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Antiguo 08-03-2013 , 09:31:05   #6
Miguelito87
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Predeterminado Respuesta: Treinta días Viviendo Cmo un Cubano - Cronica

En mi apartamento, puse sobre la mesa la pequeña pizza y la miré horrorizado. Quince pesos eran unos increíbles 60 centavos de dólar que echarían por tierra mi presupuesto. Me podría haber comprado kilos de arroz por esa cantidad.

Mirando esa cosa raquítica, más pequeña que una sola porción en Estados Unidos, me puse a temblar. Tuve que sentarme. Después me eché a llorar. Lo hice durante unos buenos diez minutos, maldiciéndome. ¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Imbécil!

Me había gastado una quinta parte del dinero que me quedaba impulsivamente. Ahora solo tenía 64 pesos para sobrevivir durante los diecisiete días siguientes. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Cómo iba a comer cuando me quedara sin frijoles, de los que ya no había muchos? ¿Y si cometía otro error? ¿Y si me robaban? ¿Cómo llegaría al aeropuerto el último día si no tenía ni unos cuantos peniques para el billete de autobús?

Llorar no solo libera tensión y miedo, sino también endorfinas. Cuando la pizza se hubo enfriado, también lo había hecho yo. Comí con cuidado, con tenedor y cuchillo, y me bebí un vaso de agua helada. Esa “comida” duró menos de dos minutos. Era el punto bajo de mi mes.

Una hora más tarde llamaron a la puerta. La hija de uno de mis vecinos estaba fuera. “¡Patri! –gritaba– ¡Patri!”

Salí. Me dio una caja de zapatos. Pesaba y estaba cubierta de cinta aislante. Alguien se había detenido –otro americano de visita en Cuba– y la había dejado. En la cocina corté la cinta y la abrí y encontré una nota de mi mujer y mi hijo pequeño y tres docenas de galletas de té hechas en casa.

Me comí diez galletas. Emboscada para escapar. Lágrimas para la paz. Maldición para la alegría.

Racioné el resto de las galletas: cinco por día hasta que se reblandecieran; después dos al día, y al fin desarmé la caja con un cuchillo y me comí las migas.



Una vez al día cedía a mi vanidad, me quedaba sin camisa delante de un espejo y miraba al hombre que no había visto en quince años. Había perdido dos, luego tres, luego ocho kilos. Pero el estómago y la mente se ajustan con una aterradora facilidad. La primera semana había estado asustado y muerto de hambre. La segunda, dolorido y hambriento. Ahora, en mi tercera semana, comía menos que nunca pero estaba bien física y mentalmente.

Había pasado mi peor día hasta el momento, con solo 1,200 calorías. Eso era lo que comía un prisionero de guerra americano en Japón durante la Segunda Guerra Mundial.

Volví con mis amigos los ladrones de cemento y, después de mucho esperar, la mujer me hizo una cena generosa, riéndose a carcajada batiente de “mi experimento”. Había frito (en aceite robado de una escuela) un poco de pollo molido (comprado a un amigo que lo robó) que me sirvió con el arroz “feo” de una ración y una única y minúscula remolacha. Después de la comida, hasta me hizo un poco de ponche, pero a la manera cubana: una sola cucharada en una taza de café expreso. También hubo algunas cucharadas de papaya (a un peso cada una, en un mercado barato que me recomendó) cocinada con jarabe de azúcar.

“Es imposible”, dijo de mi intento de ser oficialmente cubano. Para sobrevivir, todo el mundo tenía que tener “un extra”, algún ingreso fuera del sistema. Su marido alquilaba una habitación a un turista sexual noruego. Su vecina vendía comida a los trabajadores que habían perdido el almuerzo gratuito de las cantinas. Su madre vagaba por las calles con jarras de café y una taza, vendiendo dosis de cafeína. Su amigo de la esquina robaba el aceite de cocina y vendía a 20 pesos el medio litro. Otro vecino robaba pollo molido y vendía a 15 pesos el medio kilo. (“Buena calidad, a muy buen precio, deberías comprar”, y lo hice.)

