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PixelSHERLOCK Finished El testigo de la muerte de Mateo Matamala y su novia Calificación: de 5,00

Los mejores licores
Es un poco largo pero muy interesante el testimonio, no solo cuenta lo q sucedió el día de la muerte de estos 2 jóvenes inocentes sino q relata lo q ha tenido q pasar el testigo q tuvo el valor de delatar a los asesinos.



El asesinato de Margarita Gómez y Mateo Matamala, dos estudiantes de biología de la universidad de los Andes, conmovió a todo el país. Viajaron a Córdoba en busca de los misterios de los manatíes del río Sinú y se encontraron con la crueldad de los narcoparamilitares.




En una zona en la que “nadie vio nada” y la impunidad es prácticamente una ley, un campesino de 31 años decidió hablar y convertirse en un héroe.
Mateo y Margarita coincidían en muchas cosas: les corría por su sangre el amor por la naturaleza. Un estilo de vida modesto. La osadía de los biólogos y la temeridad de los aventureros.
Faltaban 15 minutos para la una de la tarde del 10 de enero de 2011, cuando una mirada, que traía la marca siniestra de la muerte, cambió el destino de Henry Ochoa Luna.
Ese día, Henry, un campesino de 31 años, había pactado una jornada laboral hasta la una de la tarde, pero a las 12.45, los 90 m por 70 m de tierra que estipulaban su contrato verbal con Cristóbal Miranda ya estaban sembrados de fríjol.
Para refugiarse de la canícula que al medio día abrasa a San Bernardo del Viento, un municipio del departamento de Córdoba al norte de Colombia, buscó la sombra de un guayabo. Se apoyó con sus manos en la pala que utilizaba para trabajar, e imaginó lo que sería su vida cuando llegara Miranda a revisar el jornal y le pagara sus 12.000 merecidos pesos: Henry le mostraría la impecable siembra y quizás le invitaría en la noche a jugar una partida de cartas. Caminaría rápido hacia su casa, saludaría a sus perros Pirata y el Aparecido y cuando les acariciara sus cuellos haría una invitación en voz alta a los miembros de su familia.
Esta vez tendría que ser mínimo a crispetas o inventarse algo que lo disculpara por lo que había hecho en un día festivo: trabajar. Luego, tomaría una limonada fresca con su suegra, quien seguramente le susurraría al oído algún chisme flojo de sus nietos –hijos adoptivos de Henry– o de algún evento de la casa esa mañana.
En esas estaba Henry Ochoa Luna, imaginando todas esas pequeñas cosas que lo hacían feliz en la vida, cuando el fuerte ladrido de un perro lo devolvió al presente. Henry giró su cabeza y se encontró de frente a dos hombres que caminaban afanados en dirección al pueblo. Uno de ellos, mientras guardaba en la pretina en su pantalón una pietro beretta, clavó una mirada sorpresiva y confusa sobre los ojos negros de Henry.
Ochoa Luna recordó de inmediato que 15 días atrás, su primo Beto le contó que Víctor Fidel Hinestroza Mena, conocido como “el Blanquito”, el hombre que no dejaba de mirarlo, había asesinado de un disparo en la cabeza a Julio Morelo por equivocarse al contar una mercancía de coca. Quizás el encuentro de estas miradas no duró más de tres segundos, pero ese tiempo fue suficiente para que Henry también recordara al finado Tuto Forero, asesinado por “el Blanquito” a mediados de 2010, por estar gallinaceando con la mujer del comandante Julián.
Mientras “Blanquito” e Ingleberto Bolaños, alias “Monito”, como se conocía al otro hombre, se alejaban, Henry no podía evitar esos recuerdos que ahora flotaban en su memoria. Lo que no imaginaba Henry Ochoa Luna era que 45 minutos antes, este par de individuos habían recibido la pueril orden de verificar qué hacía una pareja de “paisitas” merodeando con una cámara de video cerca del manglar de Tinajones.
Cuando “Blanquito” y “Monito” llegaron al lugar y detuvieron a los jóvenes, solo unos minutos antes de encontrarse con Henry, no tenían por qué saber que simplemente eran una pareja de enamorados a la caza de los paisajes, los olores y las voces que ofrece esta mágica región.
Tampoco sabían que otro motivo de su viaje era la confirmación de una historia de amor que ahora se mantendría a la distancia. Mateo, gracias a su rendimiento académico en la universidad y a su trabajo con la Fundación Omacha en el Amazonas, había conseguido un cupo para realizar una maestría en Córdoba con esta ONG ambiental. Para Mateo era el comienzo de la vida que siempre soñó: viviendo cerca de la naturaleza, trabajando con la comunidad y estudiando a los manatíes que vienen a parir en la desembocadura del río Sinú.
“Blanquito” y “Monito” tampoco quisieron percatarse de que las cintas de aquella cámara de video, en lugar de información secreta, guardaban las escenas más románticas de una pareja de jóvenes que soñaba con tomarse el mundo. Con un mejor país. “Blanquito” y “Monito” no sabían nada de eso. Tampoco les intereseaba. Por su mente solo pasaba el sonido de esa voz gruesa y carrasposa del comandante Julián que ordenó asesinarlos.
No optaron por la ya conocida opción de darles unas horas para salir del lugar. Tampoco un golpe con la cacha de la pistola que les hiciera saber quién manda en este territorio desde hace algún tiempo. No. Nada de eso. Era mejor descargar un disparo en la pierna de Mateo que le hiciera perder el equilibrio y luego rematarlo con un disparo en su cabeza. Y Margarita, que vio cómo Mateo se desvanecía y caía al piso estrellando su cara contra la carretera; ella que vio cómo asesinaban al amor de su vida, al hombre con el que siempre soñó, ella fue testigo de una de las peores escenas a la que pueden someter a un ser humano.


