Este es un relato que leí en una web. Su autor es un tal Tauro. Espero que les guste tanto como a mí.

Empezaron vestidas pero la ropa les duró solo unos minutos.
Estaban solas en el vestuario del trabajo y acababan de cerrar el negocio.
Sin palabras, la rubia le dio un cachetazo que llevaba toda la furia contenida a lo largo de un día donde se habían estado maltratando con gestos, miradas y empujones. Se tenían ganas desde hace mucho.
La otra, de cabello castaño oscuro, le devolvió el golpe con igual rabia y la agarró del pelo.
El nudo que tenían en el estomago se convirtió en un torrente de ansiosa energía.

No eran nenas, las dos andaban cerca de los cuarenta, pero llevaban los años bien puestos, con carnes firmes, piernas fuertes que sostenían nalgas sin marca de celulitis y tetas duras y grandes, que proclamaban su condición de hembras hechas y derechas.
Se zamarrearon en silencio, cruzándose golpes, tironeándose los uniformes hasta desgarrar las camisas blancas que las dos vestían. Así quedaron libres las tetas, para que pudieran retorcérselas. Aullaron de dolor y terminaron en el suelo, aferradas a los pechos rivales con ambas manos y pateándose como podían.
Eran jefas de distintas secciones del negocio y tal vez por eso se odiaban, entre otras cosas.
Se levantaron sin admitir debilidad alguna, aunque no podían seguir con tanto dolor.
Se veían muy parecidas físicamente y tal vez por eso se odiaban, entre otras cosas.

Las polleras cortas molestaban, igual que las medias, así que se las sacaron a manotazos, en implícito acuerdo.
Lo mismo pasó con las pequeñas trusas que llevaban, tan similares que eso las puso más locas de furia, si tal cosa era posible.
Desnudas se sintieron libres como animales. La carne brillaba por el sudor.
Una fue contra otra y se golpearon tetas contra tetas sin piedad, una y otra vez, abrazándose para no caerse. Se arañaban la espalda mientras chocaban mejilla contra mejilla y pecho contra pecho. La respiración se entremezclaba y el perfume de ambas y su olor a hembras calientes las inundaba.
Siguieron clavándose tetazos, ahora aferradas de los pelos. Con cada golpe se unían sus vientres mojados de sudor. Con cada golpe chocaban sus muslos. Con cada golpe las conchas se iban juntando mas y más, aun sin tocarse. La carne ardía y se frotaba con ansia, con furia.
Seguían paradas, sin aflojar, a veces gritando y a veces resoplando como bestias, con la piel enrojecida por los golpes y bañada en transpiración.

Forcejearon, se entregaron al desesperado deseo fundirse en un abrazo de oso y acabaron revolcándose en el piso.
Hechas un amasijo de carne caliente, rodaron por el suelo tirandose el pelo, abrazadas a más no poder. Solo se soltaban para golpearse o arañarse.
Los cuerpos desnudos estaban aplastados uno contra otro, frotando teta a teta, piernas con piernas, pies con pies, vientre a vientre, restregándose labios y mejillas, aferrando cabellos ajenos y clavando uñas en nalgas y muslos. El ambiente estaba saturado del olor salvaje que despedían.

Cuando parecía que habían llegado al máximo, vinieron los golpes. Fue una lluvia de manotazos y patadas tiradas como podían, sin dejar de revolcarse y de aferrar a la rival. Pegaban en piernas, nuca y espaldas.
Fue el dolor, el cansancio o la frustración o un poco de todo lo que las hizo llorar como locas.

Se deseaban con fervor y tal vez por eso se odiaban, entre otras cosas.
Aún llorando, tiradas de costado, las mujeres chocaron sus conchas en un duelo feroz, dándose más y más. Gemían, bañadas en lagrimas y con rabiosa energía se batían con las entrepiernas.
Una logró ponerse encima y la otra se abrió bien de piernas y afirmando los talones al suelo, se preparó para la batalla.
Así, la de arriba atacó con su pelvis y la de abajo le devolvió el golpe. Los clítoris golpeaban la carne enemiga. Arriba, las tetas, enrojecidas, libraban su propio combate. Las hembras gritaban y lloraban, entrechocando sus rajas inflamadas y húmedas. Las vulvas parecían chupar, como ventosas.

Se atacaron más más y más y el orgasmo se anunció como una marea, subiendo y bajando. Ambas lo sentían y ninguna estaba dispuesta a parar.

De pronto, entrecruzaron las piernas y quedaron en igualdad de condiciones para ir a fondo y acabar de una vez por todas: con el muslo derecho, cada una atacaba el húmedo tajo rival, oprimiendo, frotando, golpeando y masajeando clítoris y vaginas.

Los cuerpos rodaban sin tregua hasta que las conchas desbordaron y la erupción del orgasmo les golpeó las entrañas y las hizo aullar y retorcerse sin control, mutuamente vencidas y vencedoras.

Minutos o siglos más tarde, luego de sentir que arañaban las puertas del Cielo y del Infierno, la tempestad dio lugar a la calma y solo quedaron dos mujeres desnudas, tiradas en el piso de un cuarto cualquiera, abrazadas y llorando suavemente.