Su comida fue la única que tomé aquel día y las calorías se consumieron en un asombroso paseo no solo de una punta a otra de La Habana, sino a su alrededor, más allá de una gigante circunvalación hasta llegar a las calles purulentas, pasando por los grandes hoteles, las casas oscuras, entre gente que dormía sin techo, sentada en cajas de embalar, siempre hacia adelante, horas en rotación durante el mediodía, la tarde, el anochecer, en anchas avenidas y estrechos callejones, por Plaza, Vedado, Centro, Habana Vieja, Cerro, por Plaza de nuevo, Vedado de nuevo, cuatro, seis, ocho, diez, doce kilómetros, junto a la estación de autobuses, el estadio de deportes, agujeros ardientes en mis zapatos, después la cama.

Me dolían los pies. Pero no sentía la menor queja de
mi estómago.



Yo tenía por costumbre decir que un 10 por ciento de todo era robado en Cuba, para ser revendido o reutilizado. Ahora creo que la cifra real es un 50 por ciento. El delito es el sistema.

Un día, en la acera, delante de mi tienda de racionamiento, vi a un adolescente con corte de pelo punk paseando en su brillante Mitsubishi Lancer y jugando con lo que tomé por un iPhone. “Esto no es un iPhone –me corrigió–. Es un iTouch.”

Se venden por 200 dólares, 5,300 pesos. Algunas personas tienen dinero, incluso aquí. La única certidumbre es que no han conseguido ese dinero legítimamente.

Caminé hasta la amplia Riviera, donde la sala de juego fue nacionalizada un año después de su apertura. (Meyer Lansky, el propietario, dijo, como es célebre, que la había “cagado”.) En el gimnasio me pesé: 95 kilos. En 18 días había perdido cinco kilos, un ritmo que en los Estados Unidos conlleva hospitalización.

De camino a casa, una mujer me preguntó dónde se cogía el autobús P2. Farfullé la respuesta.

–Oh, creía que era cubano –dijo.

Pierdes peso y cambias de nacionalidad. Me reí por su error y seguí caminando, pero un instante después ella me perseguía.

–Eh, invíteme a comer –dijo–. Donde sea.

Negué con la cabeza.

–A comer –me gritó–. A cenar. Como quiera.

En casa, abrí el refrigerador y conté: cinco huevos.

Como la mujer que buscaba elP2, me volví directo. Caminé tres kilómetros hasta Cerro, un mal barrio. Eso me llevó directamente a un callejón en cuyos lados había sendas líneas de camiones oxidados, junto a un estadio de deportes que se caía a trozos, por un parque dejado y una arboleda, hasta la puerta de entrada del Ministerio del Interior. Es el famoso edificio con un gigante Che Guevara. Estaba vigilado por un par de soldados con boina roja. El edificio del MININT es fotografiado constantemente por la singular escultura del Che, pero no quieres estar dentro. Ignoré a los guardias y seguí hasta el vasto y descuartizado asfalto de la Plaza de la Revolución. En el otro lado, caminando con cuidado, pasé junto a la entrada de un edificio bajo pero inmenso situado en la cima de una grandiosa entrada. Era el Consejo de Estado, el núcleo del sistema revolucionario, en el que Raúl Castro supervisaba a los funcionarios de mayor rango.



Soldados de fuerzas especiales con pistolas y porras vigilaban la rampa de entrada; el gobierno se siente suficientemente seguro como para que solo un par de pistolas se interpongan entre Raúl y yo.

