A los líderes de Occidente no hay que darles excusas porque, entonces, cometen, en el nombre de la democracia, las más atroces barbaries que tanto critican y que nos hacen ver, a nosotros, al resto de los hombres, como actos justos y necesarios para alcanzar estados más puros en pro de una mejor humanidad. Pero lo cierto es que no hay razones que ennoblezcan las balas y las muertes a sangre fría. Provengan estas de Gadafi, Sarkozy u Obama, para el que llora al muerto, para el que lo entierra, no hay matices válidos que reconforten y hagan menos pesadas las lágrimas cargadas de dolor y sufrimiento.
¿Cómo puede una madre explicarle a su hijo que estas muertes que se suman desde el cielo de la Otan son el camino para la prosperidad de Libia? ¿Cómo puede hacerle entender que estos cohetes que iluminan los cielos de Trípoli, Misurata y Bengasi son rugidos de paz y armonía que emanan de un supuesto desinterés desde la garganta de Occidente?
¡Que viva la democracia a toda costa! ¡Que viva la ONU! Y ¡que vivan también Sudán y Zimbabue!, países sumidos en guerras más violentas y extensas que la que recién empieza en Libia, pero que han sido olvidados por el Consejo de Seguridad de nuestro organismo humanitario máximo, tal vez porque sus suelos no son tan negros ni prometedores como los de Oriente Medio.
Sí, ¡que viva la ONU!, ¡que viva su hipocresía!, pues, por un lado, busca liderar una lucha para erradicar la pobreza extrema concentrándose en ocho metas y, por otro, autoriza un despilfarro de 100 millones de dólares diarios en Tomahawk defensores de la democracia y mensajeros de la muerte. ¡Que viva!
Cómo duele darse cuenta de que han pasado más de diez mil años de existencia y de que esta especie que se jacta de su inteligencia, de la conquista del cerebro, en los momentos donde se pone a prueba máxima su evolución demuestra que solo ha logrado cambiar las lanzas de bronce por casquillos de plomo caliente, y que ha aprendido a justificar de manera soberbia y grandilocuente en un papel, sellado con un S/res/1973, las mismas atrocidades que se cometían hace miles y cientos de años en el nombre de las tierras y del oro, pero que ahora sí parecen válidas ante los ojos de los hombres que se llaman cultos, porque verterán la sangre en el nombre de esa doctrina que dice representar la voz del pueblo.
Ay, y como me dueles mi Colombia, tierra querida, pues de nada te sirve tener voz en el Consejo de Seguridad de la ONU, como a cualquier hombre en la democracia, si te vas a comportar como un borrego sumiso y sin criterio y vas a apoyar a los que parecen ser tus amos, aprobando con tu sí irreflexivo una causa similar a la que te ha traído tantos males. ¿Cuándo aprenderás, querida Patria? ¿Cuándo aprenderemos todos los hombres, a veces más simios que hombres, que no hay razón ni causa justa para asesinar o disparar contra un hermano?
No hay un argumento válido para usar la fuerza y para la violencia: ni la conquista de la tierra, ni la fiebre del oro -dorado o negro-, ni las ansias de poder -ya sea de Oriente o de Occidente-, ni las religiones -a las que solo los necios encuentran distintas-, ni tampoco una doctrina que, a fin de cuentas, tarde o temprano, como todo y como la historia nos lo ha demostrado, se volverá obsoleta y será reemplazada por otra por la que seguramente los futuros hombres, olvidando el ejemplo de vida de los que verdaderamente podrían ser llamados hombres -Gandhi, Santa Teresa, Mandela, entre otros- acometerán feroces para dispararse entre ellos y firmar bonitos memorandos que se muestren coherentes ante la historia, con el respaldo del máximo organismo internacional que nació de una guerra y que en muy poco tiempo ha encontrado argumentos para apoyar las mismas atrocidades que lo engendraron.
¡Que viva por siempre la ONU: defensor de la paz y la democracia!