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Turno de noche

Las profanaciones de tumbas se han convertido en un problema de seguridad ciudadana. Todos los años varias decenas de cementerios sufren este acoso, que parece esconder desde rituales satánicos hasta actos de simple vandalismo. Pero ¿qué impulsa a una persona a adentrarse en un cementerio para mancillar a los difuntos? ¿Qué pasa por la cabeza de un sujeto antes de profanar un nicho o una tumba?

Soy un profanador de tumbas y ahora mismo me dirijo a trabajar. Es de noche. Circulo por la carretera hacia un cementerio rural. Habré llegado en media hora, más o menos. No estoy orgulloso de lo que hago, pero tampoco siento remordimientos por ello. De algo hay que vivir y mejor robar a un muerto que a un vivo, digo yo. Además, se puede obtener más dinero de una tumba que atracando a pie de calle. Sin ir más lejos, el pasado 15 de mayo los Mossos d’Esquadra detuvieron a un trabajador de los servicios funerarios del barcelonés cementerio de Sant Andreu por robar las joyas con las que recientemente había sido enterrado otro hombre. Nada menos que un anillo valorado en 5.000 euros y varios relojes que alcanzaban los 36.000.
Quienes nos dedicamos a esto nos fijamos en todos los detalles, leemos los periódicos buscando esquelas llamativas e, incluso, acudimos a algunos sepelios para tantear el nivel económico del difunto. Así sabemos si será enterrado con joyas o no. Y, si no es así, siempre caerá algún diente o empaste de oro. Algunos de mis colegas piensan que no hacemos sino perpetuar aquellas profanaciones que sembraron el pánico en la sociedad británica de los siglos XVIII y XIX, cuando numerosas bandas robaban cadáveres frescos con los que surtían las facultades de Medicina. Los médicos pagaban buenas sumas por ellos, arriesgándose a que alguno de sus alumnos reconociera al difunto que iba a diseccionar. Costumbre que ya practicaban en su momento el propio Leonardo da Vinci o Vesalio en el siglo XVI. Y tanto fue el miedo que se generó ante esas bandas que los propios ciudadanos idearon trucos para proteger las tumbas de sus difuntos del saqueo, como ataúdes con cubiertas metálicas o de hormigón, pistolas escondidas que se accionaban cuando alguien pisaba el disparador… Las propias lápidas y las verjas que rodean algunos nichos nacieron como antídoto contra los profanadores. Pero yo no me siento así. Solo sé que me aprovecho de un nuevo negocio que comienza a ser explotado, porque de un camposanto vale casi todo. Que se lo pregunten si no a quienes el 1 de septiembre de 2007 robaron 3.000 m de cable de cobre de las farolas que iluminan el cementerio zaragozano de Torrero. Las puertas de aluminio o las verjas de hierro con las que se cierran muchos panteones también se pagan a buen precio. Las cruces e incluso las placas de metal de las lápidas nos las quitan de las manos ciertos talleres. Si se sabe hacer, no hay problema, porque las denuncias, las que se interponen, siempre llegan tarde y solo si nos cogen in fraganti
podemos terminar en la cárcel. Bien claro lo dijo el alcalde de Torrenueva, Manuel Carrascosa: “Si no es de este modo, es muy difícil acusar a los posibles ladrones de nada”.
FALTA DE VIGILANCIA
También contamos con otra gran ventaja: la falta de vigilancia en los camposantos. Escogemos las áreas rurales porque la presencia de la Guardia Civil es mucho menor, en ocasiones dos o tres patrullas para vigilar cientos de hectáreas. Únicamente hay que ser cautelosos, conocer sus movimientos y realizar la profanación con rapidez para asegurar una buena noche de trabajo. Si la población es de un tamaño considerable, suelen emplazar algunas cámaras de vigilancia, pero de noche es fácil burlarlas. Tampoco nos intimidan ni los muros ni las verjas; sabemos cómo sortearlos. Incluso en las grandes ciudades la vigilancia corre a nuestro favor. La alcaldesa de Vigo, Corina Porro, lo resumió bien y advirtió de ello al
explicar lo que ocurría en su ciudad: “Es imposible mantener vigilancia permanente en el interior de los ocho cementerios existentes”.
Solo les resta reforzar el número de patrullas en el exterior. Pero en los pueblos la situación se mantiene. Las puertas se dejan abiertas, los muros son de baja altura, los candados se revientan con facilidad… Más sencillo lo tienen aún los profanadores aragoneses, con medidas como la acordada este año de cerrar durante la tarde los cuarteles de los municipios más pequeños de la región. Así, si les sorprende alguien y llama a la Guardia Civil, disponen de mayor tiempo para escapar al proceder las patrullas de cuarteles más distantes, en ocasiones de hasta 80 km de distancia. Algo tiene, de todas formas, la tierra aragonesa, porque dicen que en los últimos años se han profanado más de 300 tumbas.
Ya llego al cementerio. He tenido suerte y no me he cruzado con ninguna patrulla de la Guardia Civil. Aparcaré el coche en un lugar discreto, no muy cerca del recinto, pero tampoco muy lejos, para asegurar la huida. Me he informado bien de lo que ando buscando: un enterramiento reciente. Y si me da tiempo cargaré con algunas cruces para vender como chatarra. Eso si son de hierro, porque quizá encuentre algunas decoradas con materiales más preciados. La noche es fresca. Saco las herramientas del maletero. Basta con un martillo, una cizalla y unos buenos alicates. Nada más. Me acerco a la entrada. Está abierta. Oigo voces y risas. Alguien está dentro. Parece una cuadrilla de jóvenes, que se agrupan en torno a un papel. ¡Están celebrando una de esas sesiones de rol! Ya me habían advertido de que podría sucederme esto cuanto menos lo pensara, desde aquel enero de 2004 cuando se encontraron 11 tumbas abiertas y 17 nichos rotos en el cementerio de la Almudena, en Madrid. Al principio todo hizo sospechar que no se trataba más que de puro vandalismo, pero los restos de algunos huesos colocados en un orden muy concreto invalidaron esa hipótesis. Además, los policías recordaron lo sucedido seis años antes en el también madrileño camposanto de Arganda del Rey. En esa ocasión varios jóvenes estuvieron durante un mes abriendo fosas por la noche para fotografiarse con los muertos. No exhumaban cualquier cuerpo, sino los que cumplían ciertos requisitos exigidos en el juego, como haber fallecido a lo largo de ese 1998. Y una vez hecho esto volvían a atornillar la lápida con sumo cuidado para no dañar el mármol y evitar así dejar constancia de sus actividades. Poco más pudo hacer la policía, a pesar de que durante varias noches diversos agentes permanecieron ocultos entre los nichos esperando la llegada de los profanadores. Es verdad que detuvieron a varios sospechosos, pero pronto quedaron en libertad por falta de pruebas.
EFECTO LLAMADA