Paseando, a veces en círculos, pasé por Cerro y otros vecindarios hasta que encontré la casa de Oswaldo Payá, uno de los disidentes más importantes de Cuba. Hablamos sobre política, cultura, neoliberalismo y derechos humanos, pero lo que me llamó la atención fue su economía personal. “Mi salario es de 495 pesos al mes –dijo–. Eso son diez comidas para cuatro o cinco personas. Los sueldos no cubren una quinta parte de nuestras necesidades alimentarias. Un sándwich de 10 pesos y una bebida de 1 peso es la mitad de mi salario diario. Entre mi ir y venir del trabajo, y el viaje a la escuela de mis tres hijos, nos gastamos 12 pesos al día en transporte, es decir, un 50 o 60 por ciento de nuestros ingresos totales.” Él sobrevivía gracias a un hermano en España que le mandaba dinero. “La paradoja es que los trabajadores son la gente más pobre de Cuba. Todos estamos peor que el tipo que vende perritos calientes en la gasolinera de la esquina (una empresa de divisa fuerte).” La mayoría de la gente no tenía CUC y pasaba hambre cada noche. “No digo que todo en Cuba sea malo, o terrible. Porque tenemos planes de distribución para alimentar a los pobres, para dar beneficios. Pero hay otra forma de dominación, mantener a la gente eternamente pobre. Si me liberan las manos, abriré una empresa y me alimentaré por mí mismo.”

Le pregunté dónde podía alguien conseguir dinero para un iPod Touch, o cualquiera de los ******os, bienes de lujo, coches modernos, sistemas de sonido y ropa elegante que eran cada vez más comunes en Cuba. “Un salario… es igual a pobreza –dijo–. Todos tienen que robar al sistema para sobrevivir. Es la tolerada corrupción de la supervivencia.” Una pequeña clase media había emergido: “Hombres de negocios, la mayoría ex funcionarios, gente que lleva restaurantes. Todos gente del régimen. La mayoría ex militares o del Ministerio de Exteriores, y demás. Todos tienen conexiones. Todos están dentro del sistema. Son intocables.” Y había un tercer grupo, increíblemente pequeño pero “indescriptiblemente” rico en el interior del liderazgo, “con grandes casas, viajes al extranjero, todo. El pueblo cubano sabe que este grupo existe, pero nunca los verás, es imposible”.

Durante nuestra charla de una hora, su mujer, Ofelia, otra activista pro derechos humanos, me trajo un vaso de zumo de piña. Oswaldo dio fin a la conversación y me dijo que volviera a comer y tomar un mojito cuando quisiera.

Me quedé en la silla. Toda esa charla sobre comidas futuras me había llenado la boca de saliva. Ofelia lo vio y no tardé en oír cómo freía pollo en la cocina.

Comimos sopa de tomate, tomates, arroz y unas lentejas amarillas. Sirvió un poco de proteína, un puré gris que tomé por picadillo del gobierno porque sabía a soya y pedazos de algo que en el pasado había sido un animal. Pero Ofelia sacó el envoltorio de la basura. Era carne de pavo “separada mecánicamente” de Cargill, en Estados Unidos, parte de cientos de millones de dólares en productos agrícolas vendidos a Cuba cada año bajo una exención del embargo. Era casi incomible, incluso en mi estado hambriento, pero Ofelia estaba refulgente. “Es mucho mejor que el pavo que teníamos antes”, dijo.

De camino a la salida, Oswaldo trató de darme 10 pesos. “Todos los cubanos harían esto por usted”, dijo. Me dijo que me lo gastara en comida, pero lo rechacé apartando los billetes. No podía recibir dinero de una fuente, aunque no había tenido escrúpulos con la comida. Insistió. Al final, para evitar volver a casa caminando, acepté una moneda de un peso para el autobús.

Oswaldo me acompañó por su arenoso vecindario, lleno de observantes adolescentes, hasta una parada de autobús.

–Póngase pantalones largos –fue su último consejo. Solo los turistas andan por ahí con pantalones cortos.



Hacía mucho tiempo que me había acabado el whisky y no me era fácil disfrutar de Cuba sin una copa. Oswaldo Payá me había puesto la mosca detrás de la oreja al decir: “Tomar una copa es uno de los derechos que todos tenemos.” Había llegado el momento de conseguir algo de licor.

El único alimento que tenía en abundancia era el azúcar. Ni siquiera me había molestado en recoger mi asignación de azúcar bruto, porque en tres semanas apenas había consumido la mitad de dos kilos y cuarto de azúcar refinada. El proceso de hacer ron es simple, al menos en teoría. Azúcar más levadura es igual a alcohol. Destilación es igual a alcohol más fuerte. Nunca había destilado antes, pero recientemente había visitado la destilería Bushmills en Irlanda del Norte y, reconfortado por las notas de Chasing the white dog, de Max Watman, me abrí paso hacia la felicidad.

