Ver Mensaje Individual
Antiguo 08-03-2013 , 09:28:32   #4
Miguelito87
Denunciante Plata
 
Avatar de Miguelito87
Me Gusta
Estadisticas
Mensajes: 17.162
Me Gusta Recibidos: 13410
Me Gustas Dados: 27987
Ingreso: 06 ago 2008

Temas Nominados a TDM
Temas Nominados Temas Nominados 6
Nominated Temas Ganadores: 0
Reputacion Poder de Credibilidad: 138
Puntos: 228591
Miguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputaciónMiguelito87 tiene reputación más allá de la reputación
Premios Recibidos

  
Predeterminado Respuesta: Treinta días Viviendo Cmo un Cubano - Cronica

Necesitaba café, pero en ninguna de las tiendas había. Hasta losshopping de pesos convertibles del vecindario estaban sin café, y tras repetidas visitas a los supermercados de divisa fuerte en el Vedado y varios hoteles supe que no habían tenido café en todo el mes. En una ocasión había visto medio kilo de Cubacafé, esa cosa oscura dedicada a la exportación, en un cine de La Habana Vieja. Pero valía 64 pesos y aunque tuviera síndrome de abstinencia no podía pagar eso ni caminar tan lejos. Vi desde la ventana del baño que la tienda de racionamiento estaba abierta, así que me dirigí hacia ella.

Había cinco sacos de café en la estantería. Era la marca doméstica color café claro, Hola. La primera bolsa de dos kilos se vende a un peso, y a 5 las siguientes. Una docena de personas estaban tratando de hacerse con pan y arroz, así que tuve tiempo para estudiar las dos pizarras en las que estaban escritos los bienes que había disponibles. En la pizarra más grande estaban los bienes básicos del racionamiento. Los primeros dos kilos de arroz costaban 25 centavos; el siguiente kilo, 90. No se permitían más de tres kilos de arroz al mes, para impedir la reventa con fines de lucro. En la pizarra estaban los “productos liberados”, una lista más breve de cigarrillos y otros artículos que podían comprarse sin límites.

Grité “El último” y ocupé un lugar en la cola tras el último cliente. No tardó en llegar una mujer con una bolsa de plástico, gritó “El último” y yo levanté un dedo. Ahora ella era la última.

Me atendió un hombre sonriente pero agitado. Era alto, negro, con una barba descuidada e irregular. Agitó las manos cuando le pedí café. No eran necesarias palabras: un extranjero no podía comprar alimentos racionados, y de todos modos no había café. Traté de conseguir algo de tiempo, manteniendo mi parte de la conversación mientras él permanecía en silencio y hacía gestos. “¿No hay café en ninguna parte? He estado en toda la ciudad buscando café. Nadie tiene. Me gusta mucho el café. ¿Sabes qué quiero decir?”

–Los cubanos beben mucho café –dijo al fin. Establecido un vínculo entre nosotros, meneé la cabeza hacia adelante y hacia atrás y le pregunté si no había ningún sitio en el que pudiera conseguir café.

–No –contestó.

¿En serio? ¿Quizá alguien tenía? ¿Aunque fuera solo un poco?

Él meneó la cabeza. El gesto de quizá.

–¿Quién?

–La señora… –dijo.

–¿Dónde la encuentro?

Como si guiara a un hombre ciego, el hombre salió de detrás del mostrador, me cogió del brazo y me llevó a la calle. Caminamos solamente diez pasos por la acera. Giró hacia la primera puerta y como quien no quiere la cosa le tocó el culo a una mujer que pasaba. “¡Eh! –gritó ella–. ¿Quién es?”

Nos detuvimos en un piso que estaba situado encima de la tienda de racionamiento. Tocó la puerta. Respondió una mujer con un bebé.

–Café –dijo.

Saqué un billete de 20 pesos. Ella me dio una bolsita de Hola y me devolvió 5 pesos.

–¿Eso es todo? –Era tres veces el precio de venta en el mostrador a pocos escalones de distancia, pero más tarde descubrí que también los cubanos pagaban ese sobreprecio.

Él asintió. Se llamaba Jesús.

Volvimos a la tienda.

–¿Pan? –pregunté. Consultó a su supervisor, que soltó un “No” tan alto que todos los clientes en la tienda lo oyeron.

Lo pregunté de nuevo. Le volvió a preguntar a su jefe. Esta vez no dijo que no. Le di el billete de 5 pesos y me dio cinco panecillos.

