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Así nace un conflicto bélico entre un tenaz pueblo escondido en la selva y el imperio militar más ..

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  • 2 Post By PEDROELGRANDE

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Jijoju Así nace un conflicto bélico entre un tenaz pueblo escondido en la selva y el imperio militar más .. Calificación: de 5,00

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REGRESO A CARTAGO (1)

Nueva York ~ 1965.
Juro que cuando llegué a este mundo yo no conocía la soledad, el sufrimiento o el miedo... Después, esa trinidad oscura fue mi inseparable familia.
Desde que me instalé en la ciudad no estuve sino pensando en el fracaso de mi vida, trabajando en malos empleos y muriendo en soledad. Nadie ocupaba mi corazón excepto un fantasma... El recuerdo inútil y pueril de alguien que ya no existía sino en otro espacio, en una vida completamente ajena a la mía.


Leí por primera vez el libro que el Californio había dejado en su coche, y que yo encontré la fatídica noche de su muerte. Era una interesante y oscura historia que lograba el milagro de empujarte a pasar página tras página, hasta llegar al final. Aunque yo no entendía de literatura, aquello me había gustado; así que, como tributo a mi compañero de andanzas y pillerías, lo llevé a la oficina de un editor judío de Queens llamado Brian Levy, con la sana la intención de verlo publicado algún día. Hice un tanto de lo mismo con La Dama de los sueños. Firmé ambas obras con mi nombre y se las entregue a Levy, quien me prometió que las leería. No le creí del todo, pero sabía que el talento del Californio se merecía aquella oportunidad.
Penumbra y nostalgia por una Kelly que no estaba ni estaría; absurda lealtad a alguien (Californio) que apenas conocí; frialdad ante la muerte de una abuela adorable; y por último -y no menos importante en tiempos tan patéticos de mi existencia- el endiosamiento de los muertos, mi padre. El único de todos estos personajes al que en verdad no conocí en absoluto, despertó en mí una insana curiosidad.
De niño había escuchado, de labios de mamá, las enormes virtudes que papá atesoraba, salvaguardadas como dones caídos del cielo. Había oído historias sobre su heroísmo en la guerra en Europa, pero una estúpida cuestión me rondaba últimamente en la mente: ¿Qué reacción había existido en lo más íntimo de mi padre, al saber que debía ir a combatir en una guerra atroz?

