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Shocked testimonio de 2 niñas subastadas Calificación: de 5,00

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Uno de los 42 combos que se disputan el centro de Medellín subastó la virginidad de Natalia y Mariana (13 y 14 años), al parecer, por una cifra que osciló entre un millón y siete millones de pesos.



Cada tanto, hombres en moto patrullan sus casas para amedrentar a sus familias y evitar que contacten a las autoridades, que, además, no hacen mucho por su protección, a pesar de las denuncias presentadas. Aquí cuentan cómo las contactaron, cómo fueron secuestradas y cómo sufrieron continuas violaciones por parte de varios hombres, en un relato de pesadilla.
“Todo empezó en mi colegio. Una de mis compañeras me decía que quería ser mi amiga, hablábamos mucho y me invitaba a comer, era amable, me contaba si tenía novio y así me preguntó si yo tenía… y si era virgen”. Natalia vive en la comuna oriental de Medellín y tiene catorce años. En 2012, durante la Feria de las Flores, fue secuestrada y subastada. No puedo verla, porque me dice que cualquier contacto que tenga con alguien ajeno a su familia puede ponerla en grave peligro. Por eso, me escribió una carta con tinta morada en las hojas arrancadas de un cuaderno cuadriculado que, en sus bordes, lleva por decorado la silueta de Campanita, la amiga de Peter Pan.


“Pasaron algunas semanas y me dijo que me regalaba ropa y un celular que ya no usaba. Acepté ir a su casa y no sé qué pasó. Ella cambió totalmente. Se puso seria y al momento llegó un muchacho. Hablaron en secreto, murmuraban y reían. Él le entregó un paquete y ella preguntó si estaba todo. ‘Claro, como siempre’, contestó. Ella se ríe y dice ‘es toda boba’. Llama, dice, ‘entren’. Eran dos hombres más. ‘¿Qué sucede?’, pregunté asustada. Ella contesta, ‘nada, deje de preguntar bobadas’”.
–Estaba fichada por una niña del colegio –me cuenta furtivamente Margarita, la hermana mayor de Natalia, a través de una inestable llamada por celular. Margarita dice que tampoco puede tener contacto con extraños, y esta llamada, desde la esquina de un callejón cerca de su casa, la pone extremadamente nerviosa–. Nos llegó una carta que decía que no podíamos denunciar y que teníamos que quedarnos callados o si no la niña iba a sufrir las consecuencias. Hombres en moto, con el casco puesto, empezaron a rondar la casa.
***


Al caer la tarde, el Parque Botero empieza a llenarse de oficinistas que van hacia sus casas y caminan entre las estatuas. También se llena de niñas y adolescentes, zapatos tenis, shorts que hacen honor a su nombre, ombligueras de tonos pasteles, que a veces combinan con una boina o una gorra. Niñas que conversan en grupos de a tres, de a parejas, observadas por algún joven de camiseta manga sisa. Niñas que no llevan cartera, no van a ninguna parte, no vienen de ningún lado. Las menores cada tanto les hablan a los hombres que pasan, les piden una moneda presionando sugestivamente los dedos en sus manos, algunas caminan una y otra vez el circuito de Carabobo, la catedral y el Parque Lleras, otras bajan furtivas al respaldo del Museo de Antioquia, donde sonríen y conversan en las puertas de los bares o se recuestan, solitarias, a oler pegante contra la pared del parqueadero del museo.
Bajando por la calle de Greiff el ambiente se pone más pesado, el vaho que sale de las bocas de los bares hace una atmósfera brumosa. Adentro, el striptease es frontal, completo, solo quedan los tacones que uniforman a mujeres de todas las edades. Estos bares son un destino común para víctimas de trata, que vienen de redes encabezadas por los jefes de los “combos” de los barrios periféricos de la ciudad. Las niñas llegan con frecuencia en los buses de los barrios Popular 1 y Popular 2, que vienen de oriente, o en Metro, de los barrios de la comuna 13 o la comuna oriental, y de municipios como Itagüí o Bello. No es normal que adolescentes solas vengan a Medellín a bajarse a la estación Prado, en donde no hay nada turístico, o educativo, pero sí están cerca todos los bares. La zona también está llena de hoteles y pensiones, claramente rentables. Por ejemplo, un hotelito, que modestamente anuncia tres estrellas, tiene una cancha de fútbol en la azotea.