El frío me atenaza mientras espero a que se marchen. Al menos no dejarán grandes destrozos. Estos no tienen pinta de vándalos. No como esos a los que les da por romper todo a su paso por puro divertimento. La policía cree que nuestros robos han provocado lo que llaman “efecto llamada”, que por nuestra culpa muchos jóvenes han perdido el respeto a los difuntos y se han dedicado a entrar en los camposantos para proseguir la diversión del fin de semana. Y la consecuencia es el cada vez mayor número de profanaciones de panteones, tumbas y nichos por toda España. Y no solo en este país. En Bruselas (Bélgica) el 16 de septiembre se detuvo a dos niños de 7 y 8 años por saquear unas 140 tumbas en el cementerio de Brabante. Que se aburrían, dijeron, y la Fiscalía no pudo hacer nada debido a su corta edad, solo cargar los daños a sus padres como responsables civiles. Algo es algo.
Aquí los perjuicios que causamos los profanadores son costeados por los propietarios de los nichos, si el camposanto es parroquial, y por los ayuntamientos, en el caso de que sea municipal. Pero cierto es que hay algo perverso en que los niños imiten a los mayores hasta este extremo o en que esta sea su forma de divertirse. Seguramente lo habrán aprendido de los jóvenes, de esos que después de un botellón se acercan hasta los panteones para destrozar todo cuanto encuentran a su paso. O de los se emborrachan junto a la misma tapia, como en la localidad de Torrenueva (Granada). El año pasado algunos jóvenes cogieron la costumbre de acercarse para beber a un lugar que llamaban “el mirador”, a pocos metros del cementerio. Unos pocos se internaron en su recinto y arrancaron varias cruces para diseminarlas por diferentes partes del pueblo. Sin embargo, muchos medios de comunicación continúan hablando de ritos satánicos en cuanto se abren un par de nichos, quizá por el morbo que esa posibilidad suscita. ¿No saben acaso que la mayoría de nosotros disfrazamos la profanación de ritual satánico? Basta dibujar algún símbolo, como un pentagrama, invertir una cruz o esparcir algunas hierbas y dejar una vela quemada para despistar a la policía.

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Por que recordar lo bueno es vivir
PARA QUE COMPRAR UN PLAY 4, SI PUEDES COMPRAR UN NINTENDO CON MARIO 3?
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