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Post El esqueleto del diablo, Artiuclo del malpensante sobre el papa negro de Pereira Calificación: de 5,00

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El esqueleto del diablo

Juan Miguel Álvarez
¿Cómo transcurren los días del Papa Negro en su casa-templo de Pereira? Este perfil de Héctor Escobar repasa cuatro décadas de poemas, ritos, sospechas de asesinato y recuerdos de tiempos mejores para el satanismo en Colombia.


N° 106

Marzo de 2010






Héctor Escobar sostiene sucigarrillo justo donde empiezan corazón y anular. En cada aspirada su mano le cubre los labios y media nariz. Inhala el humo y lo libera lentamente recostado sobre el espaldar del sofá.
–La poesía es un acto satánico –sonríe, vanidoso–. Todo acto de creación estética es un acto de rebelión, un gesto demoníaco.

El hombre a quien un grupo de intelectuales proclamó Papa Negro en 1967 y que fundó el Santuario Tántrico de Suramérica con el ánimo de venerar al Diablo en la región, el hombre sospechoso de asesinar a casi 200 niños en el Eje Cafetero, no parece particularmente maligno.

Es media mañana. Llovió toda la noche y su casa huele a una mezcla de vaho de pavimento húmedo con el rancio olor de un french poodle que da vueltas por ahí. Cerca de los setenta años, Escobar viste camisa de manga corta, pantalón y zapatos de cuero. En el dedo corazón de la mano derecha luce un anillo de plata con terminación de garra felina. Su aspecto es el de un hombre recién bañado, bonachón y muy peludo de las sienes hacia abajo.

La fachada de su casa tampoco parece siniestra. Hacia adentro se ve la sala, el comedor, un baño, habitaciones, una cocina desarreglada, matas, muebles ajados y cosas parecidas. Estamos en el cuarto de visitas: un habitáculo de paredes enmohecidas de las que cuelgan cuadros de motivaciones ocultistas: caras luciferinas, demonios alados, el Bafomet sobre el Pentáculo o estrella invertida de cinco puntas, todo vigilado por un retrato ambarino de Baudelaire que parece mirarnos. En la mesa de centro hay un tablero astral sobre el cual Escobar lee el tarot, oficio que ejerció durante varios años. A pesar de que su popularidad como ocultista le dio prestigio de oráculo, de un tiempo para acá su clientela desapareció por completo.

–La gente ya sabe que está mal –me dice–. No necesita que otro se lo diga. Vivimos una época aciaga.

Antes de esta cita nos encontrábamos con relativa frecuencia en charlas sobre literatura, en fiestas de amigos, en lecturas de poesía o presentaciones de libros y otros actos culturales, y conversábamos sobre comunes devociones literarias. Escobar ha publicado siete poemarios, la mayoría financiados por las oficinas de cultura del departamento o por la buena voluntad de amigos y agremiaciones de escritores regionales: Antología inicial, Testimonios malditos, Florilegio de escándalos y candorosas aberraciones, entre otros, pero él insiste en que la única publicación de verdad es la que acaba de hacerle la editorial mexicana Ediciones Sin Nombre: Sonetos profanos.

En casa de una amiga guarda más de cuarenta mecanoscritos apilados en una esquina de la sala, todos de poesía excepto uno de aforismos y otro de ficciones. Además, existe un cedé en el que grabó con su voz algunos poemas.

Su primera composición data de 1963 y desde entonces ha persistido en la escritura día tras día como única forma de vida que encuentra digna. Escobar usa reglas clásicas de escritura. En sus inicios medía los versos por letras, no por sílabas y procuraba que tuvieran el mismo número. Esta rigurosa pauta lograba que el poema se definiera como figura en el espacio de la página. Ahora escribe sonetos, varios de los cuales acostumbra obsequiar a sus amigos, firmados con la rúbrica que termina en la cifra de la Bestia: 666.

