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PixelSHERLOCK Finished ¿Cómo se inventó el inodoro? Calificación: de 5,00

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Desde relativamente pronto, el hombre fue consciente de la insalubridad de estar expuesto a sus propios excrementos (aunque, como veremos un poco más adelante, hubiera algún retorno a la ignorancia), y los pueblos más primitivos ya tenían cuidado de, al menos, alejarse de los lugares de vivienda para hacer sus necesidades. Como probablemente sabes, muchos animales tienen hábitos similares, de modo que no somos únicos en esto.

La cuestión es que, según la densidad de población aumenta, esta solución no sirve. Si en una zona grande vive un número de personas pequeño, es factible “perderse en la espesura” para dar rienda suelta a tan íntima tarea. Sin embargo, con la aparición de los primeros núcleos de población, eliminar los excrementos empezó a convertirse en un verdadero problema — no sólo por la incomodidad, la falta de intimidad o el olor, sino también por el problema de contaminación del agua potable y la propagación de enfermedades infecciosas.

La primera solución a este problema, muy anterior a cualquier sistema de alcantarillado, fue la letrina: un agujero en el suelo, normalmente en el interior de una pequeña estructura para proporcionar intimidad. A menudo, el agujero conducía a una cámara más o menos grande. Cuando se había llenado, se cerraba y se abría otra en otro lado, y así una y otra vez. En algunos lugares, las letrinas eran colectivas; en otros, cada núcleo familiar tenía la suya.

La letrina, aunque es una solución tecnológica sencilla, supone aún problemas, tantos más cuanto mayor es la densidad de población: en primer lugar, no puede estar en la propia vivienda por el olor, que –independientemente de tapas o cierres– es inevitable. Por cierto, la idea de que el mal olor de los pedos y las heces es debida al metano es, en su mayor parte, un mito. El problema se agrava porque, aunque parezca mentira, los gases desprendidos por el pozo de la letrina son potencialmente peligrosos. De ahí que la mayor parte se construyan fuera de los edificios y con buena ventilación.

El segundo problema es la posible contaminación del agua potable. Muchas culturas bebían de manantiales o pozos cercanos a las casas, y excavar un pozo en el que almacenar excrementos, como puedes comprender, puede traer muchas complicaciones. Cuando llueve, el agua se filtra a través del terreno hasta alcanzar el nivel freático, cruzando el pozo… bueno, puedes imaginarte el resto. Una vez más, esto funciona relativamente bien cuando la densidad de población no es grande, pero llega un momento en el que no se sostiene demasiado bien.

Finalmente, y una vez más relacionado con la densidad de población: cuando se llena el pozo, se cierra y se abre otro. Bien, al cabo de unas décadas y una población razonable se tiene el terreno horadado de pozos hediondos. Existen soluciones sostenibles, como la elaboración de abono a partir de la descomposición de las heces, pero muchas culturas no las empleaban, de modo que el problema era considerable. Debería decir que es considerable, porque en muchos lugares –algunos de ellos con gran densidad de población– siguen sin existir sistemas de alcantarillado e inodoros modernos, con los consiguientes problemas de salubridad.

En cualquier caso, puede que te sorprenda saber lo pronto que el problema se solucionó por parte de algunas culturas. Aunque los sistemas de cisternas y alcantarillado antiguos mejor conocidos son los romanos, ya existían cisternas y alcantarillado miles de años antes de los romanos: la Cultura del Valle del Indo había solucionado ya el problema hacia el año 2.600 a.C. En las ciudades de Harappa, Dholavira y Mohenjo-daro (en el moderno Pakistán) existían servicios con agua corriente que eliminaba los excrementos a través de alcantarillas.

No era un sistema perfecto, pero eliminaba los principales problemas de las letrinas: el agua se llevaba los excrementos lejos y no permitía que los gases se acumulasen donde había gente. Naturalmente, al final el agua de deshecho acababa en el río, de modo que cualquier otro centro de población río abajo estaba recibiendo tus residuos. Sin embargo, antes de juzgar severamente a los habitantes de Mohenjo-daro, piensa que podían ir al baño cómodamente sin salir de la ciudad ni contaminar las calles, y después, si querían, podían ir a los Grandes Baños públicos de la ciudad a lavarse en piscinas impermeabilizadas con brea. En el mismo momento, tus antepasados y los míos probablemente estaban golpeándose unos a otros en la cabeza con piedras, mientras defecaban en la puerta de sus cabañas.