En la década de los cincuenta, los Estados Unidos aspiran a sustituir a Francia en la explotación -que como alimañas hacen- de los recursos mineros vietnamitas; así nace un conflicto bélico entre un tenaz pueblo escondido en la selva y el imperio militar más colosal de toda la historia: La Guerra de Vietnam.
El día tres de febrero de 1965 un nuevo contingente de hombres marchó hacia la península de Indochina; yo estaba entre ellos. Durante tres meses había estado acuartelado en Munich, Alemania, ya formando parte del Séptimo Ejercito americano.
Aquella era la guerra de nadie, a pesar de lo cual había en la zona 525.000 soldados extranjeros dispuestos a matar; a –simplemente- cometer barbaries en nombre de la lucha contra el comunismo. Fue una vergüenza que no sentí sino como una salida honrosa a mi triste vida; si deseaba morir, aquella sería la oportunidad perfecta para marcharme de este mundo como un jodido héroe americano.
Y mi cuerpo marchó a la guerra siendo yo inconsciente de hacia dónde iba. Aunque no era voluntario, marché sin sentirme obligado, lo reconozco. Era yo quien creía en ella como un mortal juego, como un clavo que saca otro clavo, como una especie de suicidio de mi memoria; algo que me ayudase a olvidar –definitivamente-, con el derramamiento de mi sangre y la del rojo enemigo, el amor no hallado y una vida sin sentido.
El recuerdo del rostro de papá, en mi memoria desde que mamá me enseñó fotos suyas, marchó conmigo a la selva. Él me guiaría. Y mi mente, mis ojos y mis oídos, marcharon a Vietnam; y la sorpresa que me llevé fue abismal, porque presencié y sentí mil atrocidades que aún tengo grabadas en lo más profundo del alma.
Sí, mi dios era mi padre, el ser muerto en la gloriosa Segunda Gran Guerra. En el preciso instante de mi nacimiento desapareció de mi vida, forzándome a idealizarlo a través de los ojos de su viuda; lo único que yo había logrado hasta entonces era defraudarlo, viviendo como un muerto en vida que sólo tiene pies de barro. Definitivamente, si no lo evitaba, mis días acabarían del mismo modo en que los suyos lo hicieron, pero sin honor.
Desde que llegamos a Indochina, cuanto veía me sorprendía: los olores, lo que escuchaba a mi alrededor... Me sentía abrumado por la sublime belleza de aquel país que debíamos destruir a toda costa, y para siempre.
En mayo, en la región de Da Nang, los Estados Unidos crearon una base que albergaba a seis mil soldados. Aún no había visto nada, y por tanto estaba pletórico y orgulloso de mi destino bélico. Era todo un centurión de las más valerosas legiones del mundo...
Allí hice amistad con mucha gente, pero mi compañía más cercana era un chico negro llamado Marlon. Llevaba tres meses allí, y una de las cosas más duras para él había sido dejar lejos a su familia.
Mis compañeros solían consumir hachís (herencia de nuestros días en Europa, en los que las escapadas a Amsterdam eran frecuentes). La guerra los volvía locos, y un poco de droga les ayudaba a sobrevivir. Igual que el juego; todos jugábamos. Un segundo oficial ganó una fortuna con el póquer. Luego supe que murió por fuego amigo.
Una de esas noches de alcohol y partidas de póquer, yo estaba tan triste que, como el poeta, podía escribir los versos más tristes. Marlon se me acercó al verme solitario y con la mirada perdida en la luna. Charlamos acerca de qué hora debía ser en América, sobre quienes que nos estarían esperando en casa, y de los diez dólares que yo había perdido jugando a las cartas… Reservé para mis adentros lo verdaderamente frustrado que me sentía. Marlon no sabría de mi necesidad por despertar de la pesadilla que comenzó para mí mucho antes de acudir a aquella maldita guerra que no tenía nada de épica.
Yo no era Aníbal, el cartaginés. Él era fuerte; no tenía necesidad de una cama blanda para descansar. Era habitual verlo en un manto como un soldado más. Era, como mucho, el primero de sus infantes y el último de sus caballeros. Aníbal, el primero en marchar al combate y el último en retirarse. El éxito de sus luchas contra Roma se debe a que era infatigable e inteligente. Porque sabía -antes de ejecutar un nuevo paso-, prever y prepararse para él. En conclusión: Yo era un ser decadente que se creía las mentiras que nos habían llevado a Vietnam. Fue entonces cuando se acabaron las conversaciones teóricas y dimos paso a las armas.

