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Antiguo 19-09-2011 , 09:55:10   #119
esquimala
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Os pondréis las manos entre las piernas le indicó suavemente y se acomodó en el sillón
de roble, con los pantalones pulcramente abrochados y me mostraréis el sexo ahora
mismo. Bella se estremeció. Miró hacia su propio cuerpo, caliente y que rezumaba
humedad, y sintió aquella debilidad que se había extendido a todos sus músculos. Para
su propia sorpresa, dejó que sus manos se deslizaran entre las piernas y palpó los
resbaladizos labios que aún ardían y palpitaban debido a las contundentes embestidas.
Se tocó la vagina con la punta de los dedos. Abridlo para que lo pueda ver ordenó él,
recostándose en el sillón, con el codo apoyado en el brazo y la mano bajo la barbilla.
Así. Más abierto, ¡más abierto!
La princesa estiró la estrecha abertura, aunque no se creía que ella, la chica mala,
estuviera haciendo aquello. Una sutil y lánguida sensación de placer, un eco del éxtasis
alcanzado, la amansó aún más y la tranquilizó. Se había separado tanto los labios que
casi le dolían.
Y el clítoris dijo, levantadlo. La pequeña protuberancia le quemó contra el dedo al
obedecer.
Moved el dedo aun lado para que pueda ver ordenó.
Y así lo hizo, con toda la gracia que pudo.
Ahora estirad otra vez la entrada y adelantad las caderas.
La princesa obedeció, pero aquel movimiento de caderas la inundó de otra oleada de
placer. Era consciente del rubor en su cara, garganta y pechos. Oía sus propios gemidos.
Las caderas se ele vaban cada vez más, se movían más y más deprisa.
Veía los pezones de sus pechos que se contraían formando pequeños fragmentos de
piedra rosada y percibía su propio quejido cada vez más intenso y suplicante.
Aquel deseo que la debilitaba con tal dulzura comenzaría en cualquier momento. En
aquel ins tante notaba cómo sus labios se congestionaban al contacto de los dedos, los
fuertes latidos de su clítoris, como si de un pequeño corazón se tratara, y el hormigueo
de la carne rosada que lo rodeaba.
El deseo era casi insoportable. Entonces sintió la mano derecha del capitán en su cuello.
La atrajo hacia sí, le dio media vuelta y la sentó sobre su re gazo, con la cabeza apoyada
en el pliegue de su codo, mientras con la mano izquierda apartaba cuanto podía la pierna
derecha de la muchacha.
Ella sentía el suave coleto de becerro contra su costado desnudo, la piel de las altas
botas bajo las caderas, y veía la cara de él por encima. Aquellos ojos la perforaban. El
capitán besó lentamente a Bella, que volvió a agitar las caderas involuntariamente. Se
estremeció. Luego él sostuvo algo des lumbrante y hermoso a la luz, obligando a Bella a
parpadear. Era la gruesa empuñadura de su daga, con incrustaciones de oro, esmeraldas
y rubíes. El objeto desapareció pero Bella no tardó en sentir el frío metal contra la
vagina.
Oooooh, sí... gimió al percibir que la em puñadura se deslizaba hacia dentro, mil veces
más dura y cruel que el miembro del capitán, de mayor tamaño, al menos eso parecía, y
la levantaba pre sionando su ardiente clítoris.
Casi gritó de deseo, con la cabeza desmayada y la mirada ciega a otra cosa que no
fueran los atentos y escrutadores ojos del capitán. Las caderas de Bella ondularon
salvajemente contra el re gazo de él, mientras el mango de la daga entraba y salía,
entraba y salía, hasta que no pudo soportarlo más y el éxtasis volvió a paralizarla y
silenciar su boca abierta, desvaneciendo la visión del capitán en un momento de
liberación total.
Cuando recuperó la conciencia, sus caderas aún experimentaban aquel temblor salvaje,
la va gina profería jadeos silenciosos, pero ahora estaba sentada y el capitán le sostenía
la cara entre las manos para besarle los párpados.
Sois mi esclava dijo.
Bella asintió.
Cada vez que venga a la posada, seréis mía. Desde donde os encontréis en ese momento,
os acercaréis a mí y besaréis mis botas.
Bella asintió una vez más.
El capitán la puso en pie y, antes de que pudiera darse cuenta, la habían obligado a salir
del cuarto con las manos detrás de la nuca, y se encontró bajando por la misma escalera
de caracol por la que había subido.La cabeza le daba vueltas. Él iba a dejarla. No podía
soportar la idea. «Oh, no, no, por favor, no os marchéis», se decía llena de
desesperación. El capitán le propinó unos azotes fervorosos en el trasero con su gran
mano enguantada en fino cue ro y la obligó a entrar otra vez en la fresca oscuridad de la
posada, donde ya había seis o siete hom bres bebiendo.
Bella captó las risas, las charlas, el sonido de la pala que golpeaba en algún rincón del
local y de un esclavo que gemía y sollozaba.
Pero no se quedaron allí sino que la obligaron a salir a la plaza que había fuera de la
posada.
Doblad los brazos a la espalda dijo el capitán. Marcharéis ante mí levantando las rodi
llas, con la cabeza erguida.

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