Jorge Restrepo
La actualidad eclesiástica pone otra vez ante ambigüedades a las que expone el retraso frente a la modernidad.
"Con la Iglesia hemos dado", dice Cervantes de la entidad que ocupa dos milenios, sobre la que es difícil opinar por su ambigüedad entre celestial y terrenal. Se hace más desde lo mundano, siendo lo ideal también su propiedad: su aspiración a lo absoluto de la universalidad a que alude 'católico' y a la unidad monoteísta que asimiló judeocristianismo y helenismo. Lo confesional enfatiza lo ascético, olvidado lo terreno y viceversa, este anatematizado por la llamada tentación constantiniana, la confusión cristiana con la imperialidad romana y la del Sacro Imperio que hicieron del papado una soberanía con Estado y hasta banco, príncipes de los cardenales, embarcándola en atropellos como el colonialismo o la inquisición y complicidades con intereses no santos.
La temporalidad contrapesa la pretensión a sociedad perfecta, ajena a contingencias, desafiada la intangibilidad del credo por cismas como el del libre examen, el relativismo que consideraron gran enemigo los dos últimos pontífices, uno de los cuales combatió su contagio en el Concilio Vaticano o la teología tercermundista. Añadida a la reacción laica contra la teocracia, esa ambigüedad, la misma del Dios hombre, hace que una secularidad más incrédula que creyente le exija deliberación a la inmovilidad del dogma, este supuestamente por fuera de la civilidad grecorromana que identifica a Occidente y sobre todo a Europa, adonde hoy se le niega ingreso a Turquía por considerarla ajena a la cristiandad. Difícil desglosar la trayectoria que describió Rops desde catacumba y cruzada hasta catedrales y palacios, de la doctrina apostólica o conciliar de Nicea a Trento, sin embargo esa controvertida rigidez la que atrajo inteligencias poco dóciles como la de Chesterton, Greene, Junger, incluso de protestantes como Newman o Schlier, o de Pastor, que se convirtió al comprobar la incontaminación doctrinaria a pesar de la contaminación terrenal.
Tanto fervor como irreligiosidad prejuzgan, el uno desde el fundamentalismo del fuera de la Iglesia no hay salvación, la otra descartando respuestas aceptables o no a la inquietud existencial, aparte de ingredientes de socialización y aun de movilización hoy en la primavera árabe. Tanto teocracia como laicismo excluyen, no la impracticable fusión de fe y razón, sino la investigación de perplejidades de todas las civilizaciones, pero ya dentro de la libertad de conciencia de la modernidad, la separación de religión y Estado o el pluralismo democrático, la religiosidad sujeta también al estudio de la evolución social. Tolerancia y librepensamiento son requisito de modernidad como conquista contra el fundamentalismo como origen de persecución y guerra, por ejemplo la reciente española cuando chocaron otra vez reforma y contrarreforma, traumatizada, como hoy en medio oriente, la evolución hispanoamericana a la racionalización de ideologías y simbolismos, por tanto expuesta aún esta sociedad a fanatismo y superchería.