A partir de entonces, pude comprar todo lo que quise. Con Jesús de mi lado, no me hicieron preguntas. Nunca necesité una libreta de racionamiento para los alimentos básicos, y durante el resto del mes pagué el mismo precio que los cubanos por la misma comida de mierda.



El sexto día me dirigí hacia los suburbios cruzando a pie mi barrio, Plaza, por Vedado y hacia el oeste, más allá del inmenso cementerio de Colón, hogar de los mausoleos y los ángeles en pleno vuelo de las familias cubanas que fueron ricas, así como los sepulcros de hormigón de clase media. Un joven llamado Andy me acompañó un rato, entusiasmado por oír cosas sobre América (“Todos queremos ir para allá”), y me invitó a una barbería propiedad de su amigo. De nuevo a solas, pasé ante uno que otro café y estudié cada uno de sus pequeños puestos. Uno ofrecía “pan con hamburguesa” por 10 pesos, el precio más bajo que había visto hasta el momento. Pero seguía siendo demasiado para ese día.

Me uní al mundo del peatón de largo recorrido, paseé por una docena de avenidas y más de veinte calles en el transcurso de una hora y encontré un pequeño puente sobre el río Almendares que separa La Habana propiamente de la Gran Habana. Los exiliados rezuman nostalgia del Almendares, cuyo retorcido curso está rodeado de parras e inmensos árboles, pero a mí siempre me ha parecido deprimente o hasta aterrador: una frontera húmeda y fangosa entre la ciudad enérgica y las casas inmensas (y caras) de los suburbios occidentales. Desde un puente bajo cercano al mar vi lo que quedaba del mundo marinero: una docena de cascos hundidos, unas cuantas casas-barco arruinadas y casetas para barcos abandonadas. Solo se movían dos botes: una lancha de la policía y un microyate sin mástil de unos veinte pies, al parecer incapaz de llegar a Florida.

Giré a la derecha hacia Miramar, pasando ante algunas de las más grandes mansiones de Cuba y muchas embajadas. Aquella era “la zona de las bolsas de dinero, empresas extranjeras y gente con linaje”, dice una prostituta en el libro Havana Babylon. “Vivir en Miramar, aunque fuera en un lavabo, era un signo de distinción.”

Me seguían dos mujeres que agitaban una gigantesca lata de salsa de tomate y gritaban “¡15 pesos! ¡Para nuestros hijos!” Seguí pero después me di cuenta de que había cometido un error. Por 15 pesos, el bote de salsa de tomate para restaurantes habría sido un buen negocio. La comida robada era la comida más barata. Y nada podía ser más normal que pasear por ahí con una inmensa lata de algo.

Unas cuadras más adelante me topé con el Museo del Ministerio del Interior. El personal del museo eran mujeres con uniformes caqui del MININT con charreteras verdes y faldas hasta la rodilla. La entrada costaba 2 CUC, me dijeron. No podía pagar eso, por supuesto. ¿Cuánto le costaba a un cubano?, pregunté. Pregunta equivocada. No se regatea con el minint.

Dije que volvería en otro momento, pero me entretuve en la recepción, que contaba con sus propias exposiciones: hileras de metralletas, fotos de los inmensos cuarteles centrales del MININT cerca de mi apartamento, e inmensas citas de Raúl Castro y otros funcionarios elogiando a los patriotas del MININT por proteger a la nación.

Una de las mujeres, con el pelo recogido en un tenso moño, me observaba. Aunque no tomé notas ni fotos, era astuta.

–¿Quién es usted? –preguntó.

Sonreí y me volví para marcharme.

–¿Es usted periodista? –exigió.

–Turista –dije, volviendo la cabeza, y me alejé a toda velocidad.

–¿Tiene acreditación para estar aquí? –gritó detrás de mí.

Seguí hacia el oeste a pie durante media hora más. Cuando llegué a la casa de Elizardo Sánchez, uno de los objetivos del MININT, estaba cubierto de sudor.



Cuando le dije a Sánchez que había andado hasta allí, como parte del proyecto de pasar treinta días viviendo y comiendo como un cubano, me mostró su libreta. “Lo llaman cuaderno de suministros, pero es un sistema de racionamiento, el más antiguo del mundo. Los soviéticos no tuvieron racionamiento tanto tiempo como Cuba. Ni siquiera los chinos han tenido racionamiento tanto tiempo.” Las carencias empezaron poco después de la Revolución; un sistema para la distribución controlada de bienes básicos se estableció en 1962.

