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La increíble vida de Emma Goldman, la mujer más peligrosa de Estados Unidos

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Una maravillosa mujer, injustamente olvidada.

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La increíble vida de Emma Goldman, la mujer más peligrosa de Estados Unidos

A pesar de que jamás pronunció su frase más famosa: "Si no puedo bailar no es mi revolución", es difícil encontrar otra que defina mejor el legado de una pensadora revolucionaria cuyas ideas siguen vigentes 80 años después de su muerte.

POR EVA GÜIMIL

13 DE MAYO DE 2020


La escritora y activista Emma Goldman. © GETTY IMAGES

Se independizó a los 16 años con tan sólo cinco dólares en el bolsillo y una máquina de coser; 30 años después el FBI la catalogó como la mujer más peligrosa del mundo y la expulsó del país; pasó cuatro veces por la cárcel y consiguió que Peggy Guggenheim financiara sus memorias. Durante años la figura de Emma Goldman permaneció en el olvido, pero a finales de los setenta el feminismo volvió sus ojos hacia una mujer que dedicó su vida a luchar por los derechos de los más desfavorecidos gracias a una frase que jamás pronunció ni escribió: “si no puedo bailar, no es mi revolución”, pero que define muy bien su ideario político.

El destino de Goldman era insospechable para la hija de una familia paupérrima del gueto judío de Kaunas, actual Lituania. Una niña ignorada por su madre y a la que su padre golpeó, humilló y negó el acceso a la formación superior, a pesar de que era brillante en los estudios. Cuando Goldman le pidió permiso para ir a la universidad, este lanzó sus libros al fuego y le gritó: "Todo lo que una hija judía necesita saber es cómo preparar el pescado gefilte, cortar bien los fideos y darle al hombre muchos hijos".

Con 13 años Emma empezó a trabajar en una fábrica de corsés y a soñar con montar una cooperativa con sus compañeras, pero esos sueños se dieron pronto de bruces con la realidad: sufrió acoso por parte de sus jefes e incluso un intento de violación. Para evitar que su padre la casase contra su voluntad y escapando del brutal antisemitismo que se había avivado en Rusia, se fue con sus dos hermanas a Nueva York, un éxodo que al año siguiente emprendería el resto de la familia Goldman y otros dos millones de judíos, espantados por la crueldad de los Románov.

En Nueva York comenzó a trabajar como costurera, cosiendo abrigos durante más de 10 horas al día para ganar un par de dólares a la semana, unas condiciones que no eran mucho mejores que en Rusia. En su nuevo trabajo conoció a otro inmigrante, Jacob Kershner, con quien compartía el amor por los libros y el baile y el hastío por el trabajo en la fábrica. Se casaron a los cuatro meses y se fueron a vivir con la familia de Emma, pero en la noche de bodas descubrió que era impotente y su relación sufrió un golpe del que nunca se recuperó. No era lo único que le había ocultado: tampoco sentía demasiado amor por los libros, pero sí por jugar a las cartas con sus amigos hasta la madrugada.

Mientras su interés por Kershner disminuía, aumentaba su interés por la agitación política que sacudía el país y en especial en un caso que la iba a marcar para siempre. El 1 de mayo de 1886, los obreros de la fábrica McCormick de Chicago se declararon en huelga para exigir una jornada de ocho horas. Tras tres días de protestas y cargas policiales, una bomba estalló causando cuatro muertos. A pesar de que ni siquiera habían estado presentes, la justicia culpó del atentado a los organizadores de un congreso anarquista celebrado en Pittsburgh y los condenó a muerte. Cuatro acabaron en la horca, el quinto se suicidó antes de que se ejecutase la condena. Aquel suceso, que dio origen a la celebración del Día del Trabajo, espoleó a Goldman que, según contó en su monumental autobiografía Viviendo mi vida, "sintió que renacía y que debía luchar por un cambio social".

Tras 10 meses de matrimonio, pidió el divorcio, su marido amenazó con suicidarse y sus padres con repudiarla, pero se mantuvo firme. "Si alguna vez vuelvo a amar a un hombre, me entregaré a él sin que nos una un rabino, ni la ley y cuando ese amor muera, me marcharé sin pedir permiso", escribió años después. Sus padres la echaron de casa. Se fue con lo único que tenía: cinco dólares, una máquina de cosar y una direción: el Sach’s café. Un mundo nuevo se abrió ante ella, ni en la mejor de sus fantasías podía haber imaginado que existía un lugar en el que intelectuales y obreros se reunían para buscar soluciones a los problemas del mundo. Y allí, entre los que ella consideraba sus iguales, conoció al hombre más importante de su vida, Alexander Berkman. La fascinación fue mutua, ambos compartían exactamente los mismos ideales. Casi sin darse cuenta acabó subida en un estrado dando un discurso y para su propia sorpesa era una oradora excelsa. Habló de su vida en la fábrica, de las humillaciones, de los abusos que había sufrido y de aquel suceso de Chicago que marcó su vida para siempre.