Se suponía que estábamos en Asia para defender al pueblo de los malvados chicos del 'vietcong', los rojos. Perseguíamos a esas guerrillas en la noche. Bombardeábamos las aldeas inocentes, y los supervivientes, si los había, se unían a nuestros enemigos, así que recibíamos órdenes de convertir todo superviviente en durmiente… Aún cuando no derramé una sola lágrima de sangre, mi llanto brotaba cada vez que escuchaba los histéricos gritos de los pequeños que habían quedado huérfanos en las aldeas que perecían a nuestro paso.
Recuerdo muchos momentos en los que pensé que llegaba el fin y -en cierto modo- en cada uno de ellos así fue. Hubo un primer combate muy cruento… Era de noche. Delante de nosotros estallaron algunas granadas y el fuego de los disparos nos buscaba. Se escuchaba el ulular de extrañas aves, y junto a ellas mi corazón nervioso y la boca seca. Escuchaba el zigzaguear de las balas, pero mis sentidos no sabían exactamente dónde debían prestar atención. Todo era confuso. Fue un ataque inesperado, y las explosiones hicieron que algunos compañeros saltasen en pedazos, cayendo sobre mí.
Aquellas dañinas ráfagas de un lado a otro duraron escasos segundos, o tal vez minutos; no lo sé hoy y no lo supe con claridad entonces. Cuando todo acabó no hubo silencio, sino gritos de dolor. Sufrimos una treintena de bajas, y Marlon estaba entre ellas. Antes de morir tuvo tiempo de hacerme una petición:
-Eric, amigo, haz que me devuelvan a la tierra de mis padres...
Olía a fuego apagado, a tierra y carne quemadas. Aquel hombre derramó toda su sangre y vísceras sobre mi cuerpo. Mi respiración se agitó imparable, hasta que exploté a llorar, al tiempo que permanecí paralizado. El grotesco y sangriento espectáculo que acababa de producirse había helado mi sangre. En pie, entre los cadáveres destrozados, dejé de comprender; y en cierto modo, fue la primera vez en mi vida en la que -en verdad- valoré mi torpe, insatisfactoria y vacía existencia sin rumbo, y comencé a cambiar de opinión sobre mi estancia allí. El niño que creyó que se había dirigido a un juego, se hizo hombre a golpe de mortero. En medio de tan absurda carnicería, el llanto teñido de rojo cubría mi rostro. Jamás podré olvidar que aquella fue la primera vez, que no la última, en que la muerte se llevaría a sus hijos delante de mis ojos.
Las noches se iluminaban; resplandecían haciendo realidad –artificialmente- un día claro, breve, instantáneo, demoníaco. Eran falsos relámpagos, génesis de la muerte del trueno, los que iluminaban selvas y arrozales.
Nuestro ejército eludía la batalla de infantería, decidiéndose por el bombardeo aéreo, más sencillo para su propósito de exterminio de los enemigos. Bombardeábamos una ciudad y luego la ocupábamos. El panorama era grotesco. Pocos eran los edificios que quedaban en pie. Los jardines habían desaparecido, y la luz de la mañana permitía saber que -allá donde se buscase el horizonte- se encontraría un margen humeante de escombros, sobre el que se levanta el perfil de miles, tal vez decenas de miles, de jóvenes y viejos, de hombres y mujeres... Todo quedó reducido a una interminable explanada salteada de ruinas y fogatas extintas; sembrado, eso sí, por la infinita legión de seres humanos que no tuvieron espacio o fe, en los refugios que había en la ciudad.
Observé la faz de una colina en la que se levanta un pequeño hospital, por supuesto, casi completamente destruido. Una niña solitaria cubrió su rostro acenizado con su temblorosa mano sana; estaba en medio de la nada, mirando sobrecogida el espectáculo de horror y crudeza. Las hileras de pobres gentes se asociaron camino del moribundo hospital, acompañados por el zumbar de moscas revoloteando a su alrededor. Era como un inmenso naufragio en medio del sangriento océano de tierra carbonizada.
Por un improvisado camino de lodo se accedía a la entrada del edificio. Era como una avenida colapsada por camillas, algunas hechas de astilladas maderas, otras de retorcidos hierros, pero útiles al fin y al cabo. Volví a derramar la vista en mi entorno, y mis ojos se humedecieron ante la fatal escena de millares de cadáveres cubiertos por sábanas blancas teñidas de rojo, y otros tantos heridos recostados sobre maloliente tierra; supervivientes acompañados y ayudados por otros supervivientes. Eran los herederos del terror, los condenados a la vida.
-Dios santo... -murmure impresionado-. Esto es el infierno...
Los minutos parecían años, el corazón desentonaba con respecto a todo y parecía querer explotar, mientras el recorrido se niega a ser concluido. Me siento tan impotente... Dios, ¿Por qué me dejas ver todo esto y sentirme tan inútil? Pero más que impotente me siento culpable. Aquel horror era obra nuestra; mía también. Yo fui partícipe de aquella incivilizada obra.
Alzándose sobre las cabezas de aquellas personas, el viento; el único libre, el único que era capaz de -a vista de pájaro- contemplar, como se presencia el escenario de un crimen al que se es ajeno, el improvisado y dramático espectáculo de la señora muerte. Así, desde lo alto, observó imparcial, frío, mudo y sobrecogido, el espeso conglomerado de miles de personas, colina abajo, repartidos entre miles de manzanas de herrumbre, escombros y muerte. Y una bandera recién ondea, la nuestra, pero ya nadie la mira.



