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Kaffeetrinker 2 El Sindrome de Estocolmo Calificación: de 5,00

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El 23 de agosto de 1973, en la ciudad sueca de Estocolmo, tuvo lugar un atraco con rehenes. Jan Erik Olsson, un presidiario de permiso entró en el banco Kreditbanken de Norrmalmstorg, en el centro de la ciudad. Al ser alertada la policía, dos oficiales llegaron de forma casi inmediata. El atracador hirió a uno de ellos y mandó al segundo sentarse y cantar. Olsson había tomado cuatro rehenes y exigió tres millones de coronas suecas, un vehículo y dos armas.



Dentro del banco


El gobierno se vio obligado a colaborar y le concedió el llevar allí a Clarck Olofsson, amigo del delincuente. Así comenzaron las negociaciones entre atracador y policía. Ante la sorpresa de todos, una de los rehenes, Kristin Ehnmark, no solo mostraba su miedo a una actuación policial que acabara en tragedia sino que llegó a resistirse a la idea de un posible rescate. Según decía, se sentía segura.



Policía escondido detrás de un coche


Tras seis días de retención y amenazas del secuestrador, de cuyo lado se puso la propia Ehnmark, la policía decidió actuar y cuando comenzaron a gasearles, los delincuentes se rindieron. Nadie resultó herido. Tanto Olsson como Olofsson fueron condenados y sentenciados, aunque más tarde se retiraron los cargos contra Olofsson, que volvería a delinquir. Jan Olsson, en cambio, tras cumplir 10 años de prisión saldría de prisión totalmente rehabilitado y manteniendo una legión de fans.



Rancotiradores de la policía


Durante todo el proceso judicial, los secuestrados se mostraron reticentes a testificar contra los que habían sido sus captores y aun hoy manifiestan que se sentían más aterrados por la policía que por los ladrones que les retuvieron durante casi una semana. El criminólogo Nils Bejerot acuñó poco después y a consecuencia de aquel caso, el término Síndrome de Estocolmo para referirse a rehenes que se sienten este tipo de identificación con sus captores.

Pero el caso del banco de Estocolmo no es el único que se ha producido. En 1974, Patricia Hearst, nieta del magnate de la comunicación, William Randolph Hearst, fue secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación (SLA). Tras donar la familia seis millones de dólares a la organización terrorista, no se supo más de la joven. Dos meses más tarde fue fotografiada, rifle de asalto en mano, durante un atraco del SLA a un banco. Se había unido a la organización y cambiado su nombre por el de Tania.



A Patricia Hearst, tras su cautiverio, se pudo ver en una fotografía con un arma durante un asalto a un banco.


El propio Bejerot expone que este síndrome es más común en personas que han sido víctimas de algún tipo de abuso, como rehenes, miembros de sectas, niños abusados psíquicamente, víctimas de incesto o prisioneros de guerra o campos de concentración. La cooperación entre el rehén o víctima y el autor se debe en gran parte a que ambos comparten el objetivo común de salir ilesos del incidente. El nulo control sobre la situación por parte del secuestrado le lleva, al parecer, a intentar cumplir los deseos de sus captores que, por otro lado, se presentan como los únicos que pueden evitar una trágica escalada de los hechos. De esta manera, se produce una identificación de la víctima con las motivaciones del autor del delito y un agradecimiento al captor que, en ocasiones, lleva situaciones extremas.








El Síndrome de Estocolmo es un estado psicológico en el que la víctima de secuestro, o persona detenida contra su propia voluntad, desarrolla una relación de complicidad con su secuestrador. En ocasiones, los prisioneros pueden acabar ayudando a los captores a alcanzar sus fines o evadir a la policía.



Según la corriente psicoanalítica el síndrome de Estocolmo sería entonces una suerte de mecanismo de defensa inconsciente del secuestrado, que no puede responder la agresión de los secuestradores y que se defiende también de la posibilidad de sufrir un shock emocional. Así, se produce una identificación con el agresor, un vínculo en el sentido de que el secuestrado empieza a tener sentimientos de identificación, de simpatía, de agrado por su secuestrador.




El síndrome ha sido llamado de este modo desde el robo del banco Kreditbanken en Norrmalms (Estocolmo), Suecia, que transcurrió desde el 23 al 28 de agosto de 1973. En este caso, las víctimas - tres mujeres y un hombre - defendieron a sus captores incluso después de terminado su secuestro, que duró seis días. Mostraron también una conducta reticente ante los procedimientos legales. Se dice incluso que una de las mujeres secuestrada se habría comprometido con uno de los captores. El término fue acuñado por el criminólogo y psicólogo Nils Bejerot, colaborador de la policía durante el robo, al referirse al síndrome en una emisión de noticias. Fue entonces adoptado por muchos psicólogos en todo el mundo.



Tanto la víctima como el autor del delito persiguen la meta de salir ilesos del incidente, por ello cooperan.
Los rehenes tratan de protegerse, en el contexto de situaciones incontrolables, en donde tratan de cumplir los deseos de sus captores.
La pérdida total del control que sufre el rehén durante un secuestro, es difícil de digerir. Se hace soportable en el momento en que la víctima se identifica con los motivos del autor del delito.



De acuerdo con el psicólogo Nils Bejerot, el Síndrome de Estocolmo es más común en personas que han sido víctimas de algún tipo de abuso, tal es el caso de: rehenes, miembros de secta, abuso psicológico en niños, prisioneros de guerra, prostitutas, prisioneros campos de concentración, víctimas de incesto, y violencia doméstica.





Para el vínculo entre el psicópata y su complementario, haremos hincapié en que aquí en un principio no hay lugar a la relación asimétrica víctima – victimario, pues hay una satisfacción que la complementaria obtiene a cambio y que no le habría sido revelada hasta antes de conocer a su psicópata.





Analicemos el perfil de esta pareja, como por ejemplo la de una mujer golpeada o que padece un maltrato psicológico de larga data y a quien le cuesta desprenderse de la posición inferior a la que es sometida por su psicópata. Psíquicamente sitúa al Otro como un superior omnipotente, del que según ella, dependen su bienestar y en algunos casos el sentido de su vida. Así, se otorga para lo que él disponga: seducirla, opacarla, ridiculizarla, golpearla, seducirla, repito: para lo que su Otro disponga.





Anclada en ese vínculo patológico donde el peligro de perder a su redentor, vulnera la unidad de su Yo, queda a merced del Otro. Puede incluso permutar el sufrimiento, la humillación obtenida, en algo positivo que le permite mantener a ese motor gracias al cual ha podido superar barreras represivas, descubrir nuevas experiencias, encontrar satisfacciones distintas que no se hubiese atrevido a explorar, sin un particular sentido de libertad patrocinado por su psicópata.

El vínculo con esta suerte de parásito, la aísla en un pozo del cual es difícil emerger. La ruptura de esta dinámica garantiza un duelo, vivenciándose como sentimiento de culpa por correrse de la escena, por intentar convertir este círculo vicioso en virtuoso. El común denominador es el de no saberse objeto, cosa, instrumento, de no acusar este cachetazo al narcisismo. Difícilmente la decisión de finalizar esta relación provenga de la complementaria, pues su hastío, muchas veces se convierte en deleite gracias a la manipulación de su psicópata.

Algunas complementarias admiten encubrir delitos o crímenes por amor, y hasta llegan a cometer actos osados o contrarios a su ética de toda la vida.

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