Me despierta el pregón de los negros gozando del fragor de la
fiesta, sin importarle las amenazas que acechan el ambiente,
brillan de júbilo en su inconmensurable sed temeraria. Se unen
a la voluntad de sus aborígenes en una danza para invocar a la
lluvia, agazapados a sus pies de tierra, impregnándose de su
euforia. No son consciente de una muerte venidera, esa que
escoge sin piedad a los inocentes e incultos en el dominio de
fieras errantes. ¡Protégelos Diosa de la naturaleza, sé dadivosa
con tus hijos! No los castigues con el zurro ponzoñoso, que se
extiende como un símbolo maldito de muerte cárdena.
Pululan muertos de quienes se enfrentaron a los designios de
los dioses, como zancudos en la serranía de Abibe absorbiendo
en demasía el vigor de sus víctimas, dejándolas en huesos que
se convierten en polvo por el aquelarre de insectos milenarios.
Hombres necios intentando ganar una guerra sin sentido,
perdida desde el agarre de la espada contra un puño de trueno.
Zeber