Se arrodilló y pidió a sus victimarios que le perdonaran la vida. Henry Ochoa no se imaginaba nada de eso cuando se enfrentó a aquella mirada.
Y mucho menos –o quizás sí–, que esos sucesos felices que añoró antes de entregar su jornal, nunca más se volverían a repetir. Henry llegó a su casa de mal humor. Apenas saludó a sus perros. Esta vez su suegra no lo recibió con el chisme familiar sino con la noticia que ya corría por todos los rincones de San Bernardo del Viento. “Asesinaron dos jóvenes por el camino que va a Tinajones. La policía desalojó la playa. Hay una ‘pila’ de helicópteros sobrevolando el pueblo”. Lo dijo así, sin angustia. Un poco
... afanada, pero sin asombro. Y en cambio Henry, que ya sabe que vio algo que no debía ver, se encerró en su cuarto sin hablar con nadie e ignorando promesas de lunes festivos. Solo tuvo fuerzas para esperar un noticiero que seguramente no se referiría al hecho. Hasta donde él recuerda, son contadas las veces que los medios hablan de los muertos de su pueblo. La desesperanza de Henry por saber algo más de lo sucedido no es de extrañarse. Los noticieros en Colombia se han convertido en una especie de divertimento que emite las noticias sin dar espacio para la reflexión. Una masacre, si acaso, obliga a levantar las cejas. Un muerto no asombra y si no hay asombro, no hay rating.
Pero esta vez, mi querido Henry, las cosas serán diferentes. Esta vez, esa noticia, que de cualquier otro modo pasaría desapercibida, el asesinato de esos dos jóvenes del que habla tu suegra, y que tú quieres negarte a aceptar que viste a los victimarios, abrirá los noticieros de la noche y será titular de todos los medios. Esta vez, incluso aquellos que nunca se detendrían ante un breve de un periódico que informa el asesinato de un campesino en San Bernardo del Viento, se les acelerará el corazón.
Esta vez, hasta los estudiantes de la Universidad de los Andes, esa universidad lejana que algún día oíste mencionar, donde profesores acuciosos les dicen a sus alumnos que estudian de frente a Monserrate y de espaldas al país, les tocará también, como te tocó a ti, girar sus cabezas.
Cuando Margarita Gómez dijo en su casa que quería estudiar en la Universidad de los Andes provocó una carcajada en su mamá. Es verdad que doña Consuelo era una madre soltera que sacó adelante a su hija Margarita, le pagó el colegio y le dio todos los gustos.
Es verdad que estaban vivos los recuerdos cuando dejaron su casa en Cucunubá, Cundinamarca, y se vinieron con sus pocos enseres a probar suerte en la antipática Bogotá y en poco tiempo se habían levantado a pulso y perseverancia. Nadie negaba que ahora vivían abuela, madre e hija como una digna familia de clase media pujante a la que no le faltaba nada y le sobraba respeto y felicidad.
Es verdad, si la memoria no le falla a doña Consuelo, que trabajó todos los días desde hace 23 años cuando nació su hija para que hoy fuera una mujer hecha y derecha; capaz de vivir el presente; díscola pero consciente; amante de la naturaleza y los animales; inconforme con las injusticias sociales, pero al mismo tiempo activa para buscar soluciones.
Todo eso era verdad, pero que Margarita quisiera estudiar en una universidad donde –en ese entonces– el semestre costaba nueve millones de pesos, era razón suficiente para sacar algunas sonrisas irónicas a una empleada del Estado.
Fueron necesarios algunos préstamos y endeudarse con cheques posfechados. Tocó sacar los ahorros. Se sacrificaron algunas horas extras en el Ministerio de Protección Social para recibir un ascenso que respaldara los créditos. Y el 17 de enero de 2005, María Margarita Gómez cruzó las puertas de la Universidad de los Andes y se matriculó en Biología.
Ese día, Mateo Matamala, un joven desprevenido y sensible, que se transportaba en bicicleta, vendía hamburguesas de lenteja y gastaba parte de sus ingresos ayudando a habitantes de la calle, se matriculaba en séptimo semestre de Ingeniería Ambiental.
A cualquiera que lo conociera, le costaría creer que era el hijo de una prestante familia de migrantes que a punta de trabajo había ganado un alto prestigio en el país. Sin embargo, recibió una educación respetuosa y sincera por parte de sus padres, que unida con sus intereses ambientales le permitió vivir una juventud libre y divertida que lo acercó a su país.
Mateo y Margarita coincidían en muchas cosas: les corría por su sangre el amor por la naturaleza. Un estilo de vida modesto. La osadía de los biólogos y la temeridad de los aventureros. Algunos años después, interesados por vivir cerca de la universidad, se convirtieron en compañeros de apartamento, de plantas y de sueños.

