Dispersados por el norte de Japón se encuentra una veintena de monjes momificados. Esto no tiene nada de extraño, momias hay en todas partes, lo que les hace peculiares es que se automomificaron. Eran seguidores de Shugendô, una antigua forma de budismo.
Durante 1000 días seguían una estricta dieta de semillas y frutos secos que encontraban en los alrededores del monasterio, acompañada de un riguroso ejercicio físico con el que eliminaban prácticamente la totalidad de su grasa corporal.
Después de este periodo (casi tres años) su dieta se volvía aún más restrictiva, y durante otros 1000 días solo se les permitía comer una pequeña cantidad de corteza y raíz de pino, con esto eliminaban gran parte de la humedad de su cuerpo para evitar la descomposición. Al final de este tiempo, empezaban a beber un té venenoso que les provocaba vómitos y sudoración, al mismo tiempo que mataba cualquier insecto que quisiese comerse su cuerpo tras la muerte. En este momento parecían esqueletos vivientes.
Finalmente, se emparedaban en una habitación poco más grande que sus cuerpos en la posición de loto. Su único contacto con el exterior era un tubo de ventilación y una campana que hacían sonar una vez al día. Cuando la campana dejaba de sonar, el resto de monjes cerraban el conducto de ventilación.
Al abrir las tumbas descubrieron que no todos consiguieron evitar la descomposición de sus cuerpos. Las tumbas de los que no lo lograron se sellaron de nuevo, se les respeta por su resistencia, pero no se les adora, al contrario de los que sí lo lograron, que son venerados.