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El primer suicidio y las muertes más absurdas de la historia.







50 modos de morir de forma absurda

El primer suicida al que la Historia dedica unas líneas es Periandro (siglo VI a.C.), uno de los Siete Sabios griegos. Diógenes Laercio contó cómo el tirano corintio quería evitar que sus enemigos descuartizaran su cuerpo cuando se quitara la vida, por lo que elaboró un plan digno de Norman Bates.
El monarca eligió un lugar apartado en el bosque y encargó a dos jóvenes militares que le asesinaran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del maquiavélico Periandro no acababan ahí: había encargado a otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por encargo, les mataran y sepultaran un poco más lejos. A su vez, otros dos hombres debían acabar con los anteriores y enterrarlos algunos metros después, así hasta un número desconocido de muertos. En realidad, el plan para que el cadáver del sabio no fuera descubierto era brillante, pero en lugar de un suicidio tenía visos de masacre colectiva.
Algunas muertes estúpidas…
Las hay míticas, las hay memorables y las hay estúpidas. Lo malo de la muerte es que, una vez que llega ya no puede repetirse y hay algunos personajes históricos cuyo final no ha sido demasiado decoroso.
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Para empezar, una cadena de muertes bizarras que, por su impactante efecto dominó, fue tema de conversación durante semanas. Algunos la recordarán, sucedió en Buenos Aires, en 1988.
Una familia de apellido Montoya, que vivía en un piso trece del barrio de Caballito, se había ido de vacaciones dejando en el departamento a su pequeño perrito. Un amable vecino se encargaba de darle de comer todos los días. Sin embargo, el perro tuvo la mala idea de salir al balcón, donde perdió el equilibrio y cayó. Una mujer de 75 años, recibió el impacto perruno y murió en el acto, concentrando un grupo de gente que, como sucede en esos casos, corre hacia el lugar, entre gritos y pedidos de auxilio.
Una de esas personas fue Edith Solá de 46 años, quien cruzó la avenida sin cuidado y fue atropellada por un colectivo. La mujer murió instantáneamente, pero como no hay dos sin tres (sin contar al perro, claro) un anciano, al ver el horrible espectáculo, sufrió un ataque cardíaco falleciendo camino al hospital.
Uno de los testigos entrevistados remató el hecho con una frase memorable: “parecía un atentado, había cadáveres por todos lados!“.

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Ahí está Allan Pinkerton (1819-1884), creador de la primera agencia de detectives del mundo. El escocés se resbaló un día, se mordió la lengua, que se infectó y le llevó a la tumba.
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Tampoco se salva nuestro producto interior bruto. Antonio Gaudí (1852-1926) falleció a los 74 años cuando al cruzar la Gran Vía barcelonesa fue arrollado por un tranvía que circulaba a una velocidad más bien ridícula.
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Plinio el Viejo, naturalista demasiado concienzudo. El sabio no se le ocurrió otra que cosa que, cuando vio que el Vesubio en actividad durante la erupción que arrasó Pompeya (en el 79 d.C.) y queriendo estudiar el fenómeno de cerca, no se conformó con huir y ponerse a salvo sino que se acercó y entre temblores de tierra, gases, humaredas y el pánico, murió de una crisis cardiaca.
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El genial dramaturgo Tennessee Williams (1911-1983) murió en su baño cuando, tratando de abrir con la boca un bote de pastillas, el tapón finalmente salió disparado hacia su garganta y lo asfixió.
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Quizás la muerte más estúpida de la Historia es la de François Vatel (1631-1671), cocinero de Luis XIV. Horas antes de que comenzara una cena para 2.000 personas, el inventor de la crema chantilly se atravesó el corazón con una espada. ¿La causa? No pudo afrontar que el marisco llegara a su cocina con retraso.
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Magallanes cuando le quedaba sólo una cuarta parte de su vuelta al mundo, cuando ya había pasado lo más difícil y surcado los mares desconocidos, cuando había encontrado la civilización, víveres y seguridad en Filipinas (1521), se metió por medio en un sencillo ajuste de cuentas entre dos tribus indígenas y ahí acabó sus días, por meterse donde nadie le llamaba.
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Dumont d’Urville, explorador del siglo XIX al que se le debe entre otras cosas el descubrimiento de la Venus de Milo y la primera expedición al Antártico. El navegante que podría haber muerto heroicamente entre icebergs y tempestades, falleció en las afueras de París, en la primera catástrofe de la historia ferroviaria, la del tren Paris-Versailles, en 1842.
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Isadora Duncan (1927), estrangulada por su bufanda que se había quedado enganchada entre los radios de la rueda de su coche.
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Jean-Baptiste Lully. Éste estaba dirigiendo su orquesta marcando el ritmo con su batuta. En aquella época (1687) la batuta del director de orquesta era un pesado bastón con el que se golpeaba el suelo. En un fragmento difícil, Lully se enfadó tanto con sus músicos y golpeó el suelo con tanta furia que en su arrebato de cólera se golpeó el pie con el bastón, se le infectó, se le engangrenó y la broma lo llevó a la tumba.
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Una noche de alcohol, en México el año 1951, el escritor americano William Burroughs y su mujer estaban jugando a ser Guillermo Tell. Jugaban en serio: con una manzana en la cabeza de la esposa, Joan, con la excepción de que Burroughs prefería un Colt 45 al arco y la flecha porque era un excelente tirador. Bueno… al menos lo solía ser. Las consecuencias: para uno prisión por homicidio involuntario, para la otra muerte por hemorragia cerebral
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A Esquilo el oráculo le vaticinó que moriría aplastado por una casa, por lo que decidió residir fuera de la ciudad. Curiosa, y trágicamente, falleció al ser golpeado por el caparazón de una tortuga, que fue soltado por un quebrantahuesos desde el aire.
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Y que me dicen de Atila, que estaba tan borracho en su noche bodas que no se percató de que sangraba profusamente por la nariz. Al día siguiente amaneció ahogado en su propia sangre.
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Sir Francis Bacon, durante una fuerte nevada, decidió comprobar si era cierto eso de que el frío retrasaba la descomposición de los cadáveres. Mató un pollo y salió a enterrarlo al campo, contrayendo una grave pulmonía que acabaría con su vida días después.



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