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Predeterminado Los amos de los alimentos Calificación: de 5,00

Los mejores licores
GREG PAGE, el hombre que controla la alimentación del planeta.
Tiene 59 años y jamás concede entrevistas. Seguramente, su nombre y el de su empresa no le digan nada. Pero por sus manos pasa la mayoría de los alimentos que usted pueda imaginar. Cargill es una de las cuatro compañías que controlan el 70 por ciento del comercio mundial de comida. Mientras el mundo se enfrenta a la mayor crisis alimentaria en décadas, ellos hacen caja ‘leyendo los mercados’… Así funciona.
Usted no lo sabe, pero la tostada de su desayuno es una mercancía más valiosa que el petróleo. La harina con la que está hecha tiene nombre: Cargill. ¿Le suena? Pues también se llaman Cargill la grasa de la mantequilla que unta su tostada y la glucosa de la mermelada que la endulza. Cargill es el pienso que engordó a la vaca lechera y a la gallina que puso los huevos que se fríen en la sartén. Cargill es el grano de café y la semilla de cacao; la fibra de las galletas y la bebida de soja. ¿El endulzante del refresco, la carne de la hamburguesa, la sémola de los fideos? Cargill. Y el maíz de los nachos, el girasol del aceite, el fosfato de los fertilizantes… ¿Y qué me dice del biocombustible de su coche, ese almidón que las petroleras han refinado para convertirlo en etanol y mezclarlo con gasolina? Adivine.
No, no busque marca o etiquetas; no las encontrará. Cargill ha pasado de puntillas por la historia. ¿Cómo puede ser que una empresa fundada en 1865, con 131.000 empleados repartidos en 67 países, con unas ventas anuales de 120.000 millones de dólares que cuadruplican la facturación de Coca-Cola y quintuplican la de McDonald’s, sea tan desconocida? ¿Cómo se explica que una compañía tan gigantesca que sus cuentas superan la economía de Kuwait, Perú y otros 80 países haya pasado tan inadvertida hasta ahora? En parte, porque es una empresa familiar. Sí, sus números pasman, pero Cargill no cotiza en Bolsa y no tiene que dar explicaciones. Sus socios son un enjambre de tataranietos de los fundadores, los hermanos William y Samuel Cargill, campesinos de Iowa que levantaron un imperio en el siglo XIX gracias a un ascensor de cereal arrimado a la vía del tren en un pueblecito de la pradera que no venía en los mapas. Más tarde, un cuñado -John MacMillan- tomaría las riendas. Durante décadas, los Cargill y los MacMillan fueron añadiendo silos de grano, molinos harineros, minas de sal, mataderos y una flota de barcos mercantes. Hoy, unos 80 descendientes se reparten los dividendos y juegan al golf. Poco más se sabe de ellos, salvo que los varones visten falda escocesa en las fiestas para honrar a sus antepasados. Y que siete se sientan en el consejo de administración y están en la lista Forbes de los más ricos del planeta, con fortunas que rondan los 7000 millones por cabeza. El presidente de la compañía es Greg Page, un tipo flemático al que le gusta decir, con cierta sorna, que Cargill se dedica «a la comercialización de la fotosíntesis».
Pero no está el patio para bromas. Los precios de los alimentos básicos se han disparado en el último año: el trigo, un 84 por ciento; el maíz, un 63, y el arroz, casi un diez; los tres cereales que dan de comer a la humanidad. Son máximos históricos, advierte la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Por encima de los que en 2008 causaron revueltas en 40 países y condenaron a la hambruna a 130 millones de personas. Y los precios seguirán subiendo, pronostica Financial Times. «El coste de los cereales es crítico para la seguridad alimentaria porque es la materia prima de referencia en los países pobres. Si los precios continúan elevándose, habrá más algaradas.»
Las razones son múltiples. Un cóctel de sequías, malas cosechas y especulación. Pero los ganadores son muy pocos. Y entre ellos están las mastodónticas empresas que controlan el comercio mundial de cereales. Cargill ha triplicado sus beneficios en el último semestre y sus ganancias superarán los 4000 millones de dólares, récord alcanzado en 2008 en el río revuelto de la crisis alimentaria. La compañía apostó a que la sequía en Rusia, uno de los grandes productores mundiales, obligaría a Vladimir Putin a prohibir las exportaciones para asegurar el consumo interno. Y acertó. «Hicimos un buen trabajo ‘leyendo los mercados’ y reaccionamos con rapidez», explicó una portavoz de Cargill. ¿En qué consiste esa reacción? En esencia, se trata de jugar al Monopoly comprando cosechas en el mercado de futuros, en ocasiones antes de que se plante una sola semilla. Y moviéndolas de un lugar a otro del planeta, allá donde resulte más rentable.
Las grandes cerealeras basan su poder en el control de las redes de distribución. Silos, almacenes, ascensores de grano estratégicamente situados en los tendidos ferroviarios, flotas mercantes transoceánicas… No poseen la tierra. Prefieren que los agricultores corran el riesgo de perder la cosecha. Si hay abundancia, las compañías hacen acopio y esperan. Si un desastre climático arruina la producción en un lugar del mundo, tienen la capacidad para transportar los excedentes desde otros lugares, por lejos que estén.
Es un juego arriesgado. Rusia, por ejemplo, suministraba a Egipto y otros países árabes. Cargill vio venir el desabastecimiento antes que nadie -por algo tiene un servicio de inteligencia que han comparado al de la CIA: utiliza satélites de comunicación, sensores de clima y un ejército de informadores y ‘ topos’ en los gobiernos- y se adelantó a sus competidores: las también estadounidenses Archer Daniels Midland (ADM) y Bunge y la francesa Louis Dreyfus. Estas cuatro firmas -todas, centenarias, familiares y muy reservadas- controlan en torno al 70 por ciento del comercio mundial. Así que Cargill acaparó trigo de otros productores para colocarlo en los puertos del norte de África y apretó las clavijas en el precio. Negocio redondo. Solo que el pan subió en todo el Magreb y el espectro del hambre se sumó al ansia de libertad. La mecha de la revolución estaba preparada para que Facebook la prendiese.


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