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La paradoja de la violencia en América Latina

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La paradoja de la violencia en América Latina Calificación: de 5,00

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América Latina es la región más violenta del mundo. Eso tiene un trágico impacto humano, pero también es un lastre para la economía.

Joven, pobre y latinoamericano, Máximo Romero tenía, a sus 27 años, altas probabilidades de morir asesinado. Vivía en un barrio polvoriento en Ciudad Juárez, la segunda urbe más peligrosa del mundo, donde vendía carros de segunda.


La noche del sábado pasado, cuatro h


ombres entraron a su casa, amordazaron y acuchillaron a toda la familia. En un charco de sangre quedaron tres niños que tenían de cuatro a seis años y cinco adultos, tres mujeres y dos hombres. Máximo tenía una deuda de 114 dólares por una pelea ilegal de perros.


Esa masacre podría haber sucedido en cualquier ciudad de América Latina. Brasil cerró 2012 con 50.000 asesinatos, un récord histórico. En Guatemala mataron a 660 mujeres en lo que va del año, mientras que en Bogotá un hombre apuñaló a su familia hace unos días. Con más de 1 millón de muertos en la última década, la región es de lejos la más violenta del mundo, una tendencia que no ha logrado derrotar a pesar del boom económico.


Esa es la conclusión del Informe Regional de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicado la semana pasada. Desde 2000, 70 millones de personas salieron de la pobreza, el crecimiento del PIB fue del 4,2 por ciento y 50 millones de latinoamericanos se sumaron a la clase media.


Mientras tanto, los homicidios aumentaron en un 11 por ciento, los robos se triplicaron en los últimos 25 años y 40 de las 50 ciudades más peligrosas del mundo son latinoamericanas. El diagnóstico desafía las teorías, según las cuales el enriquecimiento disminuye la criminalidad. ¿Qué está pasando?


La explicación obvia es el narcotráfico. América Latina, que produce el 90 por ciento de la cocaína, sobrevive a la sombra de Estados Unidos, el mayor consumidor mundial. Y, como le dijo a SEMANA Bruce Bagley, politólogo de la Universidad de Miami y experto en tráfico de drogas, el impacto se reforzó, pues “hay una globalización del consumo, combinado con el efecto cucaracha, donde los grupos se fragmentan y se dispersan, y el problema del traslado de cultivos y rutas cuando se combaten en un país. La infección llegó a Centroamérica, a la región Andina, al pacífico ecuatoriano, a Brasil, a Argentina y a las Antillas. Ya no queda nada más, la guerra contra las drogas contaminó toda la región”.


Pero los carteles, sus fusiles AK-47 y sus millones no son los únicos culpables. Para el PNUD hay que reducir las desigualdades, mejorar la calidad del empleo y el acceso a salud y educación. Eso explicaría una “criminalidad aspiracional”, gente dispuesta a lo que sea para llevarse su tajada de progreso, de consumo.


El periodista Steven Dudley, codirector de InsightCrime.com, le dijo a SEMANA que “el crecimiento no les llega a todos igual y eso crea diferencias más evidentes. El crimen tiene más que ver con la desigualdad que con la pobreza. La gran amenaza es la separación cada vez mayor entre los superricos y los pobres. Esa creación de riqueza desnivelada deja demasiadas personas por fuera”.


Sin embargo, eso solo es parte de la explicación, pues en varios países donde el reparto del ingreso mejoró, el crimen empeoró. Según Bagley “hay ante todo una crisis institucional, no hay un sendero para dirigir las expectativas hacia algo pacífico, político, democrático. El sistema no es transparente, está dominado por las mismas elites políticas y económicas de siempre, corruptas, excluyentes y que se salen con la suya. Eso crea bloqueos y la gente abandona el sistema. Ahí está el brote de la violencia”.


Para el PNUD, en el sistema judicial se concentran todos esos problemas. Todo se compra, nada se investiga, solo van los peces más pequeños a la cárcel y la sociedad no confía en nada. Lucia Dammert, socióloga peruana especializada en seguridad, le explicó a esta revista que “la calidad del Estado es clave, la Policía no sirve, nadie investiga, la impunidad es altísima.


En muchos países menos del 10 por ciento de los homicidios se resuelve, es un incentivo enorme para contratar un sicario. No es que los latinos seamos agresivos, es que el Estado no funciona”. En Colombia solo el 25 por ciento de los crímenes es denunciado y menos del 6 por ciento de los casos que llegan a la Fiscalía termina en una condena.


Eso alimenta la tentación de tomarse la justicia en manos propias, un delito que el 24 por ciento de los latinoamericanos justifica. En Bolivia la epidemia es alarmante, entre agosto y septiembre 35 personas fueron linchadas. A tal punto que un magistrado boliviano lamentó que “si bien constitucionalmente no tenemos la pena de muerte, la van implantando de facto”.


Y ni hablar de las cárceles. Hace un año 382 reos murieron carbonizados en la prisión de Comayagua en Honduras, en México un reporte mostró que en más de la mitad de las cárceles hay ‘autogobierno’, mientras que en Venezuela en 2012 asesinaron la 600 personas en los penales. Esa es la norma en América Latina, donde palabras como ‘prevención’ y ‘rehabilitación’ no están en el vocabulario. Para el PNUD: “La sobrepoblación carcelaria y la prisión preventiva prolongada son síntomas de las deficiencias de la Policía y el poder judicial”.


La reacción natural frente al problema es clamar por “mano dura”, “aumento de penas” y “más pie de fuerza”. Esas ideas para el PNUD son contraproducentes, pues en realidad fortalecen la criminalidad, fomentan los abusos estatales y aumentan la violencia.


En Brasil el gobierno lanzó un programa con pagos a policías que demostraran ser más duros. Solo sirvió para criminalizar a los agentes, en un país donde todos los días la Policía mata a cinco personas y en Sao Paulo, los uniformados cometen cerca del 20 por ciento de los homicidios.


En México, militarizar la lucha contra el narcotráfico disparó la violación de los derechos humanos y en Centroamérica el encarcelamiento masivo de los pandilleros terminó por reforzar su organización y su poder.


Lo peor de todo es que 87 por ciento de los latinoamericanos está el “de acuerdo con imponer castigos más duros”. Tal vez si la sociedad se pone a pensar con el bolsillo, cambie de mentalidad. Pues la inseguridad cuesta, y mucho. La gente consume menos, gasta en seguridad, no va a donde quiere, paga seguros, repone lo que le roban y el Estado tiene que invertir en armas, policías, jueces. El crimen le vale a Honduras el 10 por ciento de su PIB, el 9 a Paraguay y el 3 a Chile.


Cifras descomunales, que junto al miedo y el asesinato de millones exigen un cambio urgente de enfoque y una reinvención del Estado. Pero la muerte no es democrática, y golpea a los más humildes, los más jóvenes, los más apartados. Gente sin voz que poco importa y difícilmente parará la masacre. Los sepultureros seguirán sin duda teniendo trabajo extra.

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