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Antiguo 03-08-2011 , 17:17:12   #2
esquimala
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Predeterminado Respuesta: Las aventuras de Bella

Se tapaba los pechos con las manos. Su larga y lisa cabellera dorada, espesa e increíblemente sedosa, caía a su alrededor, abriéndose sobre la cama.
La princesa reclinó la cabeza de manera que el pelo cubriera su cuerpo. Pero miraba al príncipe, y éste se sorprendió al ver aquellos ojos carentes de miedo o malicia. Estaban abiertos de par en par, sin expresión alguna, como los de uno de esos tiernos animales del bosque instantes antes de caer abatidos en una cacería.
El seno de la princesa se agitaba al compás de su respiración anhelante. Él se echó a reír, se aproximó un poco más y le retiró el pelo del hombro derecho.
Ella alzó la mirada y la mantuvo fija en él. Un rubor novicio afluyó a sus mejillas y, de nuevo, el príncipe la besó.
Le abrió la boca con los labios y con la mano izquierda le sujetó las muñecas, bajándoselas hasta el regazo desnudo para poder así cogerle los pechos y examinarlos mejor.
—Beldad inocente —susurró. Sabía lo que ella estaba viendo: un joven sólo tres años mayor que la princesa cuando se convirtió en la Bella Durmiente. Él contaba dieciocho, apenas un hombre, pero no temía nada ni a nadie. Era alto, con el pelo negro; su figura delgada le daba un aspecto ágil.
Le gustaba pensar en sí mismo como en una espada: ligero, directo, muy preciso y absolutamente peligroso.
Había dejado a muchos tras él que podían corroborarlo.
En aquel momento, no albergaba orgullo sino una inmensa satisfacción. Había llegado hasta el centro del castillo maldito.
En la puerta se oían golpes y gritos. No se molestó en contestar. Volvió a tender a Bella sobre la cama.
—Soy vuestro príncipe —dijo—, así os dirigiréis a mí, y por este motivo me obedeceréis.
Al separarle otra vez las piernas, vio la sangre de su inocencia sobre la tela y, riéndose tranquilamente para sus adentros, volvió a entrar en ella con suma suavidad.
Bella soltó una suave sucesión de gemidos que en los oídos del príncipe sonaron como besos.
—Contestadme como corresponde —susurró.
—Mi príncipe —dijo.
—Ah —suspiró—, qué delicia.


Cuando abrió de nuevo la puerta, la habitación estaba casi a oscuras. Comunicó a los sirvientes que cenaría entonces y que recibiría al rey de inmediato. Le ordenó a Bella que cenara con él, que se quedara a su lado y, en tono firme, le dijo que no debía llevar ropa alguna.
—Es mi deseo que estéis desnuda y siempre disponible para mí —sentenció.
Podría haberle dicho que estaba inmensamente bonita cubierta sólo por su cabello dorado, por el rubor de sus mejillas y por sus manos, con las que intentaba en vano resguardar el sexo y los pechos. Pero aunque lo pensaba no lo dijo en voz alta.
En vez de esto, la cogió por las muñecas, se las sostuvo a la espalda mientras los sirvientes traían la mesa, y luego le ordenó que se sentara frente a él.
La anchura de la mesa le permitía alcanzar sin dificultad a Bella; podía tocarla y acariciar sus pechos si así le apetecía. Estiró el brazo y le levantó la barbilla para inspeccionarla a la luz de las velas que sostenían los criados.
Sirvieron asados de cerdo y ave, y frutas dispuestas en grandes y resplandecientes cuencos de plata. Al instante, el rey apareció en el umbral de la puerta. Ataviado con sus pesadas vestimentas ceremoniales y una corona de oro ceñida a la cabeza, se inclinó ante el príncipe y esperó la orden para entrar.
—Vuestro reino ha estado desatendido durante cien años —dijo el príncipe mientras levantaba su copa de vino—. Muchos de vuestros vasallos han escapado para irse con otros señores y buenas tierras están sin cultivar. Pero conserváis vuestra riqueza, vuestra corte y vuestros soldados. Es mucho lo que os queda por delante.
—Estoy en deuda con vos, príncipe —respondió el rey—. Pero ¿podéis decirme vuestro nombre, el de vuestra familia?
—Mi madre, la reina Eleanor, vive al otro lado del bosque —dijo el príncipe—. En vuestra época, era el reino de mi bisabuelo: él era el rey Heinrick, vuestro poderoso aliado.
El príncipe advirtió la sorpresa reflejada en el rostro del rey y luego su mirada de confusión. El príncipe lo comprendió perfectamente. Al ver el rubor que cubría la tez del soberano, le dijo:
—En aquella época, durante un tiempo prestasteis vasallaje en el castillo de mi bisabuelo, ¿no es cierto?, y quizá también vuestra reina, ¿no?
El rey apretó los labios con gesto de resignación y asintió lentamente:
—Sois descendiente de un poderoso monarca —susurró, y el príncipe se percató que el rey no levantaba los ojos para no ver a su hija desnuda.
—Me llevaré a Bella para que preste servidumbre —afirmó el príncipe—. Ahora ella es mía. —Con su largo cuchillo de plata cortó el caliente y suculento asado de cerdo y dispuso varios pedazos en su propio plato. Los sirvientes competían entre ellos para aproximarle más bandejas.
Bella estaba sentada con las manos de nuevo sobre los pechos; tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas y temblaba levemente.
—Como deseéis —dijo el rey—. Estoy en deuda con vos.
—Habéis recuperado vuestra vida y vuestro reino —continuó el príncipe—. Y yo tengo a vuestra hija. Pasaré aquí la noche y mañana partiremos hacia el otro lado de las montañas para convertirla en mi princesa.
Se había servido algo de fruta y más pedazos de asado. A continuación, con un suave chasquido de los dedos, le dijo a Bella en un susurro que se acercara a él.
Advirtió la vergüenza que sentía ella ante los sirvientes.
Pero aun así le quitó la mano de su sexo.
—No volváis a taparos de este modo, nunca más —dijo. Pronunció estas palabras casi con ternura, al tiempo que le retiraba el pelo de la cara.
—Sí, mi príncipe —susurró ella. Tenía una vocecita encantadora—. Pero es tan difícil.
—Por supuesto que lo es —sonrió él—. Pero lo haréis por mí.

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