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¿Paz imperfecta o guerra perfecta?

Por Heráclito

Un pensador lúcido de nuestra época dijo alguna vez que aún nos encontramos en la prehistoria.
Nada más cierto. Continuamos siendo una especie violenta que aún no ha aprendido a convivir.
Matamos con la misma facilidad que lo hacían nuestros ancestros cuando apenas salían de las
oscuras cavernas a conquistar el mundo.

Dentro de muchos siglos, cuando nuestros descendientes nos miren con la curiosidad del
arqueólogo, tan sólo diferenciarán el siglo XXI de los demás por el cemento y el asfalto. Y así como
nosotros nos sorprendemos de las costumbres bárbaras de miles de años atrás cuando la vida era una
mercancía propiedad del más fuerte, igual lo harán quienes examinen nuestra era.

Les será difícil entender cómo la columna vertebral de cualquier civilización, la maravillosa vida
que nos fue dada como el bien más preciado, era violada sistemáticamente bajo múltiples pretextos
y justificaciones. Y no podrán explicarse cómo este bien, el más sagrado de todos, no pudimos
jamás escribirlo en nuestros genes.

Para nuestro infortunio -se dirá- aún no estábamos preparados para la civilización y por ello la
solución a nuestros problemas siempre giró alrededor de la muerte. Dialogar, perdonar, aprender a
convivir con la diferencia, ceder, aceptar al otro con sus virtudes y defectos, respetar las ideas
ajenas, construir nuestro entorno con equidad, promover lo justo, siempre fueron ideas exóticas.

Hoy, por ejemplo, no causa alborozo que los adversarios de muchos años, causantes por igual de
muerte y destrucción, se sienten a dialogar en busca de un camino que silencie los fusiles y le dé
algún sentido a la vida. Por el contrario, voces airadas se elevan y claman porque la destrucción
siga, porque se continúe hasta la aniquilación, sin importar que las víctimas sigan reproduciéndose
como los panes y los peces bíblicos.

¿Si los debilitamos, si los vencimos, si los acorralamos, por qué conversamos?, se preguntan con
soberbia. Que se entreguen, que se pudran en las cárceles, que la venganza sea la regla, y el perdón,
la ignominia. Como los sepulcros blanqueados de que hablaba el nazareno, las voces de la guerra no
miran que si allá se violó la vida, aquí, en su lado “bueno”, no lo fue menos.

Recuerdan matanzas aterradoras como la de Bojayá y crímenes inicuos como los de los diputados
del Valle, pero olvidan a Mapiripán y a los jóvenes de Soacha, exhibidos con tiros de gracia como
trofeos de victorias, y vuelven el rostro cuando se habla de los torturados, asesinados y
desaparecidos del Palacio de Justicia y el genocidio de la Unión Patriótica.

Y estas mismas voces se desgarran las vestiduras al compás del por qué un gobierno legítimo se
sienta a la par con la insurgencia degradada. No somos iguales, pregonan. Ellos son terroristas,
nosotros, la democracia. Y es aquí cuando de nuevo surge el asombro de cómo un modelo
económico, político y social que ha condenado a la pobreza y a la exclusión a la mitad de su gente,
pueda ser llamado “legítimo”.

No sólo somos el país más violento de la tierra y el de mayor desplazamiento interno que se
recuerde, sino también el más inequitativo. Durante dos siglos hemos construido un país de castas,
de estratos, de diferencias, de privilegios, que una ínfima minoría maneja a su antojo. Dueños de
vidas y bienes, estos pocos privilegiados siempre han respondido con la muerte al clamor de la vida.

Y cuando por fin un gobernante tiene la valentía de al menos reconocer que es mejor dialogar que
seguirse matando, que una civilización no se puede construir sobre la inequidad de la guerra sino
sobre la tolerancia de la paz, que hay que perdonar y perdonarse, que los crímenes de los Márquez y
los Timochenko deben ser tasados por igual que los de Rito Alejo del Río, Plazas Alcid y Arias
Cabrales, la ira sacude a las almas pías.

Ellos son los malos, nosotros somos los buenos, claman a los cuatro vientos. Olvidan que nada en el
mundo justifica quitarle la vida a otro ser humano, que la vida es sagrada, que siempre habrá
margen para solucionar los conflictos a través del diálogo, y que el respeto a la ley y a la equidad
son los cimientos para construir una civilización.

Quizás cuando lo entendamos y los aplausos premien a los enemigos que tienen la valentía de
sentarse a conversar, quizás ese día podremos decir con orgullo que estamos prontos a dejar los
sinuosos parajes de la prehistoria y con la paz y la tolerancia como instrumento, podamos por fin
convertirnos en seres humanos.

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Última edición por Heráclito; 05-05-2013 a las 17:55:58
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