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Viaje a las entrañas del norte del Cauca
En el corazón del conflicto
Por: Alfredo Molano Jimeno/Enviado especial, Toribío, Cauca

Radiografía de una región golpeada por la pobreza, el atraso social y el fuego cruzado de contendientes de la guerra.

Foto: Óscar Pérez - El Espectador
Habitantes de Toribío recogen los restos de sus casas dos días después del atentado perpetrado por las Farc el pasado sábado.

“Si la guerrilla fuera derrotada en Colombia, este sería el último lugar en acabarse”. Con esta frase Arquímedes Vitonás, exalcalde de Toribío y autoridad indígena del pueblo Nasa, explica lo que significa para las Farc el norte del Cauca. Una montañosa región de la cordillera Central demarcada por azarosos riscos que parecen desafiar la gravedad. Un bosque tupido, de esos que guardan y escurren agua, y carreteras que serpentean ante abismos y abrazan la geografía como culebras constrictoras. Un territorio de pueblos indígenas reconocidos como comunidades, con una sólida organización y fuerte tradición guerrera. Como es el caso de los Nasa.

En este entorno de resistencia social se levantan Toribío, Tacueyó, Caloto, Corinto, Jamundí, Jambaló, Caldono, entre otros municipios y corregimientos. Todos pueblos conocidos en el escenario nacional y los medios de comunicación por los ataques guerrilleros. La indiferencia social, la sangre y la pobreza son su denominador común, y en las últimas semanas han vuelto a padecer la embestida de las Farc. Una chiva bomba contra el puesto de Policía de Toribío, un carro bomba con tres cilindros de gas en Corinto, otro más en Caldono, y en Caloto, Santander de Quilichao y Jambaló los habituales ruidos, hostigamientos y petardos.

No es un asunto coyuntural, es el ajedrez de la guerra. De alguna manera, como cuenta Arquímedes Vitonás, la presencia de la guerrilla en la zona se remonta a los años 50. “En esa época llegaron las guerrillas del sur del Tolima con una misión: atacar Santo Domingo, El Águila, La Mina y Jambaló. El Capitán Tijeras venía comandando esa columna, pero no con acciones tan brutales como las de hoy”, explica con voz suave, pero incisiva, el líder Nasa, quien ratifica que, más allá de las memorias y los relatos de violencia, existen razones topográficas que explican la presencia guerrillera en el norte del Cauca.

“Pocos lo saben, pero en su efímero paso por Colombia el legendario Che Guevara advirtió que el norte del Cauca era terreno ideal para “la revolución”, recuerda el exalcalde Vitonás. La prueba salta a la vista. A escasos kilómetros se levanta el nevado del Huila, con alturas que impiden cualquier operación aérea. La zona es una especie de impenetrable antesala a la ciudad de Cali, a la que la guerrilla de ayer y de hoy le han puesto el ojo, porque constituye el centro económico y político más importante del sur de Colombia. Es un corredor estratégico que, entre caminos de tierra y agua, conduce al Pacífico.

El gobernador del Cauca, Guillermo Alberto González, prefiere la versión oficial y manifiesta que todo tiene que ver con narcotráfico y armas. Y que los ataques de los últimos días forman parte de una estrategia de las Farc para sacudirse del acoso de la Fuerza Pública. “Esta violencia llega a través de Guapi, Timbiquí, López o Buenaventura. Por un lado, es acceso al mar Pacífico y por otro las operaciones contra el máximo jefe de las Farc, Alfonso Cano, no muy lejos de Toribío, en límites con Huila, relativamente cerca del territorio de sus antecesores en el sur del Tolima.

Sin embargo, hay quienes creen que existen otras razones. Guido Germán Hurtado, politólogo e historiador de la Universidad Autónoma de Occidente, de Cali, sostiene que el tema pasa por la desigualdad social y la falta de presencia del Estado. “El Cauca ha sido un territorio abandonado. Nunca ha habido políticas públicas para enfrentar su marginalidad. La solución de siempre es aumentar el pie de fuerza. Es la mirada reduccionista de buscar una salida, militar o policiva, cuando lo que predomina en la zona es una crisis del tejido social. El Cauca es un departamento sin dolientes”, recalca Hurtado.

Una opinión que complementa el representante a la Cámara por este departamento Carlos Julio Bonilla, cuando asevera que el problema está diagnosticado hace mucho tiempo y corresponde a la presencia de grupos armados y narcotráfico. “La capacidad de respuesta de la justicia no es la mejor. La Fiscalía especializada la trasladaron a Popayán y los alcaldes no tienen herramientas legales para encontrar una salida. Se necesitan alternativas más allá de lo militar, de lo institucional o del fortalecimiento de la justicia. Lo primero es inversión social, actores productivos, lucha contra la pobreza” .

