Respuesta: El Coronel no tiene quien le escriba (Léelo acá no lo descargues) | Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y del gallo. En la segunda quincena de noviembre creyó que el animal se moriría después de dos días sin maíz. Entonces se acordó de un puñado de habichuelas que había colgado en julio sobre la hornilla. Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de semillas secas.
—Ven acá —dijo.
—Un momento —respondió el coronel, observando la reacción del gallo—. A buena hambre no hay mal pan.
Encontró a su esposa tratando de incorporarse de la cama. El cuerpo estragado exhalaba un baho de hierbas medicinales. Ella pronunció las palabras, una a una, con una precisión calculada:
—Sales inmediatamente de ese gallo.
El coronel había previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo. Había tenido tiempo de pensar.
—Ya no vale la pena —dijo—. Dentro de tres meses será la pelea y entonces podremos venderlo a mejor precio.
—No es cuestión de plata —dijo la mujer—. Cuando vengan los muchachos, les dices que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.
—Es por Agustín —dijo el coronel con un argumento previsto—. Imagínate la cara con que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.
La mujer pensó efectivamente en su hijo.
“Esos malditos gallos fueron su perdición”, gritó. “Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora”. Dirigió hacia la puerta un índice escuálido y exclamó:
—Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: “Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata”.
Cayó extenuada. El coronel la empujo suavemente hacia la almohada. Sus ojos tropezaron con otros exactamente iguales a los suyos. “Trata de no moverte”, dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cayó en un sopor momentáneo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos su respiración parecía más reposada.
—Es por la situación en que estamos —dijo—. Es pecado quitarnos el pan de la boca para echárselo a un gallo.
El coronel le secó la frente con la sábana.
—Nadie se muere en tres meses.
—Y mientras tanto — qué comemos —preguntó la mujer.
—No sé —dijo el coronel—. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos muerto. |