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Antiguo 08-03-2013 , 09:30:00   #5
Miguelito87
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Predeterminado Respuesta: Treinta días Viviendo Cmo un Cubano - Cronica

Él restauró un museo; ellos robaron láminas metálicas para los tejados. Él mandó camiones de madera al vecindario; ellos hicieron que desapareciera la mitad de la madera.

El Estado era propietario de todo. La gente se apropiaba de todo. Un sistema de racionamiento al revés.

Ayudar a robar el cemento fue mi primer gran éxito. A cambio de media hora de trabajo, recibí un plato lleno de arroz y frijoles, con un poco de plátano y una pequeña porción de picadillo. Al menos 800 calorías.



La segunda semana fue más fácil: tenía mis dos pequeñas estanterías llenas de bolsas de arroz y frijoles, unas cuantas yucas a 80 centavos el medio kilo y una botella de whisky de contrabando todavía medio llena. Tenía nueve, después ocho, después siete huevos, aunque el refrigerador estaba por lo demás vacío.

Había abandonado por completo lujos como los sándwiches (o sándwich, en singular: había comprado uno, pero el gasto todavía me hace temblar). El décimo día descubrí que me quedaban 100 pesos. Como con los huevos, imaginaba una cuidadosa y lenta reducción durante los veinte días siguientes, pero mi presupuesto y mi dieta podían verse igualmente arruinados por un resbalón que dejara una yema de huevo en el suelo. Todo se reducía a la cuestión de cuánto me duraría el arroz: con solo 5 pesos por día, no podía permitirme compras importantes durante el resto de mi estancia. Había aprendido a suprimir el apetito al caminar junto a las colas de cubanos que compraban pequeñas bolas de pasta frita por un peso cada una. Mi única indulgencia era una barra de rígida mantequilla de cacahuate hecha a mano por granjeros, que se vendía por 5 pesos en los agros. Con algunas restricciones, esa tableta de unas seis cucharadas de cacahuate molido burdamente y muy azucarado podía durar dos días. Podía verse a los campesinos más pobres mordisqueando esos bloques de mantequilla de cacahuate y volviendo a envolverlos después de cada bocado.

Otra cosa que yo tenía en común con casi todos los cubanos era que no trabajé absolutamente nada en mis treinta días. Es decir, trabajé mucho y frecuentemente en mis propios proyectos –cargué cemento y moví grava a cambio de dinero, y escribí mucho– pero no era trabajo estatal, ese trabajo que se cuenta en las columnas de la Cuba oficial, en la que más del 90 por ciento de la población es empleada del Estado. ¿Por qué iba a buscar trabajo? Nadie más se tomaba el suyo en serio, y el chiste más viejo de La Habana sigue siendo el mejor: Ellos simulan pagarnos, nosotros simulamos trabajar.3

De modo que tenía tiempo libre. Esa noche oí música y encontré una serie de escenarios colocados a lo largo de la calle 23 que culminaba en una buena banda de rock que tocaba bajo la luna ascendente. Me senté en el pedestal de algún heroico desconocido, la estatua de una madre que empujaba a su hijo a la batalla. Al cabo de un rato, una niña pequeña, de siete u ocho años, vino y se sentó en la piedra.

–¿Caramelo? –dijo.

–No tengo.

–¿No?

–No.

–¿Ni uno?

–No.

Después lo habitual: de dónde eres, dónde vives, qué haces aquí. Y de nuevo:

–¿Dinero?

–No tengo.

–Pero los extranjeros siempre tienen mucho dinero.

–Sí, en mi país tengo dinero. Pero aquí vivo como un cubano.

–Dame un peso.

No puedo. Estoy jugando, querida. Estoy simulando estar en la ruina. Estoy viviendo un tiempo como tus padres. No he comido en nueve horas. En los últimos once días he ingerido 12,000 calorías menos que en mi dieta habitual. Me duelen los dientes.

O, dicho en español:

–No.

Finalmente me dirigí a casa para una celebración largamente esperada. Era viernes, y esa noche era la semanal Comida de Carne. Aunque ese día había sido hasta el momento uno de los peores –menos de 1,000 calorías a las nueve de la noche, tras mucho andar–, estaba determinado a arreglarlo con un festín. Preparé arroz, puse una sola yuca en la olla a presión –conocida por los cubanos como “La que nos dio Fidel”, porque fueron entregadas en un plan de ahorro energético– y serví un precioso vaso de whisky (250 calorías) con hielo, todo acompañado con los frijoles y el arroz de ayer. Necesariamente, las raciones eran pequeñas.

Saqué del refrigerador mis proteínas, una de las cuatro chuletas empanadas del mes. Encendí el fuego sin fijarme y quemé la chuleta hasta dejarla negra, aunque en la mesa demostró estar fría y macilenta por dentro. No era pollo. Ni siquiera era el “pollo formado”. Los principales ingredientes, decía, eran pasta de trigo y soya. Una inspección más cercana reveló que no había nada de pollo. Me estaba comiendo una esponja empanada de solo 180 calorías. Lo que habría dado por un McNugget.

Al final, crucé la barrera de las 2,000 calorías por primera vez en diez días, aunque fuera por poco. Quitando los muchos kilómetros caminados y un poco de baile, eso me dejaba en mi meta habitual de 1,700 calorías. Pero tenía el estómago lleno cuando me fui a la cama.

