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Antiguo 08-03-2013 , 09:27:00   #3
Miguelito87
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Predeterminado Respuesta: Treinta días Viviendo Cmo un Cubano - Cronica

El segundo día, mordisqueé una rosquilla de sésamo y me la acabé sin darme cuenta, como si siempre fuera a haber una más. De acuerdo con una aplicación de mi celular que contaba calorías, la rosquilla tenía 440. Todo lo que iba a comer en el mes siguiente sería introducido en ese pequeño teclado, registrado, sumado por días y semanas, divido en proteínas, carbohidratos y grasa, convertido en gráficos de barras. Un hombre activo de mi tamaño –un metro noventa, 105 kilos– necesita alrededor de 2,800 calorías diarias para mantener el peso. No disponía aún de otra comida, y me acabé el desayuno cuando el empleado que trabajaba para mi casera me dio dos dedales de café repleto de azúcar (75 calorías).

Del mismo modo en que los cubanos explotan vacíos para sobrevivir, yo utilicé mi evidente carácter de extranjero en beneficio propio: ese día entré y salí de elegantes hoteles en los que pocos cubanos podían entrar. Eso me dio acceso al aire acondicionado, papel higiénico y música. Burlé la seguridad del Habana Libre, el viejo Hilton, y subí en ascensor hasta el último piso, que ofrecía unas asombrosas vistas de La Habana al anochecer. El club nocturno todavía no estaba abierto, pero entré de todos modos y vi que había un ensayo. Un roquero ruso, acompañado por más de treinta músicos, ensayaba sus canciones en preparación para el concierto de más tarde. Habían recibido agua embotellada y té, que yo consumí en grandes cantidades. El sabor astringente del té –matizado por una gran cantidad de azúcar– finalmente tuvo sentido para mí. Aquella era la bebida del monje novicio, con frío y hambriento. Mataba el hambre.

Se había servido el catering. Solo quedaba un sándwich y medio de queso, abandonado en una servilleta cerca de la sección de cuerdas. Durante un crescendo, me los metí en el bolsillo. Caminé durante una hora cruzando La Habana hasta llegar a mi habitación. Pasé junto a docenas de nuevas tiendas, carnicerías, bares, cafeterías y cafés, pizzerías y otros prolíficos abastecedores de comida obtenible con divisa fuerte. Me entretuve mirando los inmensos pechos de pavo congelados que se vendían en un esc******e.

Cuando llegué a mi habitación, los sándwiches se habían desintegrado en mis bolsillos y se habían convertido en una masa de migajas, mantequilla y algo parecido al queso, pero me los comí lentamente, prolongando la experiencia. Siempre me había reído de los cubanos que halagaban el régimen a cambio de un bocadillo, pero al segundo día yo ya estaba dispuesto a denunciar a Obama a cambio de una galleta.

La mañana del tercer día paseé durante más de dos horas por La Habana en busca de comida. Quemé 600 calorías, el equivalente de aquellos sándwiches de queso. Erróneamente, había dado por hecho que podría comprar la comida que necesitara durante ese mes. Pero, como americano, no tenía derecho al racionamiento, gracias al cual el arroz cuesta un penique el medio kilo. Como “cubano” viviendo con 15 dólares, no podía permitirme comprar la comida fuera del sistema, en las caras tiendas que aceptaban dólares. Los cubanos llamaban a esas pequeñas tiendas, que vendían cualquier cosa desde pilas o buey hasta aceite de cocina y pañales, el shopping. Después de horas de frustración, incapaz de comprar comida, volví en autobús a mi apartamento.

No almorcé. Traté de leer, pero solo había llevado conmigo libros sobre penurias y sufrimiento, como Les Misérables. Empecé con una reflexión más fácil y cómica sobre la soledad y la privación, Sailing alone around the world, de Joshua Slocum, y consumí 146 páginas el primer día. Slocum cruzó el Atlántico a base de poco más que galletas, café y peces voladores, y sentí una satisfacción especial cuando, en mitad del Pacífico, descubrió que sus papas estaban llenas de gusanos y se vio obligado a tirar por la borda valiosas raciones. Pero después hacía cosas desconsideradas, como preparar un estofado irlandés o recurrir a un poco de venado ahumado de Tierra del Fuego. A un barco con el que se cruzó, hasta le lanzó una botella de vino español, el muy cabrón. Leyendo a ese ritmo, también me quedaría sin libros.

Al fin, incapaz de continuar inmóvil tumbado, salí de la casa y, siguiendo un consejo, encontré una casa a unas pocas manzanas de distancia en cuya puerta había un cartel de cartón en el que decía café. Tras la casa había una ventana con barrotes y metí entre ellos el equivalente a 40 centavos. Una mujer sacó un panecillo lleno de carne procesada. Por otros doce centavos conseguí un vaso pequeño de zumo de papaya. Aunque intenté comer lentamente, la comida desapareció en un momento. A ese ritmo –medio dólar la comida– todo mi dinero desaparecería, y salí del patio posterior prometiéndome que no comería casi nada para cenar.

