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Predeterminado Nazis en busca de la Atlántida Calificación: de 5,00

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Una de las mayores obsesiones de algunos líderes nazis, principalmente de Heinrich Himmler, fue hallar pruebas de la existencia de un continente o una isla perdida que corroborara la delirante teoría de que la raza aria tenía un origen divino que la convertía en superior al resto de los mortales.
1 de julio de 1935. Cinco eruditos alemanes se reúnen con Heinrich Himmler en un espacioso despacho del cuartel general de la Orden Negra, en la Prinz-Albrecht-Strasse de Berlín. Aquellos cinco estudiosos representaban a Walter Darré, dirigente de la Oficina de Raza y Reasentamiento (RuSHA) y entonces Ministro de Alimentación y Agricultura del Reich, cuyas ideas paganistas tenían en el líder de las SSa un auténtico devoto.
El Reichsführer ya había levantado en Wewelsburg, en Westfalia, el centro espiritual y místico de su Orden, pero ahora pretendía crear un instituto de investigación que recuperase, como digo, las huellas del pasado “glorioso” de Alemania, recordando con nostalgia sus años de infancia en compañía de su padre, Gebhard Himmler, buscando monedas y objetos antiguos en yacimientos arqueológicos de la vieja Baviera.
Darré compartía su entusiasmo en la creación de dicho centro (precisamente su importante cargo al frente del Ministerio de Agricultura haría que pudiese desviar importantes fondos para sus proyectos) y a la siniestra y hasta relativamente poco tiempo secreta reunión, había sido invitado otro extraño personaje: Herman Wirth, uno de los prehistoriadores más célebres de toda Alemania cuyas heterodoxas teorías comulgaban a la perfección con las ideas extravagantes de Himmler.

Tras varias horas de intenso y apasionado debate, aquellos hombres decidieron fundar la Ahnenerbe; Wirth sería su presidente y el Reichsführer asumiría el cargo de superintendente y el control del Consejo de Administración. Su objetivo aparente: “fomentar la ciencia de la antigua historia intelectual”. Su verdadero objetivo: la creación de mitos que apoyasen los postulados del nacionalsocialismo y finalmente el exterminio en pos del fortalecimiento y expansión de la “nación aria”.
Sabemos que éste, junto a otros nazis como Darré o Rosenberg, llevaba tiempo buscando un sistema de creencias que ocupara el lugar del cristianismo y el protestantismo en el Tercer Reich. Para potenciar una nueva religión de tintes paganos, los investigadores de la Ahnenerbe debían descubrir todos los vestigios que pudieran sobre las tribus germánicas y sus antepasados arios (descubrirlos o inventarlos, que de ambas cosas hubo). Las tribus de Germania apenas habían dejado constancia en soporte escrito de sus ancestrales creencias y prácticas sagradas y ya vimos que la obra de Tácito sobre este pueblo dejaba mucho que desear, siendo escrita sin un contacto directo con aquellos “bárbaros”. Ni qué decir tiene que los “descubrimientos” de personajes como Linz, Liebenfels o Sebottendorff, de los que Himmler era sin duda admirador, influyeron poderosamente en los miembros de la Ahnenerbe. La principal labor del instituto –al menos antes del estallido de la guerra-, sería “encontrar nuevas fuentes de información”.
Herman Wirth, el intelectual que cautivó al Reichsführer

Una vez al mando de la Ahnenerbe, Herman Wirth, bajo su vetusto bigote y su extrema delgadez, parecía un hombre de otra época, un personaje que se había equivocado de tiempo y lugar. Medía sólo metro sesenta, pero era rubio y de ojos azules, lo que cautivó a Himmler. A sus 50 años –edad que tenía en 1935- estaba plenamente convencido de que se hallaba a punto de realizar, según la periodista Heather Pringle, un descubrimiento que sería trascendental para la historia alemana. Sus peculiares y poco ortodoxas teorías sobre el pasado (que décadas después influirían a estudiosos “heterodoxos” como Thor Heyerdahl o Erich Von Däniken), recogidas en su monumental obra La Aurora de la Humanidad, publicada en 1928, le habían granjeado no pocas críticas de sus colegas de profesión, aunque también los elogios de los grupos völkisch y nacionalistas, tan dados al pasado heróico.

Experto en escritura y símbolos antiguos –precisamente su departamento dentro de la Ahnenerbe se conocería como Instituto para el Estudio de la Escritura y de los Símbolos-, conocía el sánscrito a la perfección y varias lenguas muertas y había realizado tesis sobre las máscaras funerarias de los yupik, esquimales de Alaska y sobre el significado funerario de los antiguos dólmenes de Irlanda; a estas alturas de su carrera creía haber descubierto una antigua escritura sagrada que habría sido nada menos que inventada por una civilización nórdica cuyos vestigios se perdían en el Atlántico Norte hace miles de años; la escritura más antigua del mundo, que evidentemente para aquellos peculiares eruditos no podía ser sino aria.
La Atlántida: continente perdido, tierra prometida

Muy influido por el mito de la Atlántida, creía que su primordial escritura había sido precisamente inventada por los atlantes, los primeros nórdicos. El caso es que fuera o no fuera una escritura relacionada con el esquivo continente perdido, lo cierto es que el profesor estaba convencido de que sería capaz de descifrarla, desentrañando de esa manera los misterios “de la ancestral religión aria” que traían de cabeza a las SS.
Grabado que representa a la Atlántida. La búsqueda del continente perdido obsesionó a algunos nazis.
En La Aurora de la Humanidad el erudito catalogaba y analizaba millares de símbolos rúnicos de diversas culturas del norte de Europa. Se inspiró en Alfred Wegener, padre de la deriva continental, ideó una nueva teoría pseudocientífica, la de la “deriva polar”, según la cual el polo helado habría sido la cuna de los pueblos arios del norte; para comprobarlo, la Ahnenerbe enviaría diversas expediciones a las tierras más septentrionales, alguna de ellas encabezada por el propio Wirth. Siguiendo su investigación, los polos a la deriva y los continentes errantes acabaron con esa “raza ártica” perfecta, aunque algunos de sus miembros se habrían refugiado en remotos lugares aislados como la Atlántida, que tantos ríos de tinta ha hecho correr a lo largo de los siglos y que en la actualidad sigue acaparando la atención de investigadores de toda índole.

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