En poco tiempo Alexander y ella se hicieron amantes. Además de la pasión física, les unían los principios anarquistas, su compromiso con la igualdad y –algo muy importante para Emma– el respeto a su libertad. Pero pronto otro suceso dramático los separaría. Tras la Huelga de Homestead –tres días en los que los intentos de los obreros por lograr mejores condiciones laborales tuvieron paralizada la fábrica de acero de Homestead, Pensilvania–, su responsable,Henry Clay Frick, que ejercía de manera tiránica su tarea como patrón de la compañía Carnegie –los Frick, Carnegie, Rockefeller, Mellon y Guggenheim controlaban toda la riqueza de EEUU–, contrató a 300 agentes de la Agencia Pinkerton para que disuadieran a los huelguistas. Tras la revuelta hubo varios muertos y no era la primera vez que Frick estaba envuelto en un suceso similar: tres años antes había estado implicado en la explosión de una presa que había matado a 2.000 personas.

Aquella muestra de abuso de poder enardeció a Berkmnan, que trató de pergeñar una bomba casera para acabar con la vida de Frick. Pero era más un intelectual que un terrorista y fracasó. Sin embargo eso no lo detuvo: armado con una pistola se lanzó contra el magnate, pero no sabía disparar y sólo le causó heridas superficiales. Acabó condenado a 20 años de carcel mientras Frick estaba de vuelta en su despacho a la semana siguiente y los obreros veían sus sueldos reducidos a la mitad. Los amantes –es difícil saber cuánta ayuda tuvo de Goldman– entendieron mal el lugar al que ahora pertenecían: los obreros de Homestad no querían derrocar a sus patrones, sólo querían conseguir mejores condiciones. Emma comprendió que antes de dar la vuelta al sistema había que hacer que fuese tolerable para los que vivían en las peores condiciones, pequeñas medidas antes que grandes gestos.


Emma Goldman durante una charla sobre control de natalidad en Union Square, Nueva York. © GETTY IMAGES

Cuando la fuerte recesión a finales del siglo XIX dejó en la calle a miles de personas, el discurso Goldman se endureció. En 1893 fue detenida por primera vez por defender la expropiación de los bienes: "Pedid trabajo; si no os lo dan, pedid pan, y si no os dan ni pan ni trabajo, coged el pan". Pasó un año en la cárcel y allí leyó a Thoreau y Emerson y se formó como enfermera. A su salida ya era una figura de renombre, la cara más visible del anarquismo.

Pero su nombre ya estaba indefectiblemente unido a la violencia. El suceso que la convirtió en una celebridad a su pesar fue el atentado que acabó con la vida del presidente de los Estados Unidos William McKinley. Su asesino, un enfermo mental que le disparó dos veces, afirmó que la inspiración le había llegado tras escuchar un discurso de Goldman. La policía no necesitó más para acusarla de planear el asesinato, pero después de dos semanas de detención e interrogatorios exhaustivos tuvieron que liberarla. Fue una estocada durísima contra el anarquismo al que el nuevo presidente Theodore Roosevelt declaró la guerra.

Dentro del anarquismo la figura de Goldman resultaba incómoda. Ella quería el pan, pero también las rosas, la dignidad, pero que no estuviese exenta de belleza. Adoraba la ópera y el teatro, la literatura y la pintura y también el sexo y no entendía por qué eso tenía que ser incompatible con hacer la revolución. Pero sus compañeros sí: durante una velada en la que bailaba animada, un compañero la reprendió para su sorpresa. "No creía que una causa que representaba un hermoso ideal, el anarquismo, la liberación y la libertad de convenciones y prejuicios, exigiera la negación de la vida y la alegría. Insistí en que nuestra causa no podía esperar que me comportara como una monja y que el movimiento no debía convertirse en un claustro. Quiero libertad, el derecho a la autoexpresión, el derecho de todos a cosas bellas y radiantes", escribió.

Era consciente de que la mujer estaba permanentemente cuestionada en todos los entornos, por eso centró sus esfuerzos en la emancipación y en la libertad sexual. "Exijo la independencia de la mujer, su derecho a mantenerse a sí misma, vivir para ella, amar a quien le plazca, o a tantos como le plazca. Exijo libertad para ambos sexos, libertad en la acción, en el amor, en la maternidad", declaró, pero tampoco en esta cuestión se libró de la controversia e incluso se ha llegado a afirmar que estaba contra el sufragio femenino. Obviamente, Goldman no tenía ningún problema con que las mujeres votasen, pero consideraba que el esfuerzo para conseguirlo era demasiado alto y beneficiaba sólo a unas pocas, un empeño de las mujeres blancas y adineradas por perpetuar las mismas leyes que dejaban en la estacada a los necesitados y que excluía a negras, pobres, inmigrantes o prostitutas. Además no entendía por qué las mujeres querían votar si era algo que los hombres habían demostrado que no servía para nada.