Por la mañana me esperaban peores noticias cuando, al vestirme, descubrí que la cremallera de mis pantalones se había roto. En otro esfuerzo para parecer y sentirme cubano, solo me había llevado dos pares de pantalones. Los pantalones son uno de los artículos no comestibles que se distribuyen mediante racionamiento, y eso solía significar un par al año. La mayoría de los cubanos se arreglaban con un par de piezas de cada tipo de ropa. Así que tendría que arreglar la cremallera. No había pantalones en enero. Unos cuantos débiles intentos de arreglarla yo mismo fracasaron. Iba a tener que gastar algo de dinero, o intercambiar algo, por el trabajo de sastre. Desayuno: café, dos tazas, con azúcar. 75 calorías en total.



El cuarto día fui a comprar comida, una experiencia absurda. Por casualidad, me había quedado con un departamento cercano al mejor y más grande mercado de La Habana, que no era bueno ni grande. El mercado era un agro, un mercado para productos agrícolas. En ocasiones son llamados mercados de granjeros, pero no existe allí la calidez del trato entre granjeros y consumidores, solo un grupo de puestos ruidosos, atestados y sudorosos que venden una estrecha variedad de productos a precios marcados por el Estado: piñas, berenjenas, zanahorias, pimientos verdes, tomates, cebollas, yuca, ajo, plátanos, y no mucho más. Había un espacio separado especializado en cerdo, con montones temblorosos de una carne rosa claro que era cogida por hombres con las manos desnudas y cortada con cuchillos romos. Yo no podía permitirme la carne, aunque la “grasa” se vendía a solo 13 pesos (o 49 céntimos de dólar) el medio kilo.

Esperé en la fila para cambiar todo mi dinero –18 pesos convertibles– en pesos cubanos normales.2 El montón de billetes raídos y sucios resultante ascendía a 400 pesos, unos 16 dólares al cambio en las calles de La Habana. Después me abrí paso trabajosamente entre la muchedumbre para comprarme una berenjena (10 pesos), cuatro tomates (15), ajo (2) y un pequeño manojo de zanahorias (13). En una panadería una mujer que vendía panecillos afirmó que era solo para gente con libretas de racionamiento, pero después me dio cinco panecillos y me cogió avariciosamente 5 pesos de la mano. Solo recibí un poco de amor del vendedor de tomates, que me regaló uno. Compré un kilo y medio de arroz por poco más de diez centavos de dólar, y un poco de frijoles, lo que sumó unos catastróficos 2 dólares, con lo que, a fin de cuentas, solo tendría para unas cuantas comidas.

Jóvenes jineteros me siguieron hasta la salida susurrando: “Camarones, camarones, camarones.” Afuera, un hombre vio que me acercaba y se subió a un árbol del que descendió con cinco limas que me ofreció (no era un limero, sino el lugar en el que ocultaba sus productos de mercado negro). Volví a casa portando el peso del arroz y la verdura con el aspecto, como dijo mi casera más tarde, de un hombre divorciado iniciando una nueva vida.



Las calorías acumuladas me llevaron inevitablemente a especular sobre el otro lado de las cosas: el dinero. ¿Cómo iba a sobrevivir un par de semanas más si me gastaba el equivalente a 2 dólares como si nada? Seguí caminando a todas partes y dedicando una hora entera a pie para vagar por los hoteles para turistas del Vedado (en ningún caso volví a ver una bandeja de sándwiches), o a apretar la cara contra los barrotes de algún restaurante, observando, con cuatro o cinco cubanos, cómo el grupo tocaba un mambo para extranjeros.

Cada día se me acercaban cubanos que me decían, con una frase u otra, “dame dinero”.



Mis propias opciones serían lúgubres en las semanas siguientes. ¿Debía plantarme en una esquina y pedir dólares a extranjeros? ¿Cuánta hambre tenías que pasar antes de convertirte en la chica adolescente que paseaba por una acera del Vedado esa tarde y que, sosteniendo a un bebé contra su cadera, se volteó y me dijo: “¿Quieres una chicasucky sucky?”

Si yo iba a chupar algo, sabía lo que iba a ser. Me quedé observando los Ladas que pasaban y tratando de ver cuántos de ellos tenían tapa en el depósito. Con unos tubos y una jarra podía conseguir cinco litros de gasolina y venderlos a través de un amigo en el Barrio Chino. Pero todos los coches en Cuba tenían tapas de depósito con llave o pasaban la noche encerrados. Demasiados hombres más duros que yo se dedicaban ya a eso. No es una isla para ladrones amateurs.

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#NoMasPedritroll
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