SE HALLABA SENTADO SOBRE LA CAMA, EN UN RINCÓN DE LA HABITACIÓN, AÚN VESTIDO Y CON SUS LUSTRADOS ZAPATOS PUESTOS. AQUEL DÍA, COMO TANTOS OTROS, NO HABÍA SALIDO A LA CALLE, PERO SIEMPRE CALZABA ZAPATOS, Y CADA MAÑANA DEDICABA VARIOS MINUTOS A CEPILLARLOS. APOYABA FUERTEMENTE LA ESPALDA Y LA CABEZA CONTRA LAS PAREDES, CASI HASTA EL PUNTO DE CAUSARSE DOLOR, CON EL ÚNICO FIN DE VISUALIZAR TODA LA ESTANCIA. TENÍA QUE VERLO TODO, Y NO DEBÍA PERDER DE VISTA NINGÚN ÁNGULO, AUNQUE SÓLO FUESE POR UN INSTANTE. EN UN SEGUNDO SE GANA O SE PIERDE, SE VIVE O SE MUERE. NO HABÍA LUCES ENCENDIDAS, PERO TAMPOCO ERAN NECESARIAS. TAN SÓLO LA DESCOLORIDA PERSIANA DE MADERA ENVEJECIDA, SITUADA A SU IZQUIERDA, DEJABA COLARSE UNOS INDESEABLES TRAZOS ROJIZOS DEL NOCTURNO MUNDO EXTERIOR: UN MUNDO DEMASIADO LEJANO Y DESPREOCUPADO QUE SE PERDÍA TRAS LA PUERTA; UN PARAÍSO INUNDADO DE FALSA CIENCIA Y ABSURDAS TEORÍAS —AUNQUE REDACTADAS A LA PERFECCIÓN— QUE CREÍAN DAR UNA EXPLICACIÓN SATISFACTORIA A TODO CUANTO PUDIERA ACONTECER. Y CUANDO ALGO SE LES ESCAPABA DE LAS MANOS TE ENCERRABAN BAJO LLAVE EN LA SEXTA PLANTA, EN EL PASILLO LARGO Y BLANCO DONDE TODOS SE CRUZABAN SIN VER, CADA CUAL CON SU HISTORIA, VISTIENDO UN HOLGADO PIJAMA Y ARRASTRANDO LOS PIES. ESE HABÍA SIDO SU ERROR: HABLAR DEMASIADO.