A cualquiera que se les pregunte por ellos responderá que se les veía felices: en una tienda del centro de Bogotá o en una playa del Caribe. Otros dirán que se sentían libres: en una conversación con sus amigos, bailando salsa o llevando regalos a los niños del Chocó. Y esto contagió a muchos de su capacidad de vivir el presente, su espíritu colectivo y su sueño de desarrollar una escuela rodante que llevara libros a los niños donde el Estado nunca los ha llevado. Cuando llegó el momento de graduarse las oportunidades para Mateo fueron proporcionales a su disciplina.
La Patagonia y Costa Rica le abrieron las puertas para su maestría. Pero Mateo escogió Colombia.
A pesar de la insistencia de su madre para que viajara por el mundo, él no lo pensó dos veces. “Me voy a Córdoba, quiero trabajar por Colombia y allá me esperan una cría de manatíes”, fue su tajante respuesta. El 4 de enero de 2011 partió, junto con Margarita, a un viaje por el departamento de Córdoba que los uniría por el resto de la eternidad.
A las 12 y 45 de la tarde del 10 de enero de 2011, doña Consuelo habló con su hija. Margarita le dijo que estaba en el paraíso y que pronto la iba a invitar. Doña Consuelo no tuvo ningún mal presentimiento. Pero esa sería la última vez que oiría su voz. A las 5 y 30 de la tarde, doña Consuelo terminaba de ver unos videos de su hija cuando su teléfono volvió a sonar.
Por el identificador de llamadas supo que era ella. Pero esta vez, al otro lado de la línea no estaba Margarita, sino un agente de la Sijín que le informaba que su hija yacía desfigurada. Tras presenciar el asesinato de su novio, Margarita se arrodilló y suplicó llorando que le perdonaran la vida. “Blanquito” la miró. Recordó la voz carrasposa y disparó en su cabeza. Cuando Margarita cayó, “Blanquito” disparó una vez más en su pecho. Y un último en su cara.
A las tres de la tarde del 13 de enero de 2011 se celebró el sepelio de Mateo Matamala. Asistieron estudiantes, empresarios, políticos. Al otro día se realizó el de Margarita. Fue más sobrio, pero ambos fueron titulares de los medios. A esa misma hora, a 469 kilómetros, Henry pensaba que las opciones para pasar este mal trago no eran muy alentadoras. Había descartado por enésima vez que lo que vio fuera una simple coincidencia. “¿Para qué diablos trabajé ese día?”, se preguntó con rabia. Y es que ser un campesino en San Bernardo del Viento y no haberse dejado untar por la guerra es difícil. Pero lo es más, ser ajeno a ella y no saber quiénes integran cada bando.
Desde finales de los años setenta hasta el 2005 en Colombia se generaron una serie de estructuras paramilitares, algunas apoyadas por sectores ganaderos y otras por sectores narcotraficantes, que sobre todo, desde finales de los años noventa, se aglutinaron en una sigla llamada Autodefensas Campesinas de Colombia. Córdoba fue un lugar estratégico: geográficamente un punto de enlace para el tráfico de armas y drogas con el nudo de Paramillo en el departamento de Antioquia. Con el sur de Bolívar pasando por Yondó, Simití y Santa Rosa y por supuesto para el despliegue por toda la costa atlántica. También, porque allá nació el paramilitarismo de la casa Castaño, allá estaban sus bases sociales y por eso se hicieron fuertes rápidamente.
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Última edición por ..GiL..; 16-05-2013 a las 20:03:49
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