Esa ciudad no es sino el botón de muestra de la macabra opera americana en Vietnam, cuyos ecos no llegan a ninguna parte, pues la misericordia se la llevó el viento; ni tan siquiera los corazones de muchos hombres se ablandaron para escuchar el dolor de otros, sino que -a pesar de lo padecido por todos- sus ojos siguieron sembrando de odio y despreciable egoísmo, el destino final de sus miradas. Las masas que se odiaban continuarían vertiendo su aversión como pudiesen.
Como un árbol en medio del desierto, un enjuto, pálido y ennegrecido anciano recoge una sola flor muerta, y habla para la nada:
-¡Éste será sólo el principio! -grita-. Tras la tragedia primera, han de venir el jinete del hambre y el frío, el espectro de las infecciones y la tétrica cantata de la muerte invisible; de los ojos que no ven la luz del sol, ni respiran ya la frescura de la primavera. Éste será sólo el principio!
Los aromas a lavanda y tierra fresca habían sido sustituidos por el hedor de la podredumbre. Mis ojos irritados se abrieron impresionados, y parecía que nunca fuesen a cerrarse después de presenciar tan horrendo espectáculo.
¿Qué más queréis que os cuente de aquella guerra? No tengo nada nuevo que aportar; sólo podría hablaros de muchas violaciones, de vejaciones a los indefensos. La sangre era derramada con tanta frecuencia y levedad que acabó por no asustarme.
Podría hablaros, únicamente, de cabezas vaciadas, de rostros que estallaban por capricho, vísceras que no valían un dólar; de niñas poseídas y vientres abiertos de embarazadas cuyo fruto era arrancado sin piedad. Esa fue la guerra que yo tuve el honor de conocer.
Podría hablaros de los habitantes de un infierno, de sus rostros desangelados, de sus miradas perdidas en la nada. Podría hablaros de todo ello, pero sería tan inútil como desagradable.
Fuimos peor que las alimañas. Todos. Los animales de una misma especie nunca se matan, pero el hombre se compara –erróneamente- a ellos para justificar muchos de sus errores. Nada más puedo añadir al capítulo más oscuro y dolorido de mi memoria. Os aseguro que sentí en aquellos días el mismo desconcierto que los jóvenes de hoy pueden sentir ante el presente que les ha tocado vivir.
No esperé a que la historia se cebase conmigo. El deshonor me importaba una mierda; me preocupaba más la dignidad de quienes padecían los horrores de una guerra aberrante. Me preocupaba más mi propia vida, y me decidí a huir.
En la pequeña aldea de May-Lay, un teniente y un sargento fueron los responsables de una brutal matanza de cientos de niños, mujeres, y hombres vietnamitas. May-Lay no fue el único martirio cometido; el horror era diario, y yo no podía hacer nada excepto embrutecerme o huir. Paseé con ojos callados entre la muerte no descrita de una guerra atroz, pero no deseaba ser una estatua de sal. No deseaba ser cómplice de cuanto estaba aconteciendo. No podía -ni debía- callar las barbaridades que allí vi. Así que asumí mi responsabilidad y tres semanas después escapé selva a través.

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