Petro, el escamoso

Petro, el escamoso

por Heráclito

Bogotá camina. No es un chiste. De un tiempo para acá la ciudad retoma su ritmo. No a la velocidad que se quisiera, con una ejecución alta del presupuesto y unos planes de gobierno practicables, pero ya es mucho decir que no renguea.

¿Entonces, qué? ¿Miramos hacia el Palacio Liévano y gritamos a voz en cuello, tenemos alcalde? Mejor aún, ¿declaramos a Bogotá territorio libre de desastres?

Los que estén alistando voladores, guárdenlos, que Petro es Petro y sobre esta piedra no se edificrá la nueva Bogotá. ¿La razón? Nuestro alcalde no nació para tan prosaicos menesteres.

¿Ustedes se lo imaginan detrás de un escritorio planificando una ciudad a treinta años? Yo tampoco, porque para esto se necesita paciencia, cabeza fría, trabajo de equipo y lo más importante, ser consciente de que no está trabajando para sí mismo sino para los demás.

En otras palabras, los únicos que van a valorar lo que hizo son los historiadores, que no dan votos sino aplausos, y eso cuando les cae bien el personaje.

¿Entonces?

Petro es un político y como tal ama el poder, que sólo se consigue con votos presentes y no con méritos futuros. Por eso, a falta de tribuna parlamentaria, tiene a los medios y a un par de enemigos en los cuales apoyarse.

Su prestigio lo edificó con denuncias de pecados ajenos, señalando a los corruptos como los enemigos a vencer. Pero hoy, con los pecados propios, necesita nuevos enemigos y para su fortuna los halló: un procurador fundamentalista y el nieto de un líder cavernícola.

Perfectos antagonistas para que Petro se envuelva en la bandera tricolor, se declare perseguido político y llame a sus seguidores a cerrar filas en torno suyo, para evitar su sacrificio. Golpe efectista pues a las víctimas se les quiere más que a hija bobo.

Así son los líderes como Petro, cuya concepción del mundo diluye sus virtudes a la par que incuba defectos que al final terminan por destruirlos. La vanidad es el primero de ellos. La fama los marca al punto de creerse indispensables, lo que los lleva directo a la soberbia: después de mi, el desastre.

Como ellos mismo son la verdad revelada, fuera de la cual no hay salvación, el fundamentalismo hace su aparición con su mundo cuadriculado en blanco y negro, donde los buenos son todos aquellos que lo aplauden, y los malos, por supuesto, los demás.

Aquí nace la intolerancia, y con ella la sordera que le impide escuchar otra voz que no sea la suya. Está todo servido para el autoriatrismo, en el que todo el Estado debe ponerse a su servicio porque él y sólo él es el salvador.

Los errores vendrán luego porque los caminos los construyen las naciones, mientras el líder los guía alumbrando el camino hacia la meta perseguida por todos. El líder no puede ser el propio camino.

Infortunadamente, Petro es un polluelo de gobernante autoritario, puesto en un sitial de honor por los muchos que se hartaron de la corrupción, desencantados hoy al sufrir en carne propia su soberbia, su fundamentalismo y su demagogia.

Habrá logros al final de su mandato y quizás una aprobación satisfactoria a su mandato, pero lo que dejó traslucir nos hace desearle que, más bien, en vez de aventuras caudillistas, retome su actividad parlamentaria y ayude, como en el pasado, a limpiar la letrina política de los corruptos que desangran el país.

Es lo mejor para él y para todos, que no sucumba a las tentaciones autoritarias, pues como bien lo dijo Lord Acton a finales del siglo XIX: “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Tenemos buenos ejemplos criollos para demostrarlo.