El primer paso era preparar una solución con bajo contenido alcohólico. Ya tenía el azúcar. Fui a la panadería libre, donde una muchedumbre decepcionada esperaba que las máquinas produjeran otra hornada de pan. En la puerta de atrás, le hice un gesto a una panadera y le pregunté si podía comprar un poco de levadura. “No –dijo–. No tenemos suficiente para nosotros.” En un ritual ahora familiar, insistí un poco, charlé con ella, y no tardó en sacar media bolsa de levadura –hecha en Inglaterra– por la reja. Traté de pagarle, pero se negó.

Después traduje la prosa de Watman con una calculadora y convertí las medidas al sistema métrico con la esperanza de acertar. Un kilo de azúcar requeriría poco menos de cuatro litros de agua. Como era propio de La Habana, el agua era el mayor obstáculo: el agua del grifo de la ciudad contiene mucho magnesio. Mi casera tenía un purificador de agua coreano, pero estaba roto. Tardé treinta y seis horas en gorronearle cuatro litros de agua purificada. Después limpié a conciencia mi olla a presión, la probé, reparé sus sellos de goma, la esterilicé y eché en ella el agua y el azúcar. Watman no menciona cuánta levadura usar; decidí que “la mitad” con la idea de que si metía la pata seguiría quedándome lo suficiente para un segundo intento.

Mezclar, cerrar, esperar. En cuatro horas la olla a presión –“La que nos dio Fidel”– casi rezumaba una espuma marrón cuyo olor era mortal.

Destilar requiere un alambique. Lo intenté en una ferretería de un centro comercial de divisa fuerte en el Malecón, después en unshopping ferretero, y al final le pregunté al dependiente de una gasolinera. Me dijo que buscara a un hombre que estaba junto a una pequeña mesa de cartas en la 3a avenida. Después de mucha discusión sobre el alcohol, ese hombre cubierto de brillantina, un fontanero del mercado negro de la calle de Brasil me dio casi un metro de mugriento tubo de plástico. Me pasé dos horas tratando de limpiar la grasa endurecida del tubo. Calor, jabón y una percha desmontada no sirvieron de nada. No podía permitir que mi alcohol supiera como un viejo Chevy.

Finalmente le pedí a un jardinero que trabajaba en un jardín del vecindario si podía conseguirme un tubo que sirviera para destilar aguardiente. Le pareció que esa petición era la cosa más natural del mundo y volvió en media hora tras haber despojado algún jardín de su manguera.

Durante los dos días siguientes comprobé la espumilla de estanque de mi olla. Atraía a las moscas de la fruta y emitía un débil silbido.



Los dioses sonreían, y también lo hacían las prostitutas. Durante más de una semana había estado despertando las atenciones de una joven dama que caminaba frente a mi vivienda. Era un clásico ejemplo de la economía en acción cubana: pantalones apretados, cadenas de oro, sombra de ojos azul, sandalias con plataforma y uñas acrílicas de centímetros de longitud pintadas con los colores de la bandera cubana.

–Pst –me decía, llamando mi atención sobre esos atributos. Con frecuencia me sentaba fuera de mi pequeño apartamento para aliviarme de la sensación de estar atrapado dentro. Ella me miraba a través de la verja de hierro que había junto a la calle y me llamaba.

Pst.

Me resistí. Pero ella era, como la mayoría de las prostitutas cubanas con las que hablé, una superviviente encantadora y lista bajo las toscas proposiciones jewwanafuckeefuckee. Habíamos hablado en una ocasión y volvimos a hacerlo unos días después, y nuestra tercera conversación duró mucho tiempo. Seguía intentando meterse en mi apartamento –¿tenía fuego para su cigarrillo?, ¿café?, ¿una cerveza o un refresco?– y yo seguía dándole cuerda, disfrutando con sus historias.