El Parque Berrío también está lleno de niñas, que en shorts y maquillaje excesivo cargan un termo de café. Con esa excusa se acercan a hombres y turistas que pasan por el parque. Es muy fácil diferenciarlas de las señoras que no están ahí con motivos ulteriores, o quién sabe, lo cierto es que los vendedores de café de la plaza –casi 80 % de las mujeres que ocupan el espacio– superan con creces a la demanda de café, y no se ven más de cinco tomando café. Al costado de la iglesia de La Candelaria están todas las ventas de porno pirata en donde se consigue de todo, hasta zoofilia. Para comodidad de los clientes, bajo el resplandor rojo de las cabinas telefónicas del corredor de Carabobo se encuentran a la mano los anuncios de bares de striptease y prostíbulos “Club de amigas sexy’s, llame ya”. Comida, plazas, museos, obras de arte, artesanías y mujeres, todo en el mismo lugar, perfectamente mercadeado, a la mano del turista.
En toda la zona, y desde las calles Colombia y San Juan, no se ven habitantes de la calle ni personas mendigando. Me explican que es por los combos. Solo en el centro hay 42 ubicados, y está claro que mantienen el control de la zona y probablemente el de las redes de trata. La policía también está presente. Se los ve en todas partes, charlando por los bares de la avenida de Greiff, en el CAI del parque de la catedral frente a espesas nubes blancas de humo de marihuana, riendo a unos metros de las niñas que casualmente abordan a los turistas en el Parque Botero. Según el informe de 2013, sobre la situación de los derechos humanos en Medellín, las zonas de mayor prostitución infantil son las comunas 4 y 10. Su número se calcula entre 400 y 500 niñas.


***
“Me cogen a la fuerza, me tapan la boca, y me suben a un carro que está en el garaje. ‘Quédese callada, mamacita, o su familia se muere. No la quiero lastimar porque el patrón me la cobra. Él ya la vio, la quiere. Usted ahora le pertenece’, o algo así me dijo el muchacho. Estaba acostada en el piso del carro llorando. El miedo era muy fuerte. Mi amiga, o eso era lo que yo pensaba, comentaba de tras niñas. ‘Pare, acá tengo a dos más’. Me taparon la cara y no las pude ver, pero una olía feo, como si estuviera orinada, y me imagino que así llegamos las tres, del susto, porque no pararon el carro y fue mucho tiempo de recorrido…, o los minutos y horas se hacen largos por el temor de no saber qué pasará. Cuando nos bajaron del carro pude ver una gran casa, árboles, piscina y hombres jóvenes. Me tapan. ‘Mire, linda, no se busque que le pegue’. Me llevan a una pieza, las ventanas están selladas con madera. Tablas. Igual el baño. Cobija y ropa en la cama. El muchacho me dice ‘báñese y póngase linda, porque le traen comida’ y el tiempo se hizo eterno. Hombres y una mujer me cuidaban en la pieza, nunca estuve sola. Los hombres me asustaban pero nunca me trataron mal. Solo decían ‘haga todo lo que se le dice o su familia paga, recuerde eso’. Uno de ellos me secó las lágrimas y me miró con tristeza. Me paré asustada más de lo normal, me encerré en el baño y cuando llegó la comida había otro hombre. En otros momentos llegaba una señora y me peinaba y me pintaba”, relata Natalia, quien le contó a su hermana mayor que podía escuchar a varias niñas sollozar en otros cuartos, pero que nunca pudo verlas.
“Cuando una niña lloraba ella salía y al rato regresaba a seguir arreglándome. Siempre me decía ‘mamita, no llore que se pone fea, tranquila’. En ocasiones la escuchaba gritar ‘¡estoy cansada de esas hijueputas, malparidas, que chillan todo el tiempo! ¡No me pagan por aguantármelas. Cállenlas o no respondo!’. También me tomaba fotos. Trataba de estar despierta, pero el cansancio me podía. Creo que en ocasiones dormía por mucho tiempo”.
–Se la llevaron cinco días –me cuenta Margarita por teléfono–. Natalia no sabe cuánto tiempo fue porque parece que la drogaban para dormir, pero debió de ser en una finca en las afueras porque el lugar era grande y ella dice que escuchaba a los pajaritos.


“Llegó el día. Entraron tres hombres, me miraron. Nos llevaron al carro. Éramos seis o siete que íbamos en un carro como de transporte escolar. Acostadas. En algún momento una empezó a toser seguido como ahogándose. Era morena. Nos hicieron sentar y puedo ver la calle Oriental, el comando de policía y la iglesia San José. Me halaron del pelo. ‘¿Qué mira, perra hijueputa?’. Me tiraron al piso de nuevo. Después, el carro paró rápido. De nuevo, una pieza con baño, mucha luz. ‘¡Vístase!’. La mujer me peina y maquilla. Entran hombres. Salen. Uno entrega un paquete. Hablan. No se escucha lo que dicen. Me miran y él entra. Alto, mono, acuerpado. Cierran la puerta. No entiendo lo que dice, es un gringo. Fui violada. No sé cuántas veces. Me pegó, grité, pero nadie llegó. La mujer que me bañaba metió en bolsas las sábanas con sangre. Lloré y dormí. Me despertaron con comida y ropa. Y otro hombre. Un señor costeño. Y otro joven asqueroso. No sé si esto pasó el mismo día porque como antes, en ocasiones dormía mucho. Quizás nos drogaban. No lo sé”. Al contar esto, la letra de Natalia se distorsiona. Finalmente, el calvario terminó:
“Llegó el momento. Me bajaron del carro frente a la puerta de mi casa. Más y más amenazas. Mi hermana me abre. Creí que iba a morir en ese momento, porque siempre me decían que me matarían en cualquier momento. Solo quería bañarme y dormir”.




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