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Hombres a los que hay que huirles ----El separado cincuentón

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El separado cincuentón





Alguna vez tuve un enamorado cincuentón. Separado, cómo no. El tipo creía que a las mujeres todavía se les coqueteaba con chocolates, como en su época, cuando todas eran talla 16, así que me llevaba a diario (eso sí, era constante) un chocolate con caramelo, maní y nueces. El caso fue que mis amigos se aburrieron de comer Milky Way y le pidieron al pobre enamorado que cambiara el menú diario.




El tipo no se rindió ante el desplante. Por el contrario, me pidió que nos casáramos. "Pero si yo no estoy enamorada", le dije. "No importa —me contestó—. El amor viene después".

El pobre era tan viejo que creía que todavía estábamos en esa época en que el amor lo arreglan las familias y no los novios, y como él no tenía papá, pues hablaría con el mío de tú a tú, porque al fin y al cabo tenían muchas cosas en común: podían hablar del examen de próstata o de la jubilación que estaba por llegar, o incluso de los hijos. Ya me los imagino riéndose y diciendo: "Mi hija es muy rebelde", "la mía también", "ay, esta generación que nos tocó criar", y así…

Ese no fue el único cincuentón que me coqueteó, pero es del único que puedo hablar porque ya se murió (la corta esperanza de vida es una de las pocas ventajas de salir con uno de esos tipos). Lo cierto es que yo les gusto a los cincuentones. Tengo palito, digamos.

Y no entiendo por qué, siendo que yo soy tan directa con ellos. Cuando se me acerca uno, le digo de entrada que el burro viejo come pasto verde, y eso parece entusiasmarlos en lugar de cohibirlos. No tienen vergüenza, definitivamente.

Se le acercan a uno con esas panzas colgando, la calva reluciente, los pantalones escurridos, las correas gastadas, la cara sudorosa y el rancio olor a Old Spice y le susurran al oído, luego de un solo whisky aguado, que a ellos "todavía les funciona", pensando que con esa confesión soez uno va a decir: "Ay, pero qué dicha, ¡aprovechemos!".

Pero hay que ser honestos. No todos los cincuentones son gordos o calvos. Hay algunos a los que aún les queda algo de pelo y no tienen barriga porque hacen ejercicio. Esos no usan los pantalones escurridos sino jeans con bolsillos extrañamente grandes, un poquito arriba de la cintura y con la camisa por dentro. Ellos, en lugar de hablar de la parola —porque, más confiados que todos los de su especie, creen que se da por descontado—, hablan de su panza plana todo el tiempo.

A este tipo de cincuentones hay que temerles, no solo porque viven muchos años sino porque no se sienten viejos sino unos "sardinos" de treinta, y entonces lo llevan a uno a In Vitro o al Libertador, o a cualquier barcito con chispún, y se mueven al ritmo de una música electrónica que, cuando están en sus casas y la oyen, le dicen a su hijo: "¡Bájele a ese ruido infernal, carajo!", pero con uno se sienten "en la onda".

Y luego, cuando salen del "grill", como aún llaman ellos a los bares, siempre les da por quitarse la camisa para que uno compruebe que no tienen panza. Y no tienen, en efecto. Lo que sí tienen es las tetillas caídas (no solo a nosotras se nos descuelgan) y unos lunares de aspecto poco saludable a la altura de las costillas falsas.

Existe otro tipo de cincuentón que es el recién separado. Estos pobres dan tumbos por la vida, aún con la marca blanca en el dedo anular, en donde alguna vez estuvo atornillada la argolla. Lo invitan a que uno conozca el apartamento de soltero, que siempre está hecho con la basura que su esposa no quiso conservar, y cuando uno menos piensa están sentados lagrimeando. Porque a esa edad no se llora con fuerza, como los bebés (en realidad ya a esa edad nada se hace con fuerza, ni orinar), sino que se les quiebra la voz y se les escurren un par de lágrimas tímidas y grisáceas.

Yo sé que estoy siendo muy dura con los cincuentones, y que alguna vez (no muy lejana, por cierto), yo misma seré cincuentona. Pero eso sí, prometo no decirle a un treintañero que me toque la panza para que vea que la tengo plana o salir de compras con la mamá de él para levantármelo, porque yo, a diferencia de este tipo de personajes, sí he oído esa frase sabia que dice que uno tiene que envejecer con dignidad.