–Más allá de esos catorce versos, el poema se vuelve farragoso –dice–. El soneto es la forma esencial y definitiva que ha sido usada en todas las lenguas y lo considero la síntesis más completa de la literatura universal. Le hallo similitud con el haiku.

Algunos poetas me han dicho que no dejan de sorprenderse con la facilidad de Escobar para armar un soneto del tema que se le venga en gana. Giovanny Gómez, director de la revista Luna de Locos, recuerda que en una lectura de poesía celebrada a comienzos de 2000, el Papa Negro compartió mesa principal con Piedad Bonnett y José Manuel Arango. Mientras el pereirano leía algunos de sus sonetos, el maestro Arango, aterrado, contaba con sus dedos las sílabas de los versos, empezando por el meñique y terminando en el pulgar, para concluir entre dientes: “¡Perfectos!”.


Los padres de Escobar llegaron a Pereira a finales de los años treinta provenientes de Andes, Antioquia. Católicos fervorosos, eran adeptos del partido conservador. Se radicaron en Providencia, suburbio de clase media que se estaba construyendo para albergar votantes azules durante la época de la violencia política. En el parque principal la comunidad levantó un busto del fundador del barrio y el templo católico San Cayetano, que con el tiempo se convirtió en uno de los bastiones de la diócesis.

Antes de los años sesenta, Escobar era ya un adolescente con curiosidad intelectual y leía tiras cómicas como Mandrake o El fantasma. Pedía libros prestados a sus amigos y trataba de iniciarse en la vida bohemia. A Pereira llegó por aquellos años Iván Marino Ospina, el fundador del M-19, que había estudiado en Moscú becado por la Internacional Comunista. La idea de Ospina era formar una célula guerrillera de corte bolchevique que se solapara en la tranquilidad de un barrio residencial y conservador, para lo cual ningún lugar más apropiado que Providencia. Varios pereiranos de la época recuerdan que Ospina era hombre de sobrado carisma que envolvía con su elocuencia y hacía amigos por todas partes. Muy rápido, logró reunir jóvenes vecinos con aspiraciones políticas y artísticas, entre los que estaba Escobar, y les dio clases de marxismo-leninismo. Aquellas reuniones de garaje también sirvieron de tertuliaderos de literatura, música y pintura. Se rotaban libros, bebían, fumaban marihuana y soñaban con subvertir el orden de las cosas.

–Ospina nos mostró otro mundo –me dice Escobar–. Música y libros que no se conocían en el pueblito que era Pereira en ese tiempo. Todo lo que nos contaba sobre la vida en otros continentes sonaba asombroso.
Entre Nietzsche y Marx, una noche alguien llevó Las flores del mal y fue leído, íntegro, en voz alta.

–Verso tras verso crecía la necesidad de drogarnos más y más. Una vez terminado el libro todos estábamos en el piso, mirando a ninguna parte. La sensación fue trepidante, tanto que al otro día comencé a leer a Baudelaire noche a noche durante varias semanas hasta que memoricé cada poema con acento y puntuación.

No pasó mucho tiempo para que desligara la motivación insurgente de las ganas de rebelarse contra su realidad. Con Baudelaire como ejemplo, dedicó su tiempo a escribir, a drogarse y tener sexo con mujeres mucho mayores que él, apenas sobre los veinte. No había terminado el bachillerato, no trabajaba en algo que le produjera dinero y tampoco lo quería. Sus padres, que habían sido alcahuetes con los caprichos del niño, toleraban la improductiva vida del adulto.

–Yo probaba de todo: desde sedantes y estimulantes de droguería, pasando por el Seconal, después LSD y al final STP, la droga más penetrante de esa época. Si con el LSD conseguía una conciencia exacerbada y sentía que los objetos cobraban vida, con el STP obtuve sensaciones insuperables, delirio por más de 24 horas, casi el triple del efecto del LSD y, literalmente, volé sobre Pereira.

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