Pasarían años hasta que el público en general pudiera disfrutar de los inodoros: al principio fueron instalados en lugares públicos, como el Palacio de Cristal de Hyde Park, en Londres. Los londinenses, impresionados, acudían a utilizar este prodigioso invento al palacio. Allí, funcionarios vestidos de blanco los recibían y cobraban el penique que costaba sentarse en uno. De hecho, en Londres se extendió la expresión “voy a gastar un penique” para referirse a lo que te estás imaginando.
Finalmente, en la década de 1880 Thomas Crapper empezó a fabricar inodoros baratos y de gran calidad, lo cual hizo que se extendieran por muchas casas. Su diseño era ya muy parecido al nuestro: una cisterna que se llena de agua y tiene un tapón; cuando se tira de la cadena o se acciona la palanca se destapa la cisterna, y el flotador cierra la entrada de agua cuando la cisterna se ha llenado de nuevo. Curiosamente, el significado literal de crapper es “cagador”, lo que ha hecho que mucha gente considere a este inglés como el inventor del inodoro (mentira), y a otros a pensar que tal persona no existió y que se trata de una broma (también mentira).
De modo que, estimado lector, propongo que la próxima vez que estemos sentados en uno, sin moscas, contaminación del agua potable, olores peores que los inevitables ni reflujo de aguas negras, en la comodidad de nuestro propio cuarto de baño, dediquemos unos segundos de agradecido silencio a Crapper, Cummings, Harington y los anónimos inventores de Roma y Mohenjo-daro. La vida sería bastante más incómoda sin su labor.
Letrina de principios del s. XX en Jerome, Arizona. Mohenjo-daro “Latrinas” públicas romanas en Ostia Antica. El Palacio de Cristal en 1851.