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Predeterminado Solvástika y el símbolo de la Horca Calificación: de 5,00

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Por Hyranio Garbho

En un apartado lugar de la tierra, no hace mucho tiempo, existió una isla en la que unas gentes sencillas adoraban un curioso símbolo llamado Solvástika. El origen de esta veneración, así como la procedencia del símbolo mismo, parece habérsenos perdido en la noche de los tiempos. Algunos postulaban que Solvástika era un antiguo símbolo superviviente de las culturas que habitaron el planeta antes de la Gran Guerra, cuando todavía el hombre solía usar unos papelitos verdes o rojos como medio de intercambio. Otros creían que había sido un símbolo creado por los primeros habitantes de la Isla para reverenciar al Sol, padre de todas las bienaventuranzas. Después de todo, el parecido de la Solvástika con el Sol siempre supuso mucho más que una formal coincidencia en el nombre. El símbolo parecía imitar la rueda solar en su clásico desplazamiento anual y era evidente que el prefijo “Sol” hacía referencia a esta mismísima estrella, que no se cansaba de iluminarnos con su luz, y dotar de vida a todas las cosas del planeta.
De cualquier forma, lo cierto es que en algún momento de la historia de la isla la gente dejó de adorar este símbolo y lo reemplazó por otro no menos curioso ícono religioso, el símbolo de la Horca. Cuenta una vieja leyenda que el origen del símbolo de la Horca está ligado a la historia de un oscuro proceso judicial. En tiempos de antes de la Gran Guerra, cuando Poma ya no era lo que solía ser, una gran cantidad de bocones, profetas y charlatanes arribaron al gran Imperio. Con ellos llegó una suerte de intranquilidad y desconcierto social que provocó más de algún disturbio. Nada, en todo caso, que hiciera tambalear al ya debilitado Imperio. Los pequeños desórdenes y alborotos eran siempre controlados y tratados como meros asuntos de policía local; aunque ciertamente la suma de todos estos pequeños jaleos generaban una molestia no menor para las autoridades del Estado. Uno de estos alborotadores y delincuentillos, que disfrazaba todo su resentimiento contra el orden establecido en la forma de una nueva doctrina, fue quien dio origen a la veneración del símbolo de la Horca. Su nombre, según cuenta la leyenda -aunque nada de esto podemos precisar- era Yesús, oriundo de una ciudad hoy desaparecida, llamada Nataret, un lugar perdido en el continente allende Solvástika[1]. Yesús de Nataret era, como todos los bocones y charlatanes de aquellos días, un inconformista de su tiempo, un hombre reñido con las leyes y las instituciones de su época. Se dice que habría tenido muchos seguidores (nada de esto, no obstante, se ha podido comprobar) y que habría predicado sin ambages una doctrina del amor y de la paz universales. A nosotros, por cierto, nos es muy difícil corroborar estas informaciones; aunque algunas de ellas nos resultan menos inverosímiles que otras. Por ejemplo, el asunto de si predicó o no una doctrina del amor y de la paz universal nos resulta plausible de creer, pues no entraña ninguna novedad. Se sabe que hacia finales de la época que precedió a la Gran Guerra la gente solía alucinar con este tipo de supercherías reblandecedoras: doctrinas del amor y de la paz se vendían como el pan caliente en verano y, por cierto, siempre había lugar para que algún nuevo bocón la reinterpretara a su gusto. El éxito de estas doctrinas yacía en la simplicidad de sus premisas, siempre tan ad-hoc a la particular inteligencia del pueblo. Jamás contenían cosas que superaran en complejidad enunciados tales como ‘el cielo es azul’ o el ‘agua moja’. Y siempre se daban vueltas entre tres o cuatro ideas, las que combinadas ingeniosamente dejaban la impresión de estar en frente de una nueva doctrina. En ello yacía el secreto de su éxito. ‘Azul es el cielo’ o ‘el cielo azul es’ podían ser variantes interesantísimas de las nuevas proposiciones, para las que la gente siempre estaba bien predispuesta y llana. Pero, como ya dijimos, nunca iban más allá de esto[2]. Por ello, no resulta difícil aceptar que este Yesús de Nataret haya predicado, también, doctrinas del amor y la paz del tipo ‘el cielo es azul’ o ‘el agua moja’. Lo que no queda nada claro, eso sí, y cabe, por tanto, explicarlo en estas hojas, son las circunstancias de su muerte, la cual habría dado origen a la veneración del símbolo de la Horca.
Lo primero que hay que subrayar, al respecto, es que antes de la venida de este predicador, la Horca no constituía un símbolo, en lo absoluto, de nada. Pero, si se la hubiera usado como símbolo de algo, no nos asiste la menor duda de que habría sido utilizada como un símbolo del horror y la vergüenza. Y esto es porque la Horca, en cuanto es un instrumento al servicio de la muerte, no puede menos que ser un símbolo portador de energías negativas. La muerte en la Horca era sinónimo de vergüenza y deshonor; y estaba reservada únicamente a los criminales de la más baja ralea. No estará nunca demás insistir, por tanto, en el tipo de persona que tiene que haber sido este Yesús de Nataret: si su ignominiosa muerte acaeció en la Horca, nos queda bien establecido la opinión que sus contemporáneos tuvieron que haberse formado de él.
