Putin: Quiere ser Zar y César

Lideró el espionaje ruso , heredero del KGB, en 1998. La impronta del Comité de Seguridad del Estado le ha calado hasta los huesos. Vladimir Vladimirovich conserva todavía tics de espía. Ingresó en el KGB con 23 años, tras su paso por la universidad. En 1975 terminó el curso de preparación operativa en la escuela número 401 con el grado de teniente. Después de 1977 trabajó brevemente en el Segundo Directorio, encargado del contraespionaje, antes de ser transferido al Primer Directorio (operaciones en el exterior), donde debía espiar a los extranjeros y a los funcionarios consulares en Leningrado. Tras continuar su formación en «espionaje exterior» y aprender alemán, fue enviado en 1985 a la República Democrática Alemana, concretamente a Dresde, donde le dieron como tapadera la dirección de la Asociación de Amistad URSS-RDA. Allí trabajó hasta 1990 y consiguió ser ascendido a teniente coronel. Sus principales misiones consistían en el reclutamiento de extranjeros y la coordinación con la Stasi. Llegó a la cumbre de la organización cuando fue nombrado director del FSB, heredero directo del KGB, en julio de 1998.

Rumores de romance con una ex gimnasta de 30 años. El zar Putin lanzó una buena bomba mediática en junio del año pasado, cuando reconoció ante las cámaras de la televisión estatal rusa que se separaba de su mujer, Ludmila, después de 30 años de convivencia. Putin justificó entonces la crisis marital alegando que su apretadísima agenda de trabajo les había convertido casi en dos extraños. «Fue una decisión conjunta. Nos vemos muy poco y cada uno tiene su propia vida», dijo delante de ella. El matrimonio acababa de salir de un espectáculo de ballet celebrado en el Kremlin. Era la primera vez que se les veía juntos desde que Putin juró como presidente del país por tercera vez en 2012. «Nuestras hijas han crecido y tienen sus propias vidas», añadió Ludmila Putina, de soltera Shkrebneva. Las hijas se llaman Maria y Ekaterina. La mayor está a punto de cumplir 29 años; la pequeña tiene uno menos. Lo cierto es que ya había habido indicios que apuntaban a que Ludmila y Vladimir ya no vivían bajo el mismo techo. Uno de ellos ocurrió en octubre de 2010, cuando se elaboró el último censo de Rusia. Putin, que siempre quiere pasar como un ciudadano más, fue filmado dando ejemplo junto a su entonces esposa mientras ambos eran entrevistados por una azorada funcionaria del Servicio Federal de Estadísticas. Ludmila no llevaba el anillo de casada y Putin se sentaba a su lado en un sofá kitsch con gesto incómodo. Aquello ya no funcionaba. Desde 2008 no ha cesado el rumor de su romance con una famosa gimnasta ya retirada. Su nombre: Alina Kabayeva. Tiene 30 años, es diputada de la Duma Estatal (Cámara Baja del Parlamento) y fue una de las últimas portadoras de la antorcha olímpica en Sochi. Kabayeva, nacida en Uzbekistán, ganó una medalla de oro en gimnasia rítmica en Pekín. La historia la destapó el Moskovski Korrespondent, un diario que cerró en menos de un año. Airear esa amistad le supuso al periódico su sentencia de muerte. Putin es tan celoso de su vida privada que los detalles sobre sus dos hijas se han convertido en un secreto de Estado y se escuda en una ley que permite cerrar a un medio de comunicación que «transmite rumores o mentiras». De Masha y Katia se sabe bien poco o casi nada en Rusia. La paranoia ha llevado a tal extremo que un canal de la televisión búlgara dio la noticia en 2012 de que Maria le había dado un nieto a Putin, un bebé que habría nacido en Moscú. Y el jefe del Estado se zafó del periodista que le inquirió si ya era abuelo. «Eso no es importante para el país», zanjó con cara de pocos amigos.