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El poeta maldito






El espécimen del poeta maldito (homo rimbaudianus) se camufla fácilmente entre el homo mamertus —cuyo hábitat principal es "El Bulín" en donde bebe grandes cantidades de vino caliente y canta la música de Joan Manuel Serrat— y el homo intelectualoidus —ratón de biblioteca que intenta llamar la atención de las féminas citando la Historia de la sexualidad, de Foucault—. Carga siempre debajo de su brazo izquierdo uno de los tomos de su obra poética completa, la cual hasta ahora solo ha sido leída por él mismo, y en la mano derecha sostiene una pipa o un cigarrillo Pielroja cuya labor, básicamente, es impregnar su gabán y su boina con un aroma a cenicero trasnochado. Para aquellas que disfrutan de bouquets aromáticos refinados, vale aclarar que el poeta maldito se aleja de Hugo Boss y se acerca más al tufo de Eduardo III, el cual mezclado con trementina, le estimula la imaginación y le permite componer versos vanguardistas como "cuando me encontré a Dios en la buseta Calatrava" o "si Bukowski hubiera nacido en Honda se hubiera muerto del calor".

Si usted es de esas mujeres que disfrutan del trabajo estable de su novio ingeniero o economista, aférrese a él y bajo ninguna circunstancia caiga en las redes del poeta maldito. Usted debe entender que los proyectos de vida de este bardo son, a corto plazo, visitar la tumba de José Asunción Silva en el Cementerio Central; a mediano plazo, terminar el poema en prosa que está componiendo a la memoria de los nadaístas y, a largo plazo, fundar una revista de poesía que tenga el aval de Harold Alvarado Tenorio. Si usted es de esas mujeres que disfrutan, de vez en cuando, de una buena balada en español, debe saber que el único trabajo discográfico de Alejandro Sanz que el poeta maldito conoce es el disco en el que el cantante español recitaba "Me gusta cuando callas porque estás como ausente…". Para el poeta maldito el único rey musical que existe es el Rey Lagarto, Jim Morrison, sobre quien está escribiendo una novela en verso basada en sus últimos días.

Si usted es una mujer alegre, una cajita de música con la sonrisa a flor de boca, deberá evitar a estos hombres cuyo estado de ánimo siempre hará referencia a un cuchillo metafísico que les atraviesa el alma. Ahora, si usted es alérgica a los gatos también deberá mantenerse alejada de estos personajes por el bien de su salud, pues están obsesionados con estos animales hasta el punto de creer que son felinos atrapados en el cuerpo de un humano. Ellos, noctámbulos, taciturnos van botando pelo de su barba y a la hora de amar entre ronroneos tocarán su boca, con un dedo tocarán el borde de su boca pues, como buenos lectores trasnochados de Rayuela, el capítulo 7 se ha convertido en su táctica y estrategia más certera a la hora del romance. Si la toxoplasmosis ha hecho que este escenario le parezca lo suficientemente romántico, deberá saber que las únicas flores que estos poetas son capaces de regalar son un ejemplar de Las flores del mal, de Baudelaire, robada de los saldos de Panamericana.

Si entre sus hobbies está salir con sus amigos de rumba crossover, el poeta en cuestión se sentirá algo fuera de lugar pues entre sus pasatiempos favoritos se encuentra sentirse como hijo de otro siglo. Espere a que sea él el que proponga planes en donde la bohemia se desborda: noches interminables de tertulia con sus amigos que "hacen teatro" en La Candelaria, recitales de poesía al aire libre y tomas de chicha en el Chorro de Quevedo. Usted conocerá todas las milongas de tango de la ciudad y pasará horas componiendo cadáveres exquisitos. Por favor, piénselo dos veces antes de sacrificar el aparentemente banal baile del gorila por sesiones diarias de lectura en voz alta de apartes de El lobo estepario, de Hermann Hesse.

Ahora, si usted es de esas mujeres que están convencidas de que pueden cambiar a los hombres, tal vez salir con un poeta maldito le puede caer como anillo al dedo. Recuerde que hasta Rimbaud se cansó de tanta melancolía parisina y se convirtió en un boyante traficante de armas.

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Antiguo 16-12-2009 , 16:06:31   #3
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El partido perfecto






Tengo el hombre con el que soñamos todas las mujeres. El hombre perfecto. Es comprensivo, sensible, detallista. Recuerda todas las fechas: cumpleaños, aniversarios, bautizos, Día de la Madre y hasta el Día de la Mujer.

Se fija en todo. Qué llevo puesto, qué me hice en la peluquería, qué estoy comiendo. De hecho come menos que yo, bebe menos que yo y ¡baila mejor que yo!

