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Macondo
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Predeterminado Respuesta: El esqueleto del diablo, Artiuclo del malpensante sobre el papa negro de Pereira

Con acuerdo o sin él, transcurrió un tiempo en que los rituales de Escobar se celebraron sin consecuencias públicas. Hasta que en 1983 la prensa local reveló un caso que rodaba en el DAS en el cual un tipo apodado Canuto denunciaba al Papa Negro por “robo de conciencia y robo de alma”. Canuto, docente universitario y contertulio de Escobar, tras haber participado en varias ceremonias, había comenzado a sufrir alucinaciones: en las noches y a los pies de su cama veía a Escobar en forma de vampiro como si lo estuviera vigilando, sentía golpes extraños que rebotaban en las paredes de su habitación y decía que en el día lo acosaban sombras. Para agravar el asunto, familiares suyos respaldaron lo de los sonidos inexplicables de la habitación y contaron, además, que hubo una ocasión en la que el profesor se quedó mirando un punto fijo en la pared durante varias horas, sin pestañear. Luego de días en una clínica de reposo, Canuto puso la denuncia. Tras el interrogatorio que el investigador le hizo al Papa Negro y una inspección del templo y de su casa, el caso fue archivado.

Una tarde, 25 años después de este incidente, hablé con Escobar en un restaurante del centro de Pereira. Lucía un sobretodo negro y había cambiado el anillo de garra felina por uno que terminaba en el Pentáculo. Le pregunté por los rumores que alimentaban su mito. Por ejemplo, el relato sobre los objetos que de forma inexplicable se movían en medio de una ceremonia o el que recordaba a los dos vecinos de Providencia muertos después de que él lanzara la maldición. Para todos me dio una explicación científica, como si a pesar de su creencia y de sus invocaciones a Satanás o a cierto tipo de espiritualidad ocultista estuviera convencido de que la realidad, de cualquier forma, es cartesiana.

Cuando salimos del restaurante, caminamos con parsimonia unas cuadras del centro de Pereira. Durante el trayecto, varias personas lo miraban con actitud de curiosidad o de respeto. Algunos se cambiaban de acera y establecían un cerco protector, otros agachaban la cabeza, alguno se persignó casi ante nosotros y unos más lo saludaron efusivamente. Escobar se encontraba acostumbrado a estas reacciones de la gente. Más que acostumbrado, me parecía que se sentía congraciado, muy cómodo: estos gestos eran la prueba de la vigencia de su mito.


Al concluir la década de los ochenta y en los primeros años de los noventa, las historias del Papa Negro colombiano ya habían dejado de ser novedad editorial y poco o nada se publicaba sobre él. Era una época, además, en la que Escobar pasaba por su madurez como escritor y vivía de la notoriedad como lector del tarot. Los problemas con sus vecinos se habían evaporado tras el paso de dos décadas. Providencia había dejado de ser un impasible suburbio residencial y estaba transformándose en una activa zona de panaderías, restaurantes, asaderos, bares, graneros y carnicerías. Muchas de sus casas dieron paso a torres de apartamentos, cuyos residentes desconocían la tradición satánica del lugar. Así que no era raro ver a Escobar paseando a su perrito.

Este período de calma en la vida del poeta terminó cuando DAS, Sijín y Fiscalía expresaron públicamente que los principales sospechosos de las desapariciones de niños en el Eje Cafetero y parte del Valle del Cauca eran integrantes de sectas satánicas. De ahí en adelante, el poeta fue objeto de sucesivas trampas con las que intentaron cazarlo. Parte de la estrategia de los investigadores consistió en enviarle adolescentes de minifalda y tacón que se le presentaban como interesadas en ser iniciadas en el satanismo. Al ver que Escobar no accedía, enviaron mujeres entre los treinta y los cincuenta años de edad con la misma historia. Tampoco les funcionó. Como último intento, le enviaron muchachos veinteañeros y tampoco lo lograron.

–En varias de esas ocasiones, yo intuía que las peticiones que las mujeres me hacían no eran honestas –me explicó–. Por las palabras, por el discurso, por la forma en que me miraban, por todo. Se notaba lo postizo. Si alguna de ellas me logró engañar, nada se llevó porque yo les decía en qué consistía el satanismo y de qué forma podían iniciarse, y eso no tenía nada que ver con sacrificios humanos o con asesinatos en rituales.