Implacable con el enemigo: los persigue «hasta los retretes». Implacable con sus enemigos, a los terroristas oriundos de Chechenia que se inmolaban en estaciones de ferrocarril o secuestraban hospitales enteros les fue persiguiendo «hasta los retretes» y exterminando como «ratas en su madriguera». Sin pelos en la lengua. Sin contemplaciones. Así los trataba ya en 1999, siendo primer ministro de Boris Yeltsin, cuando una ola de atentados sembró el pánico en el transporte de Moscú y en ciertas regiones del Cáucaso. El longevo reinado de Putin ha estado marcado, además, por los asesinatos de dos personas que se enfrentaron con valentía al poder que él encarna. El caso más sonado fue probablemente el de Alexander Litvinenko; su vida pero sobre todo su muerte parecen sacadas de una novela de John le Carré. Alexander Litvinenko tuvo la osadía de denunciar una serie de irregularidades dentro del FSB -que entonces presidía el propio Putin- y teminó envenenado con polonio-210 radiactivo. Putin dijo que lamentaba su muerte pero no dejó pasar la ocasión de denunciar que Litvinenko había sido utilizado «para fines políticos». La segunda muerte violenta, también ocurrida en 2006, tuvo como protagonista a Anna Politkovskaya, una incansable periodista y activista defensora de los derechos humanos que denunció sin ambages las palizas, violaciones y torturas que las fuerzas de seguridad rusas practicaban a los sospechosos de los campos de filtración del Cáucaso.

Es amigo de Berlusconi, pero Obama no se fía de él. Hasta ahora se ha llevado bien con dos ex jefes de Gobierno europeos: el alemán Gerhard Schröder y el italiano Silvio Berlusconi. Pero no se puede decir lo mismo de Barack Obama. La falta de química entre ambos líderes ha sido tan evidente que quedó plasmada en más de una instantánea. Pese al pragmatismo de Putin, las relaciones con EEUU no habían mejorado ni un ápice hasta ahora. Con la UE, los vínculos habían sido más correctos, sin llegar a ser nunca excelentes. En opinión de Condoleezza Rice, ex secretaria de Estado de EEUU entre 2005 y 2009, para Putin la Guerra Fría acabó «trágicamente». La que fuera consejera de Seguridad con George Bush hijo cree que el actual inquilino del Kremlin intentará que vuelvan para atrás las agujas del reloj de la Historia, «mientras se lo permita la intimidación mediante el poder militar, el apalancamiento económico y la inacción occidental». Rice habla ruso y es especialista en la URSS. Sabe pues lo que dice.

De niño pobre a líder del «clan de San Petersburgo». Proviene de la segunda ciudad del país, San Petersburgo, que hace 61 años -cuando él nació- se llamaba Leningrado. Allí se crió y estudió Derecho, donde se graduó en 1975 con un trabajo sobre la política de Estados Unidos en África. Vladimir era el tercer varón de una familia de clase media-baja. Sus dos hermanos mayores, Viktor y Albert, fallecieron antes de que él llegara al mundo. En resumen, creció solo. Eso marcó definitivamente su carácter. La niñez estuvo marcada por las estrecheces económicas: vivió en una komunalka o piso comunal donde sus padres compartían espacio con otras familias. Ese detalle forma parte de su autobiografía, Ot pervogo litsa (De primera mano), un relato basado en una serie de entrevistas concedidas a tres periodistas. Su primer padrino en Leningrado fue Anatoli Sobchak, quien más tarde se convertiría en el alcalde de la ciudad a orillas del río Neva. Sobchak, un reputado político reformista, le reclutó como asesor internacional en 1990. De San Petersburgo también procede Dimitri Medvedev, con quien Putin ha formado una especie de tandemcracia, pues ambos ocupan los dos más altos cargos del Estado (presidente y primer ministro) y se los intercambian para no violar la Constitución y seguir así al mando. Medvedev, como fiel escudero, ya disfrutó de la presidencia entre 2008 y 2012. Los hombres de negocios del clan de San Petersburgo como el banquero Yuri Kovalchuk también ganaron influencia. Finalmente el nuevo zar construyó una red de hombres de confianza situados en las carteras gubernamentales más destacadas. Ahí están Igor Shenin (viceprimer ministro), Alexei Kudrin (Finanzas) o Serguei Ivanov (Defensa), entre otros

Cinturón negro, cazador de ballenas, piloto de Fórmula 1... A Putin le gusta hacer deporte. Practica judo desde la infancia y es cinturón negro sexto dan. También es experto luchador de karate. La caza es, al parecer, su hobbie preferido. También nada y pesca, a menudo con el torso desnudo como atestiguan los documentos gráficos. Dispara con pistola y fusil. Tan pronto sale a lanzar tranquilizantes a una ballena gris para que los científicos tomen muestras de su piel como se monta en un ultraligero diseñado para investigar las migraciones de aves. Ha pilotado un coche Fórmula-1 Renault. Ha usado una imponente Harley Davidson. Ha cogido los mandos de un caza de combate Sujoi-27. Ha jugado al hockey sobre hielo con su selección en 2012 en un partido contra Finlandia... La lista de eventos tipo macho resultaría interminable.