La palabra "vicio" no está en su ADN. El hombre no toma ni tampoco fuma. Es de la cruzada contra las drogas y jamás se trasnocha. No sabe lo que es un guayabo. Por eso los domingos me despierta a las seis de la mañana para que trotemos o subamos en bicicleta a La Calera. Es un deportista excepcional.

Ni hablar de su habilidad para la cocina. Prepara lo que sea. Risottos, pastas, carnes, sopas y hasta postres. Es un Harry Sasson en potencia y por eso lo adoran mi mamá y mis hermanas (quienes además ya se volvieron sus mejores amigas). Ni hablar de infidelidades, el tipo jamás ha puesto los cachos y a mí, de verdad, jamás me da motivos para sospechar de él.

Salir con el hombre perfecto implica que me acompañe a hacer shopping, a ver comedias románticas y le fascina hacer mercado. De hecho, nunca ve fútbol. Ni tele. Solo lee libros y excepcionalmente se pierde los documentales de History Channel.

Lo peor de estar con el hombre perfecto es que no hay forma de pelear con él. No dice groserías, habla pausado, sin apasionamientos, siempre asertivamente (¡no saben cómo echo de menos la capacidad de poner verdes a mis novios!). Tanta perfección no es normal. Aquí hay gato encerrado. ¿Será gay? Pero no puede ser gay. ¿Cómo va a ser gay? Si es una máquina en la cama. Nos pasamos seis horas haciendo el amor. Y luego me pone conversación, y yo con ganas de dormir. Él no ronca. La que ronca soy yo. Y después de la faena, lava la ropa y hasta las sábanas.

Las cuentas con él son perfectas. Insoportablemente perfectas y calculadas: si me baño más de tres minutos en promedio, desperdicio un tercio de metro cúbico sin necesidad. Si uso demasiada pasta de dientes entonces estoy desperdiciando dos tubos de pasta al año que en 30 años nos permitiría ahorrar para un paseo a Anapoima un fin de semana. Que no me tome más de dos buscapinas, que en los dibujos de las cajas siempre recomiendan más de lo que uno necesita. Y que con cuatro cuadraditos de papel higiénico doblado por la mitad cuatro veces tengo área más que suficiente (como si el tema fuera de superficies).

Las finanzas son al centavo. Que la tarjeta de crédito cobra unas tasas de interés inmorales, que son más del 2% mensual y son efectivas desde el primer día, a menos que el saldo esté en ceros (¿qué mujer tiene una tarjeta de crédito con saldo en ceros) Las compras tienen que ser con descuentos. Y siempre comparando precios.

Las primeras veces es genial por lo ordenadito, a diferencia de la mayoría de los hombres, que siempre parecen botando la plata como niño en piñata. Pero al rato tanto método y tanta precisión se vuelve inmanejable. Era ideal: para mi madre, para mis cuentas, para mi salud, para el medio ambiente, para mi ropa y apartamento, hasta para mis ollas y utensilios de cocina.

El gran problema, es que me hizo extrañar al borracho, al perro, al jugador, al cizañero, al antideportista, al inútil que no cocina ni un arroz… He encontrado el hombre perfecto. Y ahora que lo tengo, ¡no sé qué hacer con él!

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Antiguo 16-12-2009 , 16:08:10   #4
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El metrosexual






Era una tarde fría y yo estaba en el supermercado tratando de elegir entre un queso insípido pero bajo en grasa y un delicioso queso brie, que prometía sumarles a mis cachetes de invierno nuevas razones para inflarse. Me costaba. Uno puede pasarse un rato largo elucubrando ante una nevera; uno puede entrecerrar los ojos e imaginarse dichoso frente a un plato servido con graciosos bastoncitos de queso descremado, y con el hambre enfundada en una bella figura sílfide. O bien, uno puede no imaginar nada y hacerse el loco y hartarse de brie impunemente, hasta que alguien en la calle le diga: qué raro, qué cosa, últimamente te noto un leve parecido al gordo Benjumea...

-Llevemos este queso, amor -scuché de pronto a mi lado, y vi a un hombre hermoso (lánguido y paliducho, pero hermoso), agarrando con sus manos de príncipe (cutículas sanas, brillito neutro) el queso bajo en grasa que yo estaba por abandonar. Mis manos, en cambio, apretaban ansiosas el paquete de brie, como una pelotita antiestrés. Al lado del hombre hermoso había una mujer fea, a quien se le notaba el esfuerzo que hacía por abandonar esa condición. Mucha dieta extrema, mucha crema de enjuague inútil, mucha pantorrilla de spinning, mucha frustración. En la canastita, además del queso inmundo, el hombre llevaba un tratamiento para el pelo marca Kérastase y un kit completo Nivea for Men. Era uno de esos, se veía a leguas: un digno representante del ya no tan novedoso conjunto de imbéciles dispuesto a autoesculpirse a imagen y semejanza de un modelo de Hugo Boss; uno de los que han usurpado descaradamente un terreno que había sido cultivado durante siglos por mujeres y maricas. Un metrosexual.