Sin embargo, los impresionantes avances –en este aspecto y en muchos otros– de la Cultura del Valle del Indo se perdieron con ella. No sería la última vez que los sistemas sanitarios de eliminación de excrementos sufrirían este destino: lo mismo sucedió de nuevo con la cultura minoica. Se han encontrado sistemas de cisternas y alcantarillado en la ciudad minoica de Akrotiri, en Chipre. Es como si, una y otra vez, la solución inteligente fuera descubierta por un pueblo, simplemente para desaparecer de nuevo con la destrucción de la cultura que la desarrolló.

La historia se repite de nuevo en el caso de Roma. Como probablemente sabes, los romanos eran muy aficionados a los baños públicos, y sus termas existen en muchos lugares de Europa. Lo mismo sucede con sus latrinas, que a pesar de llamarse así son mucho más parecidas a nuestros sistemas modernos que a una primitiva letrina (agua corriente bajo el asiento elimina los residuos). Lo curioso de las latrinas romanas es que, en muchos lugares, están agrupadas en habitaciones públicas, lo cual parece sugerir que la actividad era, en algunos casos, social, en vez de algo –como nos sucede ahora– de lo que avergonzarse y ocultar. Curioso, ¿verdad?

Pero con la caída del Imperio muchos de los avances en ingeniería romana se perdieron en gran medida: los europeos volverían a las primitivas letrinas, y el concepto del alcantarillado se perdería en el olvido durante siglos. El problema, además, se agravaría según avanzaba la Edad Media por el aumento de población. En los pueblos, las casas solían tener su letrina en una caseta cerca del edificio principal, pero ¿y en las ciudades? Solían hacer sus necesidades en recipientes de loza o metálicos, y luego echarlos por la ventana a la calle. Desgraciadamente, el “alcantarillado” era habitualmente un par de canalizaciones a los lados de la calle, por lo que, salvo que lloviera a menudo, el olor debía de ser nauseabundo, y la salubridad inexistente.

Llegamos ya al siglo XVI, cuando Sir John Harington desarrolla un sistema bastante parecido –salvo en un aspecto fundamental– a los actuales: un asiento con cisterna y que se vaciaba con el agua de ésta al accionar un mecanismo. Harington, que formaba parte de la corte de la Reina Isabel I de Inglaterra, ofreció su invento (que denominó “El Áyax”) a su soberana. Me pregunto cómo sería la conversación. Isabel (que era, además, la madrina de Harington) construyó uno en el Palacio de Richmond, aunque no lo usaba demasiado: al parecer, hacía demasiado ruido, no me preguntes cómo ni por qué.

El Áyax seguía teniendo un problema, aparte del ruido que pudiera hacer: salvo que se utilizase una cantidad enorme de agua, o que ésta estuviera corriendo continuamente, el reflujo de agua contaminada era casi inevitable, y el olor insoportable. Para poder disponer de sistemas así en las viviendas, era necesario desarrollar un mecanismo que hiciera imposible que el olor volviese a salir del “trono”.

La solución la dio Alexander Cummings, un relojero de Londres, en 1775 con su patente 814: el sifón. El sistema es simple pero eficaz, y consiste, como probablemente sabes, en una tubería en forma de S. Cuando el agua pasa por el sifón, la parte inferior de la S siempre queda con algo de agua, que actúa de cierre hermético del resto de la tubería (que conecta, tarde o temprano, con la alcantarilla). De este modo, los gases que pueda haber “al otro lado” no pueden salir, y es posible instalar todo el invento en la casa.

De ahí el nombre de inodoro: a partir de Cummings, el olor dejaría de ser un problema insoluble. Los otros nombres que utilizamos no tienen que ver con Cummings: excusado es de significado evidente, ahora que no somos como los romanos y necesitamos intimidad para realizar según qué actividades. El nombre de váter proviene del inglés water closet, “armario (o gabinete) del agua”, referido al hecho de que solía tratarse de una habitación pequeña en la que estaban no sólo el inodoro sino el baño y el lavabo, todo lo relacionado con el agua, y no –como piensan algunos– debido a que “encierra el agua” con el sifón. El nombre del artilugio proviene del de la habitación en ese aspecto.

A pesar de que el sistema de Cummings no era exactamente igual que los que utilizamos hoy (tenía una válvula deslizante que tendía a atascarse), fue el punto de partida para otros diseños de inodoros más eficaces, como el de Albert Giblin en 1819, que era más parecido a los nuestros y no tenía ninguna válvula en la taza. Sin embargo, los desarrollos ingleses tardaron bastante en llegar al continente: la instalación del primer inodoro fuera de Inglaterra tendría que esperar hasta 1860. Es más, fue construido por ingleses para una inglesa — la Reina Victoria. El váter fue instalado en las habitaciones de la soberana en el Castillo de Ehrenburg, en Alemania, y ella era la única persona que podía utilizarlo.

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