Memorias del ‘Sábado negro’


Mientras se buscan explicaciones históricas y sociales a la tragedia cotidiana del norte del Cauca, el municipio de Toribío, con sus 3.000 habitantes reunidos en sus tres resguardos indígenas de San Francisco, Tacueyó y Toribío, viven un desolador presente. A escasas dos horas de Cali, pero con la amenaza permanente que acecha del otro lado de la cuchilla de Los Alpes. De la enmarañada región surcada por varios ríos que conducen hasta la región de Río Chiquito, donde Manuel Marulanda, hace ya 47 años, resistió el embate del Ejército. La misma superficie donde la montaña empieza a levantarse hasta los elevados picos del nevado del Huila.

Pequeño, de calles empinadas y anchas, con clima paramoso y seco, la gente de Toribío entiende bien qué es la guerra. El sábado 9 de julio la vivió al extremo. Era día de mercado y de las veredas aledañas, desde temprano empezaron a llegar campesinos e indígenas. Pero a las diez de la mañana, cuando el bullicio de la plaza elevaba sus voces, se oyeron los primeros disparos. Algunos imaginaron que se venía otro hostigamiento, pero el estallido de una chiva bomba contra la estación de Policía sacudió al pueblo. El saldo: tres civiles y un militar muertos, 128 heridos, entre ellos 17 niños, y 460 casas destruidas.

Los medios de comunicación acudieron en masa, pero los toribianos saben que eso es el frenesí de las noticias pasajeras, porque ellos ya perdieron la cuenta de las tomas guerrilleras. Unos dicen que son 14 desde 1983. Otros aseguran que pasan de 60 en casi 50 años. Hasta los más jóvenes distinguen el sonido de las granadas, los tatucos —morteros hechizos—, el tableteo de las M60 o el golpe de los Galil.

Desde los dos años, a los niños les enseñan que cuando algo retumba en el pueblo hay que meterse debajo de las camas. Es la vecina indeseada de la violencia que hace mucho tiempo se pasea por sus calles.

Sólo que esta vez fue mayor. En uno de los pocos negocios que quedó en pie, el médico del pueblo así lo sintetiza: “Al zapatero tocó amputarle una mano. El tipo se salvó de milagro. Además, las esquirlas le reventaron los meniscos y se le incrustaron en el tórax. Otro muchacho tuvo un trauma craneoencefálico severo. Posiblemente quede loco”, refiere con gesto resignado y triste. La misma rabia que se advierte en el rostro del padre Ezio, un sacerdote italiano que lleva más de una década el pueblo y que ya sabe cómo alentar a su gente después de cada prueba de fuego cruzado.

“La misa se celebrará en la Casa de la Cultura a la misma hora de siempre. No se puede en la iglesia, porque quedó malherida. Pero a las siete, como siempre, hay Eucaristía y todos están invitados”, vocifera a través de un megáfono. El padre Ezio ya se acostumbró a sobrevivir como los demás. El sábado 9 lo hizo corriendo entre los proyectiles para socorrer a heridos. La parroquia fue una de las edificaciones más afectadas. De hecho, la mayoría de los restos de la chiva la destrozaron. La transmisión, el chasis, el timón, una lluvia de tuercas y tornillos se clavó en el techo, rompió las tejas o descabezó las Vírgenes.

En el fuego cruzado


Aunque el atentado estaba dirigido contra la Policía, la estación no sufrió tantos daños como las casa vecinas. Sin embargo, al otro día del ataque, el propio presidente Santos habló de evidencias de que los guerrilleros habían disparado desde las viviendas. Por eso anunció que van a tumbarlas. Un comentario que pocos entienden. “Esa no es la solución. Es que la guerrilla no pide permiso. Llega, se toma la casa, secuestra a la familia y la utiliza en sus ataques”, explica Carlos Alberto Banguero, alcalde de Toribío. El gobernador González prefiere hablar de expropiación. El pueblo sabe que tumbar las casas sería volver a los indígenas dos veces víctimas.

Y en seguida se asoma otro desacuerdo. Se dice que en Tacueyó va a ser instalado un Batallón del Alta Montaña. A las autoridades indígenas el asunto no les suena. “A nosotros, ni la guerrilla ni la Fuerza Pública nos protegen, porque ambos actúan de la misma manera y nos involucran en el conflicto. La guerrilla recluta, el Ejército acosa con sus recompensas”, expresa José Miller Correa, gobernador del cabildo indígena de Tacueyó. Y luego aporta una razón nueva para oponerse a la militarización de la región: “Aquí lo que está en juego es la zona para las compañías mineras. Basta un ejemplo: Tacueyó tiene 34 veredas, de las cuales 24 están solicitadas para explorar oro y mármol”.

No es una convivencia fácil entre el Estado, la insurgencia y los indígenas. Lo resume Arquímedes Vitonás con los argumentos de siempre: “A nosotros, este Estado individualista y neoliberal no nos interesa. Y tampoco la guerrilla que sigue atacando a la población civil. Nuestro proceso pasa por el derecho a la libre determinación de los pueblos. Exigimos un territorio propio y un gobierno autónomo. Aquí los que sobran son los violentos”. La misma convicción de la gente de Toribío, de Corinto, de Caldono, una voz de inconformidad que se extiende hasta Santander de Quilichao, donde empieza la modernidad, pero también se esconden muchos de los promotores de una guerra que no cesa.


CONTINUA...........

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