-¿Te parece, gordo?-preguntó la mujer, mirando el queso con desdén. Su voz revelaba la falta de alguna vitamina importantísima. Él tomó con sus manos esa cara demacrada, la miró a los ojos y le dijo:

-Sacrificio, amor -cualquiera que lo hubiese visto habría buscado las cámaras para comprobar que estaba actuando una maravillosa escena de amor en Auschwitz. Agarraron su queso y se fueron: él, flotando como una pelusa; ella, arrastrando su miseria y sus tetas caídas. Yo me quedé pensando en esa pobre mujer, que no solo tenía que levantarse todos los días al lado de un cutis más terso que el suyo sino que, además, tenía que oír sus máximas; toda esa patraña de que lo único que bastaba en la vida para ser Angelina Jolie -o su marido-era fuerza de voluntad y vocación de martirio. Y aunque ya sospechaba que de esos especímenes había que huir lo más lejos posible, ese día perfeccioné mis argumentos mientras merendaba con vinito tinto y un suculento plato de queso brie. He aquí algunos de esos argumentos:

1) Los hombres que se cuidan mucho suelen obtener mejores resultados que las mujeres. ¿Por qué? No hay que preguntar, la respuesta es tan simple como que Dios los quiere más. Y tener que compararse con el novio solo para confirmar que las perlas luminosas se notan más en su pelo que en el de uno es simplemente humillante. Si en una casa tiene que haber alguien bonito y cuidado, es mejor que sea usted, señora, lo otro siempre termina mal. Mínimo: en pesadillas que involucran tríos donde usted no participa. 2) Cuando un tipo se vuelve más bonito que su mujer, ella es rápidamente reemplazada por el mayor objeto de deseo y devoción de él: él mismo. Acá es cuando su cara fruncida, señora, se estrella contra la conclusión acertada de que alguien que se quiere tanto a sí mismo no tiene lugar para querer a nadie más, y que lo más excitante que se puede hacer ante a un espécimen de estos es mirarlo mientras se pajea, arrobado, frente a un espejo. 3) Está comprobado que mucho menjurje humectante, mucha vitamina A, mucha crema de enjuague fina malogra la testosterona. Ya es un lugar común que los tipos lindos rara vez son algo más que lindos; un tipo que a lo mejor ni siquiera es lindo pero empeña los esfuerzos propios de una adolescente gorda en verse lindo no será nunca algo distinto a eso: una criatura más empeñosa que bella, con alma de gordita resentida y granulienta, ¿y su testosterona

: un juguito soso diluido en sacarina. 4) El día que, Dios no lo quiera, al tipo le salga una espinilla, lo primero que va a hacer es esconder la cara en su regazo, señora: el suyo; y entrará en una depresión tal que, otra vez, se verá impedido para desempeñar sus ya malogradas funciones. Así, se verá usted frente a un inútil cacho de carne, magro pero muerto, posado sobre sus piernas. Esa imagen la empujará a la fuga, le juro que sí, correrá a abrazar cada pollo frito del que él la privó. Y la próxima vez que se encuentre con uno de estos adonis contrahechos, usted se acercará sigilosamente a su oreja perfumada y le susurrará algo como: "Te convendría usar el contorno de ojos de Clinique -hará una pausa dramática y luego rematará, con voz condescendiente pero cara de asco-para disimular esas patas de gallo". Y él quedará fulminado, y usted respirará aliviada: "Uno menos", cantará al aire. Y, entonces, escuchará aplausos y ovaciones a su alrededor.

