Alejémonos un poco, César, del bosque de epítetos e insultos. Hay que entenderlos. Desde que nacieron han escuchado que el mejor enemigo es el que está muerto y ahora cambiarles el chip es bien complicado. Enfundar el arma y extender la mano desnuda les da miedo. La desconfianza es su evangelio y sospechan hasta de su sombra.

Pensemos más bien en Guillermo Gaviria. En 2017, hablar de paz, pese a las agresiones de muchos, encuentra el respaldo en otros tantos, pero en tiempos de Gaviria, la guerra era el único camino y por ello, marchar por la concordia, era una soberana estupidez. Sin embargo lo hizo, contra viento y marea, e infortunadamente, se convirtió en una víctima más de la guerra.

Hoy, ocho años después, sus sueños no se antojan imposibles. Las Farc se desarmaron y la violencia disminuyó. Y es en este momento cuando la figura y el ejemplo de Gaviria nos invitan a persistir en el empeño de no cejar en la construcción de la paz, comenzando por nosotros mismos, en nuestro entorno, enseñando a nuestros hijos la tolerancia a las ideas ajenas.

No es fácil, pero como la gota de agua sobre la piedra, al final se pondrá a buen recaudo el odio y respetando nuestras diferencias construiremos un país donde matar sea una excepción y la inteligencia prevalezca sobre la fuerza bruta. Gaviria es nuestro ejemplo.