Boris Yeltsin fue su «padre» y Abramovich, su «hermano». Sin Boris Nikolayevich Yeltsin, Putin no habría tenido ninguna opción de éxito. El primer presidente de la Rusia postsoviética le dejó una herencia caótica, con el prestigio internacional por los suelos y un sistema financiero debilitado por la crisis del rublo de 1998. Hacía falta un restaurador del orgullo patrio. El binomio Yeltsin-Putin funcionó lo suficientemente bien para que alcanzara un acuerdo entre caballeros. El primero dimitía por sorpresa en la Nochevieja de 1999 a cambio de que se le blindara su retiro dorado. El segundo tomaba las riendas del Kremlin después de una meteórica carrera en la administración presidencial. Según el politólogo Stanislav Belkovsky, Putin se ha pasado toda la vida buscando una «familia de sustitución». En Yeltsin vio una especie de padre y encontró un hermano en el multimillonario Roman Abramovich, dice. «El pequeño Vladimir, quien creció prácticamente sin padre y sin el amor y el cuidado de sus padres, era un niño retraído y sombrío», sostiene el analista y columnista. De acuerdo con su versión reflejada en una biografía, Putin nació dos años antes de su fecha oficial de nacimiento. Pero Belkovsky va aún más lejos y sugiere que el jefe del Estado ruso tiene tendencias homosexuales...

Odia el fracaso: su peor drama fue el hundimiento del Kursk. Putin encaja fatal el fiasco. Su peor revés sociopolítico se produjo en agosto de 2000, nada más saborear la miel del poder, cuando el submarino ruso K-141 Kursk se fue a pique con 118 personas entre oficiales y marineros a bordo, mientras participaba en unas maniobras navales. Putin estaba de vacaciones en su residencia de Sochi y tardó ¡cinco días! en presentarse en el mar de Barents para consolar a los familiares de las víctimas. Muchos no le perdonaron el error. «Se hundió». Así de lacónico respondió a Larry King ese mismo año cuando el conocido periodista preguntó qué había ocurrido. Por fortuna para él, la tragedia del Kursk se produjo cuando arrancaba su carrera.

En la cumbre de su popularidad: le apoya el 68% de los rusos. Nuestro hombre hace gala de un profundo paternalismo, entendido como la tendencia a aplicar a las relaciones políticas las formas de autoridad y protección propias del padre en la familia tradicional. Esa tendencia le está reportando ahora pingües beneficios en cuanto a imagen. Según los estudios realizados a finales de febrero por los dos principales institutos demoscópicos del país -el Centro Levada (independiente) y el Centro de Investigación de la Opinión Pública de Toda Rusia (VTsIOM)-, su popularidad ha llegado a una cota récord, situándose en el 68%, nueve puntos porcentuales más que en el mismo periodo de 2013. Ese paternalismo se mezcla con otros ingredientes no menos fuertes. Un nacionalismo que se nutre de la ideas del citado Ivan Ilin, que era partidario de una tercera vía, opuesta al autoritarismo y a la «democracia formal». Ilin influenció en Solzhenitsin igual que Berdiayev en Dostoyevski. El putinismo, en definitiva, combina el autoritarismo paternalista y nacionalista con la corrupción, el amiguismo, el liberalismo económico y la falta de transparencia gubernamental.

La arriesgada repetición de la guerra de Osetia del Sur. La escalada militar en Crimea representa una arriesgada repetición del escenario ensayado en el verano de 2008 en Osetia del Sur, una provincia separatista que forma parte de Georgia pero que está habitada mayoritariamente por los osetios, una etnia que tiene su propia república autónoma dentro de Rusia y siempre ha sido históricamente leal al zar. Vladimir Putin provocó a las fuerzas georgianas para que atacaran la capital surosetia y como reacción lanzó un blitzkrieg con blindados que se quedó a las puertas de Tiflis. Ahora la línea roja no es Crimea sino la partición de Ucrania.