
Tras apenas una corta deliberación, el consejo de ancianos había acordado poner en manos de Rackham los destinos de la “Invencible” otorgándole el grado de capitán, y colgar al amanecer al temeroso Vane, del mástil de su antiguo buque.

Así que corrí cuanto pude al recodo del río donde solía bañarme, dejando a mi paso los andrajos que vestía, y me zambullí en las frescas aguas el tiempo justo para asearme un poco. Importándome un bledo mi desnudez, regresé a casa como una exhalación y revolví los cofres donde guardaba mis mejores ropas –recuerdos de mejores pero aburguesados tiempos-, hasta que encontré la indumentaria apropiada.
Una falda de seda violeta sobre las últimas enaguas decentes que conservaba, un blusón de algodón sin mangas bajo el corsé de terciopelo negro que acentuaba cuanto podía las curvas de mis incipientes tetas, mis nuevas alpargatas de loneta, y el camafeo de mi abuela al cuello, causarían el efecto que estaba buscando.
Peiné mi pelo hacia atrás, y lo recogí en una coleta. Mojé mis dedos con saliva y los pasé sobre un carbón de la estufa apagada, para luego untar mis pestañas con el polvillo. Mordí un puñado de moras procurando mojarme bien los labios con el jugo que rezumaban, para dejarlos tan rojos como fuera posible, y mastiqué a continuación un puñado de pasto para limpiarme los dientes, cuidando de sacar los restos de comida entre ellos con una rama a manera de mondadientes.
Por último, repartí por mi cuerpo una generosa cantidad de agua de azahar, y me miré al espejo.
-Si estuvieras en Charles Town parecerías a lo sumo, una ramera del burdel de Victoria Street. Pero aquí, mi querida Annie, pareces la mismísma Queen Mary.

Casi había anochecido cuando entré a la taberna, repleta hasta el tope de malolientes y divertidos piratas, sonrientes putas, afanosas taberneras que llevaban y traían sin cesar ora tarros de ron, ora platos de puerco asado entre nalgadas y sobeteos, y tras el mostrador del fondo, el gordo Harry y su rechoncho hijo que apenas se daban abasto para servir tragos a los parroquianos.
Junto a la puerta, una banda de músicos animaba la fiesta con armónicas, violines, mandolinas y flautas, a cuyos acordes bailaban y disfrutaban cuantos podían.
En una esquina del local, apartada del bullicio, en una mesa bien puesta, el único comensal que la ocupaba cortaba un trozo de tierna y jugosa carne de buey, que acompañaba con una botella de vino servida en el único juego de copas disponible en el hostal.

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Última edición por _MALCON_; 26-11-2010 a las 01:05:12
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