Después de cincuenta años de Progreso, el país estaba en bancarrota. En 2009, los chícharos y las papas habían sido eliminados del racionamiento, y las comidas baratas en los lugares de trabajo se redujeron a porciones del tamaño de un aperitivo. “Se habló de eliminar cosas del racionamiento, o de hacerlo desaparecer por completo”, me dijo Sánchez, repitiendo el rumor que cautivaba a todos los cubanos. Pero el rumor había muerto el 1o de enero de 2010, cuando se entregaron nuevas libretas, como siempre.

Sánchez era felizmente ignorante de las artes domésticas. “Dos kilos de arroz a 25 centavos”, dijo, tratando de recordar su asignación mensual. “Creo. Y, oh, el quinto medio kilo a 90 centavos, creo. Consultemos a las mujeres. Ellas dominan ese asunto.”

Llamó a su esposa de hecho, Bárbara. Aparte de ser abogada y trabajar en casos de prisioneros, cocinaba y ayudaba a su madre y a otra mujer a llevar una panadería desde la cocina. Habían comprado un saco de harina “a la izquierda”, es decir, harina robada comprada a un contacto. Costó 30 pesos. Con eso y algo de buey molido comprado en la trastienda de una carnicería, hacían pequeñas empanadas que vendían a tres pesos cada una, alrededor de ocho por un dólar. Así era como Cuba salía adelante: en las tiendas de racionamiento trabajaban vecinos que robaban y revendían los ingredientes, que después eran convertidos en productos acabados y vendidos a esos mismos vecinos. Ocho empanadas eran una comida, pero un dólar estaba inconcebiblemente por encima de mi presupuesto. Bárbara me dio dos. Acabé con cada una de ellas de un bocado.

Ella escuchó impertérrita mientras le explicaba mi intento de vivir del racionamiento. “Es un gran plan para adelgazar”, dijo. Otro disidente que visitaba la casa, Richard Roselló, terció. Había estado llenando un cuaderno con el precio de bienes en los mercados paralelos, también llamados mercados clandestinos o negros. “Un problema es la comida”, dijo Richard, “pero otro es ¿cómo pagas la factura de la luz, del gas, la renta? El costo de la electricidad ha subido entre cuatro y siete veces, comparado con antes.” Elizardo pagaba casi 150 pesos mensuales por la electricidad, una cuarta parte del salario medio.

¿Cómo salir adelante? “Los cubanos inventan algo”, dijo Bárbara. Una trampa era “revender” tus artículos baratos y racionados a precios de mercado. Yo, finalmente, había conseguido mi asignación de diez huevos de ese modo. Sin una libreta de racionamiento no podía comprar huevos legalmente. Pero al anochecer del día anterior había esperado cerca de la tienda de huevos de mi vecindario y establecido contacto visual con una anciana que había salido de ella con treinta huevos, la asignación mensual de tres personas. Ella los había comprado por 1.5 pesos la pieza y me vendió diez por dos pesos cada uno. Inmediatamente se gastó el dinero en más huevos y consiguió así un beneficio de tres huevos y unas cuantas monedas. Ambos nos encaminamos hacia nuestras casas con cautela, temerosos de aplastar un mes de proteínas por culpa de un tropezón.

Bárbara señaló entonces un terrible error en mi plan. En los últimos años, la mayoría de las fuentes del exterior de Cuba señalaban que el racionamiento incluía dos kilos y medio de frijoles. Pero hacía años que eso había dejado de ser cierto. Ese mes, la asignación era de apenas un cuarto de kilo.

Diez mil calorías acababan de evaporarse de mi mes.

Para compensar ese golpe, Bárbara decidió ofrecerme una “típica” comida cubana. Esta empezó con arroz que, con ocho o diez kilos por persona al mes, era la base de la dieta cubana. Cada ciudadano podía comer al día casi todo el arroz cocido que cabe en una lata de leche condensada. Era arroz vietnamita de poca calidad y era llamado “criollo”, “feo” o “microjet”, esto último en burlona alusión a uno de los planes de Fidel para aumentar la producción agrícola mediante riego por goteo. Una comida típica incluía la mitad de una lata de arroz cocido (la otra mitad había que guardarla para la cena); era una pasta pegajosa, pero sabía bastante bien aliñada con mi hambre.