Ahora bien, Yesús de Nataret fue juzgado por un bizarro tribunal de la época conocido como el Satedrín. Algunos dicen que este tribunal había sido fundado por un antiguo patriarca del pueblo de Yesús, un tal Satén o Satán, líder religioso de una época que nos es difícil precisar. Fue en honor de este personaje que el tribunal se llamaba Satedrín, (Satadrín o Satandrín según otras variantes de la misma). En todo caso, para lo que nos importa decir aquí, bástenos con afirmar que Yesús de Nataret fue juzgado por este Tribunal y condenado a morir como un criminal cualquiera (es decir, sin dignidad alguna) en la Horca. A partir de este momento, ese instrumento de la muerte que es la Horca, pasó a convertirse en un ícono de la esperanza en una vida futura.
Muchas cosas son las que se pueden referir sobre este asunto. Lo primero es que, pese a la trivialidad de la historia y los hechos que acompañan a la vida y muerte de este oscuro delincuentillo, no ha podido hallarse ningún documento, salvo los escritos por sus propios seguidores, que pruebe, en algún modo, su existencia. Y cuando decimos que no se ha encontrado ningún documento lo que queremos decir es precisamente eso: NINGÚN DOCUMENTO. Cosa rara, por decir lo menos, sobre este curiosísimo personaje. Sobre todo, si se toma en cuenta que los cuatro escritos redactados por sus seguidores -y que son, en todo caso, los únicos que refieren su hipotética existencia- nos hablan de él como si se tratase de un gran personaje de su tiempo, de alguien que habría estado en conexión con las más altas esferas del poder y cuya presencia, en los noticiarios de la época, no habría dado lugar a duda alguna sobre su existencia. Cuesta creer, por tanto, que una humanidad como la de aquellos días, con capacidad de poner por escrito hasta los hechos más triviales de su época, no haya sido capaz de redactar SIQUIERA UNA LÍNEA sobre la vida y la obra de este supuesto magnánimo personaje. Razón suficiente y legítima, por tanto, para dudar de la real existencia de este adalid de esclavos (que es la opinión que nos hemos formado, en todo caso, de este Yesús de Nataret). Pero leyenda o no, lo cierto es que hubo un tiempo, entre nosotros, que duró un poco más de dos mil años, en la que los hombres adoraron la Horca como símbolo de redención, ignorando casi por completo el espurio origen del significado de la veneración de este símbolo.
Yesús de Nataret había sido un carpintero de oficio de origen tullido. Los tullidos eran una tribu de las tierras allende Solvástika que se habían caracterizado por su notable predisposición a la porfía, el resentimiento, la envidia, el pillaje, la truculencia, la intriga, la desconfianza, la deshonestidad, la trampa y el engaño. Vivían quejándose y lamentándose todo el tiempo por todo; y no perdían jamás ocasión de dar muestras excesivas de su marcada actitud lastimera, pedigüeña, avara y usurera. Les encantaba hacerse las víctimas por todo, aunque en realidad les sentaba mejor el papel de victimarios. Pero el caso es que victimizarse les había dado, en toda época, grandes dividendos; y por ello privilegiaban este modo de ser con gran versatilidad. En la época que los historiadores coinciden en llamar época de la globalización, unos seis o siete siglos antes de la última Gran Guerra, se dice que los tullidos habían logrado convencer a la humanidad entera de ser las pobres víctimas de la acción criminal de un pueblo de las tierras del norte, quienes sin motivo racional alguno, se habrían despachado para el otro mundo a un total de seis millones de tullidos, por los medios más increíbles que quepa imaginar. Y aunque nunca pudo hallarse prueba objetiva alguna de este colosal acontecimiento, los tullidos habían logrado hipnotizar a toda la humanidad con el mito de los seis millones de tullidos muertos. Por cierto que esa victimización consciente, de la que tanto se hablaba en aquellos días, les había traído los más grandes dividendos de la historia. Por de pronto, con ello se habían agenciado, para sí mismos, la formación de un prodigioso Estado, en unas tierras que habían pertenecido por siglos a otro pueblo. Lograron hacer que el país del norte, a quienes sindicaban como los responsables del Holocuento (que esta era la forma como llamaban al mito de los seis millones de tullidos muertos) pagara cifras de dinero exorbitantes de reparación por los supuestos crímenes de guerra, a esta nueva nación de los tullidos, que, en todo caso, ni siquiera habían combatido en este conflicto. Merced a las intrigas de siempre, lograron filtrar la casi totalidad de los gobiernos de los países más poderosos del mundo, explotando hasta la saciedad el mito de los seis millones de tullidos muertos, y haciéndose por ello un país inmensamente rico.
El nombre real de esta tribu de intrigantes se nos ha extraviado del todo. Pero algunas fuentes que hemos podido consultar, no sin dificultades, nos llevan a determinar que los tullidos, en aquellos días del mito de los seis millones –época que los historiadores han convenido en llamar, como ya dijimos, era de la globalización (otros, por razones que no cabe explicar aquí, la han preferido llamar ‘época de la holiwudisación’)- eran ampliamente conocidos como ‘Tullidos’ (de donde viene tuyudidos, tullididos, tullidos), nombre que les habría sido dado en honor de Yudá, un mago negro de épocas todavía más lejanas, y por tanto, de tiempos más difíciles de precisar. Yesús de Nataret, el ahorcado, habría sido entonces un Yudío, un nariz de anzuelo, o langanasú (nariz larga), como le habrían llamado los pomanos.

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