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Predeterminado En la Bahía de Portobelo sigue fondeado el Ataúd del más temible Corsario del Caribe Calificación: de 5,00

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LA GRINGA QUE ME PUSO LOS PELOS DE PUNTA

Meses atrás llevé un grupo de americanos a Playa Huerta (Portobelo, Panamá) y jamás imaginé que Susan, una madura y preciosa mujer de almendrados ojos sin avisarme decidió cruzar a nado el canal (de unos 100 metros de ancho) que separa la playa del rocoso islote Drake. Ya iba lejos cuando me percaté. Me lancé de inmediato al mar a nado limpio con el fin de sacarla rápidamente antes que las temibles corrientes de ese canal la sacara mar afuera. Ella no conoce este canal, y yo nunca lo he cruzado a nado. Cuando la alcance ya estábamos más cerca (unos 35 metros) del islote de Drake. Llegué agotado, Ella luchaba con la corriente. Le comuniqué que saliéramos de allí. Ella se negó así que seguimos nadando hasta que a Susan le sobrevino un calambre en la pierna derecha. Me preocupé. El mar estaba bastante frio. Iba a masajearle la pierna cuando Susan gritó; “¡Something just pass between my thighs!” (acaba de pasar algo entre mis muslos). Me hundí y vi dos grandísimas rémoras alrededor de nosotros. Me aterré. Mal, mal augurio. Las rémoras son inseparables escoltas de los tiburones. Esa es una ecuación invariable. Donde hay rémoras, hay tiburones. Tienen una simbiótica relación parasitaria. Y por el tamaño de las rémoras, los tiburones deben ser proporcionalmente enormes. Tomé a Susan por la espalda y le dije que ese calambre era preocupante (fue una mentira piadosa) y que era hora de regresar a la playa. Y así hicimos. Las rémoras no dejaron a Susan durante todo el agobiante trayecto. Ella ya estaba asustándose por lo que la calmé diciéndole que eran pececitos tropicales los que le zurraban el cuerpo. Yo, en cambio temía la inesperada aparición de tiburones grandes. Estaba asustado. Muy asustado. A Susan se le aplacó el calambre y pudimos apurar el nado hasta finalmente sentir el fondo arenoso de Playa Huerta. Ella nunca se enteró que estos enormes, largos, fríos y tubulares peces, con una ventosa sobre la cabeza eran quienes rondaban su terso cuerpo. En la playa, y a buen recaudo, encendí una fogata para darle calor al tembloroso cuerpo de Susan y mientras se calentaba le dije que aquel islote era la lápida del más temido corsario de Portobelo, y que más allá, mar afuera, estaba el ataúd del temido Sir Francis Drake, azote de Portobelo y el Caribe. Susan asomó un intrigante brillo en sus ojos y me instó a que le contara los eventos que rodearon la muerte, sepultura y lápida del mentado Drake. Y al calor de la fogata le narré lo siguiente.

LA MUERTE AGONICA DE SIR FRANCIS DRAKE Y SU PARTICULAR ENTIERRO

Poco antes de su muerte Sir Francis Drake tuvo una racha de infortunios. Muere en una fragorosa batalla en Puerto Rico, John Hawkins, traficante de esclavos y mancuerna de pillaje de Drake. Poco después los españoles le tienden una emboscada a Drake y le hunden dos importantes naves insignias, y lo que colmó a Drake fue que, las flotas expedicionarias enviadas a Panamá, sufren una vergonzosa derrota. Enfurecido Drake decide tomar duras represalias contra Panamá. Ya lo había hecho, y con sanguinaria fuerza y poderío. Llega a Portobelo a bordo de su navío Defiance y se fondea en la boca de la bahía. Pero llega enfermo, muy enfermo. Arde en fiebres. Tiene la boca ulcerada e inflamada. Viste sus mejores galas, capa, bombacho satinado, botas lustrosas, camisa bordada, sable reluciente y sombrero aludo. Da órdenes contradictorias. La fiebre lo tiene delirando. Un repentino ataque de diarrea lo obliga a bajar a su camarote. Le arde el estómago como si hubiera tragado bolas de fuego y las convulsiones involuntarias lo doblegan y vomita como un monigote el poco contenido de sus entrañas. De su boca sale una espesa sangre oscura. Apenas tiene fuerzas para llegar al castillo de proa. Blande su resplandeciente espada adornada de piedras preciosas. Vuelve a gesticular órdenes que la tripulación no entiende. El pirata que los ha llevado a la gloria ha perdido la razón. Lleva días así. La boca supura pus ahora. Drake cae desplomado en cubierta. Le pide a su contramaestre, Thomas Baskerville, no perdonar vida alguna en Portobelo. Es lo único que alcanza a decir con sentido en medio de su atormentada condición. En cubierta, Drake vomita agónico su último aliento de sangre y muere (28 enero 1596). Baskerville gira orden de vestirlo con su mejor gala y armas. Lo amortajan con la bandera inglesa, lo meten en una caja de madera y luego dentro de una sellada caja de plomo.En medio de una suntuosa ceremonia fúnebre cargada de elogios lanzan el cajón al mar próximo a un yermo islote que los españoles llamaban “mogote” (luego islote Drake) y entran a sangre y fuego a Portobelo cumpliendo la última orden de Drake. Hoy sabemos que Sir Francis Drake murió de disentería. Cuatrocientos años después escarban el fondo marino de Portobelo buscando sus restos. National Geography, la BBC de Londres y Holanda han revuelto ese fondo arenoso sin encontrarlo. Solo han hallado los restos de un buque se cree es el buque ELIZABETH, que naufragó poco antes de su muerte. Hace un año conocí a un inglés, historiador y buzo que me mostró unos misteriosos rollos marinos y documentos escritos en clave y letra menudita, y me dijo, haber pasado cinco años leyendo , en las bibliotecas, los diarios de viajes y cartas marinas de todo lo vinculado con Drake y reformulo las cartas marinas y las corrientes de entonces y las de ahora para tener clara idea de donde yacen los restos de Drake. Yo lo escuche atentamente y concluí que el féretro de plomo no está allí donde todos buscan. Está mar afuera. No supe más de este inglés. Contrató una lancha, se lanzó al mar y nadie se supo más de él. Cuando terminé el relato tenía a todos los gringos fascinados por los detalles de esta narración. Miraron el islote Drake y comprendieron porque le dicen la lápida de Drake. Su aspecto es tétrico y yermo su vista. Susan convenció al resto del grupo de cruzar a nado hasta el islote, pero me costó más convencerlos que era mejor ir en la lancha. Y así hicimos. Cuando la marea lo permitió, con la punta de los dedos rozamos el afilado y rocoso islote de Sir Francis Drake a manera de lápida. Desde entonces cada vez que paso por el canal revivo con pálpito coronario el susto que me dio aquel canal próximo a la lápida del más temido azote del Caribe.






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