Después llegó una sopa de frijoles. Solo contenía un puñado de frijoles, pero el caldo era sabroso gracias al sabor de los huesos de buey. (“10 pesos medio kilo de huesos –señaló Bárbara–. Mucha gente no puede permitírselo.”)

No había probado la carne en seis días.

Después me dio la mitad de una yuca pequeña. “¡Mucho mejor nutricionalmente que la papa!”, gritó Elizardo desde algún lugar al otro lado del pasillo.

También hubo un huevo frito, aunque, como señaló Elizardo con otro grito: “Cómete ese huevo hoy y no comerás huevo mañana.” Ni pasado mañana.

El huevo era maravilloso. Con mi estómago encogido, toda la comida, incluidas dos pequeñas empanadas, era perfectamente suficiente. Mastiqué los huesos para extraer pequeñas cantidades de carne. Eso era lo mejor que había comido en días. Con mucho cuidado, Bárbara guardó el aceite de la sartén.

Richard, con su pequeña libreta de precios, señaló las implicaciones de comer así. Una “cesta mensual” de comida racionada (que en realidad duraba doce días) costaba 12 pesos por persona, según el cálculo del gobierno. Durante los diez días siguientes la gente tenía que comprar la misma comida por unos 220 pesos en el mercado libre, el paralelo y el negro. Eso solo te daba veintidós días. Un mes costaba unos 450 pesos, más que todo el ingreso de millones de cubanos, y eso no incluía ropa, transporte o artículos domésticos.

Ya nadie podía permitirse tazas y platos. Se robaban de empresas estatales cuando era posible y se vendían en el mercado negro. La ropa tenía que comprarse usada, en reuniones de trueque llamadastroppings en burlona alusión a los shoppings para divisa fuerte. Los que se quedaban sin comida la rebuscaban en contenedores o se convertían en alcohólicos para calmar el dolor, dijo.

Elizardo regresó. “Esto no es Haití o Sudán –dijo–. La gente no se desmaya en las calles, muerta de hambre. ¿Por qué? Porque el gobierno garantiza dos kilos o tres de azúcar, que tiene muchas calorías, y pan cada día, y suficiente arroz. El problema de Cuba no es la comida ni la ropa. Es la falta total de libertad civil, y por lo tanto de libertad económica, que es la razón por la que tienes que tener libreta.”

Como en el resto del mundo, el problema de la comida es en realidad un problema de acceso, de dinero. Y el problema de dinero es un problema político.



El séptimo día descansé. Tendido en la cama con Victor Hugo, perdido en la prueba de la bondad del hombre, me podía olvidar durante una hora de que me dolían las encías, de que tenía la garganta llena de saliva.



La Habana estaba cambiando, como lo hacen las ciudades. La zona histórica había sido puesta bajo control de Eusebio Leal Spengler, el historiador de la ciudad. Leal había dado especial prioridad al abastecimiento de la construcción: mano de obra, camiones, herramientas, combustible, canalizaciones, cemento, madera, hasta grifos e inodoros. Pero esa no era la razón por la que la gente lo adoraba. No, me explicó mi amigo, el acceso “privilegiado” a los abastecimientos significaba simplemente que había más que robar.

Un amiga mía estaba reformando su casa con la esperanza de alquilar habitaciones a extranjeros, y ciertamente al cabo de unos pocos minutos se produjo el chirrido de unos frenos de camión y se oyó un fuerte bocinazo. Su marido me hizo una señal urgente y abrimos la puerta de entrada. Un camión de remolque descubierto estaba esperando. En sesenta segundos, los tres descargamos más de doscientos cincuenta kilos de sacos de cemento Portland. El marido pasó un fajo de billetes al camionero, que no tardó en arrancar y largarse. Había ganado dinero con el cemento destinado a alguna construcción. Nos pasamos media hora llevando los sacos a un rincón oscuro en la sala de atrás y los cubrimos con una lona porque estaban impresos con tinta azul, lo que los señalaba como propiedad del Estado. La tinta verde era para la construcción de escuelas. Solo el cemento en sacos impresos en rojo podía ser comprado por los ciudadanos, en tiendas estatales, por 6 dólares el saco.

A diferencia de la mayoría de los funcionarios cubanos, Leal había conseguido mejorar la vida de la gente. Él reconstruyó los viejos hoteles; mis amigos consiguieron más de 250 kilos de cemento para su nuevo búngalo turístico.

__________________
#NoMasPedritroll
Miguelito87 no está en línea   Responder Citando
 
Page generated in 0,13354 seconds with 11 queries