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El que sufre de complejo de Edipo






Sí, como la película de Almodóvar, pero no aparece ni un travesti, ni la Roth, ni Fito haciendo cameo. En esta historia que voy a contar solo hay espacio para una protagonista. Bien reza el dicho: madre no hay sino una. A metros, les diré. A metros de esos hombres que tienen una relación casi umbilical con sus mamitas, aunque si lo digo es porque he sido incapaz de alejarme de ellos. Por eso no puedo dejar de advertirles el peligro que resulta ser pareja de un tipo que, no siendo suficiente con llevar a lavar la ropa a casa de su mamá, habla día y noche con ella durante la semana y condena su fin de semana, y el de uno, a visitarla porque pobrecita. Nada de malo hay en que un ser humano, hombre o mujer, sea familiar y quiera pasar tiempo con su manada de nacimiento. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Para la muestra, este pequeño relato que pobremente narra el infierno de compartir la cama con alguien que bien podría levantarse a medianoche llamando a su progenitora y que nos pone a competir de una manera muy desleal con esa mujer diez que les dio su pecho como alimento.

Todo comenzó cuando fui a conocer a mi nueva suegra, luego de un par de meses de noviazgo y convivencia. Se equivocan las mujeres que creen que una mala suegra es esa que las detesta. El riesgo más grave que se corre con estas mujeres que no han destetado a sus hijos es caerles bien y que quieran que uno haga parte de esa relación enfermiza que tienen con sus hijos. Mi suegra me adoró y yo, muy ingenua salí feliz de su casa. Recuerdo, claro, cierto tic nervioso que me dio en el pómulo, muy cerca del ojo derecho, cuando me soltó una retahíla de lo compenetrados que estaban ella y su hijo, de cómo ella sentía lo que él sentía incluso estando lejos. "Además somos igualitos", concluyó.

Pero la cosa no se reduce a las visitas preagendadas de todos los fines de semana. La cosa se traslada al primer escenario en el que sale a flote el complejo de Edipo: la cocina. Nunca permitan que sus parejas les contesten con frases como "Mi mamá dice que las copas no se ponen bocabajo después de lavarlas" o "los patacones tienen que fritarse así o asá". Todos tenemos un hogar en el que nos enseñaron ciertas cosas a las que estamos acostumbrados, pero no por eso hay que citar a las mamás en todas las labores. En la casa de una pareja se compra el jabón que ambos convienen en comprar, y no el que la suegra dictamine. Y el problema no es de ellas. En eso también nos hemos equivocado durante siglos: no son las suegras lo que incomoda. Son sus hijos, siempre dependientes y metiéndolas a ellas en todo.

Nueve de la mañana del siguiente domingo. Timbra el teléfono de la casa y nos despertamos. No contestamos. La persona que llama no deja mensaje. Antes de que deje de oírse el tono de ocupado por el altoparlante del contestador, suena el celular de mi novio, quien hace caso omiso la primera vez. Prende el televisor y nos ponemos a ver un partido de fútbol. Liga inglesa. Su celular suena por segunda vez. Él mira la pantalla en la cual titila la palabra mamá y oprime una tecla para silenciarlo. Seguimos viendo el partido. A los dos minutos suena mi celular. Como no tengo grabado el teléfono de mi suegra, contesto sin saber de quién se trata. Es ella. No nos invita a almorzar. Simplemente me notifica cuál será el menú y pregunta a qué horas llegamos. Yo, algo desprevenida, digo que a la una y colgamos. Una hora más tarde, vuelve a sonar el teléfono de la casa. Esta vez sí deja mensaje. "Hola, mi amor, es tu mamá. Ya le dije a Margarita que hay posta negra de almuerzo. Díganme a qué horas vienen". Creí ser más que clara cuando dije que a la una. Son las diez de la mañana y, en la módica suma de sesenta minutos, mi suegra ha llamado cinco veces. Multipliquen esta escena por los fines de semana que contenga un año y díganme si no es insufrible.

Pero como uno no aprende y en esa casa cocinan delicioso, llegamos a almorzar no sin antes recibir unas tres llamadas más de las que no soy partícipe, pues ya mi novio se apersonó de esa inclinación de su madre resumible en el jingle de esa empresa de telefonía en la que una mano canta: si vas por la carretera y oyes un ring ring, ten la seguridad que se trata de mí. Cuando nos vamos a ir hace cara de "no se vayan todavía". Nos quedamos un rato y veo a mi hombre en el lecho materno, arrunchado en el regazo de su madre, que le consiente la cabeza mientras conversamos de cualquier cosa. Me enternece, me gusta que sea tan familiar. Recuerdo las palabras de mi propia madre: "Si es buen hijo, será buen padre". Oración llena de negaciones: no sé por qué no se me ocurrió que no estoy buscando un padre para mis hijos, sino un novio. Uno que no tenga a su mamá dando la lora que deberíamos dar las novias y que no me delegue a mí el rol de madrastra.

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me podria prestar pa la buseta xD!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

ana me rei como loco sicotico leyendo el apunter,

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