Las primeras personas con las que hablé en la ciudad
–gente a la que no conocía y que vivía cerca de la casa de mi amigo1– mencionaron el sistema de racionamiento. Sin que les instara a hacerlo, sacaron sus libretas de racionamiento y refunfuñaron.
La libreta es el documento fundacional de la vida cubana. Nada importante del sistema de racionamiento ha cambiado: aunque ahora se imprime en formato vertical, la libreta es idéntica a la que se ha emitido anualmente durante décadas.
Lo que ha cambiado es la tinta: hay menos cosas escritas en la libreta. Hay menos entradas, por cantidades menores, que en 1995, durante la hambrienta época del Periodo Especial. En los años posteriores, la economía cubana se ha recuperado, pero el sistema de racionamiento cubano no. En 1999, un ministro de desarrollo cubano me dijo que la ración mensual aportaba la comida suficiente para diecinueve días, y predijo que esa cantidad no tardaría en aumentar. Pero ha disminuido. Aunque la cantidad total de comida disponible en Cuba es más grande, y el consumo calórico ha aumentado, eso no es gracias al sistema de racionamiento. El crecimiento ha tenido lugar en los mercados privatizados, los huertos cooperativos y las importaciones masivas, mientras que la producción estatal de alimentos cayó un 13 por ciento el año pasado y la ración se encogió con ella. Por lo general, se considera que ahora una ración alimentaria mensual solo da para doce días. Yo estaba allí para hacer mis propios cálculos: ¿cómo podía uno sobrevivir un mes con comida para doce días?
Solo hay una libreta de racionamiento por familia. Los bienes son distribuidos en una serie de bodegas de barrio (una para la leche y los huevos, otra para las “proteínas”, otra para el pan, la más grande para alimentos secos y todo lo demás, desde el café hasta el aceite o los cigarrillos). Cada tienda cuenta con un dependiente que escribe la cantidad entregada a la familia. Los vecinos de mi amigo –marido, mujer, nieto– habían recibido una ración estándar de alimentos básicos, que constaba, por persona, de:
-Dos kilos de azúcar refinada
-Medio kilo de azúcar en bruto
-Medio kilo de grano
-Un pescado
-Tres panecillos
Se rieron cuando les pregunté si había buey.
–Pollo –dijo la esposa, pero eso provocó aullidos de protesta.
–¿Cuándo ha habido pollo? –preguntó su marido.
–Es verdad –dijo ella–. Hace ya meses que no hay.
La ración de “proteína” era entregada cada quince días y era una misteriosa carne molida mezclada con una gran cantidad de pasta de soya (si la carne era de cerdo, aquello se llamaba con falsedad picadillo; si era pollo, se llamaba pollo con suerte). Normalmente había suficiente para cuatro hamburguesas al mes, pero en enero, hasta el momento, solo habían recibido un pescado, normalmente una caballa seca y aceitosa.
Y estaban los huevos. La fuente de proteínas más fiable: los llamabansalvavidas. Antes había un huevo al día, después fue un huevo cada dos, y ahora un huevo cada tres. Yo tendría diez para el mes siguiente.
El marido se gastaba una cuarta parte de su pequeño salario en la factura de la electricidad. La familia sobrevivía porque, en su trabajo como chofer del Estado, podía robar unos cinco litros de gasolina a la semana.
Al fin, mi amigo apareció y me llevó a un domicilio particular en el barrio de Plaza, donde había acordado el alquiler de un apartamento para el mes, el único gasto que dejo fuera de la contabilidad. Era espartano al estilo cubano: dos habitaciones, sillas sin cojines, un hornillo doble sobre una encimera y un refrigerador de la mitad del tamaño habitual. Me vacié los bolsillos y guardé la comida que había comprado en el aeropuerto de las Bahamas: algunas rosquillas, una lata de refresco de fruta, sándwiches y –mi alijo de emergencia– un paquete de palitos de sésamo del avión. Tras el viaje de catorce horas desde Nueva York, me comí uno de los sándwiches y me fui a dormir.