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Del fútbol al fulbito Fernando Araújo Vélez (*) Por: elmagazin
Casi todos, a su manera, quisieron ser los salvadores de “la patria”, vanidad de vanidades y sólo vanidad. Sin embargo, tal vez por ello, terminaron perdidos, observando de reojo el tablero electrónico de El Campín que, lapidario, marcaba México 3- Colombia 1. La historia había comenzado a escribirse el martes 9 de agosto, en el mismo escenario y casi a la misma hora, o incluso mucho antes. Esa noche, Pedro Franco, Duván Zapata y James Rodríguez fueron los héroes de la película. Uno, por su gol agónico para igualara el tanteador ante Costa Rica. Los otros dos, porque fabricaron el penalti que le dio la victoria a Colombia.
Ese mismo día, le televisión repitió una y mil veces las imágenes de la proeza. A la mañana siguiente, los diarios reflejaron la hazaña con fotos inmensas y grandilocuentes titulares. Ellos fueron Colombia, y Colombia, la patria, y la patria, la salvación y la adoración. Los aplausos, las venias y los adjetivos iban y volvían, rutilantes e inmortales, como el himno. Había ganado el equipo, sí, pero ellos habían sido los grandes artífices. Y el éxito, como lo escribió más de 100 años atrás Federico Nietzsche, suele ser mentiroso. Las odas sepultaron la realidad, y la realidad iba por los caminos del desorden, del individualismo, de la vanidad.
Desde la victoria sobre Francia, los halagos fueron una constante. Alguno, por ahí, casi a escondidas, se atrevía a sugerir que el equipo, como equipo, no había aparecido, que los buenos resultados habían surgido a partir de las individualidades. No obstante, una voz no era “la voz”. El desfile de figuras, con nombre propio y en primera persona, continuó. Y pasaron Malí y Corea y Costa Rica. La pintura era casi idéntica. Nombres, lujos innecesarios, figuración, ego, victoria. Cada quien buscaba su lugar en las primeras planas del día siguiente, quizá motivado por algún empresario con intereses empresariales.
Contra México el carnaval de las vanidades fue más colorido e intenso que nunca. Por momentos parecía que los futbolistas colombianos, antes de salir a la cancha, hubieran repasado hasta la saciedad el video del segundo gol de Diego Maradona a Inglaterra en 1986, o las jugadas de Lionel Messi en el Barcelona. Ortega, Rodríguez, Zapata, Franco, Quiñónez, Muriel, Arias, Cabezas, Moreno, todos, jugaron por ellos y para ellos. Cuando debieron abrir hacia un costado, se empecinaron en transportar la pelota. Cuando tenían que haberse unido para tocar en corto, le pegaron al arco desde la mitad de la cancha.
Gambetas sin sentido, túneles ingenuamente celebrados por el público, tacos adornados por la intrascendencia. Mientras México jugaba fútbol, Colombia exhibía un elaborado manual de “fulbito”, como le decían en Argentina tiempo atrás al lujo por el lujo. Así, los goles fueron cayendo en el arco de Cristian Bonilla, hasta la derrota final. Sobre las 11 de la noche, Eduardo Lara, el técnico colombiano, declaró que él era el responsable de la eliminación, que los jugadores lo habían entregado todo. Y fue punto final. Aquellos que se habían multiplicado en glorias almibaradas, pasaron a criticar el 4-4-2 o el 4-2-2-2, los relevos o el cambio de titulares.
Ya no servía lo que antes había servido. Ellos y el país del fútbol habían aplaudido a rabiar a Lara y sus muchachos. Ellos y el país del fútbol habían vuelto obras de arte los tacos, los túneles y los sombreros. Los habían motivado.
(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos.
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