Su escote había empezado a sonar y ella sacó un celular. Siguió una conversación enconada en inglés. Cuando colgó, dijo: “Quiere cogerme el culo.” Los cubanos, especialmente las prostitutas, son muy directos con el sexo. También con la raza. “Los negros siempre quieren hacerlo por el culo –prosiguió–. No me gustan los negros, aunque yo me considero negra. Soy la más clara de mi familia, mi madre es negra, mi hermana es negra, pero yo creo que la gente negra huele mal. Ese chico tiene mucho dinero. Es alguien importante en las Islas Caimán, un hombre muy rico. Me ha ofrecido 150 dólares, pero le he dicho que no. Ahora dice que me va a pagar 300 solo para cenar.”

–No lo creo –dije.

–Lo sé. Le digo que llame a mi prima. A ella le encantan los negros.

Todas nuestras conversaciones empezaban y acababan con una proposición. Como durante una semana la había rechazado repetidamente, me dijo: “Creía que eras un pato.”

–¿Un qué?

–Maricón. Un gay. Homosexual.

Era una enfermera de veinticuatro años de Holguín. Trabajaba turnos de doce horas para conseguir vacaciones, y después, durante cuatro o seis meses, iba a La Habana para “dedicarme a esto” un largo periodo de tiempo, decía. En un raro eufemismo, decía que era una dama de acompañamiento.

–La mayoría de las chicas tienen chulos, pero yo no, así que tengo que cuidarme.

Además del teléfono, su escote escondía una pequeña navaja que abrió y agitó de un lado a otro.

–¿Sabe por qué hacemos esto –dijo–, verdad? Es la única forma de sobrevivir. Tengo una hija. La quiero mucho, es preciosa. La echo de menos. Así que hago esto por ella. ¿Por qué no me da un billete de cien y vamos arriba ahora mismo?

(Finalmente me ofreció el “precio cubano” de 50 dólares.)

Le dije que no tenía dinero. Le expliqué lo que estaba haciendo. El racionamiento. El salario. Que ya había perdido cinco kilos. “No tengo un peso”, le dije. Me pidió un bolígrafo, escribió su número de teléfono y me lo dio. Después sacó de uno de los minúsculos bolsillos de sus apretados pantalones una sola moneda de un peso y me la dio.

–Para que puedas llamarme –dijo.



Ese fue otro día terrible para la comida, el peor hasta el momento. Entre el amanecer y la media noche comí arroz, frijoles y azúcar que sumaban un total de 1,000 calorías. Me desperté a las tres de la madrugada y me acabé el arroz. No quedaba más que un puñado de frijoles, dos yucas, unos cuantos plátanos, tres huevos y una cuarta parte de calabaza.

Quedaban nueve días.

Fui a la tienda de racionamiento, encontré a Jesús y compré café, medio kilo de arroz y un poco de pan, todo a precio cubano, 14 pesos en total, alrededor de 60 centavos de dólar. Ese fue el fin del dinero. Pero con restos de comida y la generosidad de varios cubanos y un estómago encogido hasta el tamaño de una nuez, sería suficiente. Sabía que iba a conseguirlo.

El día siguiente caminé hasta la casa de Elizardo Sánchez, el activista pro derechos humanos. Una hora y diez minutos cada trayecto.

–Todo está bien ahora –dije, delirando por el bajo nivel de azúcar en la sangre–. Hasta las prostitutas me dan dinero.

Estuve en su casa una hora. Me ofreció un vaso de agua.



Finalmente había llegado el día de la gran huida. No mi marcha, para la que todavía faltaban ocho días, sino el alcohol. El líquido fermentado marrón había dejado de borbotear tras cuatro días –cuando el contenido alcohólico alcanza el 13 por ciento desactiva el resto de la levadura. Esterilicé la manguera de jardín y, utilizando una percha doblada, la fijé sobre la rejilla de la olla a presión. Encendí una cerilla y en diez minutos tenía vapor de alcohol, y después un goteo regular de condensación hacia el interior de la botella de whisky vacía que tenía en un cuenco con hielo.

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#NoMasPedritroll
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