La paz de Colombia que beneficiará 47 millones de colombianos y generaciones futuras no puede depender de lo que digan dos dirigentes de un grupo guerrillero, como tampoco de las pancartas de Pachito, de los denuestos del anterior presidente, o de las diatribas cotidianas del ministro de defensa.

Se tiene un norte claro. Dos facciones de la sociedad que llevan matándose durante décadas quieren encontrar puntos comunes y se encuentran conversando. Y si uno examina sin pasión lo que se discute descubre que son reivindicaciones expuestas desde la época de la Revolución en marcha de López Pumarejo, de hace casi ochenta años.

En resumen, la paz no puede estar maniatada al cinismo de dos tipos, ni a las bravuconadas de uno u otro bando. Se necesita voluntad política y aunque no será una paz perfecta, y habrá que perdonar a los asesinos de ambos bandos ( porque de este lado también hay criminales que merecen el repudio de la humanidad) es preferible a los horrores de la guerra que hoy padecemos.

Por fortuna para Colombia tenemos a un gobernante que, como buen estadista, no mira como las hormigas el estrecho presente, sino avizora el provenir de un país a 30 0 40 años que necesita acabar con una guerra que no ha causado más que horror y pobreza, para poder construir un país que realmente quiera salir no solo del subdesarrollo económico sino de la inequidad social.