O eso creía. Después de dos horas de sueño, me desperté con insomnio, el compañero del hambre. Me quedé en la cama desde la una hasta el amanecer, cinco horas tratando de matar moscas, dando vueltas y leyendo a Victor Hugo y Alexandre Dumas père.

Con todo, no puedo comparar mi situación con el hambre de verdad. Como señala Hugo: “Tras el arte de vivir con poco está el arte de vivir con nada.” Me sumergí en miles de páginas de la Francia del siglo XIX, dos autores que describían la Revolución, marchas forzadas y verdadera hambre. “Cuando uno no ha comido –escribe Hugo– es muy raro… Masticó esa cosa inexpresable que se llama hambre. Una cosa horrible, que incluye días sin pan y noches sin sueño.” Y llegó el amanecer, mi duodécimo.



De repente, fortuna y felicidad. La noche siguiente, cuando estaba sentado delante de mi vivienda contemplando la calle, mi vecino se acercó por el callejón sosteniendo un teléfono. Una llamada. Para mí.

Era una amiga de un amigo que visitaba Cuba con su novio. Eran verificables americanos de pies a cabeza y al instante olí la comida gratis. Habían aterrizado en La Habana y, como no conocían la ciudad ni el idioma, me invitaban a cenar con ellos.

Fuimos a pasear por el Vedado y yo evité cuidadosamente pedir comida, haciéndome el estoico. Decidieron cenar en un restaurante para turistas y por primera vez comí cerdo.

La tarde siguiente nos encontramos de nuevo. Les llevé a ver una iniciación a la santería, una hora de vaporoso tamborileo en un pequeño apartamento completado con tres actos distintos de posesión. Siguió otra invitación a cenar en un restaurante elegante.

¡Más cerdo!

El lechón marinado de los cubanos, el inocente cerdito, con ajo y naranja amarga y cocinado lentamente que hasta te lo puedes comer con una cuchara. Junto a la refulgente grasa y la proteína, nos sirvieron un plato de arroz y frijoles, exactamente lo que yo comía dos veces al día en mi cocina. El plato daría para cuatro de mis comidas, expliqué.

–Discúlpame –dijo el novio, sirviéndose–. Voy a comerme tu jueves.

Como los centenares de cubanos a los que he dado de comer en el transcurso de los años, algo tuve que hacer a cambio de mi cena. Las tradiciones de los cultos afrocubanos. La historia de edificios que yo nunca antes había visto. Paseos siguiendo los pasos de Capone, Lansky, Churchill y Hemingway. Bromas socialistas. El arte del racionamiento. El secreto del daiquiri. Ambas noches tomé cerdo, arroz con frijoles y un par de cocteles.

A pesar de la carne apenas estaba mejor –solo 2,100 calorías cada día, comparadas con mis 1,700 habituales. Pero las comidas contribuyeron a mi bienestar psicológico. Había tenido un alivio, unas vacaciones, de la consumidora ansiedad de ver cómo mis alimentos secos se evaporaban.



La mañana siguiente encontré a una mujer rebuscando en mi basura. Quería botellas de cristal o cualquier cosa de valor: le di mis pantalones rotos. Tenía ochenta y cuatro años, la misma edad que mi madre, y vivía con una pensión de 212 pesos al mes, un poco más de 8 dólares. Buscaba en la basura cosas –para furia de mi casera, que consideraba que la basura era un recurso suyo– y trabajaba como “colera”, haciendo cola por los demás, para cinco familias de la manzana. Llevaba sus libretas de racionamiento a la bodega, recogía y entregaba el abastecimiento del mes y recibía a cambio un total de 133 pesos por ello. Sorbía un inhalador para el asma que costaba 20 pesos, unos 75 centavos de dólar, pero solo el primero tenía ese precio: los demás tuvo que comprarlos en el mercado negro por varios dólares cada uno.

A cambio de mis pantalones, mencionó que la panadería “libre” tenía pan. Se trataba de la panadería que operaba fuera del racionamiento, donde cualquiera podía comprar una hogaza. El precio era cuatro veces el de las panaderías del racionamiento, pero tenían mucho más pan. Cogí una bolsa de plástico, caminé ocho cuadras (pasando frente a tres panaderías de racionamiento vacías) y compré una hogaza por 10 pesos.

Mientras caminaba de vuelta a casa, una mujer que iba en dirección contraria me preguntó:

–¿Tienen pan?

Dobló el paso.

Después, cuando pasé junto a un juego de ajedrez a la sombra de una higuera, un hombre alzó la mirada y me preguntó lo mismo.

–Sí, hay pan –le dije.

Derribó las piezas, enrolló el tablero y ambos jugadores se marcharon hacia la panadería.

El desayuno había sido un pequeño plátano duro comprado a un hombre en un callejón. Con café y azúcar, eran menos de 200 calorías. La comida era un huevo y dos rebanadas del nuevo pan, 380 más.

Tenía tres dólares en la cartera y diecisiete días por delante.



Un error catastrófico. Había andado a pie toda la tarde, el azúcar de mi sangre estaba descendiendo y al pasar por un callejón vi un pequeño pedazo de cartón en el que decía pizza, me detuve y me compré una. La pizza básica –un disco de masa de treinta centímetros con cátsup y una cucharada de queso– costaba 10 pesos. Pero impulsivamente pedí la versión con chorizo. Era ahora un tentempié de 15 pesos.


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#NoMasPedritroll
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