La Iglesia: un suicidio institucional

Por: Juan Carlos Botero

NOS HA PASADO A MUCHOS. MIENtras más entendemos la necesidad de cultivar y fortalecer la parte espiritual de la vida (y lo podemos hacer mediante la religión, el arte, los libros, la introspección y la autocrítica), también nos hemos decepcionado más y más de la Iglesia Católica.

Y tenemos buenas razones para ello. Sabemos que muchos sacerdotes cumplen una tarea admirable en la sociedad, que brindan consuelo, ofrecen esperanza o asisten a sus feligreses en forma espiritual y hasta práctica, terciando en asuntos familiares, ayudando en crisis domésticas y resolviendo problemas cotidianos.


Pero también hemos visto curas que defienden con vehemencia los votos de pobreza y luego aparecen fotografiados en las páginas criminales de los diarios, juzgados por fraude y por realizar desfalcos millonarios. Hemos visto curas sonrientes acusados de abusar de menores de edad, los que en vez de ser despedidos de inmediato por los jerarcas de la institución cuando se presentan pruebas contundentes y testimonios demoledores, son simplemente trasladados a otras parroquias en donde, tarde o temprano, cometen nuevas fechorías con los niños que, supuestamente, están obligados a proteger. Hemos visto a la Iglesia Católica de Colombia involucrada hasta las narices con los grandes capos de la mafia, escuchando en confesión a sus sicarios y asistiendo a partidos de fútbol e inauguraciones comunales con los jefes más tenebrosos de los carteles de la droga.


Nos ha llamado la atención que los prelados, en los últimos cuarenta años, jamás han excomulgado a un paramilitar, a un guerrillero o a un narcotraficante, pero en cambio amenazan con hacerlo y con furia vengativa a toda mujer que practique el aborto (está legalizado en Colombia, aunque en sólo tres instancias), las cuales, en su gran mayoría, pertenecen a los estratos más humildes de la sociedad, y así ellas hayan quedado embarazadas a raíz de una violación. Hemos visto sacerdotes dictar cátedra sobre el amor y la sexualidad, la pareja y la familia, impartiendo cursos prematrimoniales obligatorios para sancionar las uniones en las capillas, pero todos ellos son hombres que jamás han experimentado lo que es vivir con una mujer a su lado, ni han creado una relación de pareja, educado a un hijo o formado un hogar. Hombres que repiten los dogmas de la fe, pero que en realidad no saben de lo que están hablando, porque nunca lo han vivido con los dedos, la piel o las entrañas, y jamás han construido una familia.


Cualquiera puede tener una opinión sobre cualquier tema, es cierto, pero estos curas no opinan; pontifican sobre esos asuntos tan complejos, estableciendo códigos de conducta, señalando cuáles comportamientos son acertados y cuáles errados, hablando sin titubeos como si de veras tuvieran la verdad revelada. Por todo eso, en fin, nos hemos decepcionado de esta institución.


Y, como digo, cada día más. No hay semana que no leamos otra revelación aterradora, como la más reciente del obispo de Bélgica que abusó durante años de su sobrino, mientras la Iglesia impedía que la verdad saliera a la luz pública. El Vaticano se preocupa por mantener una apariencia perfecta, pero todos los días pierde más feligreses. Jamás hemos visto un suicidio institucional parecido.