De todas formas, antes de que la fuerza pública atrapara a Luis Alfredo Garavito, responsable de violar y asesinar a casi 200 menores, la prensa volvió a ocuparse del poeta: un extenso reportaje publicado en el semanario neoyorquino El Especial –por aquellos días el de más alta circulación entre hispanos– contó que él hacía parte de siete papas negros alrededor del mundo reconocidos por la Iglesia de Satán. La revista española Año Cero escribió sobre las sospechas que tenían las autoridades colombianas de que Escobar estuviera detrás de las frecuentes desapariciones de personas y crímenes horrendos que se estaban cometiendo en la región cafetera de Colombia. Der Spiegel envió a un corresponsal hasta Pereira para entrevistarlo. Y Eccehomo Cetina, reportero colombiano, en su libro El rastro del Diablo le endilgó una “responsabilidad ética” en la proliferación de manifestaciones satánicas en el país, incluidos asesinatos, desapariciones y delitos hasta el momento sin motivación aparente.

Este retorno a la prensa del Papa Negro coincidió con el renacimiento de varios subgéneros del heavy metal fundados en ideas satánicas y góticas. Gran parte de una generación de rockeros aún con acné empezó a sentirse identificada con los lúgubres lemas de sus héroes de pared, con los luctuosos ropajes que lucían sus bandas preferidas, con la literatura de Tolkien, Lovecraft, Wells, con los juegos de rol y con la predilección por los vampiros.

Esta coincidencia propició el encuentro entre Escobar y estos muchachos. El poeta les resultaba un ídolo al que se podía acceder con solo tocar la puerta de su casa. Algunas bandas con cierto prestigio nacional y local, entre ellas Internal Suffering, Antichrist, Mefisto, tomaron sonetos de Escobar, les pusieron música y les dieron vida como canciones. No pocas veces Escobar fue invitado a sus conciertos para que pasada la media noche, en pleno show, leyera poesía a una muchedumbre enfebrecida por la velocidad y fuerza del sonido eléctrico.

Para el cumpleaños número 66 del poeta, algunos de ellos le organizaron una reunión. Asaron carne, tomaron cerveza, escucharon metal, fumaron marihuana y leyeron poesía.

–Son jóvenes que empiezan su vida artística con la música, pero los que realmente tienen inclinaciones intelectuales terminan leyendo literatura –me dijo Escobar–. Ése es mi logro. La proyección de mi obra poética está en ellos. Si a mí me admiraran tres viejos inteligentes y eruditos, cuando yo muera no habría nada qué hacer, mi poesía moriría con ellos. Pero si mis lectores son jóvenes, mi poesía estará en ellos a lo largo de toda su vida.

Una mañana visité a Escobar en su casa. Quería conocer la habitación donde oficia sus rituales. Su pareja, conocida como la Mona, me abrió la puerta y cuando le pregunté por el poeta emitió un sonido gutural y agudo, ininteligible, me dio la espalda y se internó en la casa. Casi de inmediato, llegó él, me saludó con gentileza y me invitó a seguir. Parado en la sala, vi a la Mona deambular de un lado a otro, fumando; daba la impresión de estar enajenada.
Escobar me llevó al templo: un recinto de dos metros por tres, lleno de polvo y telarañas en las esquinas del techo, que olía a orines concentrados. En los rincones se acumulaban cagarrutas de ratón. En el piso, extendida, destacaba una tela roja con el Pentáculo, presidida por dos candelabros delgados de un metro de altura. Imágenes de Satanás colgaban de las paredes. La sensación que me dio era como si esa habitación estuviera a punto de desmoronarse (para ser justos, la segunda vez que fui al templo, lo vi pulcro, sin telarañas y sin heces de roedor).

–Esto es, Juan Miguel –me dijo y en el tono de su voz noté un asomo de humildad–: lo tengo lo mejor que puedo. Lástima no tener plata para pintar las paredes y hacerle algo de mantenimiento.











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When I was a kid I used to pray every night for a new bicycle.
Then I realised God doesn’t work that way, so I stole
one and prayed for forgiveness.
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