Emma Goldman y Alexander Berkman en 1917. @ GOOGLE IMAGES

Para intentar permanecer fuera del foco de la justicia, empezó a trabajar como enfermera en las casas más pobres del Lower East Side con un nombre falso. Pero si hay un país que permite la redención, ese es Estados Unidos y no tardó en resurgir con más fuerza y extender su mensaje tanto por los barrios más pobres como por las mansiones. Ilusionada por el avance de los bolcheviques en Rusia, se dedicó a dinfundir las bondades el nuevo orden mundial que se avecinaba. Quería contar cómo el pueblo se había lanzado contra los zares, cómo se podía cambiar el mundo desde abajo. Para difundir su mensaje fundó la revista Mother earth en la que acogió a Berkman cuando este salió de la prisión tras 14 años. La relación se había terminado, pero el cariño y la amistad no.

En 1908 se enamoró de Ben Reitman, un vagabundo diez años más joven que ella, que acabó estudiando medicina y tratando personas en situación de exclusión social afectadas por enfermedades venéreas. Compartieron su compromiso con el amor libre, pero mientras ella le permanecía fiel, él tenía varias amantes. Intentó conciliar sus celos con la creencia en el amor libre que propugnaba, pero le resultó difícil. En seis meses impartió 120 conferencias en 37 ciudades. Con Reitman como agente, su discurso llegaba a más público, pero esa fama también atraía a la policía. Se unió a Margaret Sanger, la mujer que acuñó el término "control de la natalidad" y en 1916 fue arrestada de nuevo por dar una charla sobre el uso de anticonceptivos. Pasó dos semanas en la cárcel –por entonces ya lo veía más que como castigo como una manera de tomar el pulso de la sociedad–.

La ley no era la única que la tenía en el punto de mira, a sus compañeros anarquistas no les gustaba otro punto de su discurso: la homosexualdad. En Viviendo mi vida escribió: “Me censuraron algunos de mis propios compañeros porque estaba tratando temas tan "poco naturales" como la homosexualidad. Argumentaban que el anarquismo ya era bastante mal comprendido y los anarquistas eran considerados depravados; era inadmisible incrementar esos falsos conceptos ocupándose de las perversiones sexuales. Como creía en la libertad de opinión, incluso si iba en mi contra, me importaban tan poco los censores de mis propias filas como los del campo enemigo. En realidad, la censura de mis compañeros tenía sobre mí el mismo efecto que la persecución policial: me hacía estar más segura de mí misma, más decidida a defender a todas las víctimas de las injusticias sociales o de los prejuicios morales.”

La entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial le dio otra causa a la que adherirse, en Mother Earth se manifestó contra la guerra y alentó a los estadounidenses a resistirse al reclutamiento y oponerse a la participación de los Estados Unidos en la guerra. "Nos oponemos al reclutamiento porque somos internacionalistas, antimilitaristas y nos oponemos a todas las guerras libradas por los gobiernos capitalistas" y aprovechó para lanzar una puya a su país de acogida: “si Estados Unidos ha entrado en la guerra para hacer que el mundo sea seguro para la democracia, primero debe hacer que la democracia sea segura en Estados Unidos.” Goldman no podía entender cómo un país que censuraba su libertad de expresión y reunión se uniese a una guerra para proteger los derechos de otros países. Podría ser un argumento aplastante, pero la sentencia fue de 22 meses en prisión. En la cárcel continuó con su trabajo y se unió a otras activistas para intentar mejorar la vida de las reclusas, especialmente las negras, “a pesar de las controversias de los psicólogos criminalistas, no encontré a ningún criminal entre ellas, solo seres humanos desafortunados, rotos, desgraciados y desesperados”, una lucha que en España había abanderado casi 50 años antes otra mujer, Concepción Arenal.

Pero esta vez el mayor castigo no era la privación de libertad. El gobierno de los Estados Unidos en connivencia con el FBI había conseguido anular su ciudadanía, ella y Berkman fueron expulsados del país. J. Edgar Hoover, el todopoderoso jefe del FBI, la bautizó como “la mujer más peligrosa de América”.

Tres décadas después de llegar a Estados Unidos fue deportada. Había llegado siendo una adolescente y se iba convertida en una celebridad. El regreso a aquella patria que apenas recordaba supuso un golpe durísimo, pero la estimulaba que en aquel tiempo en Rusia se había cumplido su sueño, los zares habían sido derrotados por los bolcheviques. Pero la ansiada revolución bolchevique que iba a devolver la dignidad al empobrecido pueblo ruso sólo cambió los nombres de los opresores.

El antiguo imperio Románov seguía siendo un paraíso de corrupción: si antes era la guardia real la que reprimía a los trabajadores, ahora era el ejército bolchevique. Goldman y Berkman se reunieron con Lenin, que los trató como a niños que no entendían el sistema y les aseguró que la represión gubernamental de las libertades de prensa estaba justificada: "No puede haber libertad de expresión en un período revolucionario".

En 1921 más de 100 marineros fueron asesinados tras las huelgas de Petrogrado. "Guardar silencio ahora es imposible, incluso criminal", escribió desolada. Abandonaron el país rumbo a Letonia y después se establecieron en Berlín. Allí escribió una serie de artículos para el periódico de Joseph Pulitzer, The New York World, que finalmente se recopilaron como Mi desilusión en Rusia, un trabajo que sus antiguos compañeros de partido no le perdonaron y por el que fue condenada por intelectuales como Bertrand Russell y H. G. Wells . A partir de ahí inició su peregrinaje, pero sentía que ya no pertenecía a ningún país, sólo a su adorada America, esa tierra que intentó cambiar, pero que la cambió a ella.

En 1925 se casó con el escoces James Colton para evitar la deportación y conseguir la ciudadanía británica. Sólo eran conocidos, pero le aterraba volver a vagar sin rumbo, empezaba a estar cansada. "Descubrí con gran desconcierto que la vejez, lejos de ofrecer sabiduría, madurez y sosiego, suele ser fuente de senilidad, estrechez de miras y rencores. No podía arriesgarme a esa calamidad y empecé a pensar seriamente en escribir mi vida", escribió en el prefacio de su autobiografía, unas memorias largamente alentadas por su seguidores y financiadas en parte por la poeta Edna St. Vincent Millay y especialmente por la coleccionista de arte Peggy Guggenheim. Para escribir sus más de 1.000 páginas pasó dos años en una pequeña casa de campo en un Saint-Tropez muy alejado del glamour actual. Mereció la pena: The New York Times lo consideró uno de los mejores libros de no ficción del año y fue un éxito de ventas. Gracias a esas memorias pudo visitar de nuevo Estados Unidos con la condición de no de hablar nada más que de sus memorias. Intentó quedarse pero fue imposible.

Tras la decepción que supuso la revolución bolchevique su última gran ilusión fue el anarquismo español que promocionó por todo el mundo, casi al final de su vida seguía creyendo que había una posiblidad de un mundo más justo. Siempre había estado pendiente de España a través de los emigrantes que residían en Nueva York y participó en campañas contra la política represiva de Alfonso XIII. Visitó nuestro país tres veces y conoció a la anarquista española Federica Montseny.

En 1936 su querido Berkman se suicidó, fue el último gran golpe de su vida. Goldman mantuvo múltiples relaciones sentimentales, incluso algunas de manera simultanea; la última con Frank Heiner, un sociólogo de la Universidad de Chicago 30 años menor que ella, pero Berkman había sido más que un amante, había sido su compañero de fatigas. El 8 de mayo de 1940 sufrió un derrame cerebral y el 14 de mayo murió en Toronto, tenía 70 años.

Tras su muerte pudo por fin volver a sus adorados Estados Unidos. El servicio de inmigración permitió que fuese enterrada en el cementerio alemán de Waldheim, en Chicago, cerca de las tumbas de los ejecutados después del caso de Haymarket, aquellos cinco hombres que cambiaron su vida.

Después de su muerte su fama se desvaneció hasta que en 1970 se reeditó su monumental biografía y la escritora feminista Alix Kates Shulman editó algunos de sus discursos. En vista de su repentina fama, un amigo de Shulman le pidió una frase de Goldman para imprimir en unas camisetas que iba a vender para recaudar fondos para un festival que celebraba el fin de la guerra de Vietnam. Ella le envió su favorita, "Quiero libertad, el derecho a la autoexpresión, el derecho de todos a cosas bellas y radiantes" y le contó que había sido amonestada por bailar. El amigo demostró tener un gran ojo para los eslóganes y lo resumió en "Si no puedo bailar, no quiero estar en tu revolución".

Cuando Shulman fue a recoger su camiseta se sorprendió. "Busqué en los textos de Emma la declaración; no se encontraba en ninguna parte. Pero Jack estaba muy contento y no había tiempo para cambiarlo así que no tuve corazón para objetar, después de todo sólo iba a aparecer en algunas camisetas y el sentimiento expresado era pura Emma", escribió. Casi 50 años después esa frase que Emma Goldman nunca pronunció sigue siendo su legado más popular.
Fuente: Vanity Fair

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