No hay razón para que las Farc sigan siendo el eje central del debate electoral en Colombia. Estas ya no son el actor o problema más relevante del país, ni siquiera en materia de seguridad. El puntillazo final para que dejaran de serlo fue la política de seguridad democrática, cuyo gran logro ha sido desprestigiarlas, reducirlas territorial, social y económicamente, y menguar sustancialmente su capacidad criminal. Sin embargo, el Gobierno y otros sectores nacionales le conceden a esta guerrilla una importancia política y mediática completamente desproporcionada, más por rentabilidad electoral propia que por lo que en realidad significan las Farc hoy.
Hasta hace unas décadas, este grupo guerrillero tenía una representación poblacional y territorial relevante. Negociar con este entonces representaba la posibilidad de incorporar esa población y territorio al Estado colombiano. Hoy, las Farc ya no representan ni siquiera a la población cocalera. Todavía tienen una presencia armada importante, pero no un control territorial relevante, ni son el principal cuello de botella para recuperar el control estatal del territorio. Eso depende más de nuestra capacidad social e institucional de construir Estado legítimo que de la obstrucción armada de las Farc.
Por lo demás, ninguna reforma política, social o económica que necesite Colombia requiere alguna negociación con ellas. Los únicos temas en los que este grupo guerrillero conserva una incidencia importante están relacionados con la violación de derechos humanos y el DIH: el secuestro, el uso de minas antipersona, el reclutamiento de menores y, en general, la utilización de armas y tácticas de guerra que afectan desproporcionadamente la población civil. Justamente porque tienen capacidad de ofrecer algo a cambio sobre esos temas es que vale la pena acordar algo al respecto con las Farc.
Sin embargo, hacemos lo contrario. En sus bandazos, el Presidente ha llegado incluso a ofrecerles a las Farc una asamblea constituyente, como si estas fueran relevantes para refundar la patria. En cambio, ha bloqueado las negociaciones sobre liberación de secuestrados, nunca ha considerado seriamente un acuerdo sobre el tema de minas o reclutamiento y se ha negado al acuerdo humanitario. Sólo cuando las Farc respondieron con liberaciones gota a gota, el Gobierno cayó en cuenta de que es mejor un acuerdo para liberar a todos los secuestrados que el goteo, y volvió a autorizar la intervención de Piedad Córdoba y la Iglesia con ese propósito. Siete años negando el acuerdo humanitario para terminar volviendo a él.
De otra parte, algunos sectores políticos y de la sociedad civil insisten en que negociar el país con este grupo es la "salida política negociada al conflicto". Están muy equivocados. Las Farc no representan nada sustancial del país, como para negociarlo con ellas. Los conflictos armados, políticos, económicos o sociales de la Colombia de hoy no se resuelven en un diálogo con las Farc, sino en un acuerdo político entre los desarmados para construir de manera legítima, incluyente y democrática el Estado colombiano. Para esa construcción, es mucho más crítico comprometer a las élites regionales y nacionales para que dejen de usar ejércitos privados, o de usar la fuerza pública de manera ilegítima, o para que dejen de lavarle plata al narcotráfico o de capturar el Estado en su favor, que negociar con las Farc.
Estas no están aniquiladas y son una amenaza que hay que seguir combatiendo por todos los medios legales, nacionales e internacionales. Pero están lejos de ser el principal desafío estratégico de Colombia. Mientras permanezcan en armas, lo único sensato para negociar con ellas son asuntos humanitarios. Nuestro desafío estratégico ya no es la contrainsurgencia, sino la construcción legítima de Estado. Y nuestro principal obstáculo para esa construcción ya no es la acción de las guerrillas, sino la acción corrupta y criminal de élites que posan de legales, pero están asociadas a mafias armadas y al narcotráfico. Si no leemos bien nuestros desafíos